Capítulo III

Tasio esperaba verla con cara de preocupación o de pocos amigos, quizás enfadada, pero se sorprendió al verla salir de casa rebosante de felicidad, estaba muy guapa, siempre solía estar guapa, pero se podía decir que lo estaba más de lo normal. Su andar era enormemente elegante, con sus zapatos de tacón de aguja sus pasos eran cortos, y movía cadenciosamente su pequeño culo de forma muy sensual. Tenía el culo en forma de manzana, como a él le gustaban, nunca le habían gustado las mujeres con el culo en forma de pera, ni las que tenían enormes masas de celulitis alrededor del mismo, tampoco le gustaban las mujeres grandotas, aunque tuvieran buenas tetas, en definitiva, tenía que admitir que Eloísa era su tipo de mujer, además era encantadora en el trato, sensual y morbosa, muy morbosa. Era difícil mantener una conversación con ella y no pensar en el sexo al menos una docena de veces. Los zapatos eran abiertos por delante y dejaban ver unas uñas recién pintadas. Las uñas de las manos, larguísimas, también estaban pintadas del mismo color fuego. Llevaba una falda muy corta y unas medias grises. La falda era negra y contrastaba con una blusa blanca. Se le adivinaban los pezones y los pechos pequeños pero cimbreantes evidenciaban la carencia de sujetador. Llevaba colgando del hombro un pequeño bolso negro que Tasio se imaginó lleno de pequeños trastos inútiles. Siempre que había tenido ocasión de ver el contenido del bolso de una mujer, bien por curiosidad o bien en el desarrollo de alguna de sus investigaciones, se había encontrado con toda clase de sorpresas y cosas inesperadas, además de totalmente inútiles desde su punto de vista masculino. Además, había mujeres que lo usaban de papelera, y mantenían en su interior paquetes de tabaco terminados, envoltorios de chicles y caramelos, alguna servilleta con anotaciones a lápiz, y todo ello mezclado y enrevesado con un par de juegos de llaves que luego nunca encontraban cuando las necesitaban, clínex, algún pintalabios, condones, encendedores, las más precavidas llevaban algún par de medias de repuesto, también se podían encontrar entradas de cine o de teatro de meses atrás y un sinfín de cosas inidentificables.

La había estado esperando en el interior del coche durante un par de horas, después de asegurarse de que estaba en casa mediante una llamada telefónica que cortó cuando ella cogió el teléfono. No sabía si tenía servicio para controlar quien llamaba, por lo que tuvo la precaución de llamar desde una cabina cercana. Su teléfono móvil tenía la opción de realizar la llamada de forma anónima, pero no se fiaba de sus habilidades de programación y temía meter la pata.

Llevaba un Opel Corsa de alquiler porque Eloísa conocía su Ford Escort ranchera, la verdad es que siempre había pensado que tenía que cambiar de coche porque había muy pocos Escorts ranchera y acababa llamando la atención si tenía que seguir a alguien. Imaginaba que ella cogería su Citroën Xsara que tenía aparcado en la puerta, pero se volvió a equivocar, vio que pasó de largo y siguió a pie calle abajo. Si la seguía en el coche se iba a dar cuenta de inmediato, si la seguía a pie y ella se subía al coche de otra persona, no iba a poder seguirla. Mientras pensaba si la seguía de un modo u otro, vio como entraba en la peluquería que había en la misma esquina. No haría falta moverse de momento, la esperaría en el coche. La verdad es que odiaba aquellas largas esperas. Las odiaba porque aunque le gustaba leer, no podía hacerlo porque si leía no controlaba nada a su alrededor, a veces se entretenía escuchando la radio, aunque en una ocasión, después de pasarse una noche en vela oyéndola, cuando intentó poner en marcha el coche para seguir a la persona que estaba vigilando, la batería hizo un sonido sordo y ahogado que acabó muriendo sin que el coche arrancara. Desde entonces, oía pocas veces la radio con el motor parado. Es cierto que aprovechaba las esperas para pensar, pensar en la investigación, y pensar en sus problemas personales, cotidianos, pensar en lo que había sido su vida hasta el momento, pensar en los motivos que tenía, o quería tener para no casarse, pensar en sus necesidades sexuales que tenía que atender. Muchas veces, las largas esperas acababan en una especie de depresión producida por malos y repetitivos pensamientos. Llevaba ya casi veinte años de detective, y lo cierto es que no se podía quejar, vivía bien y no le faltaba de nada, incluso tenía ahorrados algunos millones para cuando decidiera retirarse. Vivía en un lugar pequeño pero céntrico y cómodo, y no necesitaba nada más, pero se sentía solo, muchas, demasiadas veces, se sentía solo. La soledad le gustaba, pero le gustaba mientras podía controlarla, mientras era él quien decidía aislarse y mantenerse a solas del mundo, pero cuando necesitaba compañía se daba cuenta de que vivir solo resultaba triste, reconfortante a veces, pero triste las más de las ocasiones. Quizás algún día encontrara a una mujer a quien no temiera, alguna mujer que le transmitiera seguridad, alguna mujer con la que compartirlo todo, lo bueno, lo malo, y lo ni bueno ni malo. Pero tenía casi cincuenta años y no había conocido ninguna mujer con la que compartir su vida más allá de un par de meses. Por otra parte, su trabajo tenía horarios extraños, o mejor dicho, no tenía horarios, y lo mismo tenía que pasar una noche en casa que en el coche, o en el banco de algún aeropuerto, y eso era difícil de compartir, era difícil encontrar una pareja que se acostumbrara a ese tipo de vida, aunque posiblemente, dentro de cinco o seis años, si decidía retirarse y vivir de sus ahorros, entonces, posiblemente sería más fácil encontrar a alguien con quien compartir lo que le quedara de vida, pero entonces tendría ya cincuenta y cinco o más años. ¿De vedad podría creer que sería más fácil encontrar a alguien a esa edad? Quién sabe.

Eloísa llevaba ya más de dos horas en el interior de la peluquería, a Tasio le dolía todo, allí embutido en el interior de aquel minúsculo coche. ¿Cómo podían estar tanto tiempo las mujeres en la peluquería? Cuando él iba al peluquero acababa en veinte minutos. Las mujeres, entre los tintes, las mascarillas, las «permanentes», las mechas, el secador, que si un lavado, que si otro lavado, un retoque, otro retoque, córtame un poco más del flequillo, este tinte me ha quedado un poco más claro que el del mes pasado, otra capa de tinte, otro lavado, otro secado, y las conversaciones de la peluquería, las interminables e insulsas conversaciones de peluquería, solo comparables con el montón de revistas inútiles que su peluquero decía que eran de medicina, por aquello del corazón. Tasio iba a una peluquería mixta, donde lo mismo iban mujeres que hombres, y los veinte minutos que pasaba aseándose el pelo, eran una tortura, el peluquero acababa siguiéndole la corriente a todas las mujeres, parecía disfrutar con ello, Tasio estaba convencido de que su peluquero era incluso más maruja que la más recalcitrante de sus clientas, y por eso le resultaba fácil sonsacarles hasta lo más íntimo. En la peluquería se hablaba de todo aquel y aquella que no estaba presente, del vecindario y de los famosos, de las suegras y de los artistas de cine, de los cuernos y de los embarazos sospechosos. La peluquería ha sido siempre un nido de chismes de todo tipo. Lo que llega a la peluquería acaba expandiéndose y propagándose hasta el infinito, seguro que el famoso Big Bang que dio origen al universo comenzó en el interior de la peluquería de alguna lejana galaxia.

Eloísa salió de la peluquería, Tasio cesó en sus pensamientos inconexos y volvió a observarla desde el interior del coche, había entrado guapa, pero tenía que admitir que había salido despampanante, la larga incubación en la peluquería había valido la pena. Su larga cabellera estaba como rejuvenecida y sus ondulaciones eran más elásticas, con más movimiento, más vida. Eloisa subió al Xsara, Tasio puso en marcha el Corsa y la radio.

Julio tenía treinta y cinco años, se había independizado recientemente de sus padres, con los que había estado viviendo hasta el verano pasado. Nunca había sido mujeriego, aunque era guapo y resultaba bastante atractivo para aquellas mujeres que buscan alguien delicado y sensible, y no al típico macho hispano. Era casi barbilampiño, posiblemente por su lejano origen indio. Su tatarabuela dicen que era india americana. No era ni rubio ni moreno, tenía una tonalidad de pelo poco común, muy liso, melena corta, ojos ligeramente, muy ligeramente oblicuos, y grandes, curiosos, delgado, un metro ochenta. Julio siempre había sido muy tímido, y después de tantos años viviendo con sus padres, había decidido irse a vivir solo, porque entre otras cosas, se avergonzaba de seguir como mantenido de sus progenitores, aunque colaboraba en el sostenimiento familiar con parte de su sueldo de cajero de supermercado. No era virgen, pero casi, a sus treinta y cinco años, apenas había tenido un par de breves encuentros sexuales con mujeres, y un intento frustrado con un compañero de colegio. Siempre se había sentido como un bicho raro, y las mujeres no lo habían atraído nunca excesivamente. Tampoco los hombres, en realidad, su instinto sexual parecía bastante apagado. Ese estar en medio de todo y no acabar de tener las cosas claras, fue lo que en el instituto, con apenas diecisiete años, lo llevó a una primera experiencia sexual con un compañero suyo, mucho más espabilado y avezado en las lides sexuales, que vio en él un homosexual en potencia. Se hicieron amigos, fueron un par de veces al cine, y en plena GUERRA DE LAS GALAXIAS, mientras escuchaba aquella famosa frase de «que la fuerza te acompañe», notó que la mano de su amigo se posaba encima de su paquete. No supo qué hacer, y ante la duda y la sorpresa, decidió no hacer nada, mientras Luke Skywalker seguía con sus aventuras espaciales. Poco después, y sin soltar la mano de donde la tenía, Juan, que así se llamaba su compañero, lo cogió de la parte de atrás del cuello con la otra mano, y le dio un profundo y apasionado beso, introduciéndole la lengua hasta casi rozarle las amígdalas. De fondo se oían los disparos de los láseres de las naves en forma de «X» y de «Y», aunque dicen que en el espacio, debido al vacío, o a la ausencia de gravedad, en realidad no podrían oírse. Julio se excitó a la vez que sintió unas fuertes ganas de vomitar. Salió corriendo de la sala del cine y tuvo que volver otro día para ver como terminaba la película. Nunca más se volvieron a dirigir la palabra Juan y Julio. Tampoco volvieron juntos al cine.

Unos pocos años después tuvo un par de encuentros con dos hermanas, por separado, primero con la mayor. La relación no tuvo un gran éxito, aunque la chica, prendada del tamaño de aquello que tenía él entre las piernas, no pudo resistir contárselo a su hermana pequeña, quien no paró de acosarle hasta que no tuvo más remedio que enseñárselo. Lo hizo en el patio del instituto, detrás de los cuartos de baño. La chica alargó la mano y le tocó el miembro tímidamente y cuando notó aquel calor y vio que aquello parecía querer crecer más en su dirección, dio media vuelta y salió corriendo. Sexualmente no había tenido ninguna otra experiencia hasta que el otro día, mientras atendía la caja del supermercado, una mujer, algunos años mayor que él, después de pagar la cuenta con la VISA, lo miró a los ojos y le preguntó a qué hora terminaba. Entre balbuceos le dijo que acababa su turno a las ocho.

—Te espero fuera —le dijo ella.

Fueron a casa de él, estaba ordenada y limpia, aunque la cama estaba sin hacer, sólo la hacía los domingos por la tarde, y era jueves. No importó mucho porque de todos modos hubiera acabado deshecha. Aquella mujer tenía una gran experiencia y consiguió hacer con él lo que nunca había soñado ni después de ver una película porno de aquellas que alquilaba de vez en cuando en el videoclub de al lado del supermercado. Recordaba que ella había murmurado cuando le bajó los pantalones y los calzoncillos: «Esto es todo un descubrimiento». Pero esta vez no salió corriendo. Nada de eso. Él apenas hizo nada, fue ella la que lo estuvo cabalgando durante más de dos horas. Cuando él se corrió por segunda vez, y cuando todavía su miembro estaba dentro de la mujer, ella se acarició el clítoris y las tetas hasta correrse salvajemente encima de él, retorciendo el pene de Julio en su interior.

—Volveré otro día —le dijo ella al oído.

El no tuvo fuerzas para contestar, estaba como flotando. Ella se marchó. Ni siquiera se habían presentado, aunque ella sabía que él se llamaba Julio porque llevaba el nombre en una plaquita de plástico sobre el corazón, como todos los empleados del supermercado, y él sabía que ella se llamaba Eloísa porque lo vio en su VISA. Nada más sabían la una del otro ni el uno de la otra, pero era suficiente.

Eloísa salió de la peluquería eufórica, se sentía llena de vida, olía a limpio. Subió al Xsara, arrancó el motor y miró por el retrovisor, no venía nadie y salió en dirección a Capitanía. Iba pensando en Julio, el chico que había conocido la semana pasada. Cuando estuvo en el supermercado sintió algo extraño al ser atendida por él. Hubiera jurado que era virgen a pesar de que ya era mayorcito. ¡Qué tímido era! Apenas si habían cruzado una docena de palabras desde el supermercado hasta su casa, y quizás otra docena en su casa. Estaba segura de que el chico, que en realidad ya no era tan chico, la estaba esperando cada día desde entonces, sabía que había causado en él la suficiente impresión como para estar pendiente de la puerta cada día, cada momento. Ella sonreía de satisfacción. Hoy se había estado bañando y depilando con esmero, y hasta había ido a la peluquería. Estaba excitada y quería sexo, pero no con Héctor, o mejor dicho, no solo con Héctor, quería algo más. Había descubierto en aquel hombre, bastante más joven que ella y Héctor, una vitalidad sexual latente increíble. Estaba dispuesta a volver a verlo, y de hecho se dirigió a su casa sin avisar. Eran las ocho treinta, llamó a su puerta. Julio abrió, estaba en calzoncillos. Ella sonrió.

Tasio la siguió hasta un parking cerca de Capitanía, aparcó su Corsa a unos cien metros del Xsara de ella. La siguió con mucha precaución, se había puesto un pequeño bigote postizo por si se giraba y lo veía de lejos, que no pudiera reconocerlo a la primera. Las precauciones apenas fueron necesarias porque ella parecía no percatarse de lo que ocurría alrededor.

Entró en un portal y pudo ver que subía a un tercer piso por el indicador del ascensor. Él subió a pie al tercer piso, había dos puertas. En una de ellas vivía un matrimonio, según se deducía de una pequeña placa metálica, en la otra no ponía nada. Tasio supuso que Eloísa había entrado en esta segunda. La luz del pasillo se apagó, Tasio no la volvió a encender, se sentó en los escalones dispuesto a esperar unos minutos. Volvió a pensar en su jubilación y en su soledad, volvió a pensar en lo difícil que sería encontrar a alguna mujer que se interesara por un viejo gordo sin demasiado dinero. Oyó unos gemidos y ruido de cama, el ruido característico de cuando no se usa para dormir. Los gemidos y los ruidos de cama siguieron durante un buen rato, de pronto el silencio. Tasio se levantó y bajó por las escaleras, se fue hasta la otra esquina y esperó intentando pasar desapercibido. Debía averiguar quien vivía en aquella casa y no estaría de más poner algún micrófono, e incluso alguna microcámara por si se repetía la ocasión. Eloísa tardó casi otra hora en bajar a la calle, se la veía igual de guapa, aunque ligeramente más despeinada, sólo ligeramente. La siguió hasta el parking, y luego hasta su casa. Dejó el coche en la calle y subió. Tasio decidió esperar un rato más, aunque había visto luz en casa de Héctor y supuso que estaba en casa. No creía que fuera necesaria más vigilancia esa noche.

Héctor estaba haciendo la cena, le gustaba cocinar. Esa noche no estaba haciendo nada especial, simplemente una patatas fritas, eso sí, con aceite de oliva, y unos filetes de ternera, todo acompañado con una ensalada aliñada con un buen vinagre. Su hijo estaba en casa de un amigo, esa noche cenaría a solas con Eloísa. Seguía preocupado por su comportamiento, temía que hiciera alguna barbaridad, y esperaba que su amigo lo avisase rápidamente si veía alguna actuación peligrosa en ella.

Eloísa entró en casa sonriente, le dio un pequeño beso en la boca.

—Tengo una sorpresa para ti esta noche.

—¿Ah sí? ¿De qué se trata?

—Si te lo digo no hay sorpresa.

—¿Has estado en la peluquería?

—Me alegro de que se note. ¿Te gusta?

—Estas muy guapa, aunque siempre estás muy guapa —era sincero.

—Tú siempre tan cumplidor.

Cenaron mientras veían en la televisión una de esos horribles telefilms de extraterrestres sin ningún sentido, al cual no le prestaron la menor atención, al menos él.

Se fueron temprano a la cama.

Eloísa se fue al cuarto de baño después de cenar y se limpió los dientes, pero no se lavó, sabía que olía a sexo y a Julio, pero conscientemente no eliminó esos rastros de su cuerpo.

Se desnudó y se metió en la cama con Héctor. Héctor llevaba todavía los calzoncillos. Eloisa cambió el tono suave de su voz por otro más severo, más duro, y le espetó, más que le dijo, que se quitara los calzoncillos. Eloisa apagó la luz, Héctor sintió una fuerte excitación, como siempre le ocurría cuando ella le hablaba en la cama en ese tono. Era síntoma de que tendrían un encuentro sexual.

—Ven aquí encima.

Él la obedeció y se puso encima de ella, a horcajadas.

—¡Huéleme! Toda.

Héctor se puso a olerla. La olía sonoramente mientras arrastraba su nariz y sus labios por todo el cuerpo de ella. Olió cada rincón de su cuerpo, principalmente debajo de las axilas que era lo que más lo excitaba. Le olió también las ingles y el sexo, volviendo hacia arriba oliéndole el ombligo y los pechos. Ella le había cogido el pelo y le dirigió la cabeza de nuevo hacia su sexo, para que él siguiera oliendo, luego tiró de él y lo besó.

Después de besarlo acercó sus labios mojados al oído de él y comenzó a susurrarle.

—Vengo de follar con otro tío —el cuerpo de él se tensaba mientras dejaba escapar un ligero gemido contenido.

—No me he lavado para que puedas sentir su olor, su olor mezclado con el mío…

Estaba tomando un café en Cánovas, mientras esperaba a Héctor. Era pronto todavía, pero así se relajaba un poco. Se relajaba y pensaba en cómo contarle a Héctor lo que había averiguado hasta la fecha. Lo había llamado por teléfono y le había dicho que necesitaba una copia de lo que tenía escrito hasta hoy de la biografía, y luego quería todo lo nuevo que fuese escribiendo o modificando. Héctor se mostró reacio, pero finalmente aceptó su petición y suponía que se la traería ahora mismo. Esperaba que Héctor no se tomara demasiado a mal el comportamiento licencioso de su esposa, aunque después de aquella noche, ya todo fue más bien normal, normal y aburrido. Tasio averiguó que aquel hombre se llamaba Julio Vargas y que trabajaba en un supermercado atendiendo una de las cajas. También averiguó que era soltero y vivía solo. No se le conocía ninguna relación estable, ni ningún vicio además del de fumar pitillos.

Tasio había ido a La Tienda del Espía, en una de las esquinas de la calle del Antiguo Reino de Valencia y había comprado una cámara vía radio V4111, como otra que ya había utilizado en su última investigación para la Bayhar. La otra la perdió, o mejor dicho, no pudo recuperarla de donde la había instalado, pero no tenía excesiva importancia porque su precio no llegaba a las 60 000 pesetas. La cámara le permitía grabar incluso prácticamente sin luz y utilizaba como receptor un ordenador portátil que le había dejado un amigo suyo, también del oficio. La cámara no necesitaba cableado, esa era su principal ventaja, y la calidad de transmisión era aceptable. Lo complicado fue encontrar un lugar apropiado donde esconderla de manera que se pudiera grabar la cama. Entrar en la casa, curiosamente fue mucho más fácil. Julio nunca daba la vuelta a la llave, y era una vieja puerta de las de pestillo corriente, la pudo abrir con una VISA antigua que guardaba en la cartera para esos casos, aunque normalmente resultaba más complicado entrar en algún domicilio ajeno. A Tasio tampoco le preocupaban las cuestiones morales de entrar a casas ajenas y grabar conversaciones o imágenes, intervenir los teléfonos y cosas así, sin ningún tipo de autorización judicial. En realidad le divertía poder informar a sus clientes de estas cuestiones, aunque muchas cosas no las podía poner por escrito para evitarse problemas con la Ley. Encontró primero un sitio apropiado fuera de la habitación, pero tenía el inconveniente de que si cerraban la puerta, se iba a quedar a dos velas. Finalmente encontró un lugar en una de las esquinas del armario. Era un armario grande y viejo, muy recargado, cuestión que ayudó a disimular la cámara. Aun así, estaba convencido de que la descubrirían si la dejaba mucho tiempo. Eloísa no volvió desde aquel día, pero Tasio pudo comprobar el buen funcionamiento de la cámara. Pudo comprobar que el tal Julio se empezaba a poner muy nervioso a la hora en que el otro día acudió Eloísa. Empezaba a dar vueltas por la habitación, salía, volvía a entrar, y una hora después, o quizás algo más, se acostaba, apagaba la luz y se masturbaba. Así cada día. El primer día, Tasio se llevó una sorpresa. Cierto que con la luz apagada no se veían las cosas demasiado claras, pero gracias al sistema de infrarrojos la imagen era suficientemente válida. Se veía poco, pero el tamaño de aquella verga se apreciaba con claridad. En la vida he visto cosa igual, pensó para sí.

Héctor entró por la puerta del restaurante y se acercó a la barra saludando a dos camareros con los que se cruzó. Pidió un gin tónic de Larios.

—Hola, qué tal —saludó a Tasio.

—Bien, aquí, con el cafecito.

—Toma —le acercó un sobre abultado—. Ahí tienes lo que tengo escrito hasta ahora. Ojo, es totalmente confidencial, tan pronto lo leas debes de devolvérmelo, y no quiero que hagas copias, sería una putada que alguien se me anticipara y lo registrara en Propiedad Intelectual.

—Puedes estar tranquilo, nadie te va a quitar tus derechos. ¿Lo ha leído Eloísa?

—Sí, cada vez que escribo algo nuevo lo lee, se empeña en que le imprima cada página.

—¿Y te ha hecho algún comentario? Algo en especial que no le guste.

—No, nada. Algunos pequeños cambios sin importancia de nombres y lugares, pero nada más, en realidad, aunque la quiero vender como autobiografía, hay más ficción que realidad, como de hecho advierto en la introducción. Lo monto como autobiografía, simplemente para crear más morbo y más expectación hasta su publicación, creo que puede ser un gran éxito, pero quiero guardar gran parte de mi intimidad, no quiero dar a conocer mis trapos sucios.

—Resultará un poco complicado. ¿No?

—No demasiado, en realidad, la excusa perfecta es la de realizar un entramado policíaco, con algún crimen de por medio, y mencionar alguna de mis otras obras, en fin, convertirme en protagonista de una de mis novelas de ficción. El título quiero que sea comercial, de momento tengo pensado el de CONFIESO, es corto y creo que impacta suficiente. En la campaña de lanzamiento que quiero preparar unos meses antes de la edición será donde mi editor y yo aclararemos que se trata de una más de mis obras de ficción, pero con algunos datos reales mezclados, de manera que nadie sabrá nunca lo que es cierto y lo que no lo es, y se creará con ello la suficiente polémica.

—Yo ya he empezado el trabajo. Como verás, hasta ahora no te he preguntado nada, y lo primero que he hecho hoy ha sido pedirte la novela. He actuado de ese modo porque no quería tener ninguna idea preconcebida, quería simplemente ver qué es lo que pasaba en estos días y luego profundizar. Pero ahora creo que ha llegado el momento de que me cuentes realmente cuáles son tus temores, y en qué te basas para creer que tu mujer puede hacer algo inconveniente.

—Tasio —la voz de Héctor se hizo más profunda, a la vez que hablaba con un tono de voz más bajo—. Temo que Eloísa sea capaz de un crimen.

—¿Un crimen?

—Si

—¿A quién se supone que se va a cargar?

—A Inés

—Pero… ¿Por qué? ¿Qué te hace pensar una cosa así?

—No sé, son una mezcla de sentimientos, y por otro lado sus propias palabras. Como sabes, hace ya varios años que Inés y yo dejamos nuestra relación sexual-amorosa, pero seguíamos siendo amigos y debido a nuestro trabajo, nos veíamos a menudo y mantuvimos algunas conversaciones telefónicas, e incluso algunos email. Luego dejé el bufete y empecé a escribir, o mejor dicho, empecé a escribir y dejé el bufete. Ello hizo que la relación entre Inés y yo se distanciase todavía algo más, lo cual calmó ligeramente los ánimos de Eloísa, pero no del todo, porque seguimos hablando por teléfono. Cuestiones sin importancia, ella me hacía algunas consultas del trabajo, y aunque yo hace tiempo que lo dejé, la ayudaba en alguna cosilla del bufete. Todo cosas sin importancia. En cierta ocasión Eloísa me acusó de estar viéndome a escondidas con Inés, cosa que naturalmente negué.

—¿Te veías con ella?

—No, en absoluto, en realidad no me atrevía. No me atrevía porque Eloísa tiene un sexto sentido muy desarrollado y siente vibraciones de todo tipo. Sé que no podría engañarla.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿Por qué crees que ella sentía eso si no era cierto?

—No lo sé, supongo que tampoco será infalible, quizás lo que sentía era el peligro latente, o mi posible deseo hacia Inés, no lo sé, el caso es que yo no tuve nada que ver sexualmente con Inés desde que la dejé.

—¿La dejaste tú?

—Sí, ya te lo conté, me vi obligado a dejarla. Eloísa no estaba dispuesta a que yo continuara con la relación.

—¿Y qué ha ocurrido ahora que te hace temer por Inés?

—No temo por Inés, temo por Eloísa, por lo que pueda hacer y de lo que se pueda arrepentir después. Han sido varias cosas, hace unos meses escuchó un mensaje en el contestador que había dejado Inés, y se mosqueó por el tono de voz de Inés, más que por el contenido del mensaje, según ella, el tono era muy «personal». En realidad era una tontería, nada serio, pero ya sabes cómo son las mujeres. Yo no sabía qué hacer para evitar tener problemas con Eloísa, estaba harto de que la situación se alargase tanto a pesar de haber terminado oficial y realmente con Inés, así que le propuse que le diría a Inés que ya no la volvería a llamar ni quería que ella lo hiciera.

Así lo hice, y rompí ya de una forma más definitiva si cabe con ella, ni una sola llamada, nada, ausencia total de cualquier tipo de relación. Tuve que renunciar a mi amistad con Inés para salvar de nuevo mi matrimonio.

—¿Valió la pena?

—Por supuesto, sabes que quiero a Eloísa, aunque creo que no es justo lo que he tenido que hacer, pero no me arrepiento de ello y creo que lo volvería a hacer si se presentase la ocasión.

El caso es que hace pocos días, Inés coincidió conmigo en una cafetería. Puedes imaginar quien entró a continuación. Se puso histérica, y bajo mi punto de vista perdió el sentido de la realidad, amenazó con matarla, con eliminarla definitivamente de mi vida, aunque no en ese momento, en público no dijo nada, dio media vuelta y se largó, la película vino después, en casa, me puso verde.

—Sabes que esas cosas se dicen en momentos de furia, pero no se mata por ello.

—Sí lo sé, pero yo también siento cosas, quizás por los muchos años que llevo con Eloísa. Esas sensaciones que ella nota en las personas, yo acabo notándolas también, menos intensamente, menos certeramente, pero las siento, y también siento las que Eloísa produce, y créeme si te digo que no me gustó nada su aura de ese día. Nada.

—Creo que exageras y que me has puesto a investigar una insensatez.

—Insensatez o no, quiero que sigas investigando y que me informes de todo lo que sepas. Yo sería el primero en alegrarme si estoy equivocado, pero también quiero estar preparado para el caso de que no lo esté.

—Está bien, como quieras, seguiré vigilando, no te preocupes.

—¿Qué tienes que decirme de estos días?

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¿Qué mierda de detective eres?

—Nada relacionado con el tema de la investigación.

—Oye Tasio, no te quedes conmigo. El tema de la investigación es Eloísa, y por lo tanto, cualquier cosa más importante que una hora en la peluquería, debes de contármela.

—¿Estás seguro de que quieres oírlo?

—Sí, para eso te pago.

—Eloísa tiene un lío.

—Lo sé, me lo dijo ella.

—¿Te lo ha dicho? ¿Y qué piensas hacer?

—Nada.

—Oye tío, de verdad, no te entiendo.

—Mi relación con Eloísa y la forma de llevarla, es cosa mía, sabes que la adoro, que sería capaz de cualquier cosa por ella, y sé lo que debo exigirle y lo que no. Es muy libre de tener alguna aventura si lo cree necesario.

—Ella te obligó a dejar a Inés.

—No hace falta que me lo recuerdes, lo tengo claro.

—Pero moralmente no puede obligarte a eso y luego hacer lo que le venga en gana.

—Eso es cosa mía y de ella. Tú limítate a informarme, no me des consejos.

—Lo hago porque eres mi amigo.

—Y lo agradezco, pero no son necesarios. Si lo necesito te lo pediré. Todo en esta vida es relativo y depende de cómo te lo cojas, todo es importante o no en la medida en que te lo propongas, y nada es lo que parece. La guerra de los cien años duró en realidad 116, los sombreros Panamá se fabrican en Ecuador y no en Panamá, los rusos celebran la revolución de octubre en noviembre, los pinceles de pelo de camello en realidad se fabrican con pelo de ardilla, Jorge VI en realidad se llamaba Alberto, y las grosellas chinas son de Nueva Zelanda. ¿Quieres que siga?

—No, déjalo estar.

—¿Quién es ese tío? —cambió de tema Héctor.

—Creía que no te importaba.

—Yo no he dicho que no me importe. ¿Quién es? Quiero una foto suya, su nombre, su trabajo y su domicilio.

—¿Quieres ver lo que calza entre las piernas?