LA TRAICIÓN

I

LA obstinada persecución de que era objeto el Empecinado daba lugar a que éste encontrase numerosas oportunidades para poner de relieve su genio natural para la guerra de guerrillas, genio muy extendido entre sus compatriotas, pero que él poseía en grado extraordinario. Con un puñado de hombres, y ayudado por la naturaleza del terreno y por su perfecto conocimiento en todos los detalles de la región, lograba, no sólo eludir la persecución de fuerzas cincuenta veces superiores a las suyas, sino que, constantemente, encontraba ocasión de molestar y a veces aniquilar al enemigo; no de otro modo que en día bochornoso de julio puede una sola mosca atormentar y enloquecer a un caballo.

El Empecinado, animado por los informes, demasiado optimistas, de sus espías, se decidió a dejar las montañas donde se había refugiado y volvió a les llanuras del Duero; pero pronto se convenció de que era imposible continuar allí: tan numerosos eran los destacamentos de caballería que patrullaban por todas partes. Se retiró, pues, hacia las sierras de Burgos, atravesando el Duero, por el Puente Caído, a la vista de Aranda. La guarnición francesa de esta ciudad lo supo y envió en su caza un regimiento de dragones, que siguió a la partida hasta Coruña del Conde (la antigua Clunia, donde nació el emperador Galba); pero allí hubo de cejar en la persecución, y los españoles pasaron a la Sierra de Arlanza, fijando su cuartel general en un antiguo monasterio de Benedictinos, situado en la parte más fragosa de la Sierra [4].

Los emisarios del guerrillero, enviados en todas direcciones, volvieron pronto con la noticia de que los franceses estaban rodeando la Sierra decididos a bloquear al Empecinado hasta que cayese en sus manos. Al saber esto, decidieron Juan Martín y Fuentes dividir la partida en cuatro grupos de veinticinco hombres. Aquella misma noche. Fuentes, a la cabeza de uno de ellos, pasaba entre las líneas francesas y a marchas forzadas se corría hacia el Sur, siguiendo la línea del Duero; Sardina y el Manco, otros dos subordinados de Juan Martín, capitaneando otros dos grupos, subían, por diferentes caminos, hacia Aragón, y el Empecinado mismo quedaba en su escondite con los otros veinticinco hombres.

Hacía una semana que los franceses tenían establecido el bloqueo de la Sierra, y esperaban pacientemente a que el hambre o un intento de ruptura de sus líneas empujase a su inquieto enemigo hacia ellos y le hiciese caer en su poder. Pero el séptimo día, el general francés supo que, en Aragón, las fuerzas que acompañaban un convoy de indumentaria para el ejército y algunos enfermos y heridos, habían sido atacadas por la partida del Empecinado. A las pocas horas, cuando aún no habían salido de su asombro y de su furor por la fuga de los guerrilleros, que creían ya en sus manos, otro mensajero llegaba con la noticia de que un correo había sido sorprendido y acuchillada su escolta de veinte dragones en la villa de Magaz, cerca de Valladolid, también por el Empecinado. Maldiciendo a su ubicuo enemigo, el general marchó con gran parte de las fuerzas hacia Valladolid y hacia Sigüenza, dejando una pequeña guarnición en Covarrubias, ciudad situada al pie de la Sierra de Arlanza y distante poco más de una legua del monasterio en el que el Empecinado había permanecido.

II

Dos días después de esta marcha de los franceses, ocho o diez dragones de los que habían quedado en Covarrubias paseaban frente a una casona que les servía de alojamiento, murmurando de la tiránica disciplina que les obligaba a la monótona vida de guarnición, mientras sus compañeros gozaban del placer de las marchas y del estímulo de luchar con el enemigo. Una vez que se lamentaron suficientemente de su mala suerte, y después de haber discutido con gran prolijidad, aunque sin llegar a una solución, cómo el Empecinado había pedido escapárseles de entre las manos, se dispersaron, yendo algunos a una taberna próxima y otros a tenderse sobre la paja, para echar un sueño antes de la hora de comer. Pero, de repente, bebedores y durmientes fueron despabilados por una voz aguda que voceaba desde el fondo de la calle: «¡Barquillos, barquillos! ¿Quién quiere barquillos?»

La persona que daba este grito, tan popular en todo pueblo español, era una muchacha que llevaba colgada a la espalda por una correa una gran caja de latón pintado, con su rueda de la fortuna en la tapa.

—¡Vamos, señores, a probar la suerte! —agregó la vendedora, colocando en el suelo su ambulante tiendecilla y haciendo girar ruidosamente la aguja de la rueda.

La barquillera era una chica, más bien baja, de unos veinte años, cuya personilla adquiría cierta respetabilidad gracias a los varios refajos de colores que llevaba, completando su traje el justillo de paño negro, que dibujaba bien unos amplios hombros y un recio busto. Sus cabellos, en lugar de colgar, trenzados, por la espalda, estaban recogidos, para protegerlos del polvo de los caminos, bajo un sombrero de fieltro, cuya ancha ala, a pesar de taparle media cara, no había bastado a preservar a ésta del sol, a juzgar por su color, casi de caoba. Sus facciones eran regulares, aunque algo anchas y bastas; pero cuando se echaba hacia atrás el sombrero y miraba con sus grandes ojos negros, llenos de risueña malicia, sus encantos eran más que suficientes para asegurarle la admirativa atención de los soldados. Colocada ante la puerta de la casa y repitiendo su grito de «¡Barquillos!», pronto fue rodeada por los inflamables franceses, que se dispusieron a matar unos minutos de tiempo, tentando a la rueda de la fortuna y vaciando la lata de barquillos.

—¡Mille sabres! ¡Qué muchacha! —exclamó un veterano abarcando con una encendida mirada el busto y el talle de la barquillera—. Que me ahorquen si un ejército de chicas de este porte no tendrían más probabilidades de ganarnos la guerra que una de esas divisiones españolas, que por cierto no he logrado ver todavía.

—Podían hacer las dos cosas —repuso otro soldado con ironía—; no hay razón para que muchachas tan robustas no sean capaces de darle al galillo, escondidas detrás de un árbol o de una roca, tan bien como esos pobres aldeanos que en su vida han cogido un fusil en la mano.

—Cada cual ve las cosas a su modo —dijo otro—, y yo no estoy seguro que los españoles estén equivocados al obrar así. Ellos saben muy bien que no podrían resistir una batalla en campo abierto, y por eso prefieren las emboscadas. Pero así y todo, no creo que sean enteramente despreciables, cuando un cualquiera, como el Empecinado, tiene en jaque a una división nuestra durante semanas y meses, sin que nos sea posible ni encontrar las huellas de sus caballos. Espero que esto, sin embargo, tenga su fin, y no muy tarde.

Los barquillos se habían acabado y empezó a circular el vino, del que participó la barquillera, que replicaba con facilidad, en una mezcla de castellano y mal francés, a las bromas y chistes, de género fuerte, de los soldados. Al cabo de media hora cargó otra vez con su caja y se dispuso a partir.

—¡Adiós, señores, y muchas gracias! —dijo, despidiéndose del grupo y enseñando, al reirse, las dos hileras de sus magníficos dientes.

Marcharon también los soldados, cada cual en su dirección, unos a sus alojamientos y otros a la taberna, excepto uno, que, o bien porque tuviese ganas de pasear, o porque le atraía la barquillera, siguió con ésta a lo largo de la calle. Pronto llegaron al final del caserío, del lado de la Sierra, El dragón, divertido con la charla de la muchacha, no se fijó en la dirección que había tomado, y sólo cuando estaba a media milla de distancia de la población cayó en la cuenta de que sería peligroso seguir por unos campos donde los labradores y viñadores trabajaban, con un fusil escondido en un surco, al alcance de su mano, dispuesto para cazar al primer francés que se descuidase. Pero antes de volver cogió a la muchacha por la cintura e intentó besarle en la cara. Ella se hizo atrás y miró rápidamente en torno; ningún ser humano había en cuanto la vista alcanzaba, y pareció entregarse al abrazo del francés. Pero apenas los labios de éste le habían tocado las mejillas, se abrieron para exhalar un grito penetrante y el dragón cayó pesadamente de espaldas. Quedó la barquillera inmóvil en medio del camino, mirando atentamente un largo puñal que empuñaba en su mano. Una estría de sangre manchaba la hoja hasta la empuñadura. La limpió cuidadosamente, cogió después el sable del soldado muerto, lo ató a su cintura y se hundió en una espesura que bordeaba el camino.

III

La misma mañana en que todo esto sucedía, el Empecinado se paseaba, arriba y abajo, frente al monasterio, en unión de uno de los frailes. Su caballo y los de sus hombres estaban embridados y ensillados, y los guerrilleros iban y venían activamente, esperando, al parecer, la orden de montar y partir. En aquel momento, un jinete apareció, a todo galope, por el sendero de piedra que conduce a la puerta del convento, y un segundo después, un muchacho de unos diez y ocho años, en mangas de camisa, tocado con un sombrero de mujer y con un sable al cinto, saltaba del caballo.

—¿Qué noticias traes, Pedro? —le preguntó Juan Martín—. ¿Has estado en Covarrubias?

—Sí, señor —contestó el joven—; y podría haber estado todo el día sin temor a que los gabachos descubriesen mí disfraz. Creen que usted se ha escapado y que está por la parte de Aragón, He hablado con varios, y todos piensan lo mismo. Uno de ellos ha tenido la amabilidad de acompañarme fuera del pueblo; pero dudo que pueda volver.

—¿Porqué? —preguntó Diez.

El muchacho no dijo nada, pero tocó ligeramente su empuñadura de un puñal que asomaba en su faja.

—¡A caballo! —gritó el Empecinado. Y sus hombres saltaron a las sillas.

Los franceses, entre tanto, se habían dispersado por las calles, llenos de confianza; y sólo media docena guardaban la casa que les servía de cuartel, cuando el Empecinado y su partida entraban, a todo galope, en Covarrubias. Cayeron primero sobre el cuartel y en unos segundos, sin disparar un solo tiro, sus guardianes fueron desarmados y muertos; y en seguida comenzó la caza de los demás soldados, que huían, escondidos en las casas o en los viñedos. Pero ni uno sólo escapó, porque la gente de] pueblo ayudaba a descubrirlos, mostrándose aún más sañudas que los propios guerrilleros, pues sabían muy bien que si sobrevivía alguno, al día siguiente, cuando llegasen los refuerzos franceses, se sabría la parte que cada cual había tomado en la refriega y una cuerda al cuello pondría fin a todo. Cerca de cincuenta caballos y muchos mulos cayeron en manos del Empecinado, que envió al punto el botín hacia la Sierra, con algunos de sus hombres, con orden de ocultarlo todo en las cuevas de la Sierra de Arlanza, cuevas que datan del tiempo de los moros y que servían de almacén de guerra a Fernán González, el gran conde de Castilla [5].

Ya habían partido los hombres con la impedimenta conquistada, cuando el Empecinado fue avisado por el alcalde que diariamente enviaba la guarnición de Lerma una patrulla de diez jinetes para reconocer la carretera entre aquella ciudad y Covarrubias; solían llegar hacia las tres de la tarde, y después de un breve descanso, volvían a su cuartel, El Empecinado decidió al instante acechar y atacar a esta patrulla, aun cuando sólo tenía seis hombres consigo y ya no había tiempo de llamar a los otros. Salió hacia Lerma, y en Puentedura se informó que los franceses no tardarían en pasar. Emboscó entonces a los suyos detrás de un muro medio caído, en un campo que se extendía al mismo nivel del camino, sólo separado de éste por un estrecho foso. A los pocos momentos se oyó distintamente el ruido típico de la tropa a caballo que se acercaba.

Cuando el jinete que iba a la cabeza había llegado al final del muro donde se ocultaban los españoles, Juan Martín lanzó su grito de ¡Viva la Independencia!, y saltando el foso, cayó como una tromba, con sus seis hombres, sobre el pelotón francés. El mayor número de éstos fue anulado por la rapidez y la violencia del ataque, y sólo dos de los dragones lograron escapar y llegar hasta Lerma, donde dieron cuenta de lo ocurrido, con gran exageración sobre el número de los guerrilleros que les habían atacado. El jefe de la guarnición, exasperado, se dispuso a salir con todas las fuerzas de que disponía, decidido a arrasar a los guerrilleros, y al alba del siguiente día llegaba a Covarrubias, donde se enteró de la sorpresa del día anterior.

La rapidez de los movimientos del Empecinado, y la división que había hecho de su fuerza, tenía completamente desconcertados a los franceses, que eran atacados, con diferencia de poquísimo tiempo, en dos puntos de su línea, distantes entre sí cuarenta o cincuenta leguas; así que habían empezado a creer que existían por lo menos tres o cuatro Empecinados, y, desde luego, que sus hombres eran muchísimos más de los que en realidad eran. Por de pronto, se decidieron capturar a los que aún quedaban en la Sierra de Arlanza. Fueron enviados correos para que viniesen tropas nuevas de Soria, La Rioja y otros sitios, y la persecución empezó con tal vigor y con tal cantidad de soldados, que Juan Martín comprendió que no podría continuar oculto con su partida, aun siendo tan poco numerosa. Así, pues, envió a sus hombres, divididos en grupos de tres o cuatro, con la orden de unirse en cuanto pudiesen con Mariano Fuentes, que esperaba en la provincia de Valencia. Y él quedó, con sólo cinco hombres, en Hontoria del Pinar[6] observando los movimientos del enemigo.

Pero estaba escrito que el sexo débil, que ha sido la causa de tantos trastornos y guerras ocurridas en el mundo, había de poner al Empecinado en trance tan dificultoso, que hubiera sido fatal a cualquier otro menos atrevido y afortunado que él.

IV

Quedándose en Honloria del Pinar, le hubiese sido, en efecto, muy fácil el seguir oculto, porque cada aldeano le informaba constantemente de los menores pasos del enemigo. Mas recordó que en el Burgo de Osma vivía un canónigo paisano suyo, y con él una sobrina muy guapa, con la que, en otro tiempo, el guerrillero había tenido relaciones. Y una tarde el Empecinado tuvo la absurda idea de hacer una visita a la damisela y a su tío. El Burgo de Osma no tenía guarnición francesa fija; pero la comarca estaba hasta tal punto recorrida por las tropas enemigas, que raro era el día en que un piquete o una patrulla no pasaba y se detenía en la ciudad. Además, el corregidor y otras autoridades del Burgo eran afrancesados y habían recibido órdenes terminantes de cazar al Empecinado, fuese como fuese, en cuanto le echasen la vista encima, y de entregarle, vivo o muerto, al enemigo. El riesgo era, pues, muy grande. Pero Juan Martín no temía a nada, y tan pronto pensó en el viaje, cuando ya había montado a caballo y, dejando a sus cinco hombres en Hontoria, se lanzó a la peligrosa expedición.

Una hora después de puesto el sol, un jinete bien montado y armado, vestido de campesino y con aspecto de contrabandista, entraba en la vieja ciudad del Burgo de Osma. Al pasar bajo un arco antiguo que constituye una de las entradas del recinto, un hombre que estaba en la obscuridad, apoyado contra la pared, le pidió limosna:

—¡Una limosna, señor, por el amor de Dios!

El caballero arrojó algunas monedas al mendigo, y al hacerlo volvió hacia él el rostro.

—¡Virgen Santa, el Empecinado! —exclamó el pordiosero, incorporándose y avanzando hacia el guerrillero; el cual, a su vez, reconoció a un medio paralítico que durante varios años había pedido a la puerta de la iglesia de Castrillo. Le llamaban Nicolás el Coco, y por sospechas de algunos hurtos, tuvo que dejar el pueblo, y andaba ahora de un lado a otro, viviendo como podía de la limosna. Al Empecinado no le hizo gracia el encuentro, pero, sin darle tampoco gran importancia, puso una moneda de oro en la mano del mendigo, y le dijo:

—¡Ni una palabra a nadie de que he venido, Nicolás! Y ya sabes que cuando la limosna escasee y el hambre apriete, en el campamento del Empecinado no te faltará nunca un trago y un plato de sopa.

El mendigo vio alejarse al guerrillero, murmurando:

—¡El mismo de siempre!, ¡siempre la mano abierta y una palabra amable para los pobres! ¡Cuántos reales me ha dado cuando sólo era conocido por el mejor viñador y el leñador más forzudo de la provincia de Valladolid! Pero ahora han cambiado los tiempos, y, según dicen, debe tener tantos doblones como ha cogido a los franceses: carros llenos de tesoros, vestidos magníficos, caballos de lo mejor y buenas armas. ¡Pobre de mí! Si mi mísero cuerpo no tuviese que arrastrarse así, también yo podría haber participado del botín y de la guerra; en lugar de cifrar mis ambiciones en unos cuantos harapos, en una corteza dura y en un hueso sin carne. Pero ¿quién sabe? —continuó en un tono alterado, como si otro pensamiento hubiere cruzado por su frente—. No, no…; sería una traición indigna… cuando el dinero que me ha dado aún tiene el calor de su mano…

Y murmurando palabras entrecortadas, se alejó lentamente, cojeando, por la calle.

Varias personas que aquella noche tuvieron que visitar al corregidor del Burgo de Osma, observaron, junto a la puerta de su casa, un bulto que, a primera vista, parecía una masa informe de harapos. Los que se fijaron más, reconocieron a Nicolás el Coco, y algunos le arrojaron una moneda y le aconsejaron un sitio más confortable para dormir. Pero los consejos no eran oídos, y las monedas caían al suelo casi inadvertidas por el mendigo. Al fin, cuando los relojes de la ciudad daban las once, Nicolás se alzó y dirigiéndose tan rápidamente como sus piernas deformes se lo permitían a la puerta del corregidor, llamó con golpes apresurados y enérgicos. Daba la impresión de un hombre que se obligaba él mismo a ejecutar un acto que le repugnaba y que temía dilatarlo por miedo a arrepentirse. Un criado abrió la mirilla de la puerta, y sin querer dió un paso atrás al encontrarse a dos pulgadas de distancia la cara odiosa y los ojillos enrojecidos del paralítico. Repuesto del primer susto, habló con Nicolás, y al fin le franqueó la entrada.

Entretanto, el Empecinado había sido alegremente recibido en casa del canónigo y de su hermosa sobrina, aunque, naturalmente, le reprocharon con energía su imprudencia de venir a meterse voluntariamente en la boca del lobo. Pero Juan Martín se burló de sus miedos, que acabaron por disiparse ante la confianza y la alegría del guerrillero, el cual les expuso su propósito de permanecer con ellos hasta el día siguiente y salir como había entrado de la ciudad, a favor de las primeras sombras de la noche.

Poco después, debido sin duda al minucioso cuidado con que el hospitalario canónigo había hecho preparar la cama de su huésped —algo distinta de los lechos fementidos a que estaba últimamente acostumbrado—, dormía éste como un leño. Tanto, que un hombre, como él, que en el campamento o sobre el colchón de una posada se despertaba con el tintineo de una espuela o el chasquido de un gatillo, no oyó los recios aldabonazos que, una hora después de la media noche, sonaban en la puerta de la casa. El canónigo, más vigilante que su huésped, corrió a una ventana y vió un grupo estacionado ante su puerta, y aunque la obscuridad le impedía distinguir quiénes eran, sospechó algún peligro para Juan Martín, y echándose encima la sábana corrió a avisarle. Desgraciadamente, un criado que todavía estaba levantado, al oir que llamaban acudió a la puerta y preguntó quién era.

—¡Gente de paz! —respondieron del otro lado; y habiendo reconocido la voz del corregidor, abrió inmediatamente trancas y cerrojos y dió entrada al funcionario, seguido de otros dos magistrados de menor categoría y de unos veinte alguaciles armados. Dejaron centinelas en la puerta y subieron los demás, tan rápidamente que cuando el dueño de la casa, cuya agilidad estaba muy mermada por la molicie de la vida canónica, entraba en el pasillo que conducía al cuarto del Empecinado, se encontró cara a cara con el corregidor.

—Busca usted, sin duda, el mismo cuarto que nosotros, señor canónigo, aunque con fin muy diferente —dijo el magistrado con una sonrisa irónica, fijando los ojos en la fisonomía turbada y el escaso ropaje del infortunado clérigo.

Y luego, ya seriamente, añadió:

—Nos trae un asunto muy grave, señor mío. Usted ha osado encubrir a un salteador cuya cabeza está a precio. Haga el favor de guiarnos adonde esté el malhechor Juan Martín Díez.

Y empujando al infeliz canónigo ante ellos, la partida avanzó por el corredor y se detuvo ante la puerta de la habitación del guerrillero. El corregidor hizo una seña para que sus acompañantes, callasen y penetraron en una vasta estancia, al fondo de la cual, en una pequeña alcoba, dormía Juan Martín, con el sable y las pistolas sobre una silla, junto a la capa.

Las armas fueron inmediatamente capturadas por un alguacil; pero, aun así, era tan grande la fama de forzudo y valiente que tenía el Empecinado, que, rodeado de veinte hombres armados, la mano del corregidor temblaba al tocar en el hombro del durmiente. Bastó el contacto para que se despertase y de un salto se sentase en la cama, frente a frente del corregidor, que le gritó:

—En nombre del rey, Juan Martín Diez, date prisionero.

—¿En el nombre de qué rey? —contestó el Empecinado, que había comprendido que toda resistencia era inútil y que había llegado el día del triunfo para sus enemigos—. ¿En el nombre de qué rey? Porque no conozco ahora ningún rey en nuestra patria.

—En el nombre del rey Fernando VII —replicó el corregidor.

—¡Vil afrancesado! —exclamó entonces Diez, con los ojos flameando y con una expresión tan terrible en el rostro que el corregidor se echó atrás, refugiándose en la escolta. Y añadió —: No agregues la hipocresía a la traición, y di de una vez que es por orden de los franceses por quien cometes esta bajeza, indigna de un verdadero español.

Mientras todo esto ocurría en la casa del canónigo, gran número de personas se habían ido reuniendo a la puerta, a pesar de lo avanzado de la hora, atraídas por el rumor de que estaba verificándose un arresto importante. Los grupos estaban formados principalmente por artesanos y labradores, gentes que, casi sin excepción, odiaban a los franceses, a diferencia de muchos individuos de las clases altas, que, o por amor a su propia seguridad, o por ser más ventajoso a sus intereses, se habían colocado de parte de los invasores. Entre los grupos estaba Nicolás el Coco. Después de informar al corregidor de que el Empecinado estaba en la ciudad, le había acometido el temor de que el premio ofrecido pudiera escapar de sus manos a otras más poderosas; y no carecían de fundamento sus recelos, teniendo en cuenta el estado de desorganización de las cosas de España y la corrupción de las nuevas autoridades afrancesadas. El corregidor le había preguntado dónde se había alojado el guerrillero, y el mendigo no había sabido contestarle. Pero el magistrado sospechó en seguida del canónigo, que era conocido en la ciudad como amigo y partidario del Empecinado, y a su casa, como hemos, visto, dirigió al punto sus pasos. El mendigo, temblando de que se le escapase el precio de su canallada, se había pegado a los faldones del corregidor; pero al llegar a la casa del canónigo, su avaricia no había sido lo bastante grande para empujarle hasta ponerse frente a frente del hombre que acababa de traicionar; así que se quedó en la calle, esperando que se efectuase la captura.

—¿Que sucede? —dijo un hombre robusto, con aspecto de carnicero, medio adormilado todavía, abriéndose camino entre la multitud—. ¿Qué pasa para que nos saquen a todos de la cama y para que el corregidor y el alcalde ronden por la ciudad a estas horas?

—Tanto sabes tú como nosotros, Esteban —contestó uno de los presentes—. Parece que van a detener a alguien, pero no sabemos quién es.

—¿A alguien? —replicó otro—. Más bien parece que alguna docena de personas. Porque han entrado en la casa cerca de treinta alguaciles armados hasta los dientes. Algo extraordinario debe ser cuando se despliega la fuerza.

—Quizá —añadió Esteban—, se piense, más que en la captura de la presa, en guardarla después, porque el corregidor sabe muy bien que no puede ser agradable a los verdaderos españoles el ver cómo encarcela y cuelga y fusila, por orden del francés, a sus compatriotas. ¡Por la Santísima Trinidad, somos un pueblo degenerado y cobarde cuando consentimos tales cosas!

—¡Calla, hombre! —le dijo, en voz baja, uno de los que estaban a su lado—. Es peligroso hablar así.

—Pero allí veo a Núñez, el alguacil, y voy a preguntarle qué ocurre.

Y aproximándose a la puerta, habló brevemente con uno de los hombres que habían quedado guardándola. Pronto volvía junto a Esteban con la noticia:

—No sabe a quién van a detener; pero dice que Nicolás es el que ha hecho la denuncia.

—¡Nicolás —exclamó el carnicero—, ha sido el soplón! ¡Que no vuelva a ponérseme a tiro! Esta misma mañana le he dado limosna y un plato de huesos; pero por el rabo del cerdo de San Antonio, que si vuelve a aparecer por mi puerta, le voy a dar la bienvenida con un garrote.

—¿Dónde está ese perro? —gritó otro—. Hace un momento que le he visto como un pájaro de mal agüero entre la gente.

Pero en aquel momento se abría la puerta del edificio y salían las autoridades, precediendo al Empecinado, atado codo con codo, pero conservando su habitual continente autoritario y su severo aspecto, inalterable, entre las bayonetas de sus guardianes.

—¡El Empecinado! —exclamó Esteban, que conocía personalmemte al guerrillero.

Un murmullo de dolor corrió por la multitud al saberse el nombre del detenido, y el corregidor, temiendo por su presa, aceleró el paso y ordenó hacerlo a la escolta. Y, realmente, sus hombres hubieran sido insuficientes para evitar el rescate del prisionero si no hubiera detenido a la multitud la consideración de que a poca distancia del Burgo de Osma había gran cantidad de tropas francesas.

—¡El Empecinado! —repetía Esteban estupefacto.

Pero de pronto dió un rugido y saltó al medio de la calle, derrumbando a dos o tres de los curiosos, a tiempo que sus manos caían como garras sobre el cuello de un hombre que procuraba esconderse y seguir de cerca al corregidor y sus golillas.

—¡Socorro! ¡Asesino! —gritó el individuo, tanto como se lo permitía la tenaza que le apretaba el gañote—. ¡Socorro, señor corregidor!

—¡Calla, traidor! —vociferó el carnicero, arrojando a su presa contra el suelo.

Dos o tres linternas se aproximaron y su luz iluminó la cara del mendigo, pálida e inundada de mortal terror.

—¡Has hecho traición al Empecinado, canalla! —le dijo Esteban, poniendo su pie forzudo sobre el pecho del miserable.

—¡No, señor, es falso! —gritó el caído—, ¡es falso! ¡Yo no sabía que había venido!

—¡Has hecho traición al Empecinado! —repetía el carnicero, con el mismo tono, apretando cada vez más el pecho de su víctima.

—¡Piedad, señor! —murmuró el infeliz Nicolás—. ¡Yo no le he traicionado, yo no sabía que estaba aquí!

El carnicero frunció las cejas y se apoyó con todo su peso sobre el pie que oprimía al mendigo.

—¡Embustero! —rugió. Y repitió por tercera vez—: ¡Has hecho traición al Empecinado!

La sangre asomó a la boca del traidor.

—¡Perdón, perdón! —musitó aún, con la voz ya entrecortada y extinta—. ¡Es verdad, es verdad!

—¿Quién tiene una cuerda? —gritó Esteban.

En un instante había dos o tres en sus manos.

Y lo primero que vieron los ojos del corregidor al día siguiente fue el cadáver de Nicolás que pendía, ahorcado, de un árbol, frente a su balcón. En su pecho había un papel clavado, todo sucio de la sangre que había corrido de la boca del muerto; pero no tanto que el magistrado no pudiese leer las siguientes palabras escritas en él:

¡Venganza contra los que han vendido al Empecinado!

Éste es el número uno.

El corregidor no pudo menos de estremecerse y se retiró del balcón, pensando en quién sería «el número dos».

V

Esta atrevida y bien significativa demostración, cuyos autores no pudieron ser descubiertos (y ello demostraba la fidelidad con que todo el pueblo se hacía cómplice del secreto), alarmó a las autoridades y avisaron inmediatamente a los franceses, que en número de trescientos infantes se alojaban en San Esteban de Gormaz, para que enviase refuerzos con que guardar mejor a un prisionero de tanta categoría. Estas tropas marcharon en seguida sobre el Burgo; pero, además, a la noticia de la captura del Empecinado llovieron de todas partes destacamentos de infantería y caballería, reuniéndose en seguida en la ciudad cerca de tres mil hombres, al mando de un brigadier. Como el guerrillero había sido detenido por las autoridades españolas, debía ser juzgado por un Tribunal civil, en lugar de serlo del modo rapidísimo —diez minutos de sumaria y una docena de balas—, que le hubiese aguardado si le hubiesen capturado los franceses. Así, pues, el corregidor fue encargado de preparar con la mayor rapidez el juicio y de recoger las pruebas de los robos y saqueos de que se acusaba a Juan Martín, porque los franceses afectaban considerarle como un simple bandido y salteador de caminos, y no pensaban acordarle los privilegios de los prisioneros de guerra.

El guerrillero había sido encerrado en un calabozo pequeño, con el suelo de piedra, húmedo y frío: el menos confortable que pudo encontrar el alcaide, deseoso de complacer a los franceses. Ninguna ventana ni hueco se abría al exterior de la prisión, que sólo recibía el aire y una claridad crepuscular por una estrecha abertura en la pared que daba al corredor de la cárcel. No había mueble alguno; sólo un montón de paja en un rincón servía de lecho al prisionero.

Le habían dejado libres las manos; pero sus movimientos estaban absolutamente limitados, aun dentro de lo que la estrechez de su celda se lo hubiese permitido, por unos grillos de hierro, dignos de los peores tiempos inquisitoriales, que le sujetaban los pies de tal suerte que para atravesar la breve prisión tenía que andar a pequeños saltos, y esto a costa de magullarse y herirse los tobillos con los pesados hierros.

Una de las mañanas que siguieron a su encarcelamiento, estaba el Empecinado tendido sobre su paja, considerando que su situación bien podía considerarse desesperada, Pero Juan Martín poseía, junto con su fiero valor, que le hacía arrostrar intrépidamente todos los peligros, por grandes que fuesen, otras cualidades no menos preciosas; y entre ellas, una fortaleza de espíritu incomparable, capaz de hacerle fuerte ante sufrimientos y desgracias que hubiesen desesperado a otro hombre cualquiera. Aún abandonado de los suyos y entregado a sus propios recursos, no se abatía. Era tal su heroico espíritu, ayudado por la confianza que le daba su formidable energía física, que quince años después, cuando iba a ser ejecutado, realizó la más osada tentativa que jamás ha hecho ningún prisionero, él solo e inerme, contra una guardia numerosa y bien armada.

Escapar de su prisión, en las condiciones en que estaba, parecía imposible, y como le habían quitado el dinero que llevaba al entrar en la ciudad, no podía pensar en corromper al carcelero. Meditaba cómo lograría comunicar con sus amigos, cuando oyó su nombre susurrado con gran precaución, aunque distintamente, y volviendo sus ojos hacia el sitio donde la leve voz había sonado, vio la cabeza de un hombre que asomaba por la leve ventana enrejada de la celda.

—¿Te acuerdas de mí, Juan Martín? —dijo el desconocido, al notar que su voz había sido oída.

El Empecinado se incorporó, y acercándose a la ventanilla reconoció las facciones de un tal Cambea, zapatero en Aranda, con el cual había servido en la guerra del 92. Este sujeto había sido encarcelado por causas no graves, y por ello se le permitía salir de la celda durante el día y pasear por la cárcel, y aun trabajar en su oficio, con la tolerancia del carcelero. Desde que oyó que el Empecinado estaba prisionero, espiaba la oportunidad de hablarle y hacer cuanto pudiera en su favor.

Como el riesgo de ser descubierto era muy grande, la conversación de Cambea con el guerrillero fue breve. Se fué, pues, apenas cambiadas algunas frases; pero volvió aquella tarde misma con un pedazo de cera, con la que sacaron un molde de la cerradura de la celda, que envió luego a un cerrajero amigo, de la ciudad.

Pasaron dos días y Juan Martín empezaba a temer que las gestiones de Cambea habían sido descubiertas y su protector encerrado en un calabozo, cuando la puerta se abrió fácilmente y apareció el zapatero, con la llave en la mano y la cara radiante de satisfacción. Vencida esta primera dificultad, planearon rápidamente lo que habían de hacer, y convinieron que el próximo domingo, a la hora de la misa mayor, intentarían la gran aventura de la fuga.

VI

Llegó este día, y a las diez de la mañana, la mujer y la hija del alcaide, con la criada y el guardián, se fueron a la iglesia, permaneciendo en la prisión sólo los presos y el propio alcaide, que quedó en sus habitaciones. Sin perder un instante y con todo el sigilo posible, Cambea entró en el calabozo de Juan Martín, le dió una de las afiladas cuchillas del oficio y, cargando al guerrillero sobre sus hombros, lo llevó hasta la puerta del cuarto del alcaide.

Éste estaba retrepado en un cómodo sillón frailero y frente a él se hallaba el abogado que iba a actuar de acusador en el juicio contra el guerrillero. Los separaba una mesita y sobre ella había una botella, polvorienta y bien encapuchada, con cuyo contenido se solazaban entrambas señorías, mientras discutían el asunto del día: la captura del Empecinado, su sumario y su más que probable fin. Entre copa y copa del viejo Jerez, el abogado planeaba su discurso, el alcaide le objetaba, pasaban a la sentencia y así, antes de que la botella se hubiese vaciado del todo, el guerrillero había sido ya juzgado en la imaginación y, quizá demasiado deprisa, condenado, puesto en capilla, confesado y conducido al sitio de la ejecución. Y en el preciso momento en que el abogado pensaba en la cara que tendría el reo, colgado de la cuerda, se oyeron unos golpes en la puerta.

—¡Adelante! —gritó el alcaide.

Cambea entró en la habitación y dijo:

—Señor alcaide, el corregidor está en la puerta de la cárcel y desea hablarle en seguida.

Dejando a un lado botella y vasos en el cancerbero se precipitó a recibir a la primera autoridad; pero apenas había atravesado la puerta, tras la que se escondía el Empecinado, cuando éste, con sus pies trabados, saltó sobre él como un tigre y le asió con la mano izquierda por los cabellos, mientras le apretaba con la derecha la garganta casi hasta asfixiarle. A la vez Cambea acometía al abogado, le envolvía la cabeza en su capa y, cogiéndole en brazos, le llevaba al calabozo del Empecinado, dejándole encerrado. Volvió en seguida junto a Juan Martín, ató y amordazó rápidamente al alcaide y le encerró también en la misma celda. Sólo faltaba librar al guerrillero de sus esposas, lo cual fue fácil, porque en el despacho encontraron las herramientas para hacerlo.

Pero, con todo, sólo habían vencido la primera parte de las dificultades. Quedaban otras muchas para que pudiesen considerarse seguros. Es cierto que tenían las llaves de la salida; pero las calles estaban llenas de soldados franceses, entre los cuales tendrían que, pasar, a todo evento, antes de poder abandonar la ciudad. Para hacer todo esto, que era inevitable, con el menor riesgo, volvieron al calabozo y se vistieron con los vestidos de sus nuevos huéspedes. Cambea se tocó con el sombrero de tres picos del abogado y Juan Martín con el del alcaide; se embozaron en sus capas, salieron a la calle, cerraron cuidadosamente la puerta, y paseando tranquilamente atravesaron entre los soldados de la guardia. Por fortuna, casi toda la población estaba en la iglesia y los franceses no sospecharon de los fugitivos, que andando con estudiada pausa, se alejaron por las calles, disimulando la prisa que pudiera haberles comprometido.

De este modo habían llegado casi a las afueras, cuando vieron a un ordenanza que guardaba dos caballos, ensillados, a la puerta de una casa, sin duda, esperando a algún oficial importante que iba a partir.

El Empecinado había encontrado en los bolsillos de su nueva ropa una caja llena de un rapé muy fino y picante que los españoles de entonces llamaban «colorado de los frailes». Tomó un puñado de él, se acercó al soldado y le preguntó dónde estaba el cuartel general. Mientras aquél le contestaba, el guerrillero le arrojó a los ojos el polvo, e inmediatamente le derribó, cegado y aturdido, de un puñetazo. Se apoderó de su espada y saltó sobre el caballo del oficial. Cambea hizo otro tanto sobre el del soldado y un instante después salían al campo.

Apenas habían galopado cinco minutos, cuando se oyeron las trompetas y tambores que batían armas, y poco después la carretera se llenaba de caballería ligera que les perseguía, Pero sus caballos eran excelentes, y la delantera que llevaban les permitió ganar fácilmente las montañas.

Tres días después el Empecinado se unía a Mariano Fuentes y tomaba de nuevo el mando de sus guerrilleros[7].