PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

La figura de Juan Martín Diez, el Empecinado, no ha tenido en nuestra literatura, en nuestra historia y en el recuerdo popular, el relieve que merece. Es cierto que se han escrito muchas páginas, por los eruditos y por los novelistas, sobre el gran guerrillero, y que no hay español que ignore el papel heroico que jugó en la lucha por la independencia de España, así como su admirable liberalismo y el heroico fin que por esta causa hubo de sufrir. Pero, con todo, insisto en afirmar que ni su bibliografía ni su fama están a la altura de su verdadera gloria. Un anónimo contemporáneo de Juan Martin, que le acompañó en sus correrías y escribió sus hazañas (Apuntes de la Vida y hechos militares del brigadier Don Juan Martín, el Empecinado, por un admirador de ellos. Madrid. Imprenta de D. Fermín Villalpando, año 1814), empieza su opúsculo doliéndose de que «sólo del brigadier D. Juan Martín Diez, el Empecinado, nada se ha escrito en la península»; a diferencia «de todos los demás que han tenido cargo civil o militar en los seis años que llevamos de guerra». Y algo parecido puede seguirse diciendo todavía.

Sin embargo, si el modo nacional de combatir es la guerrilla, ningún militar español ha llegado a las cimas de Juan Martín. Galdós le coloca a continuación de Mina, al que llama «el Napoleón de los guerrilleros», lo cual es exacto, porque dentro de este tipo de guerrear, Mina reunía todas las grandes cualidades de los capitanes famosos. Pero el Empecinado, menos militar en el sentido científico, fue más guerrillero que Mina, y, por lo tanto, más típicamente español. Pero, además, aparte de sus dotes estratégicas, en Juan Martín se reunían otras virtudes, que, por su excelencia y casticismo, le adjudican un puesto especialmente culminante entre los hombres de acción del magnífico siglo XIX.

La primera de estas cualidades era, precisamente, la de no ser un militar, en el sentido puro de la palabra. Era un gran hombre civil, con dotes excelsas de arrojo, de sentido organizador y de pericia estratégica, que aplicaba a la guerra cuando lo exigían sus virtudes civiles. No guerreaba por oficio. Luchaba cuando la patria estaba en peligro y cuando peligraba la libertad; esa libertad civil de la que nuestros contemporáneos se sonríen, pero que merece el mismo respeto que cualquiera otra de las grandes ilusiones que en el curso de la historia han elevado a los hombres sobre el ras de la tierra.

El militar de oficio es antes esclavo de su oficio que del ideal; por eso defiende, sin duda, a su patria y muere por ella; pero puede defender otra que no sea la suya. Está siempre a un paso de hacerse mercenario o condottiero. Y en cuanto a la libertad (o a cualquier otro ideal civil), el militar luchará por ella o contra ella, según que el que le mande ame la libertad o la persiga. Y asi puede adoptar, en épocas inmediatas, una y otra posición. En el hombre civil que toma las armas, el ideal está, por el contrario, antes que el oficio. Y asi ocurría en Juan Martin y en muchos otros de sus contemporámeos.

A este civilismo militante se añadían sus aptitudes físicas, de orden descomunal y legendario; su generosidad; su honradez y la misma noble simplicidad de espíritu que no dejó nunca de dar un especial encanto, fabuloso y como primitivo, a su claro talento natural. Todo ello da un relieve único a su figura y la hace comparable a los otros dos héroes ibéricos de su misma contextura psíquica y moral: Viriato y el Cid Campeador. Acaso nada dé cuenta al público de ahora de esta ingenie sencillez del guerrillero, como algunos de sus propios documentos de guerra. Y más que ninguno, la contestación al general Hugo, después de la derrota de Sigüenza, donde las fuerzas del español quedaron aniquiladas, y él mismo salió milagrosamente la vida. Hugo incitó a Juan Martin a pasarse al bando francés, en una noble carta, llena de consideración y cortesía, en la que le prometía conservarle el mando de sus tropas y todos los honores. He aquí la fiera respuesta del Empecinado:

«Don José Leopoldo Sigisberto Hugo:

Aprecio como debo la opinión que habéis formado sobre mí. Yo la tengo muy mala de üos; pero, sin embargo, si arrepentido de vuestras atrocidades y cansado de ser esclavo, quisiérais encontrar vuestra libertad sirviendo a una nación valiente y generosa, el Empecinado os ofrece que encontraréis protección. Que Masena se ha rendido con su ejército el 4 de noviembre, parece que no admite duda; pero sea enhorabuena falso, lo cierto es que si no ha perecido, perecerá, porque su madre la fortuna, hace días que le mira rostrituerta. No dudo que las cosas políticas tendrán término dentro de poco tiempo, pues parece que todas las naciones se conjuran contra la Francia; pero sin eso, la España ha tenido siempre, y principalmente en el día, sobradas fuerzas, energía y constancia para humillar las legiones de vuestro rey». «En vano os fatigáis si pretendéis persuadirme, y a mis subalternos y soldados, que desistamos de nuestro horroroso empeño. Tened entendido que si sólo quedara un soldado mío, aún no se habría concluido la guerra, porque todos ellos, a imitación de su jefe, han jurado guerra eterna a Napoleón y a los viles esclavos que le siguen». «Me haréis el favor de evitar toda correspondencia, y os aseguro con este motivo la más perfecta consideración. J. M. EL EMPECINADO.—Cogolludo y diciembre, 8 de 1810».

¡Qué efecto haría al padre de Víctor Hugo esta respuesta de un caudillo, más que vencido, deshecho; tan digna de figurar en el romancero como la más alta hazaña del Cid!

Así, con un nimbo legendario, vieron al Empecinado, con más perspicacia que sus compatriotas, los extranjeros que, como actores o como espectadores, asistieron a la guerra de la Independencia, Sobre todo los ingleses. La «Peninsular War» atrajo hacia España la atención de muchos hombres inteligentes de su época. Y entonces empezó la larga serie de visiones inglesas de nuestra patria, que aún no ha terminado. El citado compañero de guerra de Juan Martín, todavía en plena campaña, en 1814, escribe que, como contraste con el silencio de la opinión española en torno del general, ya «América dió a la prensa notas de su vida: y las Cortes extranjeras le han admirado, llegando al extremo de tenerse por dichoso quien conseguía un retrato de este español». La Sentencia de que nadie es profeta en su patria, a nadie puede aplicarse con más amargo rigor que a él.

Pero de cuantos libros extranjeros se han ocupado de nuestro héroe, el más interesante, sin duda, es el que hoy aparece traducido al castellano. Se publicó el año 1846, bajo el titulo Peninsular Scenes and Sketches, by the author of «The Student of Salamanca» (Mr. Bockvvood, Sons, Edinburg and London, 1846). Es un libro raro en el mercado de los bibliófilos.

Yo lo lei hace algún tiempo. El librero que me lo vendió, muy inteligente, lo tenía catalogado, si bien con prudente reserva, como un libro de Espronceda. La declaración de que su autor era el de El estudiante de Salamanca, daba una verosimilitud inicial al supuesto. Pudo muy bien Espronceda, en su estancia en Londres, escribir estas crónicas, halagando un gusto entonces muy en moda y subviniendo a sus necesidades, que eran por entonces muy perentorias. El volumen, además, está dedicado «al ilustre desterrado D. Baldomero Espartero, duque de la Victoria y de Morella, conde de Luchana, etc. etc., al que respetuosamente pide permiso para dedicar estas páginas, su más obediente y humilde servidor y antiguo subordinado, el autor»; y sabida es la afección que Espronceda dedicaba a Espartero. La forma de la dedicatoria era, en cambio, francamente contraria al estilo del poeta y a la cronología de sus relaciones con el general. Y el texto lo confirma en seguida.

La lectura del volumen es, por de pronto, encantadora. Su autor demuestra un minucioso conocimiento de las cosas de España. Pero luego se echa de ver que es un extranjero, en el valor que da a los detalles pintorescos, que un ojo nacional no aprecia; y digámoslo también, en el complaciente amor con que se ocupa de nuestro país y de sus indígenas.

El español, por muy patriota que sea, nunca llega a estos extremos de verdadera ternura. Somos hijos un poco ariscos con nuestra madre. Y es preciso leer la literatura extranjera sobre España para encontrar la delectación, el entusiasmo y la disculpa para todo lo español, sea bueno, regular o malo. Porque se ha hablado y se habla mucho de lo maltratados que somos por los escritores de otros países, lo cual es verdad: mas lo es también que España goza del privilegio de suscitar, al par que las opiniones más hostiles, los entusiasmo más fervientes. Yo tengo el achaque de leer libros extranjeros sobre mi país, y la impresión que domina a todos, cuando ya se conocen unas cuantas docenas, es ésta de la incapacidad del paisaje y de la vida de la península para suscitar opiniones ecuánimes. Es raro el viajero que ha traspuesto el Pirineo o ha desembarcado en nuestras costas sin venir provisto de un par de anteojos, que indefectiblemente son o de color negro o de color de rosa.

El viajero nacional, sólo excepcionalmente pertenece a esta última categoría. Y por ello nos fue fácil comprobar que nuestro autor, en efecto, era un inglés auténtico. Un inglés que lo recorrió todo, que estudió con minucia extraordinaria nuestros tipos y nuestras costumbres; comparable a Haverty, a Leycester Adolphus, a Henry Inglis, a Borrow, a Ford y demás grandes viajeros ingleses de su época. Mi buen amigo, el gran periodista César Falcón, tuvo la bondad de indagar, en Londres, el nombre y la vida del autor del Estudiante de Salamanca, y a él debo los siguientes datos:

Nuestro viajero se llamó Federico Hardman. fue hijo de José Hardman, oriundo de Manchester y comerciante en Londres. Federico estudió en el colegio de Whitehead, en Ramsgate. Entró luego como empleado en el establecimiento comercial de su tío materno, en Londres, Pero abandonó pronto el empleo para incorporarse, en 1834, como teniente, en la Legión Británica en España. Herido gravemente en uno de los últimos encuentros con los carlistas, pasó un periodo de cura y convalecencia en Toulouse, y cuando regresó a Inglaterra comenzó a colaborar en el Blackwool's Magazine. Su primer artículo fue una relación de la expedición con la guerrilla de Zurbano, reproducido después, con otras narraciones, en Peninsular Scenes and Sketches. Publicó también The Student of Salamanca y un libro de cuentos, Tales from Blackwool. Editó en 1849 la obra del capitán Tomás Hamilion, Anals of the Peninsular French Campaing. Tradujo History of the Protestand Refugees, de Weis. El 50 entró en The Times como corresponsal en el extranjero. Estuvo primero en Madrid y después en Constantinopla durante la guerra ruso-turca. Luego fue a Crimea y a los países del Danubio. fue confidente de Cavour en Turin. Presenció las campañas de Marruecos, Lombardia y Schlesvvig. El 70 y el 71 estuvo en Tours y en Burdeos, y del 71 al 73 en Roma. Después fue jefe de la redacción de The Times en París y murió el 6 de noviembre del 74. Fué, en suma, uno de esos caminantes curiosos, tan típicamente ingleses, espectadores de todos los grandes acontecimientos de su época. Tal vez en sus curiosidades, como en las de todos o casi lodos los espectadores ingleses de la política del mundo, hubo algo secreto. Pero, si lo hubo, fué, sin duda, algo de menor cuantía. En Inglaterra se le reputó como un experto de España, bien enterado de su política y de su literatura.

Hardman hizo, pues, durante tres años, la primera campaña carlista. Y en ella, a la vez que recogía una impresión viva de la realidad española, entonces en plena pelea —y pelea muy semejante a la de la Independencia—, recogía también tradiciones y relatos de los hechos de armas y de las gestas ciudadanas del Empecinado. Habían pasado muy pocos años y aún vivían muchas gentes que acompañaron al gran guerrillero en sus proezas. De sus labios, directamente, como dice en el prólogo, escuchó los relatos, que le sirvieron para componer su libro.

Leyéndole se advertirá que se trata de una mezcla continua de sucesos reales e imaginados. Probablemente la forma desgarrada y episódica en que se hacía aquella guerra y el estado de exaltación de los espíritus, hacía que la realidad recién nacida, tuviese ya un acento profundamente legendario. Cada hazaña se transmitía de boca en boca, porque no había otro vehículo para hacerlas llegar hasta la Historia; y las bocas y los oídos de los españoles de entonces estaban henchidos de rabiosa pasión. Los años transcurridos hasta el viaje de Hardman aumentarían esa sublimación generosa de los sucesos, favorecida por el mismo trágico martirio del caudillo. Y, en fin, los anteojos rosados del viajero pondrían lo demás para dar un aspecto romántico a la vida de Juan Martín. La pintura que hace de la indumentaria de los personajes y de los paisajes españoles tiene la misma deformación pintoresca de los grabados de John Lewis o de David Roberts.

El libro de Hardman consta de dos partes: una, la más extensa, dedicada al Empecinado, más dos cuadros sobre Merino y Marquínez; y otra, sobre la primera guerra civil. Siendo esta parte muy interesante también, sólo hemos querido publicar la referente a la epopeya de la Independencia.

Réstame tan sólo disculparme ante el lector y ante mi mismo por esta incursión en un terreno extraño a mi actividad habitual. Con ello he querido descansar de una labor científica y profesional demasiado prolongada y buscar un esparcimiento más en las largas horas en que he gustado la áspera bienaventuranza de sufrir la persecución por la justicia.

G. MARAÑÓN.

Madrid, 23 junio-23 julio 1926.

EL EMPECINADO