EL TESORO DEL CONVOY

I

ENTRE las cosas que pueden consolar a un soldado en tiempo de guerra de los malos alojamientos y de las fatigas de la marcha, una de las más agradables es, sin duda, el poder realizar un pequeño saqueo, sobre todo cuando para ello no es preciso contravenir demasiado las leyes de la disciplina. Saquear un pueblo, supone la despensa bien provista para uno o dos meses en la vida de los campamentos, generalmente sujeta a las inclemencias del tiempo y a las medias raciones.

Una veintena de doblones extraídos de los bolsillos de un enemigo muerto, contribuyen a consolar al soldado de las largas ausencias de la botella de vino y de la ingestión prolongada del agua de los arroyos, bebida a la que han sido siempre adversos todos los ejércitos del mundo. Y, en fin, unos días de alojamiento en la casa confortable de un cura, provisto de una bien surtida bodega y servido por un par de guapas chicas, pueden compensar sobradamente de las fatigas de las marchas forzadas y de todas las asperezas del deber militar.

Pero pocos ejércitos habrán hecho un uso tan amplio del privilegio del saqueo y el pillaje que tiene todo invasor, como los que Napoleón envió a España durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, les sucedió en muchas ocasiones que el enemigo volvía a apoderarse de su presa o que ellos mismos tenían que abandonar el botín, demasiado voluminoso a veces, en tiempos de marchas rápidas o de precipitadas huidas. Y entonces no era raro ver que los soldados franceses enterraban sus tesoros al pie de un grupo de árboles, de una gran piedra o de cualquier otro accidente del terreno que pudiera servirles de señal para recobrarlo más adelante. Durante la batalla de Vitoria, que tan desastrosa fue para los franceses, ocurrió esto con mucha frecuencia, confiándose innumerables tesoros a la fértil llanura alavesa. Sobrevino la desbandada francesa hacia Pamplona y la frontera, y no hubo tiempo de recuperar lo enterrado. Pero cuando Napoleón fue aniquilado y la paz reinó de nuevo en Europa, más de un curtido veterano repasó los Pirineos, convertido en buscador de tesoros. Muchas veces, las pesquisas eran infructuosas, porque las señales habían desaparecido o el arado o el agua de las torrenteras habían puesto el tesoro a disposición de un labrador o de un caminante. Pero no siempre ocurrió esto, naturalmente, y los aldeanos vascos fueron, en muchas ocasiones, testigos asombrados y envidiosos del desenterramiento de tesoros compuestos de toda clase de objetos de valor y de monedas: desde los macizos candelabros de plata robados al altar, hasta los pendientes y los broches de las señoras; desde la pesada onza, hasta esos duritos diminutos, que son como encantadoras miniaturas de los reyes de España, mucho más agradables que el basto dólar de plata.

Pero si los franceses robaban escandalosamente iglesias y palacios, sacristías y boudoires, los españoles no perdían ocasión de desquitarse. Vigilaban, ojo avizor, la marcha de los convoyes de dinero y mercancías que constantemente llegaban de Francia para aprovisionar a los ejércitos que mandaban los lugartenientes de Napoleón. ¡Y ay de las infelices escoltas que los acompañaban cuando una guerrilla bastante fuerte los atacaba! Los españoles, animados por el doble deseo del botín y de la venganza, peleaban como diablos, y si lograban vencer y el codiciado tesoro caía en sus manos, la navaja y la cuerda les desembarazaba en seguida del cuidado engorroso de los prisioneros.

Estas sorpresas fueron muy frecuentes al comienzo de la guerra, pues los orgullosos generales franceses despreciaban la forma irregular con que luchaban las guerrillas españolas y confiaban tesoros enormes a escoltas debilísimas. Pero les enseñaron muy pronto a ser prudentes varias lecciones severas y el formidable incremento que rápidamente tuvieron las partidas, mandadas por jefes audaces; y así, al final de la guerra, se destinaba una brigada o una división para servicios que, tres o cuatro años antes, se hubiesen confiado a un escuadrón o a una compañía. Los carros de mercancías estuvieron así mejor guardados; pero, en cambio, el trabajo de las tropas se multiplicó y se hizo mucho más penoso.

II

Una hermosa tarde de verano, hacia el comienzo de la guerra, un hombre, sentado en una elevada roca, oteaba el camino real, a poca distancia del pueblo de Bahabón, en Castilla la Vieja. Sus vestidos eran los de los campesinos, de esta región y en aquella época. Un ancho sombrero medio ocultaba sus facciones, que, aunque rudas, eran regulares y animadas de una expresión grande de audacia y energía. Una zamarra pendía de sus anchas espaldas. Sus manos eran grandes y huesudas, ennegrecidas por el sol y cubiertas de una piel de dureza casi córnea. Tenía a su lado, en el suelo, una escopeta de un solo cañón, y de su cinturón de cuero, bien repleto de cartuchos, pendía, además, una de esas puntiagudas navajas, que gracias a su muelle pueden usarse también como puñales.

La elevada peña en la que el personaje se había instalado permitía observar hasta una gran distancia a lo largo de la carretera de Burgos, y formaba parte de una doble serie de rocas que caían casi a pico sobre el camino y convertían a éste, por espacio de casi un cuarto de legua, en un desfiladero angosto. Hacía más de tres horas que el vigía miraba obstinadamente en dirección a la antigua capital de Castilla. Desde su puesto podía distinguir perfectamente a todo pasajero, a partir de un brusco recodo que hacía el camino, como a una legua de distancia, en la dirección de Burgos; y hubiera sido, en cambio, necesaria una observación muy minuciosa para descubrirle a él, oculto como estaba entre abruptas masas de roca, cuyo color obscuro apenas se diferenciaba del de sus vestidos.

Nadie digno de su curiosidad había pasado en el largo tiempo de su acecho. De vez en cuando, un aldeano conduciendo a sus dos perezosos bueyes, uncidos a una de esas primitivas carretas, tan comunes en España, cuyas sólidas ruedas —una pieza circular de madera con un eje fijo en su centro— nos indican con sus ásperos crujidos que el dueño, económico de la grasa, prefiere sin duda echarla en el puchero que despilfarrarla en su vehículo. Quizá, también, un cura de aldea, que pasaba al trote corto, con los pies embutidos en los dos profundos estribos de madera, casi dos cajas, que pendían a ambos lados de su caballo negro. Ni estos viandantes, ni algunos grupos de aldeanos y muleteros lograban interesar a nuestro centinela, que, conforme el día declinaba y el sol se acercaba al horizonte, empezaba a impacientarse, murmurando diversas y enérgicas imprecaciones aparentemente dirigidas a una persona o a varías, cuya tardanza le inquietaba. Pero de repente se estremecieron sus piernas y, haciendo visera de su mano, sus ojos se clavaron en el recodo de la carretera. Un pequeño grupo de jinetes aparecía en aquel momento, avanzando al paso, seguido de una fila de los carros cubiertos que los franceses empleaban para transportar el dinero y las mercancías de valor. Fueron apareciendo hasta treinta de estos carruajes y a retaguardia otro piquete de caballería, formando en total, con el pelotón de cabeza, unos sesenta hombres. Cuando todo el convoy salió del recodo, que, como se ha dicho, estaba como a una legua del desfiladero, el español recogió su fusil y, saltando de roca en roca con la agilidad de una gacela, descendió rápidamente hasta el fondo de un profundo cauce seco, que estaba como a medio tiro de escopeta de su observatorio.

Tendidos entre la maleza, que bordeaba un pequeño sendero, había treinta o cuarenta hombres, la mayoría de los cuales parecían campesinos, aunque algunos llevaban alguna que otra prenda militar; sólo cinco o seis mostraban en sus vestidos y en su porte que pertenecían a una clase superior a la de sus compañeros. Todos ellos estaban armados con mosquetes, trabucos y, sobre todo, escopetas, que es el arma de fuego preferida por los españoles para la caza mayor, y que, gracias a su solidez, se presta muy bien al tiro con bala. Algunos de los miembros de esta abigarrada asamblea dormían la siesta tranquilamente; otros, fumaban el consabido «cigarrito»; y un tercer grupo rodeaba a dos de los hombres que se jugaban las pesetas con unas barajas ennegrecidas. Pero durmientes, fumadores y jugadores se levantaron instantáneamente y rodearon al recién llegado.

—¡A las armas, muchachos! —gritó éste—. La presa se nos viene a las manos; dentro de media hora los gabachos estarán en el desfiladero; ahora, cada uno a su puesto.

—¡Viva el Empecinado! —replicaron todos, y tornando sus armas siguieron al audaz aventurero, que, entonces al comienzo de su carrera, estaba destinado a alcanzar las más altas posiciones entre los intrépidos defensores de su suelo natal.

El convoy avanzaba, entretanto, lentamente hacia el desfiladero, en la dirección de Aranda, que dista apenas tres o cuatro leguas de aquél, y donde pensaba pernoctar. Parte de las mercancías estaban destiladas a un grupo de tres mil húsares y otras tropas que ocupaban dicha ciudad, al mando de Murat, y el resto se distribuiría entre los demás corps d'armée que operaban en el interior del país. Los mulos que arrastraban la impedimenta eran montados por soldados de Administración; y la escolta, que mandaba un suboficial, era de hombres elegidos del magnífico cuerpo denominado Gendarmerie de l'armée. Iban también varios comisionados, que, distribuidos a lo largo del convoy, cuidaban de la seguridad de las mercancías, y cuyo jefe cabalgaba junto al suboficial, a la cabeza del destacamento.

Había la vanguardia del convoy llegado ya hacia la mitad del desfiladero, y el oficial llamaba a su compañero la atención sobre la angostura del canino y lo fácilmente que un puñado de hombres decididos podrían defender su paso frente a un ejército entero.

—Tampoco sería mal sitio para una sorpresa —añadió—; y le aseguro que no estaría tan tranquilo como estoy, sobre mi caballo, si aún existiese esa canalla de guerrilleros en esta región; pero, gracias al cielo, la provincia ha sido limpiada por ahora, y…

Le impidió terminar la frase un enorme pedazo de roca que, movido por una fuerza invisible, rodó hasta la carretera, y alcanzando al desgraciado francés le aplastó con su cabalgadura. Sonó, casi a la vez, una descarga de mosquetes, y doce dragones rodaron por el polvo, mientras que los otros, descompuestos por el repentino ataque, miraban alrededor, intentando, en vano, descubrir al enemigo que tan inesperadamente les atacaba: por todas partes piedras enhiestas, pero ni rastro de humanas criaturas. Quizá sólo entre los huecos de las rocas, y medio ocultas por los arbustos y madreselvas que bordeaban el precipicio, podrían vislumbrarse algunas sombras, de aspecto feroz, que cruzaban, como apariciones y tan velozmente, que más podrían tomarse por fantasmas imaginados que por los enemigos que tan mortíferamente disparaban sus armas.

Antes de que se hubiese disipado el humo de la primera descarga, la sucedió otra y luego un fuego graneado y una verdadera lluvia de pesadas piedras. Y apenas sonaba un tiro que no hiciese blanco en los dragones o en sus caballos, porque los españoles, aunque en su mayor parte eran soldados jóvenes y poco disciplinados, eran ya cazadores veteranos o contrabandistas, y, como tales, gentes de admirable puntería.

Llegaba en esto al desfiladero el destacamento de retaguardia, cuyos soldados, separados por toda la línea de carros de la cabeza del convoy, no se habían dado cuenta aún de lo que estaba sucediendo, y cuando el sargento que los mandaba, avanzando entre la impedimenta, se adelantó a inquirir la causa del estruendo, apenas quedaba ya en pie, bajo el fuego mortífero de las guerrillas, un solo hombre, entre dragones, comisarios y carreteros, por lo cual era imposible pensar en la retirada. Además, la angostura del camino hacía muy difícil la vuelta de los carros, aun suponiendo que la retirada hubiese tenido alguna ventaja; avanzando o retrocediendo, lo importante era llegar a un terreno donde la caballería pudiese maniobrar. En vista de ello, el sargento dejó a cuatro de sus hombres al cuidado de los caballos y, haciendo desmontar a los demás, avanzó valientemente, carabina en mano al frente de los dragones, así convertidos en infantería ligera, en busca del invisible enemigo. Pero apenas había avanzado unas cuantas varas hacia la cabeza de la columna cuando desde una quebradura de la montaña, a la derecha del camino, sonó una mortífera descarga cerrada, y en el mismo instante una veintena de españoles, y el Empecinado a su frente cargaron furiosamente contra los que aún quedaban en pie. El combate fue breve, porque los franceses apenas podían moverse entre los carros y los cuerpos de sus compañeros muertos o moribundos, y, además, con sus pesados uniformes y largos sables, no podían compararse con sus enemigos, ágiles montañeses y equipados ligeramente; así que pronto las bayonetas y navajas de éstos dieron fin al desigual combate.

III

La tarde caía cuando el Empecinado y su pequeña tropa se disponían a retirarse con el botín del teatro de la escaramuza que acabamos de contar. Casi cien soldados franceses habían perecido a manos de veinticinco campesinos, cuya inferioridad en número, armas y disciplina estaba tan bien compensada por las ventajas del terreno elegido y por la peculiar naturaleza de éste. Los vencedores, una vez asegurados de que no quedaba vivo un solo francés, ataron los caballos detrás de las carretas y, arreando a latigazos y gritos a los mulos, sacaban poco después el convoy del desfiladero, precedidos del Empecinado y media docena de sus hombres, que montaban los mejores caballos del botín. Siguieron la carretera cosa de una legua, hasta encontrar un camino que cruzaba aquélla, por el que tomaron, y después de una hora de marcha, llegaron a un páramo inmenso y triste, surcado por el camino, que poco después dejaron, dirigiéndose, a campo traviesa, hacia la izquierda, hasta que divisaron un pequeño grupo de casas.

Estas casas, aunque espaciosas y construidas, como la mayoría de las viviendas de las regiones abruptas de España, de piedra, daban la impresión de una extrema pobreza, que armonizaba con el aspecto famélico y miserable de algunas mujeres y niños, que estaban sentados o tirados delante de sus puerca y que se levantaron, consternados, al acercarse los jinetes. Su alarma, sin embargo, se convirtió en alegría cuando vieron que eran compatriotas y no los temidos y detestados franceses.

La partida se detuvo frente a las casas, y el Empecinado, bajando de su caballo, se dirigió a uno de los carros y cogió el primer objeto que se le vino a las manos. Era una caja de madera que, aunque no grande, pesaba tanto que, con un juramento, la dejó caer sobre el suelo pedregoso. El cofre se rompió con la violencia del golpe, y una gran cantidad de mohedas de oro rodó en todas direcciones. Quedó el suelo sembrado de luises y napoleones, y los guerrilleros abrían las manos y los ojos, asombrados a la vista de un tesoro que ni en sueños podían haberse imaginado. Se procedió a una pesquisa general de las carretas, qué estaban, en su mayor parte, llenas de víveres para los ejércitos franceses. Había también gran número de baúles y maletas, con destino a los jefes importantes, conteniendo uniformes, charreteras y otros objetos. Todo era examinado por los guerrilleros, que a la vista de estos refinamientos demostraban una admiración no exenta de desdén, muy natural en hombres que ignoraban lo que era el lujo y que estaban habituados a satisfacer sus necesidades por los medios más naturales y primitivos. Un observador se hubiera divertido al ver a estos rudos montañeses ajustándose los cinturones con faltriqueras bordadas sobre las rudas chaquetas obscuras y reemplazando los chambergos grasientos y las gorras de lana de colores por los sombreros con plumas y escarapelas, confeccionados en París, con destino a los generales franceses y a sus ayudantes de campo.

Mientras sus hombres se ocupaban en todo esto, Juan Martín consultó con dos o tres de los más expertos sobre las medidas que mejor convinieran para asegurar el botín, porque los franceses, en la época de que hablamos, recorrían Castilla en todas direcciones, y seguramente, en cuanto se informaran de la audaz hazaña de los guerrilleros, enviarían en su persecución destacamentos importantes para evitar su huida o su reunión con algún cuerpo de ejército español. El plan más razonable parecía continuar en seguida, a través del páramo; y por veredas que el Empecinado conocía muy bien, llegar a alguna de las vecinas sierras. Allí podría ocultarse el tesoro en cuevas y sitios escondidos, hasta que la partida, que entonces no era más que un puñado de hombres, más bien un núcleo para la organización de un cuerpo efectivo de guerrilleros, creciese lo suficiente para poder luchar abiertamente con los franceses.

El ganado, sin embargo, había trabajado desde la mañana y estaba demasiado fatigado para que pareciese prudente reanudar la marcha en seguida. Además, a través del páramo, los caminos eran malísimos, singularmente para las carretas, y no parecía, hacedero arriesgarse por pasos estrechos y difíciles, en los que el resbalón de una mula o el vuelco de un carro podían ocasionar un retraso que comprometiese la seguridad de toda la partida. Por otra parte, otras razones hacían menos urgente la salida inmediata de los guerrilleros. La guarnición francesa más próxima estaba a tres leguas del lugar del combate y era más que improbable que conocieran la noticia de la emboscada al convoy antes de la mañana siguiente; y hasta después del medio día no podrían descubrir las huellas de la guerrilla. Por todo esto, se resolvió descansar allí la primera parte de la noche y emprender la marcha de dos a tres de la madrugada. Se dió, pues, la orden de desenganchar, y mulos y caballos fueron alojados en los establos y corrales de la aldehuela, con abundante ración de paja y cebada. El Empecinado, que vigilaba todas estas operaciones, recogió, en cuanto le fue posible, el dinero del cofre, colocó este otra vez en un carro y dejó una guardia montada, para evitar el saqueo del botín. Y creyendo imposible que la persecución de los franceses pudiera organizarse antes del próximo día, se abstuvo de colocar centinelas avanzados.

Pero su confianza hubiera sido mucho menor de haber sabido un incidente que había escapado tanto a él como a sus compañeros de guerrilla.

Al comenzar el ataque, el caballo que montaba el comisario se espantó por la caída de la piedra, que costó la vida al jefe de la escolta y comenzó a encabritarse, con gran disgusto de su jinete, que era un sujeto pequeño y gordo, portador de una rotunda barriga, muy propia de un comisario, y de dos piernas cortas y gruesas con las que experimentaba las mayores dificultades por adherirse a su inquieto bucéfalo. Sin embargo, los saltos y corvetas del animal salvaron, sin duda, la vida del jinete, dificultando el blanco de las eficaces balas de los guerrilleros. Al fin, el comisario, igualmente aterrado de los tiros y de la probable costalada, dejó de luchar con su caballo, y éste, desbocado, emprendió una carrera vertiginosa hasta más de la mitad de la distancia entre el desfiladero y Aranda. El resto de la jornada la hizo el pobre hombre a un paso más razonable, y a su llegada se apresuró a referir al general el ataque al convoy y los peligros que él había corrido. Su miedo, sin embargo, le hizo convertir la pequeña partida de guerrilleros en un formidable cuerpo de tropas españolas, y el general, aunque no tenía la menor noticia de la proximidad de semejante ejército, juzgó prudente salir él mismo, al frente de fuerzas numerosas, a reconocer el enemigo y, a ser posible, a recuperar el convoy. Así, pues, organizó inmediatamente una columna de seis escuadrones de caballería y de un buen golpe de infantes, guiada por el comisario, a pesar de su decidida repugnancia por la equitación y por las marchas nocturnas.

IV

Entretanto, después de disponerlo todo, entró el Empecinado en una de las casas y se echó sobre una cama, en el piso alto, para tomar un descanso breve antes de la dificultosa marcha que se avecinaba. Pronto quedó sumido en un sueño profundo; pero apenas habían transcurrido una o dos horas, cuando le despertaron varios tiros junto a las casas mismas. Saltó de los toscos colchones de hoja de maíz, tan corrientes en las casas del campo español, se abalanzó a la ventana y vió un espectáculo capaz de aterrar a cualquiera que no fuese Juan Martín Diez. Dos escuadrones de húsares franceses rodeaban rápidamente el poblado; y por el camino del páramo, que pocas horas antes habían seguido el Empecinado y su gente con el convoy, avanzaba al galope mucha caballería que iba alineándose a cierta distancia de la aldea. Todas las carretas estaban ya en poder de los franceses y sus guardianes habían sido pasados a cuchillo; no sospechando los españoles más peligros que alguna pequeña rapiña por parte de los aldeanos, habían descuidado su vigilancia y apenas tuvieron tiempo de disparar para avisar al Empecinado, antes de ser muertos a sablazos por la caballería enemiga.

Al frente de la compacta columna venía el general francés, rodeado de su estado mayor, montando un caballo ricamente enjaezado. Era un hombre joven todavía, cuyas facciones morenas, aunque no regulares, tenían una expresión franca y agradable; y sus miembros bien trabados y su arrogante porte, destacaban bajo un espléndido uniforme de húsar, cubierto de encajes y brocados. Bajo su shakó escapaba el cabello negro, en amplios bucles. Una curva cimitarra damasquina, con el puño enjoyado, pendía de su silla, y en la mano llevaba una fusta, incrustada en oro, con la que golpeaba impacientemente sus botas de marroquí, mientras daba órdenes a sus ayudantes. No era la primera vez que el Empecinado veía a este elegante militar, en el que inmediatamente reconoció a Murat, al húsar por excelencia, al dandy más refinado, pero a la vez et oficial más temerario de los ejércitos de Bonaparte.

El guerrillero se hizo cargo instantáneamente de la situación. La luna, casi llena, iluminaba por completo el páramo y la tropa. Por orden de Murat, parte de los soldados desmontaron y empezaron a registrar las casas. El Empecinado oía ya las pisadas de los húsares, subiendo la escalera. No había tiempo para vacilaciones, y abriendo el balcón se encaramó sobre la tosca barandilla, que quedaba en sombra bajo el ancho techo de la casa. Varios soldados paseaban a caballo bajo el balcón, previendo que alguno quisiera huir por él. El Empecinado se suspendió un instante del balaustre de madera y se dejó caer de pie los tres metros y medio de altura que tendría sobre el suelo, justamente al lado de uno de los centinelas, y antes de que éste, lleno de asombro, tuviese tiempo de volver la cabeza, estaba derribado debajo de su caballo, y el guerrillero, saltando sobre la silla, atravesó entre el cuartel general y se lanzó a todo escape por el páramo, en dirección a la Sierra.

La rapidez con que se desarrolló todo esto permitió al español tomar una ventaja considerable, antes de que nadie pensase en seguirle. Pero pronto, sin embargo, una veintena de dragones lanzaron sus caballos en su persecución y comenzó la más animada y excítanle de todas las cazas: la del hombre. A la clara luz de la luna, los franceses distinguían desde el pueblo los menores movimientos del fugitivo y de sus perseguidores. Galopaba a lo lejos el Empecinado, con la cabeza descubierta y sus largos cabellos negros flotando en el aire. Detrás de él, a diferentes distancias, iban los húsares, dos de los cuales ganaban rápidamente terreno sobre el guerrillero. Hacia la mitad del camino, en la llanura, uno de ellos estaba ya a unas varas del fugitivo, y cogiendo su pistola apuntó e hizo fuego sobre él. Hubiera sido mejor que no lo hiciera, porque la bala silbó por encima del Empecinado sin tocarle y, en cambio, recordó a éste que probablemente su montura llevaría también una pistola, y así era en efecto. Se afirmó en los estribos y se volvió sobre la silla. Su enemigo estaba sólo a dos cuerpos de caballo de él. Se oyó un disparo y el húsar cayó al suelo; y el noble animal, inmediatamente, se detuvo junto al jinete moribundo.

El Empecinado redobló entonces sus esfuerzos para huir, favorecido por la circunstancia de que el caballo, del que de un modo tan audaz se había apoderado, era uno de los más ligeros del escuadrón. Y, en efecto, logró alejarse de todos sus perseguidores, excepto de uno de ellos, un suboficial, que aprovechando el pequeño retraso que ocasionó al guerrillero el tiroteo con el húsar, logró acortar la distancia que le separaba del fugitivo.

El páramo había terminado y Juan Martín entraba en un camino pedregoso y estrecho, de cuyos pedernales arrancaban chispas los cascos de su caballo; a ambos lados crecían árboles silvestres, tan bajos que el jinete tenía que doblarse sobre el cuello del animal para que no le golpeasen en la cara. Estaba ya en la montaña y creyó que la persecución cesaría. Pero se equivocaba. Sonaban, cada vez más cerca, el ruido de los cascos y el jadeo del caballo enemigo. Comprendió entonces que era imposible escapar sin hacer frente a su implacable perseguidor, e inmediatamente resolvió lo que había de hacer. Llegado a un sitio donde la vereda hacía una revuelta muy pronunciada, volvió rápidamente su caballo y se abalanzó al francés, que llegaba en aquel instante, atenazándole entre sus brazos e impidiéndole hacer uso del sable, que blandía en la mano derecha.

El dragón era un hombre fortísimo, de seis pies de talla: uno de esos alsacianos de bigote rojo y largos cabellos, que se alistaron en las filas francesas y fueron excelentes soldados, por reunir la calma flemática de los alemanes con la vivacidad latina. Luchó resueltamente con su enemigo; pero su fuerza, y aun una fuerza doble de la suya, era nada ante los músculos de hierro y los dedos como tornillos del español. Rodaron ambos de sus caballos al suelo, y al caer, el Empecinado dió a su adversario un mordisco en la cara, con la furia de un bull-dog. Y en aquel momento, mientras el dragón, aullando de dolor, se revolvía inútilmente para librarse de su adversario y para alcanzar la espada que se le había caído en la contienda, el Empecinado, súbitamente, soltó su presa, y alzando su pie descargó una patada, con un vigor increíble, sobre el cuerpo del desgraciado francés. El cuerno de un toro murciano no hubiera hecho un destrozo semejante. Los intestinos del infeliz salieron del vientre, sus ojos giraron en sus órbitas hasta quedarse en blanco, y con un movimiento convulsivo rodó hacia un lado, a tiempo que de su boca brotaba un caño de sangre, que tiñó el agua de un arroyuelo que por allí corría[2].

Tres minutos después, un pelotón de húsares, a toda brida de sus caballos, llegaban al sitio donde su camarada moría. El estertor de la agonía subía a su garganta. A lo lejos se oían los cascos de un caballo que galopaba, fuera ya de su alcance, hacia las montañas.