De cómo el Rey Sol pasaba las noches a la luz de la luna para contentar a tanta dama deseosa de ser marquesa

Luis XIV, rey de Francia y de Navarra por la gracia de Dios, fue engendrado de milagro tras veintitrés años de frustrados intentos por parte de sus padres y nació con todos los dientes, hecho éste que llenó de asombro a todo el mundo. Así que no es de extrañar que su segundo nombre fuera Dieudonné, o «Diosdado», o sea, que había sido un regalo del Altísimo y como tal se tuvo a sí mismo toda la vida. Al contrario que otras testas coronadas enfermizas y descalabradas debido a la endogamia de sus progenitores, el infante tenía un cóctel de sangres en su organismo: navarra e italiana por parte de padre, y española y austríaca por parte de madre, lo que no le impidió entrar en guerra contra todos sus parientes a lo largo de su muy longevo reinado, el más largo de la historia de Francia.

Con tanto tiempo para gobernar, también lo tuvo para amar y, sobre todo, para fornicar a gusto. Su primera amante fue Catherine Bellier, dama de compañía de Ana de Austria, que a la sazón tenía cuarenta y dos años, y era tuerta, además de fea. La madre del neófito deseaba saber si su hijo disponía de los atributos necesarios para contraer matrimonio y pagó el servicio con una bolsa de piedras preciosas. La dama violó al joven monarca de dieciséis años, quien, al parecer, se dejó hacer encantado y repitió varias veces, puesto que la experiencia es la mejor maestra y daba igual que ésta fuera tuerta o no con tal de aprender. De todos modos, la señora Bellier debía de ser muy ducha en la materia, pues se decía que los amantes hacían cola a la puerta de su alcoba.

Una vez estrenado, el mozo le tomó gusto al asunto del fornicio y se lió con Olimpia Mancini, una de las sobrinas italianas del todopoderoso cardenal Mazarino, conocidas como «las Mazarinetas». Después se enamoró de manera platónica de otra hermana, María, con la cual incluso hizo planes de boda y todo, algo digno de ser reseñado, pues fue el único caso en la voluptuosa vida del Rey Sol en el que las manos no llegaron a la fruta. Incluso lloró cuando la reina madre y el cardenal decidieron poner tierra de por medio y enviaron a la joven de regreso a Italia. Claro que él sólo tenía veinte años, una edad sensible y romanticona para los asuntos del corazón. Se consoló rápidamente con la hija de uno de sus jardineros, relación de la que nació una niña, con una tercera hermana de la familia Mancini, Hortensia, con su propia cuñada Henriette y con un par de damas más. Entre unas y otras, todavía tuvo tiempo para casarse con la novia que le había buscado su madre.

En efecto, viendo lo mucho que al chico le perdían las faldas y lo que había debajo, lo casaron con María Teresa de Austria, hija del rey Felipe IV de España y prima carnal, tanto por parte de padre como de madre. La princesa, que tenía veintidós años, los mismos que su flamante prometido, llegó a la corte francesa ilusionada y encantada de la vida porque, todo hay que decirlo, ser soberana de Francia era una bicoca. Pronto se desengañó. Luis jamás la amó; la toleró, incluso la respetó, pero nunca se sintió atraído por ella. Acudía a su lecho de manera regular por obligación, para engendrar hijos; la utilizó para parir como una coneja. Era lo habitual, por mucho que algunas reinas consortes resultaran liebres o, incluso, gatas monteses. No fue el caso de María Teresa. Embarazada en seis ocasiones, sólo su primogénito sobrevivió y tuvo que soportar la insolencia de las amantes de su marido, además de ver cómo algunos de sus bastardos eran reconocidos y educados como príncipes en el propio Versalles.

En su caso, no funcionó ni la mesa mejor dispuesta con manteles de lino, velas perfumadas, cristalería fina, manjares excitantes y música de fondo, que, según dicen, tan buenos resultados dan.

Pastel de Mariscos

INGREDIENTES:

4 pastelillos de masa de hojaldre

5 vieiras

4 cangrejos de mar

3/4 kg. de mejillones

8 cigalas

3 escalonias

100 g. de mantequilla

1 cucharada de harina

1 dl. de vino blanco seco

1 cucharada de almendras en polvo

1 yema de huevo

1 cucharada de nata líquida

pimentón, perejil picado, tomillo, laurel, pimienta y sal

PREPARACIÓN:

Limpiar las vieiras y cortar la carne en rodajas; conservar las partes del coral enteras.

Limpiar los mejillones y los cangrejos, y cortar la carne en láminas.

Cortar en dados la carne de las colas de las cigalas.

Poner en un cazo al fuego el vino junto con el perejil, el tomillo y el laurel. Salpimentar.

Cuando hierva, escaldar las vieiras, escurrirlas y reservar el jugo. En otra cacerola poner los mejillones; abrirlos, escurrirlos y retirarlos en sus conchas.

Mezclar el caldo resultante con el de las vieiras y dejar al fuego hasta reducirlo a la mitad.

Calentar 50 g. de mantequilla en una sartén. Sofreír 2 minutos las escalonias bien picadas, las cigalas, las vieiras y el cangrejo, y bañar con el caldo resultante de la cocción.

Mezclar 1 yema de huevo, la nata líquida y las almendras en polvo.

Añadir al sofrito de mariscos. Cuando rompa a hervir, añadir los mejillones y salpimentar.

Mezclar el resto de la mantequilla con una cucharada de harina, agregar los mariscos, dejar que espese la salsa y retirar del fuego.

En el momento de servir, rellenar con esta mezcla los pastelillos de hojaldre calientes y espolvorear con pimentón.

Al tiempo que le hacía hijos a su esposa, el rey también se los hacía a otra dama, la dulce Louise de La Valliére, de diecisiete años, que ocupó el puesto de amante oficial casi sin enterarse. Elegida para desviar la atención del affaire entre Luis y su cuñada, de quien era dama de honor, acabó en el lecho regio y, cómo no, encinta. Fueron seis embarazos en seis años, algunos de los cuales coincidieron con los de la reina. Para no perder la habilidad, mientras mujer y amante estaban en el pre y el posparto, el artífice se la pegaba a ambas con otras damas dispuestas a satisfacer sus necesidades. De los hijos de Louise, sólo dos superaron la infancia.

El caso es que, como ya se ha dicho, la joven era dulce y apocada y, para alegrar un poco las veladas, no se le ocurrió otra cosa que invitar a una amiga más ingeniosa que ella. Como al igual que el viento y el tiempo, la mujer y la fortuna presto se mudan, el rey mudó sus afectos. Mademoiselle de La Valliére recibió el título de duquesa y acabó en un convento carmelita, haciendo penitencia por sus pecados.

La amiga que le birló el amante se llamaba Françoise-Athénaïs de Rochechourt de Mortemart, más conocida como marquesa de Montespan, que es un nombre bastante más fácil de pronunciar y de recordar. Era hija de un duque, pero el marquesado se lo debía a su matrimonio. Tenía veintiséis años, dos menos que el monarca, dos hijos y, a decir de las crónicas de la época, era toda una belleza, ocurrente, lista… y un pendón verbenero de mucho cuidado. El marqués, naturalmente, organizó un escándalo en cuanto supo que el de cornudo era otro título que añadir a las credenciales de su familia. Pero a Luis XIV, el cual no llegaba al 1,60 m de estatura —y por esta razón puso de moda los tacones altos y las pelucas, todavía más altas—, no se le subía nadie al pelucón, que para eso el Estado era él. No está claro que alguna vez llegase a expresar dicha máxima, aunque sí lo está que se consideraba el representante de Dios en la tierra y el mayor soberano del mundo, algo habitual entre las testas coronadas que en el mundo han sido, ¡y a ver quién era el valiente que se lo discutía! Nadie movía una pestaña sin su autorización. El marqués fue encerrado, exiliado más tarde a sus tierras de Gascuña y apenas se volvió a saber de él.

La relación entre la bella y el rey duró catorce años. Fiel a su divisa de «donde meto, fecundo», dejó embarazada a la marquesa en ocho ocasiones, aunque únicamente cuatro hijos llegaron a la edad adulta. Durante su «reinado», la marquesa de Montespan brilló cual piedra preciosa engarzada en la joya de la corona: el palacio de Versalles, donde se apiñaban diez mil cortesanos cuya única ocupación era servir y adular al jefe. Para ocupar a tanto zángano, el protocolo fijaba el papel de cada uno y cada una, como, por ejemplo, qué duque tenía que despertar al monarca, qué marqués debía sostener la palangana en la que metía los dedos para lavarse como los gatos, qué conde le servía el agua en la comida y cuál en la cena, o qué dama de alta alcurnia le ponía los calzones a la reina.

Además de gobernar y de fornicar, Luis XIV adoraba el condumio y tenía un saque que admiraba a propios y extraños. En los días laborables, las comidas se componían de tres servicios, con un buen número de platos cada uno. Los días festivos, los servicios eran cinco. A modo de ejemplo, he aquí un menú de los de a diario:

Primer servicio: una sopa de pichones y otra de capón con uvas, paté de perdiz caliente, pularda con trufas, rosbif con costillas de ternera marinadas y fritas, pajarillos a la brasa, pollos rellenos, revuelto de champiñones y perdiz con salsa española.

Segundo servicio: pavo guarnecido con perdices, pollitos, becadas y golondrinas, cordero servido con el mismo acompañamiento, torta de crema con hojaldre y buñuelos de leche, pan de jamón y pan de limón, jamón y entremeses salados: foie gras, espárragos en ensalada y trufas.

Tercer servicio: crema frita, pasta de peras, almendras azucaradas, nueces y peras crudas.

Entre servicio y servicio, los comensales se levantaban de la mesa para que los criados cambiaran los manteles y las vajillas; paseaban, bailaban o se metían mano en los lugares más insospechados. Por supuesto, el pueblo no disfrutaba de semejantes banquetes; a veces, ni comía. La Revolución comenzaba a gestarse en los estómagos vacíos de los franceses, pero a la marquesa de Montespan sólo le preocupaba conservar el amor del rey y, de paso, las joyas, las tierras, los castillos, las sedas y demás fruslerías que conllevaba su posición.

Pularda con Trufas

INGREDIENTES:

1 pularda

100 g. de manteca de cerdo

1 vasito de vino blanco

3 copitas de brandy

6 trufas

Sal

PREPARACIÓN:

Limpiar la pularda e introducir en su interior las trufas laminadas.

Sazonar con sal.

Colocar la pularda en una fuente con la manteca de cerdo e introducir en el horno.

Cuando haya tomado color, agregar el vino y un vaso de agua, y dejarla cocer durante 2 horas a 180°, rociándola con su propio jugo de vez en cuando.

PRESENTACIÓN:

Trocear el ave y colocar las trufas encima.

Rociar con el brandy, flambear y servir.

La trufa es una delicia de la Naturaleza, una especie de aromática seta negra que se cría bajo tierra y que por su escasez es, con el azafrán, el producto comestible más caro del mundo, lo cual le proporciona un valor añadido y la convierte en objeto de deseo gastronómico de cualquier buen gourmet.

Los griegos y romanos la consideraban afrodisíaca y Galeno la recomendaba porque predispone a la voluptuosidad. Tal vez por esta razón, en la época medieval tuvo una reputación brujeril entre los cristianos, aunque también era motivo de censura por parte de algunos musulmanes, quienes aseguraban que era un fruto buscado por los libertinos. Hay quien opina que no es especialmente excitante, a no ser que se presente en el momento y entorno adecuados.

En fin, que cada cual la pruebe y decida.

Los años transcurrían; no es lo mismo tener veinticinco que cuarenta, y la belleza de la favorita iba de capa caída. Además, con tanta comilona y tanto no hacer nada de provecho, no había quien mantuviese la cintura de avispa, aunque Luis sí continuaba dando la talla de una parte de su anatomía. Durante los catorce años en los que Françoise-Athénaïs fue su amante, y como si de las velas de una tarta de cumpleaños se tratara, tuvo otras catorce, cuyos nombres se conocen; la mayoría perteneciente a la más encumbrada aristocracia, solteras, casadas, duquesas, marquesas, hijas de duques y de marqueses… También engendró en dos de ellas, la señorita Des Ceillets y la duquesa de Fontanges.

Desesperada ante la visible falta de interés por parte del monarca, el cual buscaba carne fresca y, a poder ser, inmaculada, la Montespan se lió con una bruja en todos los sentidos. Catherine Montvoisin, La Voisin, echaba las cartas para sacarse unos cuartos, pero la avaricia rompe el saco, así que se metió la hechicera en compañía de un cura renegado que celebraba misas negras; aprendió a elaborar venenos, a provocar abortos y, sobre todo, a engañar a las ricas damas de la corte, que la cubrieron de oro. Y estalló el escándalo. La favorita fue acusada de utilizar polvos mágicos para conservar el amor regio y de haber envenenado a la bella duquesa de Fontanges, quien, en realidad, murió de una pleuresía tras abortar un vástago del rey. La Voisin y Otros cuantos fueron quemados vivos; otros muchos fueron condenados a galeras o a permanecer en las mazmorras lo que les quedaba de vida. Las damas de la nobleza, por supuesto, no fueron molestadas, pero Luis aprovechó la ocasión para enviar a la madre de ocho de sus hijos a la otra punta de Versalles y no volvió a hablar con ella.

No se sabe si fue este «asunto de los venenos» o que ya estaba harto de tanto esfuerzo erótico, pero el caso es que, al fallecer la reina, contrajo matrimonio en secreto con la viuda del poeta Scarron, Françoise d’Aubigné, quien se había encargado de la educación de sus hijos bastardos. Ya la conocía ligera de ropa desde hacía nueve años y la había hecho marquesa de Maintenon. Él tenía cuarenta y cinco años; ella, cuarenta y ocho. A partir de entonces, ya no hubo grandes saraos, ni jovencitas corriendo en cueros por las habitaciones reales, ni más retoños. Durante los siguientes treinta años, el Rey Sol llevó una vida de lo más burguesa y, cosas de la vida, sobrevivió a hijos, nietos y gran parte de sus familiares. Al morir a los setenta y siete años de edad, en septiembre de 1715, dejó como heredero del trono de Francia a su bisnieto, un niño de cinco, cuyo único mérito era ser un superviviente.

¡Tanto ardor para tan poca gratificación!

Delicias de Naranja

INGREDIENTES:

2 naranjas

2 cucharadas de miel

1 cucharada de azúcar moreno

1 cucharada de cacao amargo

1 cucharadita de canela

PREPARACIÓN:

Pelar las naranjas y quitarles la piel blanca.

Cortarlas en rodajas y quitar las pepitas.

Disponer las rodajas en una fuente y rociarlas con el azúcar, la miel, la canela y el cacao.

Dejar reposar al menos durante una hora para que los aromas impregnen las naranjas.

La naturaleza es sabia y dispone de determinados mecanismos para fomentar la continuidad de la vida. En los animales, el olor es uno de los atractivos más potentes, como bien saben los machos de todas las especies y los vendedores de perfumes. En un estudio realizado por un laboratorio hace unos años, se comprobó que muchas personas se excitaban sexualmente con el olor de la canela y también de la naranja. Si a esto se le añaden las virtudes afrodisíacas, ya mencionadas, de la miel y del cacao, este postre, en apariencia inofensivo, puede resultar explosivo para tomar antes de darle gusto al cuerpo.

Todas las cosas

tienen su tiempo, y basta el tercer lustro

en perfecta sazón no están las mozas.

Entonces sí que el pecho ya robusto,

la alta teta apretada y bien redonda

palpitando a compás la mano atrae

con magnética fuerza, y del mancebo

lujurioso apetece ser tocada,

y el empeine carnoso de rizada

cerda se puebla y ya los gruesos labios

de la vulva se mueven y humedecen

apeteciendo el miembro masculino

nunca probado, con extremo y ansia

cual las botellas de licor, elixir

que sin tapón su espíritu se exhala,

como el hambriento estómago apetece

los platos exquisitos de viandas.

Nicolás Fernández de Moratín,

1737-1780