Nada hacía prever que un príncipe que dominaba varias lenguas, incluido el latín, componía música, disertaba sobre filosofía, escribía versos y ensayos, y que fue descrito por un coetáneo como «el más elegante potentado que yo haya visto, con una estatura mayor que la común y piernas y pantorrillas extremadamente finas, de tez blanca y brillante, cabello castaño rojizo, peinado corto y lacio, y cara redonda tan bella que le sentaría bien a una hermosa mujer», fuera a transformarse en un repulsivo y obeso ególatra. El poder absoluto, la obsesión y la frustración pueden convertir a un ser privilegiado en una caricatura de sí mismo, y esto fue lo que le ocurrió a Enrique VIII de Inglaterra, «el buen rey Henry» de las coplas tabernarias de la época, conocido Barba Azul del Renacimiento.
Casado a los dieciocho años con Catalina de Aragón, viuda de su hermano y seis años y medio mayor que él, todo parecía ir bien. El matrimonio de la princesa castellana y el difunto príncipe Arturo había durado un suspiro y no se había consumado. La nueva boda evitaba que Inglaterra la devolviese a sus padres y, más importante todavía, que se llevase con ella su cuantiosa dote. Enrique amó a su esposa durante unos años y acudió con frecuencia a su lecho; seis embarazos en nueve años así lo testimonian, aunque únicamente una hija, María, llegó a buen término y sobrevivió. Quizá porque era muy religioso y la Iglesia prohibía la coyunda durante las preñeces, quizá porque la tentación anidaba bajo su techo y era demasiado fuerte, sus votos matrimoniales no le impidieron echarle el ojo y la mano al batallón de alegres damas de compañía de la reina, mozas de buen ver en general, y solazarse a gusto con algunas de ellas. Puestos a pecar, mejor hacerlo sin salir de casa y, a fin de cuentas, por el mismo precio, las jóvenes elegidas peinaban y vestían a su mujer y a él lo mantenían activo.
Le hizo un hijo a Elizabeth Blount, una belleza de la pequeña nobleza, a quien se llevó a la cama con quince años y dejó encinta con diecisiete. El niño, de nombre Henry y de apellido FitzRoy, es decir, «hijo de rey», fue legitimado y educado como un príncipe porque, entre otras cosas, era el primer hijo varón que sobrevivía después de, al menos, cuatro malogrados de la soberana. Después del parto, enseguida casaron a la joven Bessie con un noble rural y la hicieron desaparecer de la corte.
Su lugar lo ocupó María Bolena, de veintiún años, casada con un cortesano y también dama de Catalina. El monarca, conocido por sus habilidades musicales, la invitó a visitarlo en sus aposentos privados para tocarle el laúd, y ésta no se hizo de rogar ni se sintió intimidada ante tanto honor. No era la primera vez que compartía colchón y almohada con un rey, puesto que, antes de cumplir los veinte, ya había sido amante de Francisco I y de otros caballeros de la corte gala. Tras varios años en Francia, regresó a su país con gran dominio del arte del placer y complacer, y no hay duda de que enseñó a Enrique lo bien que había aprendido el francés en todas sus modalidades. De aquellas veladas musicales nació un hijo, también llamado Henry, que no fue reconocido, tal vez porque su madre ya estaba casada y hubiera quedado fuera de lugar que el marido admitiese su cornamenta de manera oficial. Ya fuese debido al embarazo o a que se cansaba pronto de sus aventuras, el soberano dejó de interesarse por ella, momento en que apareció en escena su hermana Ana, mandada llamar por su padre y su tío, un par de ambiciosos políticos que no tuvieron vergüenza alguna en utilizar a ambas muchachas para obtener privilegios para la familia. A María la enviaron al campo.
Ana Bolena, delgada, no muy alta, de ojos y cabellos negros y piel tirando a morena, cuando la moda imponía las melenas rubias y la piel blanca como la nata montada, inteligente, divertida y buena conversadora, acaparó pronto la atención de Enrique. Tenía veinticuatro años; él, diez más, tenía el doble de tamaño que ella y empezaba a mostrar lo peor de su carácter. La caza, la comida y las mujeres eran sus pasiones, aunque no las únicas. Cual pavo real en celo, extendió sus coloridas plumas para atraer a la hembra objeto de su deseo y mandó organizar bailes de disfraces, fiestas, banquetes y comidas campestres con ánimo de deslumbrar a la joven que, ¡oh sorpresa!, era la primera fémina que no caía rendida bajo su enorme corpachón.
Langosta con Salsa de Limón, Miel y Canela
PREPARACIÓN:
Cocer la langosta 2 minutos y cortarla longitudinalmente.
Colocarla en una fuente sobre una cama de hielo picado y acompañar con la salsa en un recipiente aparte.
Salsa
INGREDIENTES:
El zumo de 1 limón
1/2 taza de miel
1 ramita de canela
1/2 cucharadita de salvia
1/2 taza de agua
1 cucharada de harina
PREPARACIÓN:
Colocar un cazo al fuego con todos los ingredientes,
reservar ¼ de taza de agua en la que se diluirá la harina.
Cuando comience a hervir, bajar el fuego y dejar cocer unos 5 minutos.
Agregar la harina diluida, dejar cocer 3 minutos más,
colar y servir caliente encima de la langosta.
También puede acompañar pescados y pollo a la brasa.
Por su alto contenido en minerales, todos los crustáceos tienen grandes propiedades afrodisíacas, en especial las ostras y las almejas, pero la langosta tampoco está mal, nada mal.
El limón no es afrodisíaco, pero acompaña a otros productos que sí lo son: los mariscos en general, pescados como el besugo o la corvina, ciertas carnes, el apio… Las propiedades de la maceración en zumo de limón del pescado en general resultan —dicen— un estimulante sexual masculino que para sí quisieran algunos de esos productos químicos que acaban estropeando el hígado.
Ahora bien, en esta receta aparecen tres elementos altamente erotizantes: salvia, miel y canela.
La salvia, de sabor picante y muy aromático, es sobradamente conocida por sus propiedades medicinales.
Antiguamente se regalaba a los recién casados jarras llenas de miel para incitarlos en su noche de bodas, de ahí lo de «la luna de miel». Cuentan que en Egipto se utilizaba, mezclada con almendras, en las partes íntimas para hacer más sabrosos los prolegómenos amorosos.
En cuanto a la canela, llegada del lejano Oriente, en el vino, en la leche, en las salsas, espolvoreada sobre los dulces, como perfume, incienso, aceite de masaje…, es un maravilloso y eficaz estimulante afrodisíaco conocido por las más diversas culturas desde hace más de dos mil años, como testimonia la historia de Esther y el rey Asuero del Antiguo Testamento.
A pesar de las langostas y de otras delicias especialmente voluptuosas, la dama se mantuvo en sus trece: primero boda, después alcoba, y dejó al interesado con las ganas. No quería que le ocurriese lo mismo que a su hermana y a las demás, abandonadas una vez satisfecho el antojo real. Y lo consiguió, a costa de un divorcio y de un cisma. Tras siete años de espera, Enrique rompió con la Iglesia católica, fundó la suya propia, la anglicana, se divorció de Catalina, a la que envió a un castillo perdido e insalubre, se casó por fin con Ana, quien ya andaba cerca de la treintena, y la fecundó a la primera, más o menos.
El nacimiento de una niña, la futura Isabel I, causó la lógica decepción del monarca, que ansiaba un hijo varón. Los años pasaban; tenía ya cuarenta y dos, una edad madura para la época, continuaba sin un heredero, se había enfrentado a Roma y al emperador Carlos, y sus súbditos amaban a Catalina y llamaban puta y bruja a la nueva reina. Total, todo para nada. Tres abortos y la seguridad de que Ana no podría tener más hijos acabaron de un plumazo con la pasión de Enrique, quien, una vez más, buscó consuelo en el bien surtido batallón de damas de compañía. Encontró a Jane Seymour, doncella al parecer, de veinticuatro años, con la que contrajo matrimonio once días después de que rodara la exótica cabeza de su segunda esposa, falsamente acusada de adulterio y traición.
Jane trajo un poco de paz a la vida del rey de Inglaterra. El hombre había perdido por completo la línea; estaba tremendamente gordo, sufría de una úlcera en el muslo, consecuencia de una herida producida en un torneo, además de gota a causa de sus excesos con la comida y la bebida, y puede que también padeciera sífilis, algo que no ha podido ser comprobado, pero que explicaría de alguna manera su incapacidad para tener una descendencia sana. Sus enfermedades y la frustración a la hora de tener hijos varones lo habían convertido en un ser iracundo que aterrorizaba a todas las personas de su entorno, si bien era muy amado por el pueblo llano, ignorante, como casi siempre, de la realidad. Su alegría fue extraordinaria cuando, por fin, nació su añorado heredero, Eduardo, el cual, aunque enfermizo, sobrevivió al parto, si bien su gozo duró dos semanas, exactamente las mismas que Jane tardó en morir de fiebres puerperales. Por primera vez, Enrique se consideró viudo y juró no volver a casarse. Mejor habría hecho en mantener su juramento. Tres años más tarde, a punto de cumplir los cincuenta, repitió con la alemana Ana de Clèves, a quien doblaba la edad.
Ansioso por conocer personal y carnalmente a su prometida, de la que sólo sabía por un retrato, se desplazó a Dover sin avisar y se metió en la habitación de la novia, a la que dio un susto de muerte. Encontrarse de pronto a la luz del candil frente a un gigante con cuello de toro, renqueante y deformado, cubierto de joyas, con fama de depredador femenino y dispuesto a desvirgarla ipso facto, tuvo que provocarle un trauma inolvidable. Pero hete aquí que al monarca tampoco le gustó «la yegua de Flandes», como enseguida la denominó. El retrato pintado por el genial Holbein no era exactamente igual al original. Ana de Clèves era una muchachota bien alimentada y poco refinada, más bien fea y, además, con la cara picada de viruelas, pero era una mujer inteligente. Vistos los antecedentes, accedió de buen grado a divorciarse de su recién estrenado y nunca usado marido, pues no sólo se quitaba de encima una pesadilla en absoluto erótica y placentera, sino que eliminaba el riesgo de verse encarcelada, descabezada o de morir en el parto. Recibió el título de «hermana real», un castillo y unas desahogadas rentas que le permitieron llevar un tren de vida que para sí habrían deseado las anteriores esposas reales. Y sobrevivió al rey, lo cual ya fue en sí un gran mérito.
Rosbif
INGREDIENTES:
1 trozo de lomo bajo de ternera de kilo y medio
300 g. de encurtidos: cebolletas, alcaparras y pepinillos en vinagre
10 g. de aceitunas rellenas
2 cucharadas de mostaza
40 g. de mantequilla
1 vaso de aceite
1 copa de brandy
Tomillo, perejil, sal y pimienta
PREPARACIÓN:
Sazonar la carne con sal y pimienta.
Untarla con la mostaza.
Espolvorear con el tomillo y el perejil picados.
Ponerla en una cazuela con 40 g. de mantequilla y un vaso de aceite.
Rociarla con la copa de brandy y dorarla a horno muy fuerte.
Cocerla a fuego bajo durante 1 hora, mojando la carne con agua si es necesario para que no seque.
Sacar del horno, cortar en finas lonchas y adornarlas con los encurtidos.
La mostaza, especia picante mediterránea, era ya conocida en tiempo de los griegos y romanos, quienes la llamaban mustum ardens, «mosto ardiente», y la tenían en gran estima, pues —aseguraban— aumentaba la memoria y alegraba el ánimo. Esta última cualidad es lo que la convierte en un condimento frecuente en las recetas afrodisíacas. En la Edad Media era considerada mano de santo para combatir la impotencia, tanto ingiriéndola como frotando con ella el miembro viril.
Hay personas que no escarmientan ni siquiera en cabeza propia. Viejo, extremadamente obeso, gotoso, lleno de úlceras purulentas, hecho un asco, vamos, Enrique volvió a casarse al poco de divorciarse y, esta vez, eligió a una prima de Ana Bolena, Catalina Howard, dama de compañía de Ana de Clèves y de sólo dieciocho años de edad. La llamaba su «rosa sin espinas» y la creía tan virgen como su madre la trajo al mundo; la llenó de joyas y de regalos valiosos, de trajes y caprichos. En realidad, la joven había perdido la inocencia recién salida de la infancia y, al contrario que su antecesora, tenía la cabeza llena de pájaros. Ya que meterse en la cama con el monarca no era precisamente el colmo del deleite y suponía una prueba para los sentidos, decidió alegrarse un poco con un par de amantes de su época de soltera y, de paso, probar a ver si se quedaba embarazada para endilgarle el retoño a su regio cónyuge, puesto que tan ansioso estaba de tener más descendientes. Su osadía le costó la vida y acabó como su prima, en la Torre de Londres, decapitada y olvidada después.
Un hombre en su sano juicio, a quien, estaba claro, los asuntos de bragueta le habían ido bastante mal y, de hecho, ya ni siquiera le iban, debería haber pasado sus últimos años tranquilo, dedicado al gobierno de su reino, a la lectura, a la música y a otro tipo de aficiones menos comprometidas, pero a Enrique le agradaba la compañía femenina, le gustaba mucho, tanto que necesitaba tener siempre a una fémina a su lado. El dudoso honor de compartir su vida y su maltrecha salud recayó en una mujer de treinta y un años, dos veces viuda, muy rica y sin hijos.
Catalina Parr acudió a una audiencia real a interceder por una cuñada culpable de adulterio. Debió de exponer y defender el caso con tanta convicción que el soberano, harto de jovencitas insulsas, quedó prendado de aquella dama culta y tan segura de sí misma. Poco después era obligada a aceptar el anillo de boda y todo lo que ello implicaba. Es dudoso que su relación pasase de ser algo más que verbal, puesto que Enrique ya no estaba para muchos trotes y necesitaba ayuda para moverse, lo que hubiera resultado un tanto improcedente y poco práctico en el lecho nupcial. No tener que pasar por esa prueba, seguro que a Catalina le vino de perlas y le quitó una gran inquietud de encima, pero, en su situación, incluso la palabra podía llegar a ser peligrosa. La mujer, protestante convencida, disfrutaba con las discusiones teológicas. El rey, por su parte, continuaba sintiéndose católico; era jefe de la Iglesia anglicana, separada de Roma sí, pero no por eso menos católica. No le gustaban las ideas luteranas ni calvinistas y llegó a amenazar a su sexta esposa con un paseo por el Támesis hasta la Torre, con el previsible desenlace, si porfiaba en discutir con él sobre asuntos religiosos. La suerte favoreció a Catalina.
Enrique VIII de Inglaterra, príncipe prometedor en su juventud y tirano en su madurez y vejez, falleció en el palacio de Whitehall en enero del año 1547 y su viuda respiró aliviada. Ansiosa por olvidar la castidad a la que se había visto obligada durante cuatro años, contrajo matrimonio con el hermano de Jane Seymour apenas tres meses después de enterrar al monarca junto a ésta, la única reina de seis que le dio un heredero varón. La dicha de Catalina Parr duró bien poco, pues murió de parto al año siguiente.
Bloody Mary
Este cóctel no es de procedencia medieval ni renacentista, pero resulta curioso que en el siglo XX se le diese el nombre de la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, María Tudor, esposa del futuro Felipe II de España, a quien los ingleses apodaron María la Sangrienta por haber enviado a la hoguera a trescientos clérigos anglicanos y a muchos otros que no lo eran.
INGREDIENTES:
3 partes de vodka
6 partes de zumo de tomate
6 chorritos de salsa Worcestershire
5 gotas de salsa de rábano picante
1 chorrito de zumo de limón
Sal y pimienta negra
PREPARACIÓN:
Mezclar en una jarra el zumo de tomate y de limón (y/o naranja).
Remover bien y echar unos cubitos de hielo.
Añadir la salsa Worcestershire, las gotas de salsa de rábano picante y el vodka.
Sazonar con sal y pimienta al gusto y agitar en la coctelera durante unos segundos.
Servir frío.
Tonificante y afrodisíaco, el Bloody Mary es un combinado explosivo para quienes quieren y no pueden, para quienes pueden y no quieren, y, por supuesto, para quienes quieren y pueden, es decir, para todos. Sus ingredientes, excepto los cubitos de hielo, son estimulantes, incluida la Worcestershire, salsa inglesa elaborada con vinagre, melaza, salsa de soja, pimentón, anchoas, cebollas y ajo, entre otros componentes.
En cuanto al vodka, licor conocido por lo menos desde antes del siglo XV, cuando sólo se obtenía del centeno fermentado, levanta el ánimo y aquello que sea menester, aunque su abuso ocasiona todo lo contrario, al igual que las demás bebidas alcohólicas de alta graduación.
Separa bien los muslos, alma mía,
que quiero bien de cerca ver tu rosa.
¡Oh!, suavísimo vello! ¡oh, rica cosa!
¡Puerta de mi ilusión! ¡Miel! ¡Ambrosía!
Un capricho me llena de alegría;
voy a comerme fruta tan golosa;
me volveré y seré treta graciosa
pues a tu boca irá mi mercancía.
Pietro Aretino,
1492-1556