LA GITANA Y EL EMPECINADO

I

EL corregidor de la villa de Cuéllar estaba en su habitación enterándose de varios despachos que acababa de recibir. Había uno que debía interesarle especialmente, porque después de leerlo dos veces, se reclinó en un sillón frailero y quedó varios minutos pensando, sin duda, en su contenido. Al cabo de ellos agitó fuertemente una campanilla que tenía sobre la mesa y un criado entró en la habitación.

—Busca —le dijo— al jefe de la guerrilla que está alojada en el pueblo y dile que venga en seguida.

El hombre saludó y salió; y un cuarto de hora después el Empecinado era introducido a la presencia del Regidor.

—Buenos días tenga vuesamerced —saludó el guerrillero.

—Felices —replicó el otro.

Y rogando al visitante que se sentase, empezó a enumerarle del asunto que le quería encomendar.

—Acabo de recibir una orden de las autoridades de Valladolid para que inmediatamente organice la persecución de una partida que desde hace días anda robando y saqueando toda la provincia.

—Estoy listo, señor corregidor —interrumpió el Empecinado, chispeándole los ojos y echando mano instintivamente al puño de la espada.

La autoridad sonrió al ver la vehemencia de su interlocutor.

—No es cosa de franceses —le dijo— por esta vez, sino otro enemigo que usted estaba muy lejos de figurarse al ser llamado aquí. Pero lo mejor será que le lea la orden.

Y omitiendo las frases formulatorias y manidas con que en España se da comienzo y fin a estos documentos, leyó al Empecinado la substancia del despacho, que era como sigue:

«En cuanto reciba la presente, debe usted enviar una fuerza suficiente, al mando de un buen jefe, conocedor del país, en persecución de un bandido llamado El Gitano, que, al frente de una partida de veinte hombres, ha venido de Andalucía a esta provincia. Se han recibido numerosas denuncias de los excesos cometidos por esta banda de ladrones, los cuales, so pretexto de combatir a los franceses, saquean a los aldeanos, y especialmente a los curas, varios de los cuales han sido brutalmente maltratados. Sin duda estará usted enterado de este asunto y no le será difícil averiguar la situación actual de los malhechores».

—Como ve usted —añadió el corregidor—, no hay mucha gloria que ganar en este asunto; pero le compensará a usted el botín robado por los bandidos, que debe ser importante; y en todo caso, los caballo», que parece son muy buenos, serán una presa agradable para quien como usted, tiene siempre más voluntarios de los que pueden montar.

El corregidor añadió cuantos pudo sobre la situación y probables guaridas del jefe gitano. Y ya, misma tarde, el Empecinado, al frente de su escuadrón, compuesto de setenta hombres, bien armados y equipados, salía de la villa de Cuéllar.

II

En el corazón de las montañas de Ayllón, en Castilla la Vieja, en una pequeña planicie, lejos de todo camino y sendero, fuera de una mala vereda paralela arroyo que saltaba entre rocas desde las cimas, había, hace de esto treinta y cinco años, una venta, de construcción y apariencia antiguas, cuya aislada situación la hacía refugio favorito de los bandoleros que entonces infestaban la sierra. Estaba construida con piedras, toscamente labradas, que aunque originariamente blancas, habían tomado con el tiempo un color gris y verde oscuro. El piso superior tenía varias ventanas bastante anchas, unas bien provistas de vidrios y otras sólo con los marcos de madera; el piso bajo, en cambio, no tenía más huecos que seis claraboyas, como de un pie de circunferencia, protegidas por fuertes barrotes de hierro, y una puerta de entrada lo suficientemente alta y ancha para dar paso a un jinete. Estaba este piso destinado a cuadra y tenía todo el aspecto de una cueva, con el suelo más bajo que el del campo y el techo sostenido por una serie de toscas columnas de piedra y cemento. A la derecha de la entrada había una escalera de tablas que conducía a un estrecho pasillo que dividía en dos partes iguales el piso de arriba. De estas dos partes, una estaba subdividida en cuatro o cinco pequeñas y sórdidas habitaciones, unas ocupadas por el ventero y su familia, y las otras reservadas a los huéspedes que prefiriesen un colchón y unas mantas de muy dudosa limpieza, a quedarse en la cocina, envueltos en la capa y sobre el lecho, duro, pero más limpio, de un banco de roble. La otra mitad del piso era una pieza única y amplia, que servía a la vez de cocina y de comedor, y, como hemos dicho, también de dormitorio a muchos de los huéspedes. En esta cocina, y entre las personas que la ocupaban una tarde del otoño de 1808, queremos introducir al lector.

Probablemente, pocas veces se habría reunido en aquel comedor gente más alegre y con señales de mejor apetito que aquella noche. En el centro de uno de los muros de la estancia, y bajo una campana formidable, ardía una hoguera de leña de pino suficiente para un auto de fe. Dos grandes calderas negras colgaban de cadenas sobre el gran fuego, borboteando alegremente y despidiendo un olor que denunciaba la suculenta calidad del contenido. Frente a la llama había un largo asador de hierro, lleno de pollos y un cordero, al que hacía dar vueltas un perrillo desmelado, que encerrado en su jaula de madera, estaba sometido al doble tormento de hacer marchar el molino culinario y de sufrir el calor tórrido de la fogata. Ninguna tregua le era permitida en su labor; una vez que sus patas, tostadas y casi sin pelo, mostraban indicios de cansancio, le recordaba bruscamente su deber el gesto amenazador o, a veces, un golpe, de una especie de sucia cocinera, cuya torpe y maltratada catadura, desgarbada complexión y ojos enrojecidos por el fuego, la hacían un modelo perfecto de la Maritornes de Cervantes.

Delante del fuego, pero a la distancia suficiente para no tostarse, había una gran mesa, formada con media docena de tablas sobre dos caballetes; y en torno suyo, sentados en bancos, sillas desvencijadas o toneles, hasta unos veinte hombres entretenían el tiempo con libaciones incesantes. Los trajes de la mayoría de estos hombres no eran los habituales entre los campesinos de Castilla la Vieja: llevaban chaquetas cortas y ceñidas, adornadas con botones colgantes de plata, sombrero ancho con un ala recogida, y calzón alto sujeto a las rodillas con una cinta de color; es decir, la vestimenta típica del majo, por lo cual, y con acento de su charla, era fácil colegir que procedían de las provincias meridionales de España. En lugar del zapato y media usuales en el traje que acabamos de describir, llevaban bota alta o polaina de cuero. Colgados de clavos, pendían de la pared varios capotes de jinete, con anchas caperuzas; y, por fin, en los rincones se amontonaban maletines y bien provistos sacos de montura. Contra las paredes se apilaban las armas de la partida: sables, pistolas y excelentes carabinas.

Un extraño que entrase en la habitación, después de una ojeada al conjunto del pintoresco interior, se sentiría seguramente atraído por dos de los personajes sentados alrededor de la mesa. Uno de ellos se apoyaba sobre el borde de la misma, y aun teniendo en cuenta que los cumplidos y ceremonias no eran el fuerte de la partida, podía, sin embargo, por ciertas señales de deferencia, colegirse que era el jefe de aquellos individuos, todos de aspecto fiero y algunos francamente criminal. Ninguna señal externa revelaba, sin embargo, esta superioridad, pues ni ostentaba insignia alguna ni era fácil imaginar una expresión de feroz criminalidad mayor que la que se pintaba en la estrecha frente, en los ojuelos vivos y en los gruesos labios del Gitano, que no era otro el que ocupaba, con su partida, la venta. Su aspecto, no obstante, era poco agitanado, si se exceptúa la delgadez del tronco y la agilidad de miembros, características de los descendientes de Ismael; y el mismo color moreno de nogal de su piel, difería del tinte de aceituna propio de los hombres de su andariega raza.

A la izquierda del Gitano se sentaba un joven, de unos diez y seis o diez y siete años, cuya femenil belleza y esbelta figura contrastaban rudamente con el tosco aspecto de su vecino. Su traje era parecido de los demás, pero más lujoso y cuidado, indicaba la categoría importante de este joven discípulo de San Nicolás. Su chaqueta era del mejor paño segoviano y se abría para lucir la pechera, ricamente rizada, de una fina camisa; una faja de seda marcaba cuidadosamente el delgado talle; y unos calzones, bien ajustados, y unas botas de montar del mejor cuero de Córdoba, completaban el indumento. El cabello negro y abundante, caía, trenzado, por la espalda del muchacho, cuyas finas facciones tenían, sin embargo, una expresión de firmeza rara en esta edad.

Apenas terciaba en la ruidosa y alegre conversación de sus compañeros, salvo algunas palabras que cruzaba con el Gitano o con otro hombre que estaba a su lado, y cuyo parecido denunciaba ser su hermano.

—Está ya la cena, señores —dijo la Maritornes, volviendo del fuego y expresando con una mueca de su extraña fisonomía la satisfacción del trabajo cumplido.

—¡A cenar! —gritaron veinte voces a un tiempo; y en un instante la mesa estaba libre y un mantel ordinario, lleno de manchas de grasa y de vino, extendido sobre ella. Dos o tres de los asistentes dejaron sus asientos para ayudar a servir la copiosa comida. El perrillo, liberado de su jaula, se echó debajo de los comensales, esperando algún desperdicio del festín, en cuya preparación había tenido una parte tan importante. Y, al fin, la partida caía sobre el primer plato, cuando un hombre que había quedado de guardia en la cuadra entró precipitadamente y dijo unas cuantas palabras, en voz baja, al oído del Gitano.

—Serán muleteros que atraviesan la sierra —respondió éste—; Blas sin duda ha oído relinchos de mulos o caballos y se habrá imaginado que vienen hacia acá. Baja, Patricio, y a ver si tú oyes algo; pero, no, quédate e iré yo mismo. Si pasan algunos viajeros, habrá que pensar si nos conviene registrar sus maletas, aunque la sopa se enfríe.

Y levantándose de la silla bajó a la cuadra, mientras sus compañeros atacaban furiosamente a la cena.

El día había cerrado por completo; la noche era muy obscura y amenazando lluvia. Una nube desgarrada, dejaba pasar, sin embargo, la claridad de la luna creciente, cuando el Gitano y el centinela salían de la venta. Como a cien pasos de ésta, un arroyo ancho y poco profundo corría de derecha a izquierda, separando la explanada en que aquélla estaba construida, de un elevado y áspero picacho, que se alzaba a pico frente al edificio. Otras cimas y crestas se extendían por todas partes, A la derecha, el curso ascendente del arroyo se perdía entre grietas y rocas, y por la izquierda se desplomaba por la pendiente, y un cuarto de legua más abajo era cruzado por una vereda de cabras, que, con absoluta falta de propiedad, era bautizada en la región con el nombre de carretera de la Sierra.

El Gitano avanzó hasta el cauce del arroyo y escuchó atentamente unos instantes, Pero nada rompía el grave silencio nocturno, salvo el ruido del viento al pasar entre los tajos de los precipicios y al agitar los pinares que cubrían las faldas de la sierra. Volvióse hacia los centinelas, después de su infructuosa escucha, y empezó a darles una calurosa lección sobre la conveniencia de no molestarle sin necesidad, cuando se oyó el relincho lejano de un caballo y luego otro que parecía responderle, desde más cerca, en la dirección del arroyo. El Gitano, rápidamente, se oculto tras un árbol que crecía al borde de la pendiente, y echándose fuera cuanto pudo, escrutó con la mirada la obscuridad. Pero era ésta tan densa que no permitía descubrir nada. Cinco varas más allá, entre la informe masa negra de la noche, una lechuza voló del tronco derrumbado de una vieja encina y varios murciélagos revolotearon sobre las cabezas de los tres bandidos; pero no aparecía ningún otro ser viviente. Mas la luna salió otra vez entre dos nubes y su débil claridad iluminó el escenario. Blas tocó en el brazo a su jefe y le dijo:

—Un lobo —señalándole una sombra que avanzaba en la obscuridad, al fondo del arroyo.

—Un lobo, no; muchos lobos; pero no de la clase que tú te imaginas —replicó el Gitano.

Sus ojos, acostumbrados a penetrar en la noche, habían distinguido, en efecto, un grupo de hombres armados que avanzaban en la sombra.

No había un instante que perder. Al Gitano le era indiferente que la gente que con tanta cautela se acercaba a la venta fuesen franceses o españoles, pues sabía que unos y otros vendrían contra él y los suyos. De una ojeada se hizo cargo de que el enemigo era lo bastante numeroso para cazarle, e instantáneamente decidió su plan. De un salto entró en la cuadra, desató su caballo y rápidamente intentó ensillarlo. Pero, aunque preocupado principalmente de su propia seguridad, no olvidó enteramente a sus camaradas y, asomándose a la escalera, les gritó:

—¡A caballo, muchachos! ¡El enemigo está encima!

Estas palabras conmovieron la vieja venta. Los comensales, sobresaltados, se precipitaran en montón por la desvencijada escalera. Pero era demasiado tarde.

Cuando llegaron los primeros a la cuadra, el Gitano, montado a pelo sobre su caballo, salía por la puerta seguido de los dos centinelas y, atravesando al galope la explanada, se lanzaba intrépidamente por el arroyo abajo, que en aquel momento se iluminó con el resplandor de varios fogonazos. Diez segundos después, el Empecinado, al frente de sus guerrilleros, ocupaba el campo; y los bandidos apenas tenían el tiempo justo de cerrar la pesada puerta y afirmarla con sus fuertes trancas de hierro, cuando una docena de sables y otras tantas carabinas golpeaban en ella furiosamente.

—¡Rendíos si queréis cuartel! —gritaban los recién llegados, cuyas repetidas demandas para que se abriese la puerta habían quedado sin contestación por parte de los andaluces—. Rendíos, que aún es tiempo; si no lo hacéis, ni uno solo de vosotros verá amanecer.

La respuesta a esta intimación fue un tiro disparado desde uno de los balcones, cuya bala rozó las mejillas del Empecinado. Un vivo fuego siguió a este disparo, al que contestaron vigorosamente los guerrilleros; pero, de un lado la profunda obscuridad de la noche, y de otro el grosor de las contraventanas de la venta, hacían que los cartuchos se quemaran en balde. Unos cuantos guerrilleros cortaron entonces un grueso árbol y con su tronco, a modo de ariete, intentaron forzar la puerta; pero ésta resistía. Entretanto cayeron algunos asaltantes heridos por los disparos de los sitiados, y Juan Martín les mandó que desistiesen, pues no quería derrochar la vida de sus hombres en un asunto tan poco agradable, tanto más cuanto que, al fin, de un modo o de otro, los gitanos se verían obligados a entregarse.

Entonces, Mariano Fuentes salió de un vasto pajar que había próximo a la venta, con un grupo de los suyos, que empujaban tres carretas de paja, y colocándolas frente a la venta, de modo que los montones de haces tocaban casi a las ventanas del piso superior, los incendiaron con una antorcha. Unos minutos después la densa obscuridad era sustituida por la viva llamarada de una formidable hoguera. Las llamas prendieron en seguida en la madera seca de las contraventanas y de los marcos, y los bandidos tuvieron que retirarse de ellas y suspender el fuego. Pero aún no daban señales de rendirse. Algunos intentaron, a la desesperada, la fuga por una de las ventanas; pero pronto fueron vistos y obligados a desistir, con grave daño de alguno de ellos. Al fin, una ráfaga violenta de aire empujó con mayor fuerza las llamas contra el edificio, y una nube de ascuas entró por los huecos, ya indefensos, de las ventanas. Los malhechores, aterrados al verse casi envueltos en las llamas, no esperaron más, y unos minutos más tarde se abría la puerta y los diez y ocho sitiados salían, arrojando las armas y pidiendo cuartel.

A pesar de la refutación de sanguinario que el Empecinado conquistó en los siete años de guerra contra los franceses, su natural no era cruel, ni mucho menos. Hay que tener en cuenta que en aquella época cada español creía un deber el matar, fuese como fuese, a todo francés que cayese en sus manos; y eran empujados en estos sentimientos por los curas, que entonces gozaban de una total influencia sobre el pueblo, en la actualidad muy disminuida, a pesar del poco tiempo transcurrido. Para ellos, el matar a un francés era un acto meritorio a los ojos de Dios, hasta el punto de que no sólo no requería absolución, sino que por sí mismo, servía de expiación a otros pecados. Si los prisioneros hubieran sido franceses, es, pues, seguro que el Empecinado apenas les habría dejado el tiempo preciso para encomendarse a Dios; pero eran españoles y, por muy bandidos que fuesen, no se sentía capaz de derramar su sangre y prefirió enviarlos a la cárcel de Valladolid. Así, pues, parte de los guerrilleros se ocuparon en atarles codo con codo, mientras otros sacaban sus caballos de la cuadra, y otros, dirigidos por Fuentes, entraban en la venta para salvar de las llamas lo que aún quedase del botín de la partida.

Juan Martín, una vez enterado de que el Gitano era uno de los que habían logrado huir al principio de la refriega, había perdido todo interés en el asunto y miraba con aire indiferente cómo los malhechores, alineados delante de él, iban uno a uno entregando sus brazos, entre la chacota de los guerrilleros. Pero su mirada perspicaz cayó en seguida sobre el muchacho guapo y bien vestido que hemos descrito antes, que esperaba, en una actitud de espontánea gracia, su turno para ser amarrado. El Empecinado le dijo, en tono casi amable, poniéndole una mano en el hombro:

—¡Pero tú eres casi un niño! ¿Cuánto tiempo hace que estás entre estos bandidos, haciendo su vida salvaje? ¿Eres hijo del Gitano?

El muchacho se estremeció al sentir la mano del guerrillero, y mirando a su interlocutor cara a cara, con firmeza y orgullo le respondió:

—No soy hijo del Gitano. ¿Y tu quién eres, que así atropellas a hombres que no te han hecho mal ninguno, cazándolos a favor de la noche, como un zorro cobarde y astuto, que espera la obscuridad para hacer lo que no se atrevería a intentar a la luz del día?

—Hablas con demasiado descaro, señorito —le contestó Diez, asombrado de la vehemencia del muchacho—; y aunque otro, en mi lugar, probara a ver cuántos correazos en las espaldas se necesitaban para que tu lengua entrase en razón, prefiero contestarte: soy un pobre guerrillero y me llamo el Empecinado.

La cara del muchacho se fijó entonces, llena de curiosidad, no desprovista de admiración, en el rostro franco y noble del guerrillero, que, aunque aún al comienzo de su carrera, tenía ya un nombre conocido en toda España y destinado a serlo en toda Europa.

—Pues yo —dijo después de vacilar un instante el que parecía muchacho— soy una pobre gitana y me llaman la Morena de Málaga.

—¡Una mujer! —exclamó Juan Martín—. Y deteniendo a los hombres que se adelantaban con las cuerdas la dijo:

—Te propongo un trato, muchacha, ¿quieres cambiar de jefe y seguir al Empecinado en lugar del Gitano? Una palabra, y te devuelvo al instante tu caballo y tus armas.

—La elección no es difícil —replicó la Morena—. Cuando se está acostumbrada al aire de las sierras, a la sombra de los bosques y al alegre galopar por las llanuras, ¿cómo preferir a todo esto la obscuridad de una cárcel? Venga, pues, mi caballo y mi carabina y ¡viva el Empecinado!

Y con una alegría infantil, al verse libre, la gitana se abalanzó hacia los caballos, y un momento después volvía montada en el mejor animal de los capturados a la partida.

Dejando a la venta en pleno incendio, los guerrilleros se dispusieron a partir, y poco tiempo después llegaban a la carretera, donde les aguardaban algunos de sus hombres, al cuidado de los caballos. A las pocas horas de marcha la gitana había conseguido la libertad de su hermano: la irresistible inclinación que el Empecinado sentía hacia el bello sexo, le hacía imposible resistir a todo ruego que viniese de unos labios rojos y acompañado de una mirada como las de la Morena de Málaga. El joven bandido recobró, pues, otra vez su caballo y se le permitió cabalgar libremente entre los guerrilleros, mientras sus compañeros eran entregados a las autoridades de Valladolid.

Habían pasado varias semanas desde el incendio de la venta y la hermosa gitana seguía la vida accidentada del Empecinado que la había hecho su querida…

III

Habían pasado varias semanas desde el incendió de la venta, y la hermosa gitana seguía la vida accidentada del Empecinado, que la había hecho su querida. Su gran belleza, su carácter decidido y masculino, su intrepidez a caballo y su energía en los momentos difíciles, hacían crecer de día en día la violencia de la pasión que había inspirado al guerrillero, cuya naturaleza y aficiones le hacían mucho más sensible a estas cualidades, casi viriles, que a la delicadeza y la ternura que, en general, constituyen el mayor encanto de las mujeres. Ella le correspondía ardientemente; pero su pasión era turbada, no rara vez, por ráfagas de celos, a los que propendía su natural ardiente y meridional y a los que la vida aventurera y la reputación de mujeriego del Empecinado, no dejaban de dar alguna sospecha, que la exaltación de ella convertía en seguida en realidad.

Tocaba el año a su fin, y el Empecinado y los suyos dejaron su campo habitual de operaciones, las regiones del Duero, y se dirigieron hacia Salamanca y Ciudad Rodrigo, en la última de cuyas ciudades tenían que entregar unos documentos importantes capturados a uno de los correos franceses. Al llegar a Alba de Tormes, el Empecinado resolvió dejar allí a su gente, al mando de Fuentes, que estaba en la ciudad descansando y reclutando hombres.

Para un cierto número de caballos sobrantes que tenía, y el mismo, sin otra compañía que la Morena y su hermano, emprendió el camino de Ciudad Rodrigo, a cuyo arrabal de San Francisco llegaban al caer la tarde. Se detuvieron en una posada, y Juan Martín rogó a sus compañeros que le esperasen mientras iba a pie a la ciudad, a entregar al gobernador los papeles, prometiendo volver en seguida. La gitana quería acompañarle. Sabía que tenía muchos conocidos en Ciudad Rodrigo, y esto era bastante para excitar sus celos y suponer que su deseo de ir solo, estaría tal vez relacionado con algún asunto de faldas. Fuese que estas sospechas eran fundadas, fuesen otros los motivos que le impulsaban a negarse a toda compañía, el caso es que Juan Martín se mantuvo inflexible, se rió de los celos de su amiga y, por fin, ya impacientado, la ordenó de un modo terminante que se quedase, y a toda prisa entró en la ciudad, Pero en el Cercado había perdido bastante tiempo, y apenas había llegado a la casa del gobernador cuando sonó un cañonazo y se cerraron las puertas de la ciudad.

Durante algún tiempo, después de oída la señal, la gitana estuvo esperando la vuelta de su amante en el balcón de la posada, suponiendo que había tenido tiempo de despachar su comisión antes de que se cerrase la ciudad. Pero cuando se convenció de que ya no volvía, unos celos furiosos llevaron a la Morena a tal paroxismo que su hermano estaba atemorizado, a pesar de que estas escenas no eran nuevas para él.

—¡Canalla! ¡Traidor! —murmuraba o más bien silbaba entre sus dientes apretados. Con el rostro lívido de pasión y un resplandor salvaje en la mirada, con las trenzas negras sueltas y enroscadas, como serpientes, sobre los hombros, hundió en la pared una daga que llevaba siempre, exclamando:

—¡Así fuese su corazón!

Y agotada por la violencia de su emoción, cayó sobre una silla y, apoyando la cabeza en la mesa, rompió en un torrente de lágrimas.

Su hermano no intentó consolarla durante toda esta escena. Pero cuando la vió más tranquila, rompió el silencio de este modo:

—¡Malditos sean el día y la hora en que nos unimos a Juan Martín! ¿Qué cosa podemos esperar que no sean desdichas, después de haber abandonado a los nuestros para seguir a un extraño? Cuando estábamos con el Gitano seguíamos a un jefe de nuestra raza y nos acompañaban hermanos nuestros, mientras sigamos en la guerrilla, tiemblo por nosotros y sobre todo por ti. No puedo, además, comprender tu enamoramiento. ¡La Morena de Málaga, la mujer orgullosa que volvía la espalda y cerraba los oídos a todos sus adoradores! ¡La que vió al mismo Gitano a sus pies y desdeñó ser su novia, le bastan unos días para ser la querida de un extraño!

La muchacha no respondió a los reproches de su hermano, que continuó algún tiempo increpando al Empecinado, al cual, a pesar de deberle la libertad, no había querido nunca.

La ocasión le parecía al joven propicia para desertar y volver a su vida anterior; pero era incapaz de huir sin su hermana, que, a pesar de tener varios años menos que él, le dominaba por completo, por la energía extraordinaria de su carácter. Pero no pudo obtener una sola palabra de respuesta a sus insistentes razones. La gitana permanecía inmóvil, como una estaba, con la cara sobre la mesa, oculta entre las manos, y las trenzas enmarañadas. Al fin, desesperado de no lograr nada, el hermano se echó en una cama a descansar.

Era la una de la madrugada cuando le sacó de su profundo sueño la muchacha, a la que encontró en pie, junto a su lecho. Estaba muy pálida y sus ojos brillaban de un modo extraño.

—¡Arriba! —le dijo—. ¡Ensilla los caballos!

El gitano dudó un instante ante orden tan súbita; pero acostumbrado a obedecer, bajó rápidamente a la cuadra y pocos minutos después los caballos, incluido el del Empecinado, estaban listos para marchar. Desde luego, el bandido no olvidó poner en su silla un cofrecillo en el que el guerrillero llevaba cerca de cien onzas de oro. Cuando sacaba los animales a la calle bajó la gitana, montó y salió a un trote vivo, seguida a pocas varas de distancia por su hermano, que, viéndola de tan mal talante, no se apresuró a pedirla opinión sobre la incautación que había hecho del dinero y del caballo del Empecinado.

IV

Unas dos horas después de abrirse las puertas de Ciudad Rodrigo, el Empecinado llegaba al arrabal donde había dejado a sus compañeros, y grande fue su sorpresa al ver que habían desaparecido con su montura y su cofrecillo. El posadero sólo le pudo decir que habían tomado el camino de Alba de Tormes, y que al verlos salir supuso que irían a incorporarse a la guerrilla. No hay que decir cuál sería el furor de Juan Martín al verse abandonado y robado de este modo por su propia querida. Entonces recordó que hacía algún tiempo venía sospechando de Mariano Fuentes, al que veía demasiado asiduo con la gitana y a los que algunas veces había sorprendido hablando en voz baja. Fuentes era un guapo chico, de trato agradable y franco y aún más mujeriego que el mismo Empecinado. Una porción de pequeños detalles acudían rápidamente a su memoria y le confirmaban en sus sospechas; no podía dudar ya que había sido su falso amigo el que había aprovechado la ausencia para robarle la querida, ¡y quién sabe si también para sublevar a sus soldados y ponerse él al frente! Lleno de rabia, volvió a la ciudad; contó al gobernador lo ocurrido, y le pidió un caballo y un ordenanza. En cuanto estuvieron a su disposición, partió con tan terrible ímpetu, que pocos momentos después pasaba otra vez frente a la posada, camino de Alba de Termes. No dio paz a la rienda ni a la espuela hasta que se vió en las calles de la ciudad. Al entrar, vió a varios de sus hombres que se entretenían en la plaza jugando al cané, y les preguntó dónde estaba Fuentes, y habiéndole dicho que en la casa del administrador del Duque de Alba, galopó otra vez con igual furia hasta la puerta. Dejó allí su caballo jadeante y subió a saltos la escalera, cerciorándose a la vez de que su navaja iba con él. Al fin llegó al cuarto donde Fuentes departía con su huésped y otras personas.

—¡Traidor! —le gritó, sin poder casi articular las palabras de furor—. ¡Villano y traidor! ¿Dónde está la gitana?

—Yo no soy traidor, Juan Martín —le replicó Fuentes con gran energía, pero con admirable serenidad—. Y en cuanto a la gitana, si algo la ha sucedido, tú que te la has llevado de aquí eres quien debe saberlo.

Sorprendido por esta calmosa respuesta, las sospechas del Empecinado se disiparon con la misma rapidez con que se habían formado. Tiró el arma que llevaba ya en la mano y se arrojó en brazos de su camarada, pidiéndole perdón por haber sospechado de él. Contó luego todo lo ocurrido durante la noche, y terminó declarando que estaba decidido a abandonarlo todo y a dedicarse por completo a la persecución de la perjura y de su hermano. Fuentes rechazó enérgicamente este proyecto, haciéndole ver lo absurdo de su quijotesca aventura dado el estado de la Península, y especialmente ignorando el camino que habían seguido los fugitivos, que llevaban muchas horas de ventaja en su marcha. Sus argumentos y los de las otras personas que insistieran acaloradamente en que el enfurecido guerrillero no tenía derecho a sacrificar la causa de su país por motivos puramente personales, hicieron al fin su efecto, como era de esperar, pues el Empecinado era un hombre de admirable patriotismo. Y, en efecto, a la mañana siguiente los guerrilleros salían de Alba de Tormes y ganaban otra vez las orillas del Duero.

V

Los éxitos del Empecinado y el incremento de su guerrilla habían llegado a inquietar seriamente a los generales franceses. Ya no podían enviar un correo ni distribuir las raciones diarias a las guarniciones pequeñas sin que cayesen en manos del guerrillero, a no ser que se les añadiese una escolta tan fuerte, que no siempre se estaba en disposición de enviar. Además, el ejemplo era calamitoso: de todas partes surgían guerrillas organizadas por émulos del Empecinado. Y por todo ello, decidierotn, al fin, intentar un golpe decisivo contra el guerrillero más peligroso, para que los otros, atemorizados, se sometiesen. Casi la totalidad de la caballería francesa de Castilla la Vieja fue enviada a la región del Duero, y dividida en fuertes destacamentos, empezó la caza del Empecinado en todas direcciones. El guerrillero se sostuvo algún tiempo, eludiendo los combates cuando el enemigo era muy superior y copando las fuerzas con las que podía luchar: de suerte que siempre llevaba la mejor parte. Pero, al fin, después de una valiente refriega contra tres mil húsares en las cercanías de Santo Domingo de la Calzada, tuvo que refugiarse en las sierras de Burgos. Los franceses renunciaron a seguirle hasta allí, pero continuaron limpiando de enemigos las regiones ribereñas del Duero, con tanta actividad, que les era imposible a los guerrilleros dejar el refugio de la Sierra para aventurarse en las ciudades. En Castrillo, la madre de Juan Martín y varios deudos fueron encarcelados, y otro tanto ocurrió a los hermanos de Mariano Fuentes en Roa. Por último, se publicó y difundió un bando ofreciendo cinco mil duros a quien presentase, muerto o vivo, al Empecinado.

Sucedió que una mañana, Diez, Fuentes y los suyos habían hecho alto en un sitio elevado, en Enebrales de Lenna, desde donde oteaban la carretera de Madrid, y a poco vieron que, desde lejos, se aproximaba una partida de veinticinco hombres a caballo. Al acercarse les pareció que serían bandidos, pues iban bien montados y armados, pero no llevaban ningún uniforme ni signo militar, vistiéndose cada cual del modo más diverso. Descendió Fuentes con unos cuantos hombres a su encuentro, y pronto volvió, acompañado por los viandantes, que resultaron, sencillamente, alojeros[3] que volvían de Andalucía a la Montaña de Santander.

Los recién llegados echaron pie a tierra, y mientras aceptaban las provisiones y el vino que los guerrilleros les ofrecieron, contestaban a las preguntas de éstos sobre lo que habían visto en su marcha y sobre el estado de la guerra en Andalucía. Contaron, entre otras cosas, que en la serranía de Ronda una partida de caballería, mandada por un tal «el Gitano», estaba cometiendo toda clase de fechorías.

—¡Qué canalla! —dijo el alojero que hablaba—; es cierto que ataca también a los franceses, cuando el número de los suyos es tres veces mayor; pero esto no es más que la capa con que disimula su verdadero oficio, que es el de ladrón y asesino.

—¿Sabe usted algo de una muchacha que le acompañaba antes —preguntó Fuentes—, a la que llamaban la Morena de Málaga?

—¡Ya lo creo! —repuso el alojero—; parece ser que esta muchacha fue hecha prisionera hace tres o cuatro meses, en ocasión de un viaje que la partida del Gitano hizo a Castilla, y de la cual sólo volvieron a Andalucía el Gitano y dos de sus hombres; todos los demás fueron capturados o muertos. La Morena logró volver también a Andalucía, justamente una semana antes de nuestra partida, y buscó al jefe de su antigua banda. Pero éste se había enterado que durante su ausencia había sido la querida de un guerrillero, el mismo que había sorprendido y deshecho la partida del Gitano y le había hecho huir a él como un corzo. Esto le enfureció terriblemente, pues había pretendido casarse con la muchacha y ella le había rechazado siempre. Cuando supo que se acercaba a su campamento, salió a su encuentro él solo.

A poco volvía, solo también y con un cofrecillo lleno de duros, según dicen. Un pastor de cabras encontró al día siguiente los cuerpos de la Morena y de su hermano tendidos en el fondo de una torrentera. Debió matarlos a traición, pues ambos llevaban sus sables en la silla y no presentaban la menor señal de haber resistido. La gitana tenía una puñalada en el corazón y el hermano, que indudablemente intentó escapar, un balazo por la espalda.

El Empecinado era uno de los oyentes de esta cobarde hazaña del Gitano y del triste fin de la pobre muchacha, a la que había querido mucho y de la que aún se acordaba, a pesar de su fuga. Se volvió bruscamente al terminar la historia, y con un paso tardo y desigual se alejó un trecho hacia la montaña. Luego volvió sin decir nada. En su cara no se exteriorizaba la menor emoción; pero estaba un poco más pálido que de ordinario y había una gota de sangre en su labio inferior.

—¡Un vaso más, amigos míos! —dijo a los caminantes, que se preparaban para seguir.

Los montañeses bebieron a la salud y a las victorias del Empecinado.

Entonces éste añadió con voz en la que sus compañeros pudieron notar un cierto estremecimiento sobre su grave tono habitual:

—Cuando lleguéis a vuestra casa, decid a los vuestros que habéis comido y bebido con el Empecinado y sus guerrilleros, y que no son ladrones, como los franceses dicen, sino unos hombres valientes y sencillos que luchan por la independencia de su patria y que para lograrlo lo sacrifican todo: hasta sus amores y sus odios. Que no lo lamenten, sin embargo, sus amigos ni que sus enemigos se alegren por ello. Esta guerra tendrá un fin, y cuando llegue ese día, nosotros sabremos demostrar que no hemos olvidado nuestros cariños ni tampoco nuestras venganzas.

VI

Llegó el año 1815 y con él la paz para la Península. El patriotismo de los españoles, con la poderosa ayuda del valor y disciplina de las tropas británicas y la habilidad de sus generales, habían obligado a repasar los Pirineos a las legiones napoleónicas.

En la tarde de un día del estío de dicho año, seis o siete personas estaban reunidas en la cocina de una pequeña venta en la carretera de Madrid a Andalucía. Uno de los de la partida era precisamente el ventero, un hombre pequeño y gordo, de alegre risa y apariencia oronda y lustrosa, indicios de un inagotable buen humor; su verdadero nombre había sido olvidado hasta por sus más íntimos amigos, y era únicamente conocido por el remoquete de el Gordo. Los demás miembros de la reunión parecían habituales visitantes de la venta, aldeanos y artesanos de los lugares vecinos, y todos ellos oían atentamente las narraciones de la pasada guerra, que con un énfasis de protagonista les hacía un individuo que se sentaba entre ellos. Una buena bota de vino corría, a cada rato de mano en mano y lanzaba su ruidoso chorro en la garganta del sediento narrador y de sus no menos sedientos oyentes.

El viajero que hablaba era un hombre no joven, pero de fuerte constitución y de aspecto antipático. No llevaba ninguna insignia militar, pero al parecer había hecho toda la guerra, pues, según sus narraciones, había sido héroe de todos los importantes hechos de armas, sorprendentes marchas y maravillosas aventuras, con las que regalaba la atención de sus oyentes. Estaba a la mitad de una de sus más extraordinarias historias, cuando un jinete se detuvo a la entrada de la venta y, desmontando, preguntó si podían refrescar él y su caballo. Ante la respuesta afirmativa del ventero llevó la cabalgadura a la cuadra, y después de estar un rato viendo comer al animal, entró otra vez en la cocina en el momento en que unos trozos suculentos de jamón, acompañados de huevos, pasaban de la sartén a la fuente y eran colocados sobre una mesita, con pan y vino, a todo lo cual atacó el recién llegado con un ímpetu que revelaba la larga y dura marcha que había hecho.

En el verano, en España, es un hábito de los viajeros no andar por los caminos durante las horas de gran sol. Salen muy temprano y andan hasta muy tarde; pero dedican las seis o siete horas del medio del día a reposar. El recién llegado parecía, sin embargo, ser uno de esos hombres férreos para los cuales frío y calor, sol y lluvia, son cosas indiferentes. Tendría unos cuarenta años, pero podría haber pasado por más joven, pues, aunque su cara estaba completamente curtida por la intemperie, conservaba un aspecto juvenil y ni una sola cana podría descubrirse en sus cabellos y barba negrísimos. Su traje era civil y de aspecto sencillo y descuidado; pero había en su persona un algo indescriptible que revelaba, en su aire y en su modo de hablar, al soldado y al hombre habituado a mandar.

Cuando el ventero hubo servido a su huésped, volvió al corro de los oyentes. El buen vino manchego había soltado aún más la lengua del cuentista, y aunque se había ya dispuesto a partir, le pidieron una aventura más, y fue de tal naturaleza que llegó a escamar a sus crédulos oyentes y obligó al nuevo viajero a levantar varias veces sus ojos del plato para mirar, entre burlón y desdeñoso, al fantástico hablador. Al fin terminó éste su último episodio, y montando a caballo salió de la venta. Pronto le imitaron los demás y quedaron solos en la venta el dueño y el recién venido.

—Su merced debe haber hecho una jornada dura —dijo el Gordo, llenándole otra vez el vaso y mirando su traje empolvado—. Debiera usted imitar al que acaba de salir, que llega aquí temprano y evita las caminatas al medio día, poco agradables en este país, donde apenas hay sombra.

—Quizá tengas razón —repuso el otro—; así, además, hubiese podido oír todos sus cuentos, que juzgando por lo poco que he escuchado deben ser muy entretenidos.

—No sé lo que vuecencia le habrá oído —le contestó jovialmente el ventero—; parece que desbarra un poco, pero para mí lo importante es que no pase de largo por la venta. Cada vez que se detiene, las gentes del pueblo acuden a docenas a oírle y los cuartillos de vino desaparecen mientras él charla. Con lo cual la bola enflaquece, pero mi bolsa engorda.

Y al decir estas y otras chanzas, el Gordo palmoteaba con una mano sobre la flácida bota y con la otra en la rotunda eminencia abdominal, de donde provenía su apodo.

—Pero, ¿quién es? —preguntó el extraño, aparentando seguir el humor del hostelero—. ¿Ha servido, realmente, durante la guerra?

—Ha servido y no ha servido —repuso el gordo—; era el jefe de una partida de guerrilleros, y a veces ha luchado contra los franceses. Pero me parece que prefería el oficio, menos peligroso, de bandido: y creo que cuando acudía a las batallas no era en el momento de la pelea, sino en el del saqueo. Y cuando no había otra cosa, saqueaba también a los españoles. He oído que en Andalucía hizo cosas bastantes para estar colgado; y, en efecto, más de una vez nuestras tropas estuvieron a punto de cazarle; pero ahora, al llegar la paz, se ha acogido a la amnistía y ahí le tiene usted, hecho un hombre honrado, como tantos otros bandoleros. Anda siempre de un lado a otro y se dice que sus viajes no son muy provechosos para las rentas de Su Majestad.

—¿Cómo se llama? —preguntó el viajero, que oía con interés creciente al Gordo.

—Yo no sé su verdadero nombre, señor —replicó el ventero, sorprendido por el repentino interés del otro—; uno de los apodos que le dan es el Gitano, porque es gitano, en efecto, y, según dicen, jefe de una tribu.

No bien había pronunciado estas palabras, cuando el desconocido, después de dejar un duro en la mesa, corría a la cuadra, y antes de que el ventero pudiese guardarse la moneda y salir a la puerta, el jinete galopaba ya sobre el fogoso corcel negro.

—Es extraño —dijo el Gordo, viéndole alejarse—; ha venido de la parte de Madrid y se vuelve por el mismo camino. Pero esto no es cuestión mía. Lo importante es que es un caballero y que paga el doble de su cuenta.

El jinete había tomado la misma dirección del Gitano, pero éste le llevaba casi una hora de ventaja, así que sólo con los últimos rayos del sol alcanzó a verle, todavía a lo lejos, en un sitio en que la carretera trasponía una loma.

—¿Eres el Gitano? —le preguntó bruscamente cuando, después de diez minutos de un furioso galope, tascaba el freno de su caballo a un paso de aquel hombre, con el que parecía ansioso de encontrarse.

—Así me llaman —respondió aquél, sobresaltado por el ademán y el tono de su interlocutor.

—¡Miserable asesino! —rugió el desconocido—. ¡Acuérdate de la Morena de Málaga y prepárate a morir; porque estamos solos frente a frente; tú, bandido, y yo, el Empecinado!

El Gitano quedó aterrado ante su impetuoso enemigo, pero no por ello perdió el dominio de sus recursos, que eran el engaño y la astucia. Con un rápido y a la vez disimulado movimiento pasó las riendas a la mano derecha, y cogiendo con la izquierda su navaja, asestó un viaje a fondo sobre el Empecinado. Pero éste estaba ya en guardia, y a la vez que evitaba el golpe, su mano de hierro se apoderó del brazo del Gitano y le apretó con tal fuerza que los dedos de su enemigo se abrieron involuntariamente y la faca cayó al suelo. Ambos sacaron entonces las espadas y empezó un duelo feroz.

Como ya se ha visto, el Gitano no podría pasar, en verdad, por un valiente; pero su hábito del peligro le había dado una cierta sangre fría, y en aquel momento, forzado por la necesidad, no se daba mala maña en manejar su espada. Pero, sin embargo, ocupado principalmente en parar los tajos y golpes furiosos del Empecinado y espiando la oportunidad de contestarle, no se dió cuenta de que le acechaba otra clase de peligro.

La carretera en la que se celebraba el duelo era muy ancha y llana y corría al pie de una sierra, que se elevaba suavemente a su izquierda, mientras que a la derecha el camino daba sobre un precipicio de unos trescientos pies, desde donde se descubría un vallecillo riente. El Empecinado empujaba a su adversario hacia este peligroso sitio, y el Gitano, ya un poco fatigado, se defendía instintivamente haciendo recular a su caballo de los ataques de su forzudo enemigo. Súbitamente, e] guerrillero hundió la espuela a su corcel y, saltando hacia su adversario, descargó un impetuoso sablazo contra su cabeza. A duras penas pudo pararlo éste; pero en aquel momento, las patas traseras de su animal resbalaban por el borde del precipicio. El Gitano se dió instantáneamente cuenta del peligro y saltó ágilmente de la silla, a tiempo que el pobre animal caía con las palas al aire y se estrellaba contra las piedras del fondo del abismo.

Pero la situación del Gitano no era mucho más envidiable. Al saltar de los estribos pudo evitar el ser arrastrado por su caballo, pero no tuvo tiempo de quedar en pie sobre el suelo firme; cayó también, y a duras penas pudo agarrarse con ambas manos al borde del precipicio. A poco que el terreno le hubiera ayudado, hubiérale sido fácil saltar a la carretera, pero en el sitio donde había quedado, el borde era muy inclinado y la roca, al descender, se hundía hacia dentro, de suerte que sus pies no encontraban un punto de apoyo. Toda su salvación estaba en las manos, y con ellas se agarraba ansiosamente a los musgos y hierbas que crecían en la roca; pero éstos se rompían y tenía que asirse a otros, que se rompían a su vez. Este suplicio de Tántalo no podía durar, y el infeliz comprendió que su sentencia había sonado y que su hora se acercaba.

Envainó el Empecinado su espada e inmóvil, desde lo alto de su caballo, miraba fijamente al Gitano, cuyas facciones, distendidas por el terror, parecían, a la luz torva del crepúsculo, las de un agonizante.

—¡Señor, misericordia! —gritó, aún—; ¡y que Dios y sus Santos le ayuden en su última hora, si lo necesita!

Había algo tan horrible en el tono en que estas palabras fueron proferidas, una tal concentración de toda la miseria y la desesperación humanas, que el Empecinado, rápidamente, se incorporó en los estribos e intentó desmontar para correr en ayuda de su enemigo. Pero llegó tarde.

—¡Maldición! —rugió el Gitano; y el último asidero de matojos secos se rompió entre sus dedos ensangrentados.

El Empecinado escuchó: en el sublime silencio de la dulce tarde estival un ruido sordo llegó hasta su fino oído de guerrillero. Todo había acabado.

Volvió su caballo hacia el Norte, y con lento paso se alejó.

Aquella mañana el objeto de su viaje era Andalucía. Pero ya no tenía para qué seguir adelante.