Notas

[1] El puente de Milagros, donde ocurrió la acción referida en estas páginas, no atraviesa el Duero, sino el río Riaza, afluente de aquél. En las noticias, no siempre equivocadas, de Madoz, se citan, en efecto, algunas inundaciones de este río, en el lugar próximo al puente, anegando los terrenos vecinos. (N. del T.) <<

[2] Para explicar este sucedido hemos de recordar que, como ya se ha dicho, la fuerza física del Empecinado era verdaderamente fabulosa. En una reyerta, cuatro o cinco hombres no eran nada para él y con la mayor facilidad los derribaba, como se dispersa a un enjambre de chicos revoltosos. Manejaba tan admirablemente la espada, que no vaciló, en varias ocasiones, en atacar él solo, sable en mano, a un grupo entero de enemigos, sin grave riesgo para él, siempre, naturalmente, que no saliesen a relucir las armas de fuego.

Cuando fue aprisionado en Roa y conducido a ejecutar por la plebe, animada por los curas, que eran los defensores más fervientes de Fernando VII y enemigos de la Constitución, rompió las ligaduras que sujetaban sus manos al ver su espada en las de un oficial realista, y se abalanzó a arrebatándosela. Era la famosa espada que le había regalado Jorge III, arma tan pesada que otro brazo que no fuera el suyo, verdaderamente férreo, no la hubiera podido sostener cinco minutos; pero él manejaba como un juguete. Asió el arma por el filo y casi se seccionó los dedos; este accidente le impidió apoderarse del arma. De no haber ocurrido esto, hubiera seguramente escapado a la canalla que le rodeaba. Así y todo, desarmado e indefenso, hizo frente durante largo rato a sus cobardes ejecutores, hasta que varios hombres, acercándose por detrás, le arrojaron una capa sobre la cabeza y le sujetaron, echándote una cuerda al cuello, de la que le colgaron a un árbol.

Como ejemplo de la intrepidez y confianza del Empecinado y de la sugestión que ejercía la bravura con que desafiaba los mayores peligros, no será ociosa esta anécdota. En el año de 1823 estaba el guerrillero en Aragón, persiguiendo al cuerpo de ejercito realista que mandaba el general Bessieres. Tenía Juan Martín la costumbre de marchar a bastante distancia al frente de sus tropas. Un día que se había adelantado más que lo corriente, acompañado sólo por su ayudante y un ordenanza, llegó a una casa de labor, en la que por ciertos signos, sólo visibles a su experta mirada, conjeturó que debía haber enemigos alojados. Se adelantó hasta el edificio y llamó.

Una mujer abrió la puerta.

—¿Hay facciosos arriba? —dijo el Empecinado. (En esta guerra, como después en la primera carlista, los constitucionales llamaban facciosos a los del campo opuesto).

—Si, señor —replicó la mujer, aterrada del fiero aspecto de su interlocutor.

—¿Cuántos hay?

—Treinta y pico. Están de jarana en el piso de arriba.

—¿Dónde están sus armas?

—Las han dejado en la cocina.

Recomendó silencio el guerrillero a la mujer, subió las escaleras y, abriendo la puerta de la habitación, apareció tranquilamente ante los ojos atónitos de los realistas, muchos de los cuales, seguramente, le conocían de vista. Fuese o no esto cierto, no les dió tiempo de dudarlo.

—Buenas noches —gritó—. Nadie se mueva de su sitio. Soy el Empecinado. Desde esta noche seremos todos amigos. ¡Vamos, pues, a buscar los fusiles y seguidme!

Los soldados se miraron un momento unos a otros; pero, al cabo, subyugados por el ascendiente moral del famoso guerrillero, y admirados del arrojo con que se había presentado entre ellos, obedecieron sin rechistar la orden recibida. En poco tiempo, cerca de trescientos facciosos más, alojados en las casas vecinas, se unieron a los primevos, y todos juntos acompañaron al Empecinado hasta el campamento. El rancho estaba preparado y todos participaron de él. Además, Juan Martín dió a cada recién llegado una onza, de oro de su bolsillo. Tres horas después, casi toda la retaguardia de Bessieres, formada de españoles, había desertado y se unía a los liberales al grito ¡Viva el Empecinado! (N. del A.) <<

[3] En la provincia de Santander es una costumbre antigua el que los muchachos emigren a Andalucía, donde se ocupan en el comercio de bebidas, entre ellas un refresco llamado aloja, compuesto de agua, miel y especias, de donde les viene el nombre de «alojeros». Después de varios años de rígida economía, suelen amasar el capital suficiente para establecerse en su país natal. Para efectuar el regreso, suelen reunirse en grupos de veinte o treinta hombres, para defenderse de las partidas de bandoleros que infestan el país. Ellos mismos se arman y hacen el viaje en caballos, generalmente de las mejores razas andaluzas. Sus vestidos son los del «jándalo», esto es, copiando las prendas más vistosas de los señoritos andaluces. Suelen procurar que su llegada al pueblo coincida con un domingo o día de fiesta, y hacen en él su entrada triunfal después de la misa mayor, cuando todos los vecinos, están reunidos frente a la Parroquia, para deslumbrar a sus amigos y a las muchachas con sus hermosos caballos y elegantes trajes. Esta costumbre ha sido el origen de una excelente raza de caballos, la del valle de Burón, producto de la cruza entre los fogosos corceles traídos por los alojeros y las fuertes yeguas de la Castilla del Norte. (N. del A.)

El valle de Burón está en León, partido de Riafio, no en Santander. (N. del T.) <<

[4] Se refiere el autor al monasterio de Santo Domingo de Silos o al de San Pedro de Arlanza, probablemente a este último, que sirvió varias veces de guarida al Empecinado, y singularmente al cura Merino. En esta época era abad de Silos Fernando de Irienzo, y jugó gran papel un monje llamado Domingo de Silos Moreno, que «supo bienquistarse con los oficiales franceses, sin menoscabo de su patriotismo», para devolver la tranquilidad al monasterio, (P. J. P. Rodrigo: «Santo Domingo de Silos. Su historia, etc.». Madrid, 1916). (N. del T.) <<

[5] Se refiere el autor a los fumosos silos, subterráneos destinados a almacenar granos, y objetos de valor en caso de necesidad, a los que, según algunos, debe su nombre el vecino monasterio. (N. del T.) <<

[6] Hontoria del Pinar es un pequeño pueblo, situado entre el Burgo de Osma y Salas de los Infantes, a cuyo partido judicial pertenece. En la novela de P. Baroja, El Escuadrón del Brigante, hay una admirable descripción de este lugar, con motivo de una acción entre los franceses y el cura Merino. (N. del T.) <<

[7] Es rigurosamente histórica, como es sabido, la prisión del Empecinado en el Burgo de Osma, si bien en circunstancias algo diferentes de las que el autor inglés ha imaginado para dar mayor emoción a este episodio. A consecuencia de la captura de una dama francesa y de un convoy, que serán relatados en el capitulo próximo, se tramó una conjura contra Juan Martín, en la que tomaron parte principal sus propios convecinos. El guerrillero, para sincerarse, fue a visitar al general Cuesta, que estaba en Salamanca, el cual le envió al Burgo de Osma, donde fue encarcelado y puesto con grillos.

Ocurría esto en octubre de 1808. El regidor de la ciudad, afrancesado en efecto, hizo lo posible por acelerar el proceso y la sentencia del prisionero. Pero éste logró romper sus grillos y acometió al alcaide y a todos los que con él venían para sujetarle de nuevo, arrojándoles por las escaleras; y atravesando las calles llenas de gente, salió de la ciudad a tiempo que entraba una columna francesa. Se detuvo en la posada de Fuente-Caspe, donde encontró un destacamento de dragones enemigos, y allí se apoderó de un caballo y huyó, en circunstancias, por lo tanto, muy semejantes a las que refiere Hardman. (N. del T.) <<

[8] Honrubia de la Cuesta está situado a unos veinte kilómetros de Lerma, viniendo de Somosierra, En este lugar, precisamente, capturó el Empecinado su primer correo francés, a poco de empezar la guerra. El famoso combate y prisión de la dama," ocurrió en Carabias, legua y media más abajo de Honrubia. (N. del T.) <<

[9] En Balbuena de Duero existió hasta mediados del siglo pasado un convento de Bernardos, de cuya propiedad eran gran parte de las dehesas y terrenos vecinos. (N. del T.) <<

[10] El episodio referido en este capitulo está, como los demás de este libro, urdido sobre una trama real. Juan Martín, en efecto, apresó en Carabias, como hemos dicho, un convoy, en el que iba un coche que conducía a una parienta del mariscal Moncey. Este convoy caminaba entre dos ejércitos de los que acompañaban al rey José en su primera retirada de Madrid hacia el Ebro. La audacia y la rapidez del Empecinado permitieron hacer la captura antes de que se diese cuenta la numerosa tropa que le precedía y le seguía de cerca. En la presa había «alhajas, dinero y efectos militares de hojas de espada, charreteras de oficiales, galones de oro y plata, con varios adornos de mujer». Cuenta la historia que cuando el Empecinado iba a presentar en Salamanca, al general Cuesta, el botín, los vecinos de Castrillo, donde había quedado hospedada la señora, en la casa del guerrillero, excitados por la codicia, allanaron su casa y la saquearon. El general Cuesta le mandó encarcelar en el Burgo de Osma, de donde se fugó, de un modo que parece inverosímil; y sobre este episodio se edifico la leyenda referida en el capítulo titulado «La traición». Durante esta prisión, la cautiva de Castrillo, que por cierto estaba embarazada, pudo evadirse en su propio coche y llegar a Aranda de Duero. El narrador anónimo, compañero de Juan Martín, dice al llegar a este punto: «Con qué poca seguridad tendrían a esta prisionera cuando se presentó a sus camaradas con su coche; cualquiera inferiría que no dexó de contribuir con sus halagos a la prisión de nuestro héroe».

Por fin, es también rigurosamente histórica la noble conducta del Empecinado perdonando a sus desagradecidos paisanos. He aquí cómo lo refiere el citado testigo presencial: «La llegada del Empecinado a su pueblo demostró la perfidia de sus émulos en aquella villa y manifestó que este genio tutelar de la guerra sabía perdonar los agravios y reunía al valor las demás prendas que forman un hombre en todo completo; aquellos que allanaron su casa, le robaron y contribuyeron a que el señor Cuesta le prendiese en octubre de 1808, se ocultaron vergonzosamente a la vista de su convecino; este los hizo buscar, reprendió su miedo. Les convidó a comer, socorrió con algún dinero a los más necesitados, ofreció a todos su sincera amistad, y se despidió de ellos con la mayor humildad». (N. del T.) <<

[11] Sacramenia está como a legua y media de Castrillo. El monasterio a que se refiere el autor, es el de Balbuena, antes citado. (N. del T.) <<

[12] En este punto, en el otoño de 1809 puede decirse que termina la primera parte de la vida militar del Empecinado, la más genuinamente guerrillera, la de cabecilla de una pequeña partida irregular. Al pasar a Guadalajara adquirió rápidamente la categoría de brigadier, y su actuación, aunque siempre admirable e inspirada en el sistema rápido y fragmentario de la lucha de guerrillas, se parece más a la de un jefe de ejército regular. (N. del T.) <<

[13] Merino era de Villoviado, cerca de Lerma. Siendo párroco de este pueblo, lo invadieron los franceses; le arrancaron del altar cuando celebraba misa, y le obligaron a ir hasta Lerma, cargado con un instrumento de música de gran tamaño. En Lerma pudo escapar, y este suceso decidió su resolución de dedicarse a guerrillero. La sierra de Arlanza, con sus célebres cuevas y silos, fueron su refugio favorito; y en el monasterio de San Pedro de Arlanza tuvo con frecuencia su cuartel general. (N. del T.) <<

[14] Don Ramón Santillán, oficial de caballería de Merino, llegó, en efecto, a ministro de Hacienda y a gobernador del Banco de España, Gómez Arteche refiere (Guerra de la Independencia. Historia Militar de España, de 1808 a 1814. Madrid; vol. IV; 1891) que su hijo, D. Emilio Santillán, diputado por Lerma, poseía un manuscrito de su padre, en el que se relataban minuciosaniente las hazañas de Merino, que él presenció. Tal vez el autor del presente libro, en sus andanzas por la Corte, donde se relacionó mucho con las esferas oficiales, conoció al ministro de Hacienda, y él, y no otro fue «el testigo presencial oficial de Merino», de que habla poco después, como narrador de los sucesos que figuran en este capítulo. (N. del T.) <<

[15] Éste era el traje usual del cura Merino. Muy ráramente se ponía el uniforme del general, prefiriendo los hábitos civiles, deteriorados, que acabamos de describir. Esta preferencia fue duradera; pues cuando estuvo confinado en Francia, en 1835, todavía iba con su larga levita negra y su sombrero ancho, ambos usadísimos. Se han contado historias fabulosas sobre, sus armas. Se ha dicho que llevaba un descomunal trabuco, que se cargaba con un puñado de balas, con cuyo disparo deshacía las filas enemigas. Pero la verdad es lo que hemos dicho: no usaba más arma de fuego que la carabina. Era tan admirable tirador, que con frecuencia, yendo a caballo, mataba, sin detenerse, una perdiz al vuelo, de un sólo tiro. Tenía pasión por los deportes, a los que dedicaba el tiempo que no le ocupaba su actividad militar, y a esto se debían sus excelencias como tirador y caballero. Era considerado como el primer jinete de España. (N. del A.) <<

[16] En Merino eran más marcadas la cautela y la prudencia que el ardiente valor personal que caracterizó a varios de sus compañeros de guerrillas. El Empecinado, por ejemplo, era muy descuidado en su seguridad personal pero suplía este defecto con su formidable fuerza física y su confianza en si mismo, que jamás se quebrantó. Gracias a estas cualidades escapó, a veces milagrosamente, saltando medio desnudo sobre un cabello a pelo y huyendo con el enemigo en los talones. Una vez, en el año 1823, unos dos mil húsares franceses, entre los que estaba su antiguo amigo Merino, que luchaba entonces con los cien mil hijos de San Luis contra la Constitución, cercaron un pequeño pueblo en el que se encontraba el Empecinado con su secretario y unos cuantos hombres. Cuando Juan Martín se dió cuenta, el enemigo le rodeaba por todas partes. Pero no se arredró. Se escondió en las botas el dinero y los papeles importantes y montó a caballo, en el corral, con sus hombres, que eran unos quince, después de haber abarricado las demás puertas de la casa. De repente apareció en la ancha puerta el cura Merino, al frente de les soldados franceses:

—¡Ríndete, Juan Martín —le gritó—, y tendrás cuartel!

La respuesta del general español fue un trabucazo que derribó a cinco o seis de sus enemigos. Partió en seguida, al galope, contra la gente de Merino y logró, con formidable empuje, cortar sus líneas. Sólo cinco, entre sus quince hombres, pudieron seguirle; y estos cinco, encarnizadamente perseguidos, quedaron pronto reducidos a tres: Juan Martín, su secretario y otro, que fueron los únicos que se salvaron. A Merino jamás le ocurrieron cosas de este orden. En extremo prudente y sospechando acechanzas en todas partes, pasaba raramente la noche bajo techado, prefiriendo los sitios muy retirados del campo, como el antes descrito. Dormía sólo dos o tres horas, y ya estaba otra vez en disposición de inspeccionar sus campamentos o de acechar al enemigo, completamente descansado. Comía también muy poco y de los alimentos más simples, en parte por miedo a ser envenenado; jamás bebía vino, y siempre llevaba consigo chocolate y la vasijilla para hacerlo. (N. del A.) <<

[17] Sin disculpar la crueldad de Merino en ésta y otras circunstancias, debe recordarse que las tropas francesas y los numerosos regimientos extranjeros que servían bajo sus banderas, fueron los primeros en provocar a los españoles, y con grado tal de ferocidad que atenúa, ya que no justifique, las represalias de los guerrilleros. Dejando aparte el hecho mismo de la injustificada invasión de la Península por Napoleón, los excesos cometidos por los ejércitos imperiales fueron atroces. Especialmente los polacos se distinguieron por su fría crueldad y por su desprecio de la vida de los invadidos. Después de la batalla de Ocaña, en la cual los españoles fueron derrotados, una división, casi toda ella compuesta de polacos, fue encargada de conducir a Burgos los prisioneros, que eran muy numerosos; algunos calculan que treinta mil. La mitad de filos fueron asesinados con toda sangre iría por el camino, y los que escaparon fue gracias a que se sustituyeron los polacos por otras tropas. (N. del A.) <<