De cómo Abderramán III, primer califa de Córdoba, se lo montó con las diez mil huríes de su harén, o eso le habría gustado

La palabra «harén» suele provocar cierto morbo. La imagen de un señor con turbante tumbado sobre cojines de seda y rodeado de exuberantes odaliscas cubiertas con velos transparentes o con un collar de perlas al cuello como único atuendo, excita la imaginación de muchos varones y de no pocas féminas que se ven a sí mismas en plan sultanas mientras recorren el palacio de Topkapi en Estambul o se asoman al Peinador de la Reina de la Alhambra en un atardecer rojizo, perfumado de azahar.

Abderramán III, primer califa de Córdoba independiente de Damasco, poseía, claro está, un harén muy bien surtido. Según algunas fuentes, vivían en él no menos de diez mil mujeres. Otras fuentes más modestas le adjudican sólo unas seis mil quinientas, muchas de todos modos. Si nos atenemos a dichas cifras, el califa debía de ser un superhombre. No sólo dedicó la mayor parte de su vida a recorrer las tierras de Al-Ándalus poniendo orden entre sus nobles levantiscos, a luchar contra sus vecinos cristianos del norte y contra los musulmanes del sur del otro lado del estrecho, y a convertir Qurtuba en la ciudad más importante del mundo conocido, sino que, además, también tendría que complacer a una buena cantidad de sus miles de mujeres y concubinas, aunque sólo fuera una vez en la vida de ellas. Si a esos números se restan las hijas, hermanas, tías, las concubinas de su abuelo y las sirvientas, además de los eunucos encargados de la vigilancia, ya quedan menos, pero continúan siendo muchas. Vestir, alimentar y entretener a tanta fémina debía de constituir un gasto capaz de hundir las finanzas del califato, y contentarlas a todas, una proeza digna del propio Zeus, el cual, entre diosas, semidiosas y humanas no daba abasto. Quizá nuestro personaje utilizara una antigua receta beduina según la cual beber de manera regular leche de camella y miel mantiene el miembro viril erecto de forma continuada, algo que sin duda también ha de resultar muy incómodo para el afectado.

Se desconoce casi todo sobre la vida privada de Abderramán, designado emir a los veinte años. Sí se sabe que era paticorto, pero bastante atractivo en general, de piel blanca, rubio tirando a pelirrojo —aunque se teñía el cabello y la barba de negro para no desentonar—, y que tenía los ojos azules. Una madre y una abuela navarras eran las responsables directas del dilema existencial de un rubio entre morenos, y las indirectas, las demás abuelas y bisabuelas de diversos orígenes, raptadas, compradas, intercambiadas o cedidas por sus propios familiares. Apenas se sabe nada tampoco de los nombres, las edades y las procedencias de las mujeres que llenaban su harén, ni siquiera de las más importantes. Al igual que en los reinos cristianos, era costumbre contraer matrimonio con primas y parientas, sobre todo para asegurarse la lealtad de esa parte de la familia, y en este caso con más razón, ya que los problemas se multiplicaban con tantos hijos, hermano, tíos y primos, ansiosos por arrebatarle el puesto al príncipe de turno.

Probablemente su primera esposa fuera Fátima al-Qurasyya, hija de su tío abuelo, el emir al-Mundir, a quien llamaban «la gran señora». Antes de la boda, las mujeres de la novia se afanaron en hacerle la depilación integral desde las cejas hasta los tobillos, la frotaron y bañaron a conciencia, lavaron su cabello con extractos de ámbar y jazmín, masajearon y perfumaron su cuerpo con aceite de rosas y esencia de almizcle y decoraron sus manos y pies con dibujos hechos con henna que simbolizaba el amor, la felicidad y la fertilidad, y conjuraban el mal de ojo. Finalmente, la envolvieron en sedas y gasas, la engalanaron con las joyas regaladas por el novio y dieron comienzo las festividades, que habían de durar varios días. Lo que ocurrió después, nadie lo sabe.

Lo que es seguro es que el banquete de bodas tuvo que ser colosal, pues los emires y califas andalusíes llevaron el refinamiento a elevadísimas cotas jamás antes igualadas por ninguna otra corte en la historia —y puede que después tampoco—, y no era cuestión de quedar mal a la hora de agasajar los estómagos de los invitados. Bandejas repletas de frutos secos, dátiles rellenos, lentejas con arroz, berenjenas rellenas, falafels, gambas al curry, palomas rellenas, kebabs picantes, higadillos fritos con comino, pastelillos de coco y pistachos, torrijas bañadas en sirope y decenas de otros platos tonificantes para vigorizar al desposado y desinhibir a la novia, acompañados de excitante té verde, recorrieron el camino de las cocinas a los salones durante varios días. Se supone que los convidados al festejo se sentirían igualmente estimulados.

Calabacines con Garbanzos

INGREDIENTES:

1 kg. de calabacines

1/2 kg. de carne picada de ternera o cordero

1/2 vaso de garbanzos

2 vasos de tomate triturado

1 cebolla grande picada

1 vaso de agua

Aceite

Sal

Arroz blanco

PREPARACIÓN:

Cocer los garbanzos o utilizar un bote de garbanzos cocidos.

Dorar la cebolla en un poco de aceite y a continuación echar la carne y freírla durante unos minutos.

Añadir el calabacín en rodajas,

los garbanzos, el tomate y el vaso de agua.

Salar y cocer a fuego lento.

Servir con arroz blanco.

Hay quien atribuye propiedades afrodisíacas al calabacín y hay quien se las niega. No entraremos en discusiones, aunque Arib ibn Sa’id, el médico personal de Abderramán III y eminencia médica de su época, recomendaba un sahumerio, o baño de humo, a base de espliego, calabacín, ámbar, jengibre, juncia, flor de nuez moscada, flor de granado, canela, almizcle, incienso, sandáraca y ácoro falso, para estimular el apetito sexual de las mujeres.

Cuentan que en la Edad Media se creía que la ingesta de garbanzos provocaba priapismo y en algunos países árabes se elaboraba una especie de puré de garbanzos con cebollas y miel que, tomado antes de la llegada del invierno, proporcionaba al hombre una gran fuerza sexual, capaz de combatir el frío, que todo lo encoge.

Otra mujer de Abderramán de cuyo nombre se tiene conocimiento fue la cristiana Maryam, posiblemente navarra, ya que, como es sabido, a los omeyas de al-Ándalus les gustaban las mujeres de esas tierras. Le dio su primer hijo varón, al-Hakam, más conocido por Alhakén II, y logró por esta razón obtener el título de umm-walad, es decir «madre de hijo», que no era poco, pues pasó a situarse la primera en el rango femenino. Por eso de que lo exótico seduce enormemente, los reyes andalusíes sentían una gran atracción por las mujeres de cabellos rubios y ojos claros, a poder ser vírgenes. A las morenas de ojos negros las tenían a mano en cualquier momento y, además, las huríes que los esperaban en el paraíso también lo eran. El caso es que no se sabe si esta Maryam era un trofeo o había sido entregada a cambio de algo. Los cristianos no tenían ningún inconveniente en dar sus hijas a los señores musulmanes si ello les procuraba algún tipo de beneficio. Ya había ocurrido con anterioridad y, años más tarde, dos reyes, Sancho Garcés II, rey de Pamplona, más conocido como Sancho Abarca, y Bermudo II de León, dieron a Almanzor sendas hijas en matrimonio como botín de guerra. El conde Sancho García de Castilla hizo lo mismo con una de sus hermanas.

Pasado el primer susto, Maryam se acostumbró a la vida en el harén. A fin de cuentas, si se mantenía calladita y no provocaba los celos de la favorita del momento, podía vivir como una sultana, aun sin serlo. El clima de Andalucía es mucho más templado que el del norte y en aquellos tiempos ni siquiera los castillos tenían cristales en las ventanas. Pasar del frío al calor no era algo desdeñable, como tampoco lo eran los baños, los masajes, los cuidados, las sedas y finas telas bordadas, la música y la buena mesa.

Abderramán se fijó en ella, lo cual era un honor, pues había mujeres en los harenes que no cataban el fruto prohibido ni por casualidad. Obligadas a permanecer castas, sólo les quedaba consolarse solas o en compañía de otras féminas en sus mismas circunstancias, o utilizar los servicios de algún eunuco, que para eso estaban, además de para cuidarlas y vigilarlas. Pero llamar la atención del califa también conllevaba sus riesgos.

A este hombre de amplísima cultura, admirado por sus logros, recordado como un gran gobernante, fundador de colegios, universidades y setenta bibliotecas sólo en la ciudad de Córdoba, le iban las fantasías sádicas. En una ocasión en la que estaba borracho, y no fue la única vez, quiso besar y morder a una de sus concubinas; ella lo rechazó y Abderramán ordenó que le quemaran la cara. Ni que decir tiene que la desafortunada muchacha pasaría el resto de su vida en el rincón más oscuro del harén, tapada hasta la raíz del cabello, y no por obligación. A otra que lo contrarió, no se sabe por qué razón, la mandó decapitar y regaló al verdugo las perlas que cayeron de su collar, con cuyo valor el hombre se compró una casa.

Sin duda Maryam no se negó a nada por la cuenta que le traía y, como más vale lo malo conocido, aceptó su situación con filosofía, dio al entonces emir el hijo que anhelaba y disfrutó de una vida tranquila y sin demasiados sobresaltos, aparte de los naturales. El harén no era el apacible lugar que se presupone, donde sus ocupantes pasaban el día sin hacer nada, abanicadas y agasajadas, a la espera de ser requeridas para alegrar las noches de su amo y señor. Las intrigas estaban a la orden del día y todas las «madres de hijo» —que no de hija— conspiraban para que el suyo fuera el elegido para suceder al padre, quien elegía a su gusto al heredero. El mejor medio para lograr sus ambiciones era satisfacer las fantasías sexuales del califa y arrebatarle alguna promesa en pleno éxtasis, un momento éste en que los hombres son capaces de prometer el oro y el moro, nunca mejor dicho. En este caso, la navarra debió de hacerlo muy bien, puesto que Abderramán mantuvo inamovible la sucesión al trono en la persona de su primogénito durante más de cuarenta años, aunque lo obligó a quedarse soltero y sin novia por miedo a que pudiera tener malos pensamientos e intentase quitarlo de en medio. Había ocurrido con el hijo de otra de sus mujeres, Abd Allah. El joven intentó destronarlo y sustituir al heredero designado; lo pillaron y lo descabezaron delante de su padre, que no se andaba con chiquitas, y de toda la corte.

De la cocina se ocupaba un ejército de cocineros y pinches, pero la primera esposa algo tendría que decir y, al haber tanta navarra en la familia, sin duda el terruño tiraría un poco y en la dieta califal se incluiría alguna que otra exquisitez culinaria de la zona de la Ribera, eso sí, eliminando el jamón y demás productos derivados del cerdo.

Alcachofas con Almejas

INGREDIENTES:

20 alcachofas

40 almejas

4 dientes de ajo

2 cucharadas de harina

Caldo de pescado

Aceite de oliva virgen

Sal

PREPARACIÓN:

Limpiar las alcachofas quitando las hojas externas y cortando al ras el final de la cabezuela y el tallo.

Frotarlas con limón para que no se ennegrezcan e introducirlas en agua con un poco de harina.

Partirlas por la mitad y añadir también los tallos pelados.

Cocerlas a juego lento hasta que estén en su punto.

Poner a calentar el aceite en una sartén,

añadir los ajos picados y antes de que se doren, añadir la harina revolviendo para que no se formen grumos.

A continuación, echar las almejas con un poquito de caldo y dejar cocer a fuego lento hasta que se abran.

Incorporar, por último, las alcachofas junto con el resto del caldo y dejar cocer 3 minutos.

Rectificar el punto de sal.

La alcachofa es originaria de los países mediterráneos de Oriente Medio. Los antiguos griegos, tan aficionados a atribuir procedencias divinas, contaban que Júpiter se había enamorado de una bella ninfa que lo había despreciado. Como castigo, la convirtió en alcachofa. Curioso.

Se asegura que fue Catalina de Médicis quien introdujo su consumo en la cocina francesa, aunque clérigos y eruditos doctores la tildaron de condumio afrodisíaco que podría dañar el espíritu. No parece que dicha advertencia sirviera de mucho y no fueron pocos los que bebían el caldo de su cocción creyéndolo elixir de la eterna juventud. En realidad es una hortaliza excelente para depurar el organismo.

En cuanto a la almeja, baste con recordar que en muchos lugares éste es el nombre que recibe el órgano sexual femenino.

La historia nos ha dejado otros nombres de mujeres que tuvieron algo que ver en la vida de Abderramán III, aunque como el harén estaba vetado a todo hombre en posesión de sus facultades reproductoras, apenas se tiene noción de lo que allí ocurría. De una de ellas se sabe que era zurradora de pieles. El califa la vio un buen día a la orilla del río dándole a la pala, las sayas remangadas, las caderas ondulantes debido al esfuerzo necesario para limpiar el cuero, y se encaprichó con la joven. Se ignora su nombre, no así el de su hermano, un tal Nayda ibn Hussein, quien llegó a ser jefe del ejército. Así pues, la moza debió de aplicar a conciencia sus conocimientos; la «zurra» fue del agrado del califa y éste se apresuró a recompensar al hermano por los servicios prestados por la hermana. La práctica ha sido siempre similar en todas las culturas pasadas y actuales, paganas, judías, cristianas o musulmanas: la parentela siempre ha resultado beneficiada cuando una zagala ha concedido sus favores a un usuario poderoso.

Hubo otra mujer mencionada en las crónicas, Mustaq, que fue la favorita del califa durante los últimos años de su vida y le dio su último hijo. Si se tiene en cuenta que éste vivió setenta años, forzoso es reconocer que le hacía justicia el lema inscrito en su sello: «Por la gracia de Dios alcanza la victoria Abderramán al-Nasir». Claro que, quizá, el hombre conservaba plenas sus fecundas dotes porque cada mañana tomaba un compuesto de jengibre, clavo, nuez moscada, raíz de galanga, aceite y miel. Mano de Fátima, aseguran, para preservar eternamente la juventud.

Y queda una tercera manceba, cuya historia es la más romántica. Vale la pena reseñarla visto lo poco que se sabe acerca del tropel que llenaba el harén califal, aunque preciso es señalar que tal vez nunca existió. Cuentan que Abderramán, perdidamente enamorado de una de sus esclavas, llamada Zahra, ordenó la construcción de la más hermosa ciudad que la imaginación podía concebir, Madinat al-Zahra, «la ciudad de la flor de azahar». Su edificación al pie del monte «de la Desposada», denominación cuando menos evocadora, costó veinticinco años de duros trabajos, pero su existencia fue efímera, al igual que un sueño. Únicamente resistió en pie setenta y cinco años antes de ser saqueada y destruida durante las guerras que acabarían con el califato y darían paso a los reinos de taifas. Abderramán III, autoproclamado Khalifa rasul-Allah, «sucesor del enviado de Dios», anotó en su diario cuáles habían sido los días felices de su vida; sólo registró catorce. Uno de ellos debió de ser el día en que se colocó la última piedra de su quimera.

En total, las fuentes árabes reseñan once hijos varones y dieciséis hijas, lo que tampoco es demasiado teniendo en cuenta que disponía de diez mil mujeres a las que dejar embarazadas y de que su abuelo, Abderramán II, con menos concubinas, había engendrado ochenta hijos, de los cuales cuarenta y cinco fueron varones. Por la misma época, el primer rey de Noruega, Harald, tuvo veintitrés con tan sólo ocho esposas.

Antes de morir en octubre del año 350 de la Hégira, 961 del calendario cristiano, y por si acaso no era merecedor del paraíso prometido a los buenos creyentes, quizá aún tuvo fuerzas para experimentar una vez más el gozo de un placer bien terrenal, aunque para ello tuviera que asegurar el éxito de su labor por adelantado, ayudándose con algún manjar dulce al paladar y tonificante para su virilidad, agostada por tanto uso.

Sueños Terrenales

INGREDIENTES:

3 docenas de dátiles jugosos y carnosos deshuesados

6 cucharadas de nata líquida

25 g. de pistachos

25 a de nueces

25 g. de piñones tostados

1 cucharada de jengibre fresco rallado

2 cucharadas de agua de azahar

30 g. de sésamo tostado

PREPARACIÓN:

En un mortero de madera, machacar bien los dátiles hasta formar una pasta.

Añadir la nata y el agua de azahar procurando que quede todo bien ligado.

Agregar el resto de los ingredientes salvo las semillas de sésamo, mezclando la masa a mano sin machacar.

Formar bolitas del tamaño de una nuez pequeña.

Rebozarlas con las semillas de sésamo de manera que queden completamente recubiertas.

Guardar en un recipiente de porcelana con tapa en un lugar fresco.

Se recomienda tomar 2 o 3 bolitas en ayunas y otras tantas antes de la cena.

A lo largo de la historia han sido considerados productos afrodisíacos todos aquellos que por su forma y textura recordasen a los órganos sexuales, tanto masculinos como femeninos. Según dicha creencia, los plátanos, los espárragos, los rábanos o las zanahorias resultarían tonificantes para el hombre, pero, aunque bastante más pequeños, también los dátiles, pistachos y piñones cumplirían la misma función.

Las nueces son un don precioso de la naturaleza y durante siglos constituyeron el alimento principal de muchos pueblos. Ricas en nutrientes, grasas saludables y vitaminas, sus propiedades son extraordinarias, y no es de extrañar que fueran símbolo de la fecundidad en culturas muy diversas y alejadas unas de otras.

El jengibre, por su parte, es un poderoso estimulante sexual utilizado en la comida. Además puede utilizarse como aceite para masajes, y como ungüento aseguran que produce resultados asombrosos en el tamaño del árbol de Adán. El aroma del azahar es delicioso, suave, fragante y evocador, y una buena ayuda contra la impotencia.

Y el sésamo… Los árabes lo utilizan en innumerables recetas gastronómicas y conocen sus propiedades afrodisíacas. Sus semillas, mezcladas con regaliz y dátiles y endulzadas con miel, logran algo que muchos hombres desean y pocos consiguen: la potencia necesaria para contentar a una mujer varias veces en una noche.

¡Ay, aquella gacela joven!

a quien pedí el licor,

y me dio generosa

el licor y la rosa.

Así pasé la noche,

bebiendo del licor de su saliva,

y tomando la rosa en su mejilla.

Ibn Zaydun,

1003-1070