De cómo de tanto meter y sacar, Enrique de Navarra y de Francia acabó siendo conocido como «el Verde Galante»

«El deseo hace al feo hermoso», y feo con ganas fue sin duda Enrique de Borbón, fundador de la dinastía del mismo nombre, aunque también es cierto que la belleza física no es el mayor atractivo de la realeza, sino el poder, un gancho lo suficientemente seductor para atraer a las moscas al panal de rica miel. Sin embargo, en este caso algo más debió de tener el galán, porque fueron tantos sus amoríos documentados que sería preciso escribir un grueso tomo para dar buena cuenta de todos ellos. Aunque al hombre le tocó vivir en una época realmente convulsa y con una suegra de armas tomar —Catalina de Médicis—, supo bandearse como nadie entre intrigas palaciegas, guerras de religión e intentos de asesinato. Al ser, gracias a la Ley Sálica, el cuarto en la línea de sucesión al trono francés, a los treinta y seis años era soberano de dos reinos. No obstante, no esperó a serlo de uno y de otro para practicar su especialidad deportiva favorita: la maratón erótica.

Registrados hay cuarenta y tres nombres de amantes de un jadeo o de más larga duración, incluidos los de dos monjas —designadas después abadesa y priora, respectivamente, en agradecimiento a sus buenos servicios—, solteras, casadas, viudas, campesinas, prostitutas, marquesas, condesas e, incluso, dos hermanas gemelas al alimón. No había sayas que se le resistiesen, a pesar de que su odiada suegra impuso en la corte el uso del corsé y de los calzones, lo cual, lógicamente, entorpecía sobremanera el rápido remango y posterior incursión por los senderos de Venus. Puede que tanta vehemencia se debiera al hecho de que, según la costumbre bearnesa, a los recién nacidos se les humedecían los labios con vino, frotándolos después con ajo para darles fuerza y vigor. El principito Borbón, bearnés de pura cepa, no fue una excepción, pero dicha iniciación debió de marcar su vida, puesto que siempre prefirió el Jurançon de su «bautismo» a cualquier otro vino y nunca dejó de comer ajos, lo que —aseguraban— hacía que su aliento oliese siempre a cebollino. Excelente bebedor y mejor gastrónomo, Enrique de Navarra aseguraba que: «Buena cocina y buen vino es el paraíso en la Tierra», aunque se le olvidó añadir «buen sexo».

Sin que esto presuponga que no hubo otras antes, tuvo su primera amante conocida a los dieciocho años. Era la hija de un jardinero de su palacio de Nérac y respondía al perfumado y obligado nombre de Fleurette, «florecilla». Y de flor en flor voló el galán hasta contraer matrimonio con la última de los Valois, Margarita, llamada Margot; hija de su tiempo, fue coleccionista de amantes y autora, asimismo, del Heptamerón, un libro de relatos eróticos inspirado en el Decamerón de Boccaccio que incluye cuentos como: «El clérigo incestuoso. La abominable historia de un clérigo y su hermana, a la que dejó embarazada»; «El marido tuerto. Sobre el engaño que le quiso hacer una mujer infiel a su marido»; o «Sutilezas de un enamorado», en el que narra las astucias y los engaños de un galán para encamarse con la dama deseada. Tal para cual.

Margarita de Valois, refinada y culta, no aceptó de buen grado su matrimonio con el bearnés, a quien consideraba tosco y cuyo aliento no soportaba. Tras un par de polvos sin consecuencias, pronto le dio puerta, pero se mantuvo a su lado cuando los avatares políticos amenazaron con dejarla viuda y, por ende, con eliminar de un espadazo la carrera de mujeriego empedernido del Verde Galante o Galán Verde, que no era una alusión al color de su vestimenta, sino a sus desenfrenados ardores cada vez que una moza de buen ver se cruzaba en su camino. A Enrique tampoco parecía atraerle demasiado su estirada consorte. Así pues, ambos esposos se dedicaron a vivir su vida hasta divorciarse veintiséis años después de haber escuchado aquello de «hasta que la muerte os separe», lo que, como es sabido, no ha de tomarse al pie de la letra ni en las mejores familias.

Para aquellas primeras gestas amatorias, y para las que siguieron, no cabe la menor duda de que nuestro personaje precisaría de platos generosos y contundentes con los que obtener el vigor necesario a fin de no perder la fama de amante insaciable que se ganó a pulso, y, para ello, nada mejor que la comida casera, la de toda la vida.

Garbure

INGREDIENTES:

4 muslos de pato confitado

1 pedazo de tocino

1 col pequeña

4 zanahorias

4 nabos

8 patatas pequeñas

2 dientes de ajo

2 cebollas frescas

Perejil, sal y pimienta

PREPARACIÓN:

Pelar y limpiar las patatas, las zanahorias, los nabos, las cebollas y los dientes de ajo.

Cortar las zanahorias y los nabos; picar la col.

Poner agua a hervir en una cazuela y añadir el pedazo de tocino, las hortalizas y el perejil.

Deshuesar y filetear los muslos de pato;

añadir a la olla y salpimentar.

Cocer a fuego lento hasta que todos los ingredientes estén al punto.

Sacar el tocino y cortarlo en láminas; después, volver a introducirlo en la olla, darle un hervor y servir.

La garbure es un plato potente, especialmente apreciado en el Béarn y en el País Vasco francés, aunque la castaña suplía a la patata, cuyo uso no fue habitual hasta el siglo XVIII. Al tratarse de una comida tradicional, también se le añaden alubias, trozos de pan y pimientos verdes, dependiendo de las estaciones del año, así como tomillo y laurel. Es plato único, muy apropiado para el laborioso trabajo del campo, proporcionar energía a las constituciones débiles y restituir las energías consumidas en el lecho. Su caldo mezclado con vino tinto resulta un saludable tónico.

El pato, asado, confitado, salteado con puré de manzanas y peras, con repollo, higos o trufas, está considerado un ave afrodisíaca, aunque, en realidad, todos los alimentos nutritivos lo son y, sobre todo, los acompañamientos y condimentos.

La garbure lleva nabos, hortaliza afrodisíaca donde las haya, sobre todo para el aparato genital varonil, más necesitado de estímulos que el femenino, como todo el mundo sabe, y ajo, la joya de la corona, nunca mejor dicho, el cual, además de ser un potente estimulante y remedio para casi todo, se utilizaba para alejar a brujas, vampiros y malos espíritus.

A todo esto, el destino, que tantas veces se entretiene trastocando los planes de los seres humanos, se llevó por delante a tres monarcas, los tres hijos de Catalina de Médicis y también a ésta. Enrique de Navarra, nacido católico, educado protestante, católico de nuevo y otra vez protestante, finalmente dijo —o tal vez no— aquello de «París bien vale una misa» y fue coronado rey de Francia en el año 1589.

Los soberanos españoles se mostraban puritanos en público y ocultaban a sus queridas, aunque su existencia era un secreto a voces. Los reyes franceses, bastante más rumbosos y menos acomplejados, decidieron, ya en tiempos de Carlos VII —el de Juana de Arco—, tener en nómina a una o varias favoritas, al igual que figuraban en ella consejeros y obispos. Las amantes vivían en palacio, asistían a las fiestas y compartían mesa con la reina y sus hijos. La primera de las «oficiales» de Enrique, y número veinticuatro de las inventariadas, fue Diana d’Andouins, condesa viuda de Guiche y amiga personal desde la infancia. La llamaban «la Bella Corisande» y le fue leal toda la vida; incluso vendió sus joyas e hipotecó sus bienes para armar un ejército de 23.000 gascones que ayudara a su amante durante las guerras de religión. El monarca le juró matrimonio escribiéndoselo con su propia sangre, promesa que, claro está, no mantuvo. De hecho, tampoco se privó de serle infiel con al menos otras cinco señoras que se sepa durante los seis años que duró su relación.

El hecho de volver definitivamente a la fe católica y declararla religión oficial del Estado debió de influir de manera sustancial en su ánimo, puesto que entre la viuda y su siguiente maîtresse en titre se metió en la cama con las dos monjas antes mencionadas, aunque no ha quedado claro si lo hizo en sus respectivos conventos o se las llevó a palacio, donde es razonable suponer que los lechos fueran más amplios y confortables.

Y entonces apareció Gabrielle d’Estrées, hija del marqués de Coeuvres, el gran y tal vez único amor del rey, casi veinte años más joven que él y amante de uno de sus amigos íntimos, el señor de Bellegarde, de nombre Roger. Curiosa relación, en la que Enrique era infiel a su querida y ésta hacía otro tanto. A pesar de haberla casado con un cornudo complaciente para sustraerla de la tutela de su padre, la moza continuaba sus encuentros amorosos con Bellegarde.

Brantóme cuenta en su libro Les femmes galantes que, en cierta ocasión en que ambos retozaban alegres en Chenonceau, un delicioso castillo construido a orillas del río Loira, apareció el Verde Galante por sorpresa y con el consabido sobresalto de la pareja. Sin tiempo para vestirse, y aún menos para explicar su presencia en los aposentos reales, Roger se ocultó bajo el lecho en la mejor tradición vodevilesca, y aguantó estoico los crujidos del somier temiendo que la cama se le cayese encima de un momento a otro. Finalizadas las euforias, Enrique recuperó las fuerzas con una copa de vino y unos dulces dispuestos a tal fin sobre la mesita de noche; después, cogió la bandeja y la pasó por debajo del tálamo al tiempo que decía: «Es preciso que todo el mundo se alimente». Y volvió a la carga.

Gabriela le dio tres hijos y le habría dado un cuarto si no hubiese muerto a los veintiséis años, en su séptimo mes de embarazo, después de comerse un limón. A punto de divorciarse, por fin, de Margarita, el monarca le había prometido matrimonio y parece ser que esta vez pensaba cumplir su promesa. La desaparición de la favorita alegró a muchos, ya que la dama no era santa de su devoción y preferían ver al rey casado con otra Médicis, la italiana María. No hay que descartar, por tanto, que el cítrico estuviese envenenado, una práctica, la del veneno, habitualmente utilizada para eliminar enemigos, reyes, papas y… amantes.

Ensalada de Berenjenas

INGREDIENTES:

2 berenjenas medianas

3 tomates

2 dientes de ajo

6 cucharadas de aceite de oliva

2 cucharadas de zumo de limón

1 cucharada sopera de perejil picado

Sal

pimienta

PREPARACIÓN:

Asar las berenjenas en el horno hasta que tengan la piel dura y tostada.

Una vez frías, partirlas por la mitad a lo largo para extraer la pulpa.

Cortar la carne asada de las berenjenas en dados.

Pelar los tomates y trocearlos también en dados.

Picar muy fino el ajo.

Mezclar todos los ingredientes con cierta gracia, aliñar con aceite de oliva, perejil, sal, pimienta y limón.

Dejar reposar en el frigorífico una hora al menos.

La berenjena, también llamada en algunos lugares la «manzana del amor» por su forma fálica y su color violeta, casi negro, disfruta de un puesto de honor entre las hortalizas que levantan el espíritu y lo que haga falta. En el Kama Sutra se recomienda asada o cocida para que el miembro viril aumente de tamaño. En la Edad Media se condimentaba con jengibre como remedio infalible para los amantes poco motivados.

Lo cierto es que es muy recomendable tomarla en pasta con ajo, mucho ajo, para potenciar la estimulación de todo tipo, y que los masajes con aceite de berenjena activan la circulación y son excelentes contra el reuma.

Se conserva una carta de Enrique de Navarra en la que expresa el dolor por la muerte de su amada Gabrielle, a quien ofreció funerales reales: «El dolor y la pena me acompañarán hasta la tumba. La raíz de mi corazón ha muerto y no brotará más…», pero no hay dolor que al alma llegue que a los tres días no se quite. Para apaciguar su duelo, ese mismo año plantó su pica en la hermana de la finada, Marie-Francoise y en otras seis damas dispuestas a consolar su aflicción: una duquesa, la esposa de un consejero del Parlamento, la de un alcalde de pueblo, una moza soltera y quizá virgen, una prostituta apodada «la Glandée» —apelativo intraducible pero evidente—, y Henriette de Balzac d’Entragues, joven y hermosa aristócrata de veinte años. El Verde Galante se estaba convirtiendo en un viejo verde. Para él pasaban los años, pero no para las mujeres a quienes perseguía cual sátiro desenfrenado en busca de la eterna juventud y que siempre tenían, más o menos, la misma edad.

Poco después de haber enterrado a Gabrielle, mediante un documento escrito y firmado de su puño y letra prometió que, tras obtener por fin la disolución papal de su matrimonio, se casaría con Henriette a condición de que quedase embarazada antes de seis meses y diese a luz a un hijo varón. La dama tardó un año en preñarse, el tiempo suficiente para que el Papa disolviese por fin la unión y lo exhortase a casarse con su sobrina María de Médicis, cosa que hizo. Cincuentón y en plena forma, en menos de nueve años le hizo seis hijos a la reina, tres a su favorita y aún tuvo otros tres con dos de sus últimas cuatro amantes. En total se contabilizan seis vástagos legítimos, diez legitimados y otros tantos que no reconoció, más los que seguramente dejó por el camino.

Andaba a la caza de la joven Charlotte de Montmorency, una belleza de dieciséis años de piel aterciopelada como la del melocotón, cuando fue asesinado por François Ravillac, un monje perturbado que aseguró, incluso bajo tortura, que lo había hecho por iniciativa propia. Nadie lo creyó.

Melocotones al Cardamomo

INGREDIENTES:

2 melocotones maduros o bien 4 trozos de un buen melocotón en almíbar.

1 cucharadita de cardamomo

1 cucharadita de canela

1 cucharadita de semillas de ortiga

1 rodaja de jengibre fresco cortada en trocitos

1 tacita de agua

1 tacita de miel

PREPARACIÓN:

Mezclar el cardamomo, la canela, las semillas de ortigas y el jengibre con 2 cucharadas de agua.

Remover bien, agregar el resto del agua y colar.

Hervir la mezcla durante 1 hora, añadirla miel.

Pelar los melocotones y retirar el hueso.

Cortar por la mitad y bañarlos con el jarabe de cardamomo y canela.

El melocotón, por su forma, textura y sabor, está asociado al deseo y a los instintos carnales. En la cultura china representa el órgano genital femenino. Existen decenas de recetas en las que aparece como ingrediente principal, cocido en vino, con canela, con miel y, por supuesto, con especias de efectos comprobados.

El cardamomo no es una semilla especialmente afrodisíaca, pero incrementa sus virtudes en compañía de otras, como las semillas de ortiga, poderoso remedio contra la impotencia masculina, o el jengibre, que despierta el deseo tanto en el hombre como en la mujer.

Tres cosas me tienen preso

de amores el corazón,

la bella Inés, el jamón

y berenjenas con queso.

Esta Inés es

quien tuvo en mí tal poder,

que me hizo aborrecer

todo lo que no era Inés.

Trájome un año sin seso,

Hasta que en una ocasión

me dio a merendar jamón

y berenjenas con queso.

Fue de Inés la primera palma,

pero ya júzgase mal

entre todos ellos cuál

tiene más parte en mi alma.

En gusto, medida y peso

no le hallo distinción,

ya quiero Inés, ya jamón,

ya berenjenas con queso.

Alega Inés su beldad,

el jamón que es de Aracena,

el queso y berenjena

la española antigüedad.

Y está tan en fil el peso

que juzgado sin pasión

todo es uno, Inés, jamón,

y berenjenas con queso.

A lo menos este trato

de estos mis nuevos amores,

hará que Inés sus favores,

me los venda más barato.

Pues tendrá por contrapeso

si no hiciere razón,

una lonja de jamón

y berenjenas con queso.

Baltasar de Alcázar,

1530-1606