En cierta ocasión, Napoleón Bonaparte declaró que: «Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo», lo cual no deja de ser una reflexión cínica por parte de alguien que en incontables casos echaba un polvo como quien se toma un café; vamos, que tardaba el mismo tiempo en realizar ambas actividades. Su ayudante, el general Duroc, hacía las veces de alcahueta y llevaba a sus dependencias a la casada, soltera o viuda de quien su jefe se había encaprichado, o a una desconocida de buen ver y mejor tocar, elegida para aliviar el estrés que, según parece, provoca el poder. Esto ocurría casi siempre de noche, mientras trabajaba. El ayudante la introducía por la puerta de servicio y le ordenaba desnudarse y esperar tumbada para, de esta manera, evitar los preámbulos y las pérdidas de tiempo. El emperador entraba en la habitación, se solazaba y volvía al trabajo. De lo más romántico, como puede apreciarse. Lo cierto es que el corso, más que huir de las mujeres, las despedía tras desfogarse con ellas con gran maestría, según cuentan, y a menudo no volvía a verles la cara ni ninguna otra cosa. Hubo, sin embargo, algunas que sí marcaron su vida sentimental.
La primera, a quien dejó compuesta y sin novio, fue la hija de un rico comerciante marsellés y cuñada de su hermano José, aquél a quien regaló el trono de España, al igual que obsequió con coronas europeas a otros de sus hermanos y hermanas. Los principios republicanos que lo habían aupado hasta lo más alto quedaron aparcados en cuanto él mismo se coronó emperador. Cuando se conocieron y se enamoraron, la joven, Désirée Clary, tenía dieciséis años y él diez más; ella era virgen; él, por supuesto, no. Se comprometieron y después Bonaparte partió hacia París. Nunca regresó. La novia despechada, como todas las novias despechadas, llevó muy mal la ruptura y así se lo hizo saber en varias cartas que todavía se conservan.
Pero como amar es tiempo perdido si no se es correspondido, tres años más tarde la joven conoció a un general que le llevaba quince y se casó con él. Ganó con el cambio; con el corso habría acabado en Santa Helena. El general, más tarde mariscal Bernadotte, fue nombrado rey de Suecia y de Noruega, y Désirée se convirtió en reina. Ambos fueron los fundadores de la actual dinastía reinante sueca, lo que tiene su miga si se tiene en cuenta que Bernadotte era un republicano convencido, al menos antes de sentarse en el trono. Tras su muerte, se le encontró un tatuaje grabado en el cuerpo que decía: Mort aux rois, o lo que es lo mismo: «Muerte a los reyes». Está claro que la erótica del poder de la que hablan los filósofos es tanto o más vigorosa que la otra, la que tira más que dos carretas.
Volviendo a nuestro protagonista, no se podía esperar otra actitud de alguien que declaraba que la mujer «es propiedad de los hombres, al igual que el árbol frutal pertenece al jardinero». Además de soberbio, era un bocazas, porque lo cierto es que no podía vivir sin una mujer a su lado. ¿Y qué fue lo que hizo que se olvidara de la joven marsellesa a la que había jurado amor eterno y demás sandeces que algunos prometen y no cumplen?
Ensalada de Corso Lujurioso
INGREDIENTES:
2 bulbos de hinojo con hojas
Zumo de 1/2 limón
2 cucharadas soperas de aceite
2 yemas cocidas
1 cucharada sopera de nata agria o mayonesa
Sal y pimienta
Azúcar
PREPARACIÓN:
Limpiar los bulbos y picarlos junto con las hojas finamente.
Preparar una salsa con el aceite, el zumo de limón, el azúcar, la sal y la pimienta.
Verter encima del hinojo y dejarlo macerar tapado durante una hora.
Deshacer las yemas con un tenedor, mezclar con la mayonesa o la nata agria y echarlo sobre el hinojo mezclando todo con cuidado.
Los huevos, como su propio nombre indica, son la base de la fortaleza del miembro viril, o al menos eso es lo que asegura el jeque tunecino Nefzawi en su libro El jardín perfumado, escrito en el siglo XVI.
Quien coma todos los días yemas de huevos en ayunas hallará en este alimento un óptimo estimulante para el acto sexual. El mismo efecto se obtendrá comiendo tres días seguidos yemas de huevo mezcladas con cebolla triturada.
Quien hierva espárragos, los fría en aceite o en grasa, luego vierta sobre ellos yemas de huevo con sal y los coma cada día, se volverá fortísimo.
Quien por varios días se nutra de huevos hervidos con mirra, canela y pimienta verá enormemente aumentado su vigor para el coito y el número de sus erecciones.
Quien pele cebollas, las ponga en una cacerola con sal, hierbas y yemas de huevo, y fría todo en aceite, adquirirá un sorprendente e inestimable vigor sexual si las come durante varios días seguidos.
Quien desee hacer el amor durante toda la noche y no haya tenido tiempo de prepararse, tome una cantidad enorme de huevos, tantos como para poder comer hasta el exceso, y fríalos con grasa fresca y manteca, luego sumérjalos en miel y mezcle bien todo. Debe comer hasta que no pueda más y su miembro no le dará reposo durante la noche.
Por lo que se ve, el jeque no estaba al corriente de los problemas que produce el colesterol.
En París, Napoleón conoció a la viuda de un vizconde guillotinado por «aristócrata sospechoso», madre de dos hijos, amante de algunos de los dirigentes políticos más importantes del momento, exótica en su calidad de criolla de la Martinica y con unos ojos que quitaban el hipo, aunque siempre sonreía apretando los labios porque le faltaban algunos dientes: Marie-Joséphe Rose Tascher de la Pagerie, popularmente conocida como Josefina.
Era una superviviente que había pasado por la cárcel durante la época del Terror por orden del Comité de Seguridad Nacional, acusada de actividades contrarrevolucionarias, lo cual venía a equivaler a una condena a muerte segura. Fue liberada por orden del propio Robespierre y, en agradecimiento, se entregó alegremente a quienes habían propiciado su libertad: los poderosos ciudadanos Tallieny Barras, sobre todo este último, quien, además, se beneficiaba a la mujer del primero. En asuntos de fornicio nunca ha habido clases a lo largo de la historia; da lo mismo rey que plebeyo, monárquico que republicano, a condición de que tengan dinero o poder, aunque mejor si disponen de ambos. Ya dijo el filósofo que no había nada nuevo bajo el sol, y sigue sin haberlo.
Sin embargo, ¿qué vio ella en un general revolucionario de provincias sin poder ni fortuna? Es preciso aclarar que, en aquella época, Napoleón no era el hombre de barriga prominente, calvicie incipiente y cara de mala uva que nos han transmitidos sus retratos más famosos. Bueno, puede que entonces ya tuviera el gesto adusto que le conocemos, pero era bien parecido y, como buen mediterráneo, ardiente enamoradizo y dispuesto a las mayores proezas con tal de conquistar a la mujer deseada. Y lo consiguió. La resultona Josefina, refinada, caprichosa, derrochadora y llena de deudas, se decidió por aquel joven brusco, seguro de sí mismo, a quien ella llevaba seis años. Se casaron por lo civil unos meses después, gracias a la intermediación de su otro amante, Barras, quien ya empezaba a hartarse de ella debido a lo cara que le resultaba. No lo amaba, pero necesitaba un marido, y aquél, estaba claro, era ambicioso y podía llegar alto. Su noche de bodas resultó de antología y seguro que el recién casado nunca la olvidó. Asustado por los gritos, suspiros y sofocos de su dueña al ser embestida por su particular lancero bengalí, el cual deseaba mostrarle que dinero no tendría, pero sí arrestos suficientes para varios ataques, el perro de Josefina le mordió en el muslo, aunque podría haber sido peor. Pocos días después partió a conquistar Italia y como a marido ausente, amante presente, su lugar lo ocupó un apuesto capitán, de nombre Hipólito.
A pesar de que parientes y amigos le proporcionaban testimonios de las infidelidades de su mujer, el futuro emperador continuaba perdidamente enamorado de ella. En varias ocasiones la echó de casa acusándola de adúltera y traidora, pero la sangre nunca llegaba al río y volvía a admitirla en cuanto Josefina se lo suplicaba con los ojos anegados en lágrimas y prometía no volver a engañarlo, promesas que no cumplía. Según los comadreos, la criolla le habría mostrado un mundo de fantasías sexuales importado de las islas caribeñas hasta entonces desconocido para Napoleón, que éste no tenía intención de perder, aunque se viese obligado a compartirlo con otros. De todos modos, como de tanto ir a la fuente al final el cántaro se rompe, «el pequeño cabo» —así llamado por sus soldados, aunque su estatura era la normal en su época— comenzó a aficionarse a otros perfumes y a otros lechos. Tanto es así que, aparte de que nunca le faltó variada compañía femenina durante sus campañas, como la esposa de uno de sus militares, Pauline Foursé, la cantante Giuseppina Grasini y otras cuantas más, tuvo varios hijos «putativos», a saber: Carlos León con una aristócrata francesa, Émilie-Louise con una burguesa de Lyon, Karl-Eugin con una noble alemana, Héléne Napoleone con una condesa también francesa, Jules con una señora cuyo nombre se desconoce y Alexandre con una condesa polaca. Seis en total y ninguno con Josefina, con quien se había casado por la Iglesia la víspera de su coronación.
Avejentada y estéril, la emperatriz, la cual había tardado en darse cuenta del marido que tenía, intentó retenerlo a su lado, pero ni el antiguo amor que éste le había profesado ni los picantes y afrodisíacos menús criollos que, a buen seguro, la dama le servía a ver si lo animaba a volver a su lecho tuvieron efecto alguno. Napoleón fue a la caza de una presa más joven y apetecible.
Ceviche de Corvina Éxtasis
INGREDIENTES:
1 corvina
2 cebollas grandes
2 dientes de ajo
1 ramillete de perejil
2 limones
2 cucharadas de vinagre
2 tazas de vino blanco
Pimentón
Pimienta y comino
Sal y orégano
PREPARACIÓN:
Desmenuzar la corvina y rascarla con un tenedor de madera tratando de sacarle toda la carne posible, que se pasará a una fuente.
Sazonar y condimentar la corvina, añadiendo el limón, el vinagre y la sal.
Revolver con una cuchara de madera y dejar en reposo durante una hora, removiendo de vez en cuando.
Transcurrido ese tiempo, añadir el vino blanco y dejar reposar 2 horas más.
Finalmente, incorporar las cebollas y el diente de ajo bien picados, y los demás condimentos.
La corvina tiene propiedades afrodisíacas naturales, como casi todos los pescados, pero, además, en la mitología griega ocupa un lugar especial, y conocidos son los líos amorosos de sus dioses, semidioses y divinidades varias.
En el caso que nos ocupa, se trata de Glauco, hijo de Poseidón y de la ninfa Nais. Este mozo, a pesar de sus progenitores, era un simple pescador hasta que se comió unas algas mágicas, se convirtió en una especie de sireno y fue rechazado por la hermosa Escila, que no estaba dispuesta a hacérselo con un hombre, o lo que fuera, con cola de pescado. A partir de entonces, Glauco se dedicó a perseguir a las nereidas, las ninfas marinas, y a toda mujer que se acercaba a la orilla del mar, dejándola preñada. Vista su prolífica actividad, los pescadores le ofrecían corvinas, a las que atribuían la cualidad de excitar los deseos procreadores.
A los pocos meses del divorcio, una princesa de sangre real, la archiduquesa María Luisa de Habsburgo, cayó en las redes del avezado cazador. El emperador tenía cuarenta y dos años, poco pelo, la manía de meterse la mano en la botonadura del chaleco, como si sintiese ardor de estómago; era emperador de los franceses, rey de Italia y tenía a los europeos acoquinados. La joven tenía veinte; le sacaba una cabeza, era rubia, guapa y, sobre todo, hija del emperador de Austria. Curioso que un hijo de la Revolución que había separado la cabeza del tronco de la hermosa, pero inútil, María Antonieta contrajese matrimonio con una sobrina de ésta… Ansioso como estaba de demostrar a la novia que, aunque más bajo que ella, estaba a su altura e incluso por encima, no esperó a que la comitiva llegase a París. Cual bandolero de Sierra Morena, la asaltó a medio camino, le demostró su hombría antes de haberse llevado a cabo las ceremonias civil y religiosa, y luego se lo contó a sus más íntimos, muy orgulloso de la proeza. Se ignora la opinión de la desposada.
Unos meses más tarde nacía su único hijo legítimo, Napoleón Francisco, el Aguilucho, la mayor alegría de su vida, de la que apenas pudo disfrutar. La campaña de Rusia estaba a la vuelta de la esquina y, con ella, el principio del fin. Tras la derrota en Leipzig, en la llamada batalla de las Naciones, fue confinado en Elba, pero no es lo mismo ser emperador, aunque derrotado y encarcelado, que un simple preso común.
Hasta aquel islote cercano a la costa italiana lo siguió su amante más fiel, la condesa Walewska, la madre de su hijo Alexandre, que estaba locamente enamorada de él, si bien no era correspondida, pero a falta de pan, buenas son tortas. Peculiar atracción la de esta mujer entregada en cuerpo y alma al corso. Aterrorizada ante el hecho de tener que entregarse al emperador por la presión de los nobles polacos —su marido incluido—, quienes deseaban agradar tanto de día como de noche al conquistador de Polonia, se desmayó en su presencia, lo cual no fue óbice para que él le arremangara las sayas y la poseyera allí mismo, inconsciente como estaba.
Después llegó la fuga de Elba, el período de los Cien Días y Waterloo, que acabó de una vez por todas con los sueños de grandeza de Napoleón, aunque no con su afición por las faldas. Enfermo y deprimido, aún tuvo ánimos para desenvainar su sable en Santa Helena, una isla perdida del océano Atlántico, y hacerle los honores a Albine, la esposa del general Montholon, miembro del reducido séquito que lo acompañaba en el destierro. Tres años antes de su muerte, fue padre una vez más de una niña que fue bautizada con el nombre de Josefina.
Y «Josefina» fue lo último que dijo en su lecho de muerte, a principios de mayo de 1821, pero refiriéndose a la única mujer que amó apasionadamente, lo acompañó en su ascensión y fue después relegada en aras de un enlace ambicioso. El azar, sin embargo, juega a su modo con el destino de los seres humanos. El hijo legítimo de Napoleón, el que iba a ser el heredero de su imperio, murió de tisis con veintiún años y sin herederos, pero entre los descendientes de Josefina a través de la línea de su hija Hortensia, casada con Luis Bonaparte, rey de Holanda por la gracia de su hermano, se encuentran los actuales soberanos de Suecia, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Licchtenstein, Mónaco y Noruega. Curiosidades de la historia, para que luego algunos se derritan de gusto hablando de sangres azules.
Mousse de Chocolate y Café
INGREDIENTES:
200 g. de chocolate negro
30 g. de mantequilla
4 cucharadas soperas de café negro fuerte
1 cucharada sopera de Cointreau
3 huevos
PREPARACIÓN:
Romper el chocolate en trozos y colocarlos en un cazo con la mantequilla y el café.
Fundir al baño María, añadir después el Cointreau, mezclar y dejar que se enfríe.
Añadir las yemas de los huevos e incorporar luego las claras a punto de nieve poco a poco con ayuda de un tenedor.
Repartir la mousse en copas y meter en la nevera un par de horas antes de servir.
No está del todo claro que el chocolate sea afrodisíaco, pero no cabe la menor duda de que es energético y de que los besos saben más dulces después de comerse un bombón. Cuentan que Moctezuma bebía chocolate para incrementar su virilidad y contentar a una, o más, de las seiscientas mujeres que tenía en su harén. ¿Sería por eso que los conquistadores se apresuraron a traerlo a Europa?
Ignoro si Napoleón bebía chocolate o prefería el café, un potente afrodisíaco donde los haya, a condición de que su ingesta no sea habitual y se deje para momentos muy, muy especiales.
Brindemos, prenda mía;
pero no a la memoria
de la triunfal entrada
de los galos en Roma.
Brindemos por nosotros,
antes de ir a la alcoba
a echar un par de polvos,
a nuestra propia gloria.
Yo brindo a la elegancia
de tus divinas formas,
a tu poblado coño,
a tus tetas redondas.
Brinda tú a mi virote,
del que cuelgan dos bolas
henchidas de placeres
que a tu contacto brotan.
Vamos, monona, vamos;
apuremos la copa:
brindemos, y a la cama:
jodamos y arda Troya.
Mis piernas a tus piernas
se enlazan y se enroscan;
la fresa de tus pechos
humedece mi boca.
Vamos, monona, vamos;
apuremos la copa;
y mientras cruja el catre,
campo de nuestras glorias,
dejemos que otros necios
brinden a la memoria
de la triunfal entrada
de los galos en Roma.
Vamos, monona, vamos;
apuremos la copa
brindemos, y a la cama:
jodamos y arda Troya.
Ventura de la Vega,
1807-1878