Aseguran que algunos genes saltan una generación y aparecen en los nietos de manera más patente que en los hijos. En el caso de Isabel de Borbón, ya de por sí de calenturienta ascendencia paterna, es evidente que heredó de María Luisa de Parma la afición por los goces amorosos y la capacidad de ésta para preñarse con pasmosa facilidad. Sin llegar a emular a la abuela, la cual llegó a quedarse embarazada con mayor o menor fortuna en veinticuatro ocasiones, la nieta pasó una docena de veces por la experiencia —que se sepa—, aunque únicamente cuatro hijos superaron la niñez después de tanto esfuerzo. Lo que está claro es que ambas sobrevivieron sin mayores percances en una época en que la mortandad de las parturientas era ciertamente escandalosa.
A Isabelita, la pobre, hija de Fernando VII, el rey felón, aquél a quien le ponían a tiro las bolas de billar y otras cosas, y de una sobrina carnal de éste a quien doblaba la edad, le cayó un reino a los tres años y también una guerra carlista para celebrar su entronización. Su tío, Carlos María Isidro, no aceptó la abolición de la Ley Sálica que impedía reinar a las mujeres. En su opinión, un polvo real cuyo resultado fuera un varón era mil veces más meritorio que otro cuya consecuencia fuera una hembra. Y así, por culpa de unos polvos más o menos atinados, el país se vio sumergido en un sangriento conflicto que duró gran parte del siglo XIX y arruinó sus tierras y a sus habitantes.
Para acabar de rematar la poca envidiable situación de la niña reina, decidieron casarla a los dieciséis años con su primo, el infante Francisco de Asís María Fernando de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, que tenía veinticuatro años y le gustaba la carne y el pescado, más lo primero si se cree lo que de él se cuenta. Según aseguró ella misma muchos años después, el novio se presentó la noche de bodas con un camisón adornado con más puntillas que el suyo propio. El vulgo, siempre irónico e imaginativo, no tardó en referirse a él como Paco Natillas o Paquita y en dedicarle hirientes coplillas del tipo de: «Paquito Natillas, que es de pasta flora, orina en cuclillas como una señora», pues se rumoreaba que tenía un defecto físico que lo obligaba a realizar tal menester en esa postura. No se sabe si la desfloró o no aquella noche o cualquier otra. Parece ser que no, aunque, todo hay que decirlo, tener que cumplir el deber conyugal con unos cuantos señores, damas y curas en plan mirón, aunque estén al otro lado de la puerta u ocultos tras una cortina, no debe ser precisamente excitante, a menos que uno sea un tanto exhibicionista. Era costumbre la presencia de testigos en el primer encuentro íntimo de un matrimonio de la realeza o de la nobleza para comprobar que, en efecto, la unión se había consumado como Dios mandaba. Así no cabía la posibilidad de futuras devoluciones de un cónyuge no deseado, impotente, estéril o que, simplemente, ya no interesaba conservar. Fuera como fuese, la recién desposada le cogió tirria al marido que le habían adjudicado en contra de su deseo, y a él le ocurrió lo mismo. A partir de entonces, cada uno buscó el placer en otras compañías e Isabel lo encontró, ¡vive Dios que lo encontró!
Su primer amante fue el general gaditano Francisco Serrano, a quien ella llamaba su «general bonito», un arribista de mucho cuidado que cambiaba de camisa con asombrosa desenvoltura con el único fin de medrar. Afirman algunos que la joven inexperta fue forzada por el militar, aunque no debió de quejarse demasiado, puesto que su relación duró tres años; hasta que el asunto se convirtió, además de en un escándalo, en un grave problema político. El general fue destituido de sus funciones, tanto fuera como dentro de la alcoba real, y se lo tomó muy mal, a pesar de que se fue con los bolsillos llenos y el puesto de capitán general de Granada. Ah, pero no era lo mismo mandar en la capital del reino que en provincias. Veinte años más tarde dirigía a las tropas que vencieron al ejército de la soberana y enviaron a ésta al exilio. Llegó a convertirse en presidente del Poder Ejecutivo de la República para, más tarde, con la Restauración, volver a ser monárquico. Sus lealtades, como las de tantos otros, se movían al albur de la cama en que dormía y del viento que soplaba, al igual que las veletas.
Paté de Faisán a la Gaditana
INGREDIENTES:
4 pechugas de faisán
1 cebolla
500 g. de hígado de pollo
1 clavo
2 dientes de ajo
2 huevos
1 copa de brandy
Pimienta molida y sal
Aceite de oliva
PREPARACIÓN:
Cocer todos los ingredientes, excepto los huevos y el brandy, hasta que la carne esté tierna.
Pasar todo por la batidora, junto a los huevos y el brandy.
Engrasar un molde con aceite de oliva y verter la pasta, tapar y meter en el horno 45 minutos.
Sacar y dejar enfriar unas dos horas.
Desmoldar y servir con tostadas.
El faisán, un ave de caza, si bien también se cría en cautividad, de carne muy suave, ha sido uno de los manjares habituales en las mesas de los reyes y, quizá, la causa de más de una gota, enfermedad habitual entre la nobleza de antaño. Guisado, asado, relleno, en salsa…, las recelas son múltiples. En cuanto a sus propiedades afrodisíacas, digamos que, aparte del exquisito sabor y su precio, es más bien su «envoltorio» lo que la convierte en una vianda apetecible y sensual.
Sin embargo, el clavo sí que puede ayudar a aumentar el placer, pues, además de aromatizar la comida, es estimulante y combate el cansancio, tanto mental como físico. No hay nada más desalentador que un encuentro pasional con un amante derrengado y sin brío.
Un cantante catalán, José Mirall; el conde riojano de Valmaseda, otro militar que se olvidó de los revolcones y que al igual que el general Serrano, conspiró más tarde contra el gobierno de su antigua amante; Temístocles Solera, poeta y libretista de óperas italiano; y el marqués de Bedmar, de linajuda y muy antigua familia andaluza, con quien tuvo un hijo que nació muerto, fueron los siguientes amantes de doña Isabel. Como puede apreciarse, la reina sentía una predilección especial por batutas y bayonetas a la hora de elegir sus compañías nocturnas. Y nocturnas debían de ser, puesto que las fiestas a la luz de la luna se sucedían una tras otra. Cuando no era un baile oficial, era uno privado, o se acudía al teatro, de forma que, a menudo, la reina se acostaba a altas horas de la madrugada para despertar a media tarde. No es de extrañar que el gobierno de la nación cayera en manos de políticos y militares ávidos de poder, aun a costa de satisfacer a una mujer insatisfecha y desafortunada en su vida privada, a quien no habrían prestado la menor atención de no ser por la corona que lucía sobre la cabeza. Por su parte, Isabel, mujer beatísima, no tenía empacho alguno en acudir a diario a la iglesia y en pasar de la cama al confesionario para recibir la absolución por sus pecados, en especial los carnales. Una vez perdonada, volvía a fornicar como si nada. Incluso fue premiada por su gran religiosidad con la Rosa de Oro, un galardón vaticano.
Con veintiún años quedó embarazada del apuesto capitán, luego ascendido a comandante, José María Ruiz de Arana, conocido por el vulgo como el pollo Arana. Misas, rogativas, procesiones, reliquias…, nada era suficiente para pedir un buen alumbramiento; parecía que España entera iba a parir, y dio a luz una niña, la infanta Isabel, llamada la Araneja y luego la Chata. El pueblo estaba encantado, sobre todo los carlistas, quienes podían insistir en lo de la Ley Sálica, si bien unos cuantos grandes de España se negaron a asistir al bautizo, ofendidos por la bastardía de la, en principio, heredera al trono. Para más inri, un cura liberal atacó a la madre al salir de la «misa de parida» y no la mató gracias a las varillas del corsé que llevaba puesto, aunque la reina lo consideró un milagro de la Virgen de Atocha y le regaló el traje y las joyas que llevaba ese día. Al cura lo ejecutaron a garrote vil.
Otra infanta de padre desconocido nació y murió al poco. Y otras dos criaturas también de progenitores ignotos no llegaron a término. Aun así, doña Isabel continuaba con sus saraos nocturnos mientras su cónyuge se lo montaba con su secretario Antonio de Maneses y, en honor a la verdad, hay que reconocerle que fue bastante más discreto que su egregia esposa y bastante más fiel a su amante que ella a los suyos. Aunque todo el mundo sabía que no era el padre de los hijos de la reina, Paquito hacía el paripé y los presentaba como propios en la Corte, en bandeja de oro. A cambio, recibía un millón de reales por presentación. Nunca astado alguno fue tan bien pagado por hacer el paseíllo y no participar en la corrida.
Pollo a la Canela de la Reina
INGREDIENTES:
1 pollo de 1,5 kg., en trozos
50 g. de almendras
1 cucharadita rasa de canela en polvo
1 cebolla pequeña picada
1 cucharada de perejil picado
2 rebanadas de pan frito
1 vaso de vino blanco
1 vaso de aceite de oliva
Harina, sal y pimienta
PREPARACIÓN:
Sazonar el pollo con sal y pimienta.
Pasar los trozos por harina, dorar bien en aceite caliente y retirar.
Freír en el mismo aceite las rebanadas de pan y las almendras con cuidado de no quemarlas.
Machacar el pan y las almendras en el mortero y desleír en dos vasos de agua.
En el mismo aceite en que se ha frito el pollo, sofreír la cebolla y el ajo bien picados.
Cuando empiecen a dorarse, volver a meter los trozos de pollo en la cacerola, añadir la mitad del perejil, el vino y el contenido del mortero.
Agregar la canela y revolver con una cuchara de madera. Dejar cocer con la cacerola tapada durante 40 minutos más o menos.
Servir espolvoreado con el perejil picado.
La canela, lo repetimos, es una de las especias más subyugadoras que existen. En perfumes, ungüentos, aceites o inciensos, se ha utilizado desde los tiempos del Antiguo Testamento: «Nardo y azafrán, caña aromática y canela», se dice en el Cantar de los Cantares. Aromatiza bebidas y comidas, se utiliza en la medicina natural para aliviar indigestiones y dolores de garganta, y es, ante todo, un gran estimulante sexual. Así que atención a algo tan aparentemente inofensivo como el arroz con leche… ¡espolvoreado con canela!
Con veintisiete años, doña Isabel dio a luz al esperado heredero: Alfonso Francisco de Asís Fernando Pío Juan María de la Concepción Gregorio Pelayo de Borbón y Borbón, ahí es nada, que sería conocido como Alfonso XII. Las campanas de todas las iglesias repicaron alborozadas y las preces de agradecimiento se escucharon en toda la nación. Esta vez los nobles no se negaron a asistir al bautizo. La paternidad del infante se ha atribuido a otro guapetón con espadón, el teniente de ingenieros Enrique Puig Molto, valenciano de origen, a quien el pueblo, siempre ocurrente, apodó de inmediato el Pollo Real. Otros dedos señalan al dentista de su majestad, Oliverio P. Maqueño, quien, por lo que se ve, además de arreglarle la dentadura, le arreglaba otras cosas. En realidad, aparte de lo escandaloso del asunto en un país tan católico y pío como España, la identidad paterna no debería tener importancia, pues la reina era ella y sólo ella era la transmisora de los derechos dinásticos. Como las famosas amazonas, vamos, para quienes los hombres eran simples sementales de usar y tirar.
Pero la cosa no acabó ahí. Dos años más tarde nacía la infanta María de la Concepción, que murió a los pocos meses y cuya paternidad se adjudica al monarca consorte, lo cual no deja de resultar extraño a esas alturas, pero, en fin, cosas más difíciles se han visto. No bien se hubo recuperado de dicho parto, doña Isabel comenzó una relación amorosa con su secretario particular, Miguel Tenorio de Castilla, un caballero con un largo historial al servicio de la Corona. Ella tenía treinta años de edad, él era doce más viejo y el asunto duró siete años; una enormidad para lo que la dama acostumbraba. Fiel a la enseñanza religiosa de que el fornicio únicamente es lícito si se lleva a cabo con ánimo de procrear, la reina volvió a ser fecundada y dio a luz a una hija, la infanta María del Pilar. Y a otra, la infanta María de la Paz, un año más tarde. Y a otra, la infanta Eulalia, dos años después. Las tres, supuestas hijas del secretario real. Hubo todavía un hijo más, que falleció a los pocos días, el nombre de cuyo progenitor se desconoce.
No se desconoce, sin embargo, el de otro presunto amante, el barítono Tirso de Obregón, amigo laureado, o el de Carlos Marfiori, nombrado ministro en pago, se supone, a su buena disposición.
A todo esto, en 1868 estalló La Gloriosa, y la plebe, harta de tanto desmadre, se echó a la calle al grito de: «¡Abajo la Isabelona, tan fondona y tan golfona!». Doña Isabel, con sus familiares y parásitos varios, tomaba la fresca a orillas del Cantábrico, en San Sebastián más concretamente. Allí cogieron el tren hacia el exilio francés ante la indiferencia de quienes los veían marchar y, como la ignorancia no es no saber, sino no querer saber, la principal afectada estaba perpleja, pues siempre había creído que los reyes nacen, no se hacen, y que ella, al igual que sus antecesores, lo era por la gracia de Dios, no del populacho.
Quedarse sin corona no significó, sin embargo, quedarse sin galán de alcoba, y más en unos momentos tan deprimentes para Isabel. Otro militar, el capitán José Ramiro de la Puente, se ocupó de consolarla, y un judío, de nombre Hattmann, tomó el relevo en París, donde la reina murió en abril de 1904, setenta años después de haber ocupado un puesto que no merecía, aunque, eso sí, bien lo disfrutó mientras duró.
Crêpes Suzette
INGREDIENTES:
1 taza de harina
1 taza y media de leche
2 huevos
2 cucharadas de azúcar
1 pizca de sal
1 cucharada de mantequilla o de aceite neutro
Salsa
1/4 de taza de mantequilla
3 cucharadas de azúcar
¼ de taza de licor de naranjas, Coíntreau o Grand Marnier
¼ de taza de zumo de naranja y la ralladura de una o dos cáscaras de naranja
2 cucharadas de brandy
PREPARACIÓN:
Mezclar bien los ingredientes para la masa y hacer las crêpes bien finas.
En una sartén, derretir la mantequilla junto con las tres cucharadas de azúcar.
Agregar el licor, el zumo y la ralladura de naranja.
Dejar cocinar un minuto e incorporar las crêpes de una en una, dobladas en forma de triángulos.
Dejar que la salsa espese un poco, verter el brandy por encima y flambear.
Servir de inmediato.
Además de exquisitas para el paladar y los sentidos, las crêpes eran conocidas por los romanos, que se ponían tibios durante las Lupercales, fiestas de la fertilidad, en las cuales unos jóvenes más desnudos que vestidos azotaban a las mujeres para hacerlas fecundas, aunque el resultado dependía más de lo que venía a continuación.
En cuanto a las crepés Suzette en concreto, su gracia se encuentra en el licor de naranja, fruto cuya fragancia excita la libido, es decir, el deseo hacia otra persona, al igual que la de la canela y la de tantas otras.
Dijo sus secretos el faisán de oro:
En el gabinete mi blanco tesoro,
de sus claras risas el divino coro,
las bellas figuras de los gobelinos,
los cristales llenos de aromados vinos,
las rosas francesas en los vasos chinos.
(Las rosas francesas, porque fue allá en Francia
donde en el retiro de la dulce estancia
esas frescas rosas dieron su fragancia.)
La cena esperaba. Quitadas las vendas,
iban mil amores de flechas tremendas
en aquella noche de Carnestolendas.
La careta negra se quitó la niña,
y tras el preludio de una alegre riña
apuró mi boca vino de su viña.
Vino de la viña de la boca loca,
que hace arder el beso, que el mordisco invoca.
¡Oh, los blancos dientes de la loca boca!
En su boca ardiente yo bebí los vinos,
y, pinzas rosadas, sus dedos divinos
me dieron las fresas y los langostinos.
Yo la vestimenta de Pierrot tenía,
y aunque me alegraba y aunque me reía,
moraba en mi alma la melancolía.
La carnavalesca noche luminosa
dio a mi triste espíritu la mujer hermosa,
sus ojos de fuego, sus labios de rosa.
Y en el gabinete del café galante
ella se encontraba con su nuevo amante,
peregrino pálido de un país distante.
Llegaban los ecos de vagos cantares
y se despedían de sus azahares
miles de purezas en los bulevares.
Y cuando el champaña me cantó su canto,
por una ventana vi que un negro manto
de nube, de Febo cubría el encanto.
Y dije a la amada un día: ¿No viste
de pronto ponerse la noche tan triste?
¿Acaso la Reina de luz ya no existe?
Ella me miraba, y el faisán cubierto
de plumas de oro: ¡Pierrot, ten por cierto
que tu fiel amada, que la Luna ha muerto!
Rubén Darío,
1867-1916