EL HOLOCAUSTO

I

EN las muchas historias que se han publicado de la guerra Peninsular, se da, relativamente, poca importancia a los guerrilleros, que bajo el mando del Empecinado, Marquínez, Merino y otros más o menos célebres, se cosían materialmente a los ejércitos franceses, atacando sus retaguardias, apoderándose de convoyes y correos y contribuyendo, en fin, en gran medida, al quebranto y luego a la expulsión del enemigo que invadía a España. Las tropas regulares españolas, gracias a la cobardía y a la ineptitud de sus oficiales, jugaron un papel poco eficaz en la campaña, que terminaron, al fin, los ejércitos británicos. Pero no así, repitámoslo, las guerrillas, algunos de cuyos jefes son merecedores de un lugar mucho más eminente que el que les han designado los historiadores de este período.

Estos valerosos guerreros poseían tal conocimiento de los caminos, travesías y senderos; sabían tan detalladamente la topografía de las montañas y desfiladeros de los distritos en que operaban, que, para perseguirlos, era preciso emplear cuerpos de ejército enteros, y cuando parecían inevitablemente cercados, escapaban sin saber cómo. Baste recordar la hazaña del Empecinado, que a doce leguas de Madrid estuvo casi copado por más de veinte mil franceses, hasta tal punto que parecía inevitable su captura. Pero el guerrillero envió a su infantería (unos tres mil hombres) por un camino que el enemigo no conocía; y él, al frente de quinientos jinetes, logró burlar las líneas francesas sin ser visto y llegó a marchas forzadas, hasta el mismo Madrid, hasta las inmediaciones del palacio de El Pardo, donde estaba el rey José, que en medio de terrible confusión huyó, casi en camisa. El Empecinado su unió poco después con su infantería, para seguir hacia Cuenca, que necesitaba su socorro.

La primera noticia que el general de las fuerzas francesas tuvo, al siguiente día, de la situación de su fantástico enemigo, fue un despacho de Madrid requiriendo su auxilio para defender la capital contra el Empecinado. Durante esta noche, un alemán que era oficial de caballería del guerrillero, atravesó Madrid con sólo treinta hombres, entrando por el camino de El Pardo y saliendo por la puerta de Toledo, después de acuchillar a los franceses que encontraron al paso.

Téngase en cuenta que es España el país de toda Europa más a propósito para éste modo de guerrear. El clima es, en general, tan benigno, que vivaquear a pleno cielo, en lugar de una molestia, es un placer, la mayor parte del año. En el pueblo más mísero, en el caserío más apartado, se encuentra paja, cebada y maíz; y es raro llegar a cualquier sitio, por pobre que sea, en donde no ofrezcan de buen grado al guerrero del bando amigo, por lo menos una bota de vino y una hogaza del magnífico pan blanco de España. Añádase a esto el carácter montañoso de la Península, cuyas sierras inaccesibles asombran al viajero. Y así se explicarán las hazañas de las partidas, que se agrupaban rápidamente en torno a los aventureros o los cabecillas del pueblo. Estas partidas eran al principio muy reducidas, de doce a veinte hombres pero crecían prodigiosamente; y al final de la guerra, varias de ellas, más que simples guerrillas, parecían pequeños cuerpos de ejército. Mina, en Navarra, llegó a capitanear de quince a diez y ocho mil hombres; el Empecinado y Merino, cuatro a seis mil, y Marquínez, antes de morir, había llegado a acaudillar dos mil excelentes jinetes.

La disciplina y la instrucción de estas tropas no era tan escasa como se cree. Especialmente Merino era un jinete apasionado y cuidaba mucho de la perfección de su caballería. Tenía verdaderos almacenes en los distritos montañosos de Burgos y Soria[13], manufacturas de trabucos y otras armas y gran número de sastres, zapateros y guarnicioneros, que trabajaban de continuo, confeccionado los uniformes y arreos de sus húsares. Cuando sus tropas se ausentaban de estos sitios, todo este arsenal era encerrado en cuevas bien disimuladas y con entradas muy defendidas.

Sabía bien lo importante que es tener buenos oficiales para tener buenos soldados, y se esforzaba en formarlos. Para ello, fueron enviados a su partida, el brigadier Blanco con un grupo de oficiales superiores, para educar a los capitanes y subalternos que el mismo Merino elegía; casi todos ellos gentes cultas; muchos, estudiantes de Facultad. Santillán, el último ministro de Hacienda, fué, en su juventud, oficial a las órdenes de Merino; se alistó como voluntario, pero ascendió rápidamente, llegando a ser considerado como uno de los mejores oficiales de caballería de España[14].

Aún en los días de grandes marchas, cuando las tropas de Merino se detenían para dormir y las raciones estaban distribuidas, sonaba la corneta llamando a instrucción a oficiales y sargentos. De este modo, la partida había llegado a tal grado de eficacia, que se atrevía a atacar, y muchas veces con éxito, a grandes cuerpos de ejército enemigos.

Gran parte de su caballería poseía dos caballos por hombre. Generalmente dejaban la mitad del ganado escondido en las sierras, en sitios estratégicos, para relevarlos por los caballos cansados en las marchas muy largas. La contextura férrea del cabecilla no conocía la fatiga y olvidaba la posibilidad de que sus hombres pudieran fatigarse. Otras veces, las marchas se hacían llevando cada jinete su caballo de reserva. Y de este modo podía realizar marchas increíbles, hasta de veinte leguas españolas (setenta a ochenta millas), sin hacer un solo alto, con asombro y consternación del enemigo, que no podía explicarse esta rapidez de movimientos.

Una historia verídica de las aventuras y las hazañas de Merino formarían un libro más romántico e interesante que una novela. El mismo huraño clérigo, si quisiera, podría proporcionar el material para la misma. Pero aún viven, además, otras muchas personas que, aunque no le acompañaron en la totalidad de su carrera, asistieron a muchos de sus hechos de armas. Uno de estos testigos presenciales, oficial de Merino durante buena parte de la guerra de la Independencia y a veces su ayudante de campo, es el que me ha contado el episodio que voy a narrar.

II

El año de 18…, una división francesa ocupó Aranda de Duero y sus alrededores. Merino la observaba desde sus guaridas, en las sierras de San Lorenzo, San Millán y Piqueras. El general francés, sabiendo que el cura estaba cerca, deseaba ardientemente sorprenderle y, a ser posible, apoderarse de su persona. Con este objeto había enviado en todas direcciones espías, a los que había prometido grandes recompensas si, gracias a sus informes, lograba realizar el golpe de mano meditado, Pero durante varios días nada supo en concreto. Hubiese, incluso, dudado que Merino estaba cerca si no fuese por las continuas sorpresas de patrullas, interceptaciones de correos y copos de puestos avanzados que denunciaban la proximidad del activo cabecilla.

Los españoles no solían dar cuartel a los prisioneros que hacían. La gracia no figuraba entre sus órdenes del día. Y los franceses seguían la misma conducta con los guerrilleros que caían en sus manos. Pero de todos los cabecillas. Merino era especialmente vengativo y cruel; y en aquellos días, su furor semejaba al de una tigre privada de sus cachorros, porque la Junta que se había formado para regir los asuntos de la provincia de Burgos y acarrear fondos para la guerra, había sido sorprendida y fusilada por el enemigo. Entre sus miembros había algunos grandes amigos de Merino, y éste, al saberlo, había jurado, enfurecido, que por cada pelo de la cabeza de las víctimas derramaría la sangre de un francés.

Al fin, después de bastantes excursiones nocturnas y emboscadas sin fruto, el general francés fue informado por un espía de quien podía fiarse, que Merino iba a pasar la noche próxima en un pueblecillo a cuatro leguas de Aranda, y que habiendo enviado en otra dirección la mayor parte de sus fuerzas, él debía estar tan sólo con una escolta reducida. El momento era, pues, propicio para que el comandante francés realizase el plan tanto tiempo acariciado; y para ello tomó las medidas oportunas.

III

Como una hora antes de ponerse el sol, la tarde de un domingo, los aldeanos de un pueblecillo situado al pie de la Sierra de Piqueras bailaban, al son de un par de guitarras, en una de esas plazas que se encuentran en España, desde las grandes ciudades hasta los lugares más humildes, donde se celebra, un día a la semana, el mercado, y los domingos y días de fiesta, el baile popular. Estaba en pleno apogeo el bolero, al son de las castañuelas, cuando cesó súbitamente la bulla al entrar en la plaza una pequeña partida de jinetes, cuyo capitán fue saludado por los aldeanos con la cabeza descubierta y muestras del mayor respeto.

Era un hombre de treinta y ocho a cuarenta años, de continente ceñudo y complexión recia y nerviosa. Vestía larga levita y chaleco de un negro muy ajado, pantalones azules y sombrero redondo; espuelas negras, atornilladas a los tacones de las altas botas; largo sable y una magnífica carabina prendida del arzón[15]. Su aspecto no era, pues, para llamar mucho la atención; pero sí, en cambio, el caballo en que montaba. Era uno de esos espléndidos ejemplares andaluces, de un negro lustroso, sin mancha; marchaba braceando mucho, arqueando vanidosamente el cuello, haciendo sonar el bocado y manchando de espuma blanca el ancho cuello y las crines flotantes; un perfecto modelo, en suma, de belleza equina. A los pocos pasos le seguía otro caballo casi igual, ensillado y conducido por un ordenanza.

El recién llegado, en el que el lector habrá seguramente reconocido al cura Merino, preguntó por el alcalde del pueblo, con el que entabló una breve conversación. No la habían terminado, cuando apareció la cabeza de la columna. Primero venía la caballería, bien montada y equipada: sus famosos húsares, que, con la pelliza azul bordada en blanco, sus armas bruñidas y sus hermosos caballos, podían emparejarse, sin menoscabo, con la mejor fuerza regular de caballería francesa. Cada escuadrón montaba en caballos del mismo color: unos negros, otros bayos, otros tordos, etc. Eran unos mil. Venía después la infantería, uniformada de gris con adornos rojos, también con un aspecto de limpieza y disciplina grandes. En sus kepis de cuero negro, se veían las armas de Burgos, en blanco, rodeadas del nombre del regimiento, que era el de Arlanza. Cuando habían desfilado cuatro batallones de los infantes, apareció, en fin, la retaguardia, formada por otro escuadrón de húsares.

Toda la tropa tomó, al salir del pueblo, un camino que torcía a la izquierda, y al cabo de media legua de marcha llegaron a una pequeña extensión de monte bajo, rodeada por las montañas hacia el Norte; al Este, por un bosque muy espeso de pinos, y al Sur, por unas praderas, en uno de cuyos lados se alzaba un gran corral con su cobertizo de madera. Los jinetes que formaban la cabeza de la columna alojaron sus caballos en este corral, mientras la infantería y los trescientos húsares de la retaguardia se disponían a vivaquear al raso. No podía pensarse en un sitio mejor para este objeto. Las praderas hacían un suave declive hacia el Sur, hacia la parte de Aranda, y estaban sembradas de pequeños grupos de árboles corpulentos, al abrigo de los cuales se establecieron los infantes, mientras los jinetes ataban sus caballos en la parte más plana del campo. Se recogió leña y se encendieron los fuegos, que quedaban perfectamente a cubierto de los franceses por las desigualdades del terreno. Y todo ello se fue haciendo con el más perfecto orden y regularidad.

Los caballos del corral fueron desarzonados, pero el escuadrón del vivac dejó los suyos ensillados y dispuestos para montar inmediatamente al primer signo de alarma. Se dió el pienso a los caballos; cenaron los hombres, y empezaron a acostarse: los jinetes delante de sus monturas, y los de infantería junto a los pabellones de sus armas. Los fuegos se fueron apagando, y el rumor de más de cuatro mil hombres fue pronto reemplazado por un silencio profundo, el ruido de las cadenas de los caballos y el alerta de los centinelas.

Dos horas después de ser noche completa, montó Merino en su segundo caballo, y seguido sólo de su ayudante y un ordenanza, dió una vuelta al vivac, inspeccionando las avanzadas que él mismo había organizado. Dió nuevas instrucciones a sus jefes, y, por fin, abandonó el campamento sin que uno solo de sus soldados supiese adónde iba.

Sin más compañía que la del ayudante y ordenanza, entró por un desfiladero, que siguió, en silencio, más de un cuarto de hora. El camino tenía, tantas revueltas y encrucijadas, que hubiera sido dificilísimo seguir la pista de su marcha. Al fin se detuvo en un sitio seguro, y volviéndose al ordenanza, le dijo:

—Quédate ahí y entretente durante dos horas.

El soldado, hecho ya a los modos del jefe, desmontó, y quitó la silla a su caballo y a otro que llevaba de repuesto. El cura, en tanto, siguió adelante por una vereda bordeada de precipicios, a los que a cada instante parecía que los caballos iban a caer; atravesaron hondonadas profundas llenas de encinas seculares, de formas extrañas, cuyas ramas, entremezcladas con yedras viejísimas, formaban bóvedas densas, adonde no llegaba la menor claridad. Dejó en otro puesto al ayudante con la misma poca ceremonia que antes había despedido al soldado, y el cauteloso clérigo siguió aún, completamente solo, hasta una calva de hierba bordeada de árboles y arbustos y de rocas elevadas, accesible por un sendero estrecho, más a propósito para cabras que para hombres y caballos.

Allí desensilló al caballo, le cubrió cuidadosamente con una manta y le ató al cuello el saco con su ración de grano. Después sacó de la silla una taza de hierro, un pedazo de pan y otro de chocolate. Recogió unas cuantas ramas secas, hizo fuego, y con el agua de un arroyuelo vecino hizo una taza de chocolate. Bebió un gran trago de agua fría, se echó bajo los árboles, y pocos instantes después estaba profundamente dormido[16].

IV

No habían pasado dos horas, cuando el infatigable clérigo cabalgaba otra vez hacia el campamento, seguido de su ayudante y el ordenanza. Era más de medía noche, y el cielo, que al anochecer parecía claro y lleno de estrellas, estaba ahora anubarrado y completamente obscuro, especialmente del lado de las montañas, Pero nada de esto parecía importar al cura, que guiaba su caballo por los senderos más dificultosos e intrincados, como si cabalgase en pleno día por un camino real. Al llegar al campamento se cercioró personalmente de que las avanzadas y centinelas estaban perfectamente organizadas, y seguidamente se dirigió hacia el Sur, hasta llegar a un campo abierto, por donde, al trote largo, alcanzó pronto la carretera de Burgos a Madrid, en la que está situada Aranda del Duero. Allí echó pie a tierra y se puso a escuchar atentamente; pero ningún rumor rompía el profundo silencio de la noche. Estaba ya con la mano en la brida para montar, cuando el ruido monótono e inconfundible de un ejército en marcha, se hizo claramente perceptible. Saltó sobre el caballo y, con sus compañeros, se retiró detrás de un espeso seto que bordeaba la carretera. Crecía el rumor, y pronto aparecieron, en la dirección de Aranda, una veintena de jinetes, cuyas dalmáticas negras y largas lanzas denunciaban a la caballería polonesa de la Guardia imperial. A poca distancia les seguían, aproximadamente, doscientos lanceros más y un batallón de infantería, también polonesa. Cuando la proximidad permitió reconocer estos detalles, la voz del cura, temblando con exaltación salvaje, dijo a su ayudante: «¡Los franceses!» Dejó pasar a toda la columna, contando cuidadosamente su número y fuerzas; y luego, picando espuelas a su caballo, galopó hacia el campamento.

La carretera que seguían los franceses hacia el Norte llegaba al pueblecillo donde hemos descrito la entrada de Merino, y de este pueblo partía, hacia el Oeste, el sendero que las tropas españolas habían seguido hasta el campamento. Este sendero desembocaba en el carrascal del campamento, próximo, como hemos dicho, a un bosque de pinos, y al Sur del mismo estaba el corral que servía de alojamiento a los jinetes del cura. Por esta descripción será fácil comprender cómo Merino llegó al vivac, atajando en línea recta, en pocos minutos de galope, mientras que los franceses, teniendo que dejar al pueblo y recorrer el sendero, habían de invertir lo menos una hora de marcha para llegar al mismo sitio.

Apenas desmontado el guerrillero, llamó a un hombre vestido de paisano que dormía, envuelto en su manta, a la entrada del corral:

—¡Julián!

—¡Señor! —respondió el interpelado, poniéndose en pie.

Merino susurró unas palabras a su oído, y el hombre desapareció rápidamente en dirección al pueblo.

Cuando los franceses llegaron a éste, donde pensaban encontrar a Merino, su primer cuidado fue rodear las pocas casas de que se componía, con fuerzas importantes. Entre tanto, comparecieron ante el comandante francés, el alcalde y otras personas importantes del poblado; pero todas las preguntas que se les dirigieron acerca de si habían visto al cura y dónde le podrían encontrar, fueron contestadas negativamente. No tenían el menor dato de su situación y hacía meses que no le veían por aquellos contornos.

A las promesas de recompensas respondieron con protestas de ignorancia, y a las amenazas y golpes, con el silencio más tozudo. El coronel francés, que tenía por cierto sorprender allí a Merino y llevarle codo con codo a Aranda, empezaba a estar perplejo y se volvía a consultar con sus oficiales. Alrededor del grupo, varios soldados alumbraban con antorchas, a cuya luz vacilante se distinguía la línea de la caballería formada en la plaza, y en el centro, un piquete de infantería rodeando al alcalde y a los otros hombres, que con las cabezas bajas, los sombreros en la mano, la camisa despechugada y el rostro tostado, contrastaban con la rigidez militar, las caras pálidas y los fieros mostachos de sus guardianes.

—¡Faites fusiller ces hommes! —dijo el coronel dirigiéndose a uno de sus subalternos; y en unos segundos les ataron las manos y fueron retirados a un ángulo de la plaza, Pero la intención del coronel era tan solo asustar a los prisioneros y hacerles más comunicativos. Mas en esto, un joven aldeano, que hasta entonces había permanecido en silencio, detrás de los soldados del piquete, se adelantó y dijo, dirigiéndose al jefe:

—Si su excelencia me lo permite, yo le pido que desate a esos hombres y le diré en cambio dónde está Merino. Sé dónde acampa y sé el camino para ir hasta allí en menos de una hora.

—¿Dónde estabas y por qué no has hablado antes? —le preguntó el coronel

—Si no he hablado antes —contestó el aldeano— es porque sé que me espera morir de un navajazo o de un par de tiros en cuanto los partidarios del cura se enteren de que le he hecho traición. Pero al ver en peligro a mi padre por no querer hablar, he decidido arriesgar mi vida para salvar la suya.

El hombre designado como padre del aldeano se adelantó un momento con intención decir algo; pero un imperceptible signo del joven le hizo callar. Sin embargo, nada de esto escapó al ojo avizor del francés.

—Muchacho —le dijo—, hablas demasiado y tu locuacidad me parece tan sospechosa como la reserva del patán con quien estás haciéndote señas. Dejo libres ahora a esos hombres; pero los buscaré otra vez a mi vuelta. Y en cuanto a ti, escucha mis condiciones: cincuenta onzas de oro en el bolsillo en el momento en que demos con la madriguera de Merino, y una onza de plomo en la cabeza si me traicionas.

—Acepto —contestó firmemente el aldeano—; pero no hay tiempo que perder, porque al cura no se le pegan las sábanas y pudiéramos encontrar el nido caliente, pero sin el pájaro.

Pusiéronse las tropas inmediatamente en marcha, guiadas por el hombre, al que hicieron cabalgar entre el coronel y otro oficial. La columna, en orden compacto, avanzó hacia el carrascal, a paso ligero, y se acercó al bosque de pinos. De cuando en cuando el jefe francés repetía los términos del pacto al guía: o la recompensa o la muerte; a lo que el español contestaba tranquilizando a «su excelencia» y asegurándole que quedaría satisfecho del resultado de la expedición.

Era la noche tan obscura que más allá de quince o veinte pasos no se distinguía nada. Y cuando la columna llegaba a los primeros pinos, gritó una fuerte voz en francés:

—¿Qui vive?

—¡La France! —respondió el coronel echando mano a una de sus pistolas.

La voz primera repuso:

—¡Fuego!

Y el bosque se iluminó por el fogonazo de quinientos mosquetes, cuya detonación fueron repitiendo las montañas hasta morir en la lejanía. Las dos primeras filas de soldados franceses cayeron al suelo; y a la vez, por el flanco derecho, la caballería española cargaba, produciendo en la columna enemiga terrible confusión. En aquel momento, una antorcha se encendió en el campo español y a ella siguieron otras ciento, y a su luz se vió claramente que las fuerzas francesas, completamente desconcertadas por la primera descarga y la acometida de los húsares, no podían reaccionar contra una fuerza claramente superior. Cuantos intentaron resistir fueron rápidamente rematados, incluso el coronel, que había sido herido en la primera descarga. Los restantes, hasta el número de setecientos, fueron hechos prisioneros, y una vez despojados de las armas y caballos, fueron encerrados, en pelotón, como carneros en el matadero, en el corral, a cuya entrada Merino había ordenado amontonar arbustos, ramas y troncos de árboles.

Fácil era comprender su diabólica intención. La leña que había en el cobertizo fue distribuida en torno de aquél, con la adición de ramas y de la paja almacenada para los caballos. Por quince sitios fueron aplicadas las antorchas al combustible, y unos instantes después todo el corral era una inmensa hoguera.

Entonces comenzó la escena más horrible que haya sido jamás descrita. Los setecientos infortunados polacos y franceses que, desde luego, no esperaban cuartel, pero tampoco un modo tan tremendo de morir, lanzaban alaridos de espanto al ver avanzar las llamas y prenderse el cobertizo, llenando de chispas encendidas en el aire. Con supremos esfuerzos intentaban romper su cárcel de fuego; pero cuando, con ayuda del fuego mismo, se hacía una brecha en el cercado, una fila de sables y bayonetas hacía caer de nuevo aquellos espectros erizados y chamuscados en el horno. Algunos afortunados, hundiéndose ellos mismos en una de estas espadas, lograban una muerte más rápida que la que les había reservado el guerrillero.

Rápidamente se hundió el cobertizo y comenzó a arder el heno amontonado encima. El calor era tan violento, que los españoles tenían que hacerse atrás para soportarlo. Al desplomarse el tejado, las llamas alcanzaron pronto a los desgraciados que en el centro del corral procuraban retrasar la inevitable sentencia.

Ya las súplicas agonizantes de perdón, los verdugos respondían.

—¡Mueran los polacos! ¡Acordaos de Ocaña[17]!

Al fin. Merino, tal vez apiadado, o quizá deseoso de partir antes de que viniesen nuevas tropas francesas en socorro de la columna vencida, ordenó una descarga sobre los supervivientes. Los tiros herían a masas ennegrecidas que parecían nadar en una laguna de fuego. Se oyeron aún algunos gritos agudos de agonía y algunos gemidos de dolor; después, una pirámide de llamas luminosas se elevó hasta el cielo. Todo había concluido.

Rompía el día cuando Merino, a la cabeza de sus tropas, abandonaba el teatro de la terrible tragedia que acabamos de referir. Al pasar por el sitio donde los franceses recibieron la primera descarga, el caballo del cura estuvo a punto de pisar el cuerpo de un aldeano, muerto de un pistoletazo a boca de jarro. La bala le había atravesado el cráneo. El pelo negro y el pañuelo de colore1; que llevaba liado a la cabeza aparecían ennegrecidos y chamuscados por la pólvora.

—¡Pobre Julián! —dijo el cura—. ¡Qué lástima! ¡Era el mejor de mis espías!

El coronel francés había cumplido su palabra.