Aseguran los hombres que la mujer es el descanso del guerrero, una máxima ciertamente bastante machista, pues implica que él trabaja y ella no, aunque también depende del tipo de fémina elegida, porque las hay belicosas, y en grado sumo. En el caso de Carlos I el Grande, Carolus Magnus, soberano de varios reinos y emperador de Occidente, más conocido como Carlomagno, no está claro que las mujeres fueran su descanso, pues, de acuerdo con sus biógrafos, se pasó la vida guerreando y montando a caballo, además de llevarse al lecho a un buen número de hembras, todas jóvenes, incluso niñas. O sea, que de descansar, más bien poco.
De mozo se estrenó como marido con una muchacha de la cual no se sabe nada y cuyo nombre era Himiltrudis, apelativo un tanto descorazonador para un aspirante a poeta. El matrimonio fue concertado por su padre Pipino el Breve, así llamado por su estatura, más bien reducida, y duró el tiempo de hacerle una hija y un hijo, Pipino el Jorobado, que terminó sus días en un monasterio por intentar heredar antes de tiempo. La madre de Carlos, Berta la del pie grande, deseaba una nuera más adecuada a la ambición de su vástago y a la suya propia y, como ha ocurrido y ocurrirá siempre que las suegras se inmiscuyen, aconsejó a su hijo, quien para entonces ya era rey de los francos, que se buscase una novia con más posibles. No existía el divorcio, pero sí el repudio por parte del marido, una forma expeditiva y muy eficaz para desembarazarse de esposas molestas, utilizada por monarcas y nobles, y que contaba con la aprobación de la Iglesia. De este modo, la pobre Himiltrudis fue repudiada y se la envió a un convento para que no obstaculizase el brillante futuro de su ex y no reclamase más tarde deudas conyugales.
La elegida con posibles fue la princesa Desideria, quien a veces aparece en los documentos con el difícil nombre de Ermengarda. La novia tenía los mismos años que el novio, veintitrés, y era hija del soberano de Lombardía, reino del norte de Italia con quien Carlomagno mantenía un pulso que acabó, cómo no, ganando. Tras un año de matrimonio, el monarca franco repudió también a su segunda esposa. Se desconocen los motivos de una acción tan drástica, si bien no resultan complicados de entender. Tenía la intención de conquistar Lombardía y la hija de un rey sin reino ya no le resultaba útil. No estaba embarazada y, parece ser, no le atraía en absoluto, ni siquiera a oscuras y tras una batalla. Además, había conocido a una niña que lo tenía fascinado. A Desideria no la envió al convento; se limitó a devolverla a su familia, aunque ningún documento establece si también restituyó la dote, que sin duda cobró, o la dio por bien ganada tras un par de abúlicos asaltos llevados a cabo más que nada por cumplir. A continuación se enfrentó a sus anteriores suegro y cuñado e hizo desaparecer a los lombardos de la historia.
Quizá, durante los pocos meses que duró el matrimonio, Desideria intentara poner en práctica la máxima de nuestras abuelas de que al hombre se le conquista por el estómago y probase, sin éxito, algunas recetas de su tierra de origen, Lombardía.
Chuletas de Cordero con Avellanas
INGREDIENTES:
800 g. de chuletas de cordero
50 g. de avellanas picadas
8 nueces picadas
20 g. de panceta picada
4 cucharadas de aceite de oliva
1 vaso de nata líquida
1 cebolla
1 zanahoria
1 tallo de apio
1 hoja de salvia
1 cucharada de perejil picado
1 ramillete de hinojo silvestre
Harina
Sal
Pimienta
PREPARACIÓN:
Mondar y picar las verduras y las hierbas aromáticas,
freírlas en una sartén con aceite sin dejar que tomen color.
Después de 3 minutos, escurrirlas y reservarlas.
Dorar durante 5 minutos la panceta y las chuletas enharinadas;
salpimentar, incorporar las avellanas y las nueces, y, por último,
añadir la nata líquida y las verduras e hierbas.
Tapar la sartén y cocer durante unos 20 minutos.
Si es necesario, añadir un poco de leche diluida en agua con caldo de carne.
Entre las carnes, la del cordero es una de las más grasas, pero también tiene importantes nutrientes, vitaminas y minerales, buenos para la actividad muscular, el desarrollo de los órganos sexuales, el sentido del gusto y del olfato.
Si a esto se añade que los griegos llamaban a la zanahoria philon, que significa «amar», y la consideraban afrodisíaca; que el apio se ha ganado el título de «viagra de la naturaleza»; que el perejil, además de ayudar a la digestión, elimina el mal aliento (algo esencial en los encuentros amorosos); que el hinojo aumenta el deseo sexual y que la pimienta es excitante, no es de extrañar que esta receta tenga éxito en Lombardía. Y en el resto del mundo.
La hermosa niña que tenía embelesado al rey de los francos se llamaba Hildegarda de Vintzgau y era hija de una noble familia alemana. Tenía trece años cuando Carlomagno la conoció y catorce cuando la desvirgó tras una suntuosa ceremonia nupcial en Aix-la-Chapelle, ciudad también conocida con el evocador nombre de Aquisgrán. El futuro emperador la amó apasionadamente, y ella, deslumbrada por el gigante de casi dos metros, el de la barba «florida» cantado por los bardos —aunque la tenía rala— y cuyos atributos irían, se supone, en consonancia con su estatura, no supo, la pobre, en qué lecho se metía.
Entre batalla y batalla contra lombardos, sajones, bretones, musulmanes, vascones y bávaros, al monarca, por lo que se ve, aún le quedaban arrestos para demostrar su legendaria hombría en todos los sentidos. En diez años de matrimonio le hizo a Hildegarda nueve retoños, cuatro varones y cinco mujeres, a una media de casi uno por año, incluidos dos gemelos que casi se la llevan a la tumba. Tres hijas llegaron después de los gemelos y no es de extrañar que la muy fecunda e infortunada reina no cumpliese los veinticinco a consecuencia de su último parto y de los ocho anteriores. Aunque el cronista relata que Carlomagno lloró con amargura la desaparición de su querida esposa, como a reina muerta, reina puesta, dos meses más tarde contraía de nuevo matrimonio sin tiempo ni para quitarse el luto. Nuevos conflictos contra avaros y eslavos reclamaban su atención en el campo de batalla, y no era cuestión de acudir a la guerra bajo de ánimos y de testosterona.
Él tenía treinta y cinco años, una edad madura para la época, y su nueva mujer, dieciocho. Fastrada, hija del conde de Franconia, era una joven orgullosa y cruel, muy diferente de la dulce Hildegarda. Pese a ser sajona, y para celebrar su entronización como reina consorte, azuzó a su marido contra sus compatriotas y éste la complació. El mismo año de su boda, 782, hizo prisioneros a cuatro mil quinientos sajones y ordenó que fueran decapitados, por paganos y levantiscos. A unos cuantos miles más los envió al exilio. Este hecho, con las debidas distancias, recuerda la decapitación de san Juan Bautista. Tal vez Fastrada, como Salomé, también ejecutara de manera magistral la danza de los siete velos ante su marido, o quizá éste sólo necesitara una excusa para aniquilar a unos enemigos que llevaban tres décadas causándole quebraderos de cabeza. Sea como fuere, tuvo dos hijas con ella y aún le quedó tiempo para juguetear con sus mancebas, reconocidas y aceptadas como tales en la corte carolingia.
Dice el refrán que a la guerra se va a pelear, se come muy mal y se duerme en la tierra, pero Carlomagno no hacía ni lo uno ni lo otro. No había hombre más familiar que él; adoraba a sus hijos e hijas y los quería siempre a su lado. Se los llevaba allá donde fuese: a tomar las aguas termales, a visitar sus territorios, incluso a la batalla, y todas las noches cenaba en su compañía. Después se iba a dormir con alguna de las concubinas, que también eran parte del séquito, y, desde luego, no lo hacían sobre el duro suelo, sino en un mullido lecho, que es donde mejor salen las contorsiones.
En cuanto a la comida, la sopa, un invento franco que consistía en caldo con pan, era obligada en todo menú que se preciase. Después llegaban las carnes, en salsa o a la parrilla, acompañadas de verduras y regadas con cerveza o vino aromatizado con hinojo o salvia. Durante la Cuaresma, los carniceros iban al paro y se sustituía la carne por el pescado, en especial lenguados, congrios o anguilas. Dulces elaborados con miel, pasas, nueces e higos, necesarios para aportar calorías tras tanto desgaste, remataban los ágapes. Por supuesto, un rey tan católico como él se abstenía de comer carne en el período de ayuno y abstinencia. Es más, impuso la pena de muerte a quien se saltase dicho precepto.
Congrio a la Cerveza
INGREDIENTES:
1 kg. de congrio en rodajas
12 langostinos pelados
1 cebolla
2 dientes de ajo machacados
2 cucharadas de vino
1 vaso de cerveza
Pimentón dulce
Harina
Pimienta
Aceite
Perejil
PREPARACIÓN:
Limpiar y salpimentar el pescado.
Picar la cebolla y los dientes de ajo, dorarlos en una cazuela,
incorporar el pimentón y la harina, mezclar y añadir la cerveza y el vino.
Incorporar a la olla el congrio y dejarlo cocer durante un cuarto de hora,
dándole la vuelta a mitad de la cocción.
Agregar un poco de caldo si es necesario.
Saltear los langostinos en un poco de aceite y
añadirlos a la cazuela en los tres últimos minutos de cocción.
Espolvorear con perejil picado.
Sabido es que el pescado en general y los mariscos, en particular, además de muy nutritivos, excitan la libido y el deseo sexual. Será por eso que en todas las bodas se empeñan en servir langostinos, para animar a los novios. Por lo tanto, el congrio y los langostinos cumplirán su cometido en esta receta, pero también la cebolla y el ajo desempeñan el suyo.
La cerveza, por su parte, según dicen, evita la impotencia en los hombres si beben dos vasos al día.
Lo que sí está claro es que el pimentón y la pimienta son capaces de resucitar a un muerto o, al menos, de levantar los ánimos desganados.
Al morir Fastrada dieciocho años después, Carlomagno buscó nueva compañera de lecho, legítima y bendecida. No en vano el emperador era el paladín de la Iglesia y debía dar ejemplo. Ordenó el cierre de todos los burdeles del reino y el destierro de las prostitutas, tras obligarlas a correr desnudas por las calles mientras el populacho les arrojaba mondas de verduras y alguna que otra piedra. Sin embargo, la medida no debió de tener demasiado éxito. Las rameras eran necesarias para mantener a salvo a doncellas y matronas honradas y, además, proporcionaban buenos dividendos a las arcas reales y episcopales, puesto que pagaban sus impuestos como toda hija de vecina. Y tampoco cualquiera podía permitirse el lujo de mantener en casa a varias concubinas a la vez, como hacía el emperador de Occidente y rey de la Cristiandad.
El honor de compartir su tálamo, corona incluida, recayó en la joven Liutgarda, otra noble alemana, quien, al igual que su predecesora, contaba con dieciocho años de edad en el momento de los esponsales. Carlomagno, sin embargo, tenía ya cuarenta y siete, si bien mantenía sus armas engrasadas y dispuestas para el combate en todo momento. Seis años más tarde era viudo de nuevo. Hubo todavía una sexta esposa, Gerswinda, la única que fue emperatriz de Occidente. Era algo mayor que las anteriores, tenía veintiséis años al casarse y él frisaba los sesenta, una edad senil para la época, aunque Carlomagno, de senil, nada. Le hizo una hija, pero no fue la única. Sus tres últimas concubinas le dieron seis retoños más, dos chicas y cuatro chicos. En total, veinte vástagos reconocidos, nueve varones y once hembras, diecisiete de los cuales llegaron a la pubertad. La pregunta que se plantea es cómo y cuándo pudo adentrarse por tanto recoveco venusiano si únicamente podía desenvainar martes y miércoles, y no siempre.
La Iglesia prohibía el sexo las vigilias de las fiestas de guardar, los jueves en memoria de la Ultima Cena, los viernes en recuerdo de la Crucifixión, los sábados en honor a la Virgen y los domingos en conmemoración de la Resurrección de Cristo. Los tres días restantes eran aptos siempre que no cayesen en Cuaresma y que la mujer no tuviera la menstruación, no estuviese embarazada o en período de lactancia, ni menopáusica. El emperador, por su cuenta, prohibió también el ayuntamiento carnal los lunes en homenaje a los Santos Difuntos, durante cincuenta días después de la Pascua y cuarenta antes de la Navidad. Así que disponía de muy pocos días al año para satisfacer a mujeres y amantes, y preñarlas con tanta facilidad, a menos que se saltase las reglas impuestas por él mismo, que también pudo ser. Sabido es que todos somos iguales ante la ley, aunque unos más que otros.
A su muerte, el 28 de enero de 814, su heredero, Luis el Piadoso, puso orden en el gineceo paterno y envió al convento a sus mujeres: esposa, concubinas, hijas y nietas, para, entre otras cosas, eliminar futuros contratiempos, pues él, al contrario que los primeros reyes de Israel, no estaba por la labor de heredar el harén de su predecesor.
Leche de Almendras
INGREDIENTES:
10 l. de agua
2,5 kg. de almendras molidas
1,5 kg. de azúcar o miel
1 peladura de naranja amarga
PREPARACIÓN:
Poner a fuego suave y revolver todos los ingredientes con una cuchara de madera hasta que el volumen se reduzca a la mitad; filtrar y dejar enfriar.
La almendra, palabra de procedencia árabe, estimula la pasión en la mujer y es un símbolo de fertilidad. De hecho, en algunos lugares su nombre es sinónimo del órgano sexual femenino.
Además de comerse cruda o tostada, sirve para elaborar salsas, dulces y la famosa leche de almendras. No es que ésta sea especialmente afrodisíaca, pero, al igual que todos los frutos secos, la almendra contiene hierro, magnesio y tal cúmulo de propiedades energéticas que no puede sino beneficiar y reponer las exhaustas fuerzas de los amantes tras los embates amorosos.
Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera
por el sustentamiento, y la segunda era
por conseguir unión con hembra placentera.
Si lo dijera yo, se podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.
De lo que dice un sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.
Que dice verdad el sabio claramente se prueba;
hombres, aves y bestias, todo animal de cueva
desea, por natura, siempre compaña nueva
y mucho más el hombre que otro ser que se mueva.
Digo que más el hombre, pues otras criaturas
tan sólo en una época se juntan, por natura;
El hombre, en todo tiempo, sin seso y sin mesura,
siempre que quiere y puede hacer esa locura.
Prefiere el juego estar guardado entre ceniza,
pues antes se consume cuanto más se le atiza;
el hombre, cuando peca, bien ve que se desliza,
más por naturaleza, en el mal profundiza.
Yo, como soy humano y, por tal, pecador,
sentí por las mujeres, a veces, gran amor.
Que probemos las cosas no es siempre lo peor;
el bien y el mal sabed y escoged lo mejor.
Juan Ruiz, arcipreste de Hita,
siglo XIV