I
AL comenzar la guerra de 1792, entre España y la República francesa, un muchacho de diez y siete o diez y ocho años se alistó en el regimiento de Caballería del Rey. Desde la primera acción en que tomó parte se distinguió notablemente; y habiendo llegado a oídos de Ricardos, general en jefe del ejército, su valor temerario, le hizo su ayudante. Sin embargo, el joven dragón se aburrió pronto de su nueva y relativamente descansada vida; el honor de galopar detrás del general no le compensaba del fastidio de no tomar parte activa en las batallas; y, además, disgustado por uno o dos combates en los que los suyos llevaron la peor parte, pidió y obtuvo el permiso de separarse del ejército, y con algunos camaradas, gentes, como él, de los pueblos ribereños del Duero, formó una pequeña guerrilla que comenzó a operar en Cataluña, a sorprender a los destacamentos y a molestar cuanto podía al enemigo. Sin embargo, la paz se hizo poco después y el joven soldado, cuyo nombre era Juan Martín Diez, y por apodo el Empecinado, fue licenciado y se retiró a su pueblo natal, Castrillo del Duero, en la provincia de Valladolid.
Allí vivió hasta el comienzo de la guerra de la Independencia, ocupado, unas veces en cavar y podar los viñedos, y otras en recaudar un impuesto sobre las mercancías vendidas en un distrito vecino, impuesto perteneciente al patrimonio del duque de Osuna. En invierno iba a los montes próximos, con su hacha y su pollino, cortaba leña y la vendía en los pueblos del contorno; y en una de estas ocasiones, le ocurrió el suceso que vamos a relatar, que demuestra su coraje y su fuerza muscular, tan extraordinaria, que probablemente no ha sido igualada por ningún hombre de su tiempo.
Iba una tarde por la carretera de Aranda del Duero con una carga de leña, cuando fue detenido por los alguaciles, pues este oficio estaba rigurosamente reglamentado por las leyes forestales de Castilla. Junto a los muros de Aranda, en el barrio de Allendeduero, había por entonces un corral, perteneciente al Municipio, en el que se recogían las bestias tomadas a los contrabandistas, hasta que se disponía su ulterior destino. En este corral fue encerrado hasta la mañana siguiente el Empecinado con su burro y su carga de leña. La salida de esta prisión era completamente imposible; por la parte del Sur, del Este y del Oeste estaba cercada por una pared, alta y completamente lisa, y por el Norte corría él río Duero, que en aquel sitio y en aquella época del año era tan profundo y de corriente tan rápida que hacía en absoluto impracticable todo intento de vadearlo o de atravesarlo a nado. La puerta del corral era pesadísima y estaba muy bien asegurada con cerrojo y tranca. Nada de esto descorazonó al Empecinado; sabía bien el castigo que le esperaba al día siguiente —la pérdida de su asno y un encierro de una o dos semanas en la cárcel de Aranda—, y se puso a discurrir el modo de fugarse. Enseguida encontró su plan. Con ayuda de su navaja y a fuerza de trabajo y de paciencia, logró labrar en la pared un cierto número de huecos lo bastante profundos para apoyar un pie, y por esta escalera improvisada pudo llegar hasta lo alto de la tapia. Cualquier otro hubiese saltado a tierra y huido; pero el Empecinado no abandonaba nunca a sus amigos en la desgracia, y se propuso huir con su orejudo compañero de trabajos y de cautiverio. Después de examinar, a horcajadas sobre la pared, durante breves minutos, las condiciones del terreno, descendió al corral, cogió su faja de punto de seda, tiró al suelo a su burro y le ató por las cuatro patas, como suele hacerse con los corderos o los ternerillos. Se echó luego el animal a la espalda, paso su cabeza entre las patas y el vientre de aquél y con esta carga formidable escaló de nuevo la pared. Una vez arriba, desató las patas del asno y con la misma faja lo hizo bajar poco a poco al otro lado. Saltó luego él mismo, montó en el paciente animal y huyo en busca de un sitio seguro en los montes próximos a su pueblo.
A la mañana siguiente los alguaciles fueron al corral en busca del Empecinado y de su caballería, para encarcelar a aquél y vender a ésta, en pública subasta. Su sorpresa no tuvo límites cuando, después de comprobar que la puerta estaba bien cerrada, encontraron la carga de leña, pero a ninguno de los dos prisioneros. Hicieron un registro minucioso hasta el último rincón, pero sin hallar el rastro de la fuga. Era imposible conjeturar cómo se habían escapado. La puerta quedó bien cerrada y atrancada la noche anterior, y era conocidamente imposible, como se ha dicho, vadear ni pasar a nado el río. Se dio cuenta detallada a las autoridades de lo ocurrido, y por muchos días no se habló de otra cosa que de esta extraordinaria fuga, llegando al fin a convencerse los habitantes de Aranda, incluidos los clérigos, que el Empecinado había hecho un pacto con el Demonio y que su fuga era cosa de brujería.
En el año de 1807, el Empecinado obtuvo el cargo de recaudador de primicias de la villa de Alcazarén. Pero sucedió que un hidalgo de la villa venía ocupando este cargo sin oposición de nadie, por lo que había llegado a considerarlo como un derecho propio; así que su sorpresa y su furor fueron grandes cuando se enteró de que otra persona había tenido la audacia de arrebatárselo. Era un hombre colérico y altivo, de estatura gigantesca y de gran fuerza física, por lo que era temido y odiado, no sólo en su pueblo, sino en toda la región. Pensando que sería fácil intimidar al Empecinado y hacerle renunciar a su cargo, le hizo llamar, y en un tono fiero le amenazó con su venganza si no le devolvía la cobranza de las primicias. El Empecinado, con gran indignación, se negó. El hidalgo montó a su vez en cólera, comenzó a insultarle y por fin y desgraciadamente para él, le pegó. Pero tan pronto como Diez sintió el golpe, se lanzó sobre su adversario, le cogió por la cintura, le levantó, en el aire, le tiró violentamente al suelo y, dándole un puntapié en la cabeza, le dejó allí, medio muerto y sangrando por oídos, boca y narices.
Al ruido de la reyerta habían ido acudiendo muchos vecinos, y por fin llegó el alcalde, que ordenó la detención y encarcelamiento del Empecinado. Mas éste abrió su larga navaja, se embozó en la capa y atravesó con aire altivo entre la multitud, sin que nadie se atreviese a tocarle; poco después llegaba sano y salvo a su pueblo.
Este castigo ejemplar, infligido a un hombre que era notoriamente un opresor de sus pobres convecinos, hizo una gran sensación en toda la comarca; y se centuplicó la admiración y el respeto, que ya le iba rodeando, por su valor, su desprecio del peligro y su inmensa fuerza y agilidad, que le hacían el campeón en todos juegos.
II
Pero grandes acontecimientos nacionales se preparaban por entonces, y con ellos se preparaba también a hora de los hombres del enérgico carácter, de las pasiones intensas y del amor ardiente a la libertad del Empecinado. El año 1808 llego, y con él, el comienzo de la lucha sangrienta de siete años que ha destrozado a España, y cuyas cicatrices no han desaparecido todavía; lucha sangrienta durante la cual cuatro naciones enemigas hicieron sus campos de batalla de las llanuras fértiles de la Península, y hospitales y cuarteles de sus palacios y catedrales.
Fué tan grande el efecto que produjo en el pueblo español la fulminante invasión de los franceses y el destronamiento del rey legítimo, que durante algún tiempo permaneció estupefacto e incapaz de todo intento de sacudir el yugo. Pero esta pasividad no podía durar mucho en una nación imbuida como ninguna otra del amor entusiasta al terruño y que, aunque secularmente había sido sometida a una verdadera tiranía por sus reyes, conservaba fieramente el espíritu de la independencia. Francia, sin embargo, fue engañada por esta calma aparente y pasajera, que tomó por indiferencia y apatía de un pueblo degradado y habituado a la esclavitud. En esta persuasión y considerándose en perfecta seguridad, los franceses recorrían como conquistadores todas las provincias, dándose el aire de señores y llevando sus convoyes de una parte a otra, con pequeñas escoltas o sin escolta alguna. Pero los españoles despertaron pronto de su inacción primera, y empujados por los excesos de una soldadesca brutal, se echaron al campo innumerables guerrillas, y aun aquellos hombres que por sus circunstancias familiares y personales no podían abandonar del todo el hogar, se unían en pequeños grupos, de tres o cuatro, y salían, literalmente, a «cazar franceses».
Al comienzo de la invasión llegó una noche al Castrillo del Duero un sargento de dragones francés y su ordenanza. Traía órdenes del coronel de su regimiento, que ocupaba el distrito de Peñafiel, de procurar raciones y forraje en los pueblos de Castrillo, Fuentecén y Nava de Roa. Una vez que el sargento, con toda la arrogancia propia de su pequeña graduación, hubo informado al alcalde de la cantidad de provisiones que debía proporcionar Castrillo, anunció su propósito de dormir en el pueblo y seguir, a la mañana siguiente, para Fuentecén, que está a continuación, en la misma carretera. Le fueron proporcionados a él y a su soldado los boletines de alojamiento, y ambos se retiraron a descansar.
La familia donde el sargento había sido destinado se componía de un viejo, su mujer y una hija única, hermosa muchacha de unos veinte años. Recibieron hospitalariamente al extranjero, le invitaron a participar de su mesa, que estaba ya preparada, y la hija fue a enseñarle la habitación que debía ocupar. El sargento era un languedociano, por desgracia suya admirador ferviente del sexo bello, hasta el punto de que en su regimiento se le llamaba l'homme á bonnes fortunes, por los estragos que sus enormes mostachos negros y sus patillas habían hecho entre las sentimentales mujeres de Alemania. Probablemente pensó extender su reputación en la latitud completamente distinta en que se encontraba, e imaginó empezar por la conquista de la guapa muchacha que le guiaba a su dormitorio. Pero no habían transcurrido dos minutos desde que él y su conductora salieron de la cocina, cuando los padres oyeron el ruido y los gritos de una disputa violenta, y un instante después la hija estaba de nuevo ante ellos, con los ojos relampagueando entre las lágrimas que pugnaba por contener, las mejillas arrebatadas de ira y la expresión de la cara y de toda su persona revelando una indignación violenta.
—¿Qué hay, hija, qué te pasa? —le preguntó la madre, corriendo hacia ella.
—El francés me ha ofendido —contestó ella—. ¡Cobarde! Si Juan Martín estuviese aquí, él me vengaría. Si yo misma hubiera tenido un cuchillo, le mato. Así y todo, ya le he enseñado que no se ofende a la novia del Empecinado. Adiós, madre. Me voy a dormir a casa de Catalina y volveré mañana, cuando ese cobarde se haya ido.
Apenas había desaparecido, cuando entró el dragón en la cocina, rechinando entre dientes uno de esos sarrrr… en que los franceses enfurecidos inyectan, la fuerza de veinte erres. Seguramente había llevado la peor parte en la lucha con la valiente muchacha; lo atestiguaban los arañazos y golpes de su cara, su cabeza desgreñada y una parte de las patillas arrancada por completo.
—¿Dónde está esa furia? —gritó, acompañando su pregunta de un torrente de juramentos y de palabrotas que no hay para qué copiar aquí.
Como hablaba en una jerga de francés, alemán antiguo y algunas palabras españolas, sus interlocutores —tampoco muy dispuestos a entenderle—, no comprendían nada de lo que hablaba. Pero el enfurecido soldado, decidido a expresar su ira en un lenguaje que todos entendiesen bien, cogió la vaina de su sable y comenzó a golpear a sus dos patrones, que sólo al cabo de un rato de este bárbaro tratamiento lograron escapar de la cocina, dejando la cena en poder del brutal huésped.
A1 romper el alba del siguiente día, el dragón salió Castrillo, y poco después Juana volvía a su casa y toda la familia se reunía otra vez en la cocina, como es costumbre en los españoles de los pequeños pueblos y aldeas. El pobre viejo se quejaba todavía de los golpes recibidos, y su hija reflexionaba tristemente que no había podido vengarse, como ella quisiera, de la barbarie del dragón francés.
Unos pasos sonaron entonces en el pasillo y un momento después aparecía un hombre que, apoyándose en el quicio de la puerta, daba los buenos días a los presentes. El recién llegado venía embozado en la capa, indispensable a todo castellano, y se cubría con el sombrero típico de anchas alas. Su continente era fiero y suelto, dulcificado sólo, por una cordial sonrisa, al saludar a Juana. Largos bigotes y una barba cerrada cubrían su mandíbula y parte de sus mejillas, y una mata de cabellos negros y fuertes, trenzados a la moda de la época, caía sobre su cuello. Aparentaba unos treinta años, quizá uno o dos más, y cuando entró en a habitación y se quitó la capa, dejó ver bajo el traje de aldeano unos miembros musculosos, reveladores de una extraordinaria fuerza.
¿Qué tal, Juanita? —dijo el Empecinado (que no era otro el recién venido), acercándose a su novia y cogiéndola la mano—. ¿No tienes nada que decirme, después de tres días de ausencia? Parece que me das la bienvenida con cara seria. Pero, ¿qué os ha sucedido? —continuó mirándola a la cara—. ¡Tú has llorado! ¡Y tu madre también! ¿Puede saberse lo que ha ocurrido?
Juana se resistía a contar el incidente de la noche anterior: las ofensas a ella y los golpes al pobre viejo, que, por otra parte, podían presumirse fácilmente, porque llevaba la cabeza vendada. Pero al fin habló; y conforme iba avanzando en su relato, la sangre subía a la cara del Empecinado, hasta que su frente y sus mejillas se colorearan de un violento carmesí; su barba y sus bigotes parecían más bravíos y erizados que nunca; y su mano, que se apoyaba sobre el respaldo de una silla, hizo saltar, hechos astillas, los barrotes de roble. Su novia no tuvo tiempo de acabar, pues el Empecinado, golpeando el suelo con una violencia que hacía retemblar la casa, gritó:
—¡Hasta cuándo profanarán nuestra tierra los malditos franceses! ¿Es que vamos a ver insultadas a nuestras mujeres, saqueadas nuestras casas y martirizados nuestros ancianos por los cobardes opresores, y lo vamos a ver pasivos y contentos?
Calló luego un instante, mientras a grandes zancadas recorría la estancia, y de pronto, deteniéndose ante un crucifijo que pendía de la pared:
—¡Juro —exclamó con recia voz—, juro por Cristo y por su Santísima Madre y por todos los Santos, luchar contra los sanguinarios invasores, matarlos y deshacerlos por cuantos medios estén en mis manos, y no cejar hasta que mi patria quede libre de su presencia, hasta que ni una sola planta francesa pise el suelo español!
Volvióse entonces, con más calma, a las personas que le escuchaban y añadió:
—Vosotros sois testigos del juramento que acabo de hacer; si alguna vez lo quebranto, ¡que caiga sobre mí la maldición que merecen los traidores a su patria! Y ahora, ¿saben ustedes adónde fue el rufián que ha pasado aquí la noche?
—A Fuentecén —le contestaron.
—Está bien —contestó el Empecinado; y poniéndose la capa, se fue al pueblo.
III
A cierta distancia de Castrillo, en dirección a Peñafiel, hay un sitio, solitario y salvaje, conocido con el nombre de El Salto del Caballo, El camino pasa en este sitio entre el Duero, que es allí bastante ancho y de corriente rápida, y un collado, de mediana altura, cuya base queda a muy poca distancia de la orilla del río. La pendiente de este collado es suave, lo suficiente gradual para que un hombre a caballo la pudiera subir al galope, y por lo tanto, el estrecho paso no podría considerarse como peligroso si no fuese porque la ladera está surcada de arroyuelos profundos y estrechos y sembrada de macizos de árboles y arbustos y de trozos enormes de roca, que le convierten en un lugar admirable para una emboscada; desde allí podría atacarse, con grandes ventajas, a un enemigo que atravesase el camino, aunque fuese muy superior en número. En otro tiempo, muchos de estos bloques de piedra fueron rodados hasta el pie de la montaña, donde han quedado, tan próximos entre sí, que el viajero, al contemplarlos, llenos de musgo y de líquenes, los tomaría por los restos de una antigua muralla. El paso y el collado eran famosos en toda la región, porque fueron teatro de gran parte de las hazañas de Melero, Chafandín y otros famosos bandidos que durante la primera parte del reinado de Carlos IV aterraron a toda Castilla.
Al día siguiente de su estancia en Castrillo, los dos dragones franceses volvían a su cuartel general, y a punto de las doce se aproximaban al Salto del Caballo. Su ausencia se había prolongado algo más de lo absolutamente preciso para arreglar la contribución de guerra que se proponían, y sin duda por esto parecía que habían galopado mucho, porque los caballos estaban sudorosos y los pusieron al paso para darles un respiro. El sol caía, haciendo resplandecer las bruñidas corazas de los soldados, y éstos caminaban a la par, hablando de «la belle France» y de sus hermosas campiñas, menos preocupados de los peligros que pudieran correr en aquel camino salvaje, en medio de un país hostil y sólo a medias conquistado, que si fuesen escoltando a Napoleón de París a Saint-Cloud. A poca distancia del paso difícil, el soldado advirtió que la cincha de su caballo se aflojaba, y desmontó, mientras el sargento continuaba al mismo paso que antes. Llegó solo a la parte más angosta del camino, y como a cien varas delante vio una cabra que empinada sobre una roca, se daba un festín con las hojas y las ramas tiernas de una madreselva.
—¡Buena pieza! —pensó el sargento, cogiendo la carabina que pendía de la silla—. Seguramente pertenecerá a uno de estos feroces campesinos que cuando trasponemos la puerta de sus casas nos apuñalarían si se atrevieran. Y apuntando cuidadosamente apretó el gatillo, y el pobre animal, cuyo almuerzo había sido interrumpido de un modo tan cruel, cayó ensangrentado desde la piedra donde había subido.
Pero un segundo después, casi a la vez que el breve estampido de la carabina, se oyó otra detonación, mucho más fuerte, y herido de un balazo en la frente, el francés cayó de su caballo, muerto antes de llegar al suelo.
El soldado que había quedado detrás trotaba para reunirse al sargento, y vió caer a éste a unas treinta varas de distancia. Picó espuelas a su caballo para acudir en socorro de su compañero, cuando sonó un segundo tiro dirigido a él, que no le alcanzó, sin duda por la precipitación con que fue disparado. El soldado volvió rápidamente su caballo hacia la montaña, de donde el tiro había venido. Vio que el humo de los tiros salía de entre unos árboles, a pocos pasos de distancia, y buscando un resquicio entre las rocas que bordeaban la falda del monte, entró en éste y pronto distinguió a un hombre que, con un trabuco en la mano, huía a todo correr hacia la cima.
A no haber sido porque la gran desigualdad del accidentado terreno era mucho más a propósito para correr a pie que a caballo, la persecución hubiera sido corta, pues la ventaja del fugitivo era breve y su perseguidor tenía un animal muy ligero, que manejaba muy bien y que se revolvía entre los obstáculos con gran rapidez. La huida parecía, de todos modos, muy difícil para el tirador. Si hubiera tenido tiempo suficiente para cargar de nuevo su trabuco, hubiera hecho frente al soldado. Pero un trabuco no se carga con tanta facilidad como una escopeta ni sus cartuchos se preparan con rapidez. Al fin se decidió a intentarlo; pero apenas había podido coger la pólvora cuando su enemigo estaba encima de él; tiró, pues, con un juramento de rabia, el arma, y tuvo justamente el tiempo de arrojarse él a un arroyo, demasiado ancho en aquel sitio para atravesarlo de un salto, y cuyos bordes, muy escarpados, hacían difícil el vadearlo a caballo, Gracias a ello pudo el español alejarse otra vez de su enemigo; pero pronto el dragón ganó la distancia perdida y se aproximó tanto que parecía inevitable su muerte. El sable levantado iba a caer ya sobre la cabeza del fugitivo, cuando éste llegó al borde de una gran zanja; sin vacilar saltó los quince o veinte pies de anchura, y mientras el francés buscaba un sitio mejor para que pasara su caballo, pudo dilatar, otra vez, la distancia que los separaba.
Sin embargo, a la larga, la energía y la velocidad del ágil campesino empezaron a flaquear; a fuerza de correr sobre la hierba, entre los arbustos y de saltar la zanjas y todos los obstáculos con la velocidad de un ciervo, sus piernas empezaban a cansarse; todavía regateaba delante de su perseguidor, buscando hábilmente los sitios peores para el caballo; pero su pecho jadeante indicaba que la carrera iba a cesar muy pronto.
Estaban como a una milla del punto de salida, que lo accidentado del terreno hacía aparecer mucho más larga, cuando, de repente, sonó una voz formidable, cuyo eco repitieron las montañas, haciendo a perseguidor y perseguido el efecto de un trueno; y a poca distancia, detrás de ambos, vieron aparecer, el uno infinita alegría, el otro con asombro y disgusto, al Empecinado, que montado en el caballo del sargento y blandiendo el ancho sable de éste, corría a todo galope en socorro del fugitivo.
El dragón renunció en seguida a la presa que perseguía e intentó salir del terreno áspero en que se encontraba y volver a la carretera. Pero su caballo, con flancos cubiertos de espuma, mostraba el agotamiento de la última media hora de un ejercicio para el que no estaba adiestrado, mientras que el animal que montaba el Empecinado, además de ser más fuerte, era incomparablemente más fresco. Comprendiendo, pues, que le era imposible huir, el francés se detuvo en un espacio relativamente llano, en la ladera de la montaña, y esperó tranquilamente el encuentro con su adversario; probablemente sin darle demasiada importancia, puesto que no le veía otra arma que el sable y no era de suponer que un campesino fuese muy diestro en su manejo. Sin embargo, pronto pudo convencerse de que el Empecinado, que galopando impetuosamente acababa de acometerle, era mucho mejor tirador que él. Habían cambiado muy pocos golpes, cuando el español, después de parar uno del francés con tal violencia que por poco salta el sable de la mano del soldado, le tiró tal estocada que la ancha y fuerte hoja le atravesó el cuerpo de parte a parle.
La tarde de aquel mismo día el Empecinado y su hermano Manuel —que era su compañero de expedición—, entraban triunfalmente en Castrillo, cabalgando en los corceles y equipados con las armas de los dos dragones, cuyos cadáveres arrojaron al Duero. El Empecinado fue en seguida a casa de su Dulcinea y allí relató la completa venganza que había tomado del que osó ultrajarla, mostrando como trofeo el sable del sargento.
Pasó Diez la noche en su pueblo. Pero no podía ya seguir la vida de paz: había cambiado el hacha y la podadera por la carabina y el sable, y el rincón abrigado junto a la chimenea, por el vivac en la montaña; y al romper el alba, los dos hermanos salieron a caballo carretera adelante, dispuestos «a matar franceses».
Esta fue la primera hazaña del más formidable enemigo que tuvo Francia durante toda la guerra de la Península; y de este modo, la brutalidad de un soldado con una mujer, empujó al campo a un hombre que vertió a torrentes la sangre de los soldados de Napoleón, pues, fiel a su juramento, ni desmayó ni descansó un solo instante hasta que el último de los enemigos cruzó la frontera de España.
Los otros quince guerrilleros eran de otra partida y tenían por jefe a un joven de veintidós a veintitrés años que cabalgaba a la derecha del Empecinado…
IV
Había pasado un mes de cuanto hemos referido, cuando, al amanecer de un hermoso día de sol, treinta y cinco hombres cabalgaban por una travesía que, poco más allá, desembocaba en el camino real de Valladolid a Madrid. A la cabeza de la partida iba el Empecinado, que había logrado reunir a su lado una veintena de muchachos que ardían, como él, en el ansia de vengar los atropellos cometidos por el odiado invasor. Los otros quince guerrilleros eran de otra partida, y tenían por jefe a un joven de veintidós o veintitrés años, que cabalgaba a la derecha del Empecinado y hacía con éste el más extraño contraste.
Aunque era un poco más alto que Diez, por su porte esbelto y bien proporcionado, parecía casi frágil junto a la espalda formidable, el cuello de toro y los miembros hercúleos del Empecinado; y su dulce rostro, que adornaba sólo un bigote tan leve y correcto que parecía pintado, resultaba afeminado al lado de la cara de su compañero, medio oculta por una hirsuta barba negra. Sin embargo, sus facciones eran tan expresivas; se tenía tan firme y tan derecho sobre la silla, y manejaba con tanta gracia y facilidad su soberbio caballo andaluz, que podría pasar por el más perfecto modelo de dragón. Este hombre era Mariano Fuentes, natural de la misma provincia que el Empecinado, y como él valiente hasta la temeridad. Indignado también por las crueldades y opresiones del enemigo, había levantado una pequeña guerrilla al frente de la cual causaba bastantes daños al enemigo, interceptando correos y apoderándose de pequeños convoyes en el camino entre Burgos y Valladolid. Por entonces, los dos guerrilleros se habían unido para engrosar su fuerza y acometer empresas de mayor importancia.
—O mucho me engaño —dijo a sus compañeros un hombre que cabalgaba inmediatamente después de Fuentes—; o mucho me engaño, o antes de pocas horas vamos a entrar en faena.
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Fuentes, que había oído esta observación y que debía mucho crédito al que así había hablado, hombre muy valiente, y, sobre todo, dotado de grandes condiciones naturales para la vida de las guerrillas.
El interrogado, cuyo nombre de guerra era el Pescador contestó en seguida a su jefe:
—No tengo más que una razón, mi capitán, pero es la mejor para mí, aunque te haga reír. Es que huelo a francés. Sabes muy bien que las aves de rapiña huelen un caballo muerto desde muchas leguas de distancia. Yo me parezco en eso a los buitres, con la distancia de que no husmeo a los muertos, sino a los vivos. En ese campo de al lado podría haber un regimiento entero acuchillado, y no me enteraría. Pero ponedme medio día de marcha detrás de un francés vivo, y el rastro del gabacho me dará en la nariz enseguida. Y ese olor es el que me trae esta mañana el viento.
A pesar del respeto que inspiraba el Pescador a los soldados, todos rieron al oirle.
—Si aciertas —le replicó el Empecinado—, te daré dos onzas; aunque mi bolsa está muy floja, ya encontraré medio de llenarla para cumplir contigo.
Así hablando, llegó la pequeña partida al fin de la vereda y entró en el camino real, satisfecha al cambiar el suelo pedregoso de aquélla por una ruta firme y llana. El Duero corre, en este sitio, paralelo a la carretera hasta una media legua más allá, en la que se cruzan en un puente. En esta dirección continuó su marcha la guerrilla, sin que nada de particular ocurriese, hasta un punto en el que, bruscamente, tuerce la carretera y se ve, a la distancia de un tiro de fusil, el puente de Arandilla. En aquel momento salía del pueblo de Milagros, situado junto al puente, y empezaba a atravesar éste, un destacamento de treinta húsares franceses, que escoltaban un coche en el que iba uno de los correos de gabinete de Murat.
—¡Viva España! ¡Viva la Independencia! —gritó el Empecinado, después de haber desplegado a sus hombres tanto como el ancho del camino se lo consentía.
Y al frente de ellos, y con Fuentes al lado, cargaron sobre lo franceses, que avanzaban formados de un modo semejante.
Los dos enemigos, tan súbitamente enfrentados, eran casi iguales en número y no muy distintos por sus demás cualidades. Es cierto que los húsares estaban mejor instruidos y disciplinados y, en general, eran mejores jinetes que sus enemigos; pero los guerrilleros, en cambio, les aventajaban en coraje y sus caballos eran más fuertes. Al sobrevenir el choque, la línea francesa permaneció cerrada e inquebrantable; los españoles no conservaron tan bien su frente, pero no retrocedieron un solo paso, y durante unos minutos se trabó un furioso cuerpo a cuerpo a todo lo ancho de la carretera. Al cabo de algún tiempo de entrechocarse los sables y de herirse varios de los combatientes no había aún una sola silla vacía; y entonces el Empecinado, impaciente al ver que la contienda se alargaba demasiado, se puso al frente de ocho o diez de sus mejores hombres, y en una carga desesperada rompió la hasta entonces infranqueable línea francesa, perforándola con su pequeño escuadrón y deshaciendo todo su frente.
El oficial que mandaba a los húsares comprendió que todo estaba perdido, y como la retirada por el puente estaba cortada, seguido de tres de sus soldados huyó en dirección al río con intención de vadearlo. El Empecinado se lanzó él solo en su persecución. Pero ocurrió que el río había tenido hacía poco una gran crecida y las aguas, al retirarse, habían dejado los campos vecinos convertidos en ciénagas. Los fugitivos entraron pues, en las que creían seguras praderas, y a poco sus caballos se hundieron en el fango hasta la cincha, siendo inútiles para sacarlos de allí cuantos esfuerzos hicieron sus jinetes. En aquel momento llegaba el Empecinado, galopando furiosamente, y al saltar un pequeño seto, su caballo tropezó y no sólo se hundió también en el lodazal, sino que cayó, dejando a su jinete debajo. La blandura del suelo hizo inútiles los esfuerzos de caballo y caballero para levantarse, y el Empecinado quedó allí, con la rabia en el corazón y el juramento en los labios, maldiciendo al caballo, al río, al pantano y sobre lodo a los cuatro franceses, que montados en sus animales y a cincuenta pasos de distancia, aunque imposibilitados para huir, se disponían a hacer fuego, con pistolas y carabinas, sobre el caído adversario.
Por fortuna, el Empecinado pudo resguardarse tras su montura, y la primera descarga de los franceses fue infructuosa. Sin embargo, era tan corta la distancia, que esta buena suerte no se hubiera prolongado mucho; pero, felizmente, el socorro, de que tan necesitado estaba, no tardó en llegar. Sus hombres, en efecto, no se habían apercibido de su ausencia en el fragor de la lucha con los franceses que aún quedaban, los cuales, viéndose rodeados por todas partes, y sabiendo muy bien que no podían esperar cuartel de sus enemigos, se defendían desesperadamente. Además, el pantano estaba bastante lejos del sitio del combate. Pero, al fin, el Pescador acertó a mirar en aquella dirección e instantáneamente se dió cuenta de lo que ocurría y del inminente peligro en que estaba el guerrillero. Dejó al punto la lucha y voló en su ayuda a toda velocidad de su caballo mientras la firmeza del terreno se lo consintió; y entonces, corriéndose cautelosamente a lo largo del borde del fangal, pudo llegar sin ser visto a retaguardia y a corta distancia de los franceses, los cuales, sin sospechar su llegada, cargaban de nuevo sus armas para disparar otra andanada sobre el Empecinado.
Éste, al verse en situación tan comprometida, había pedido socorro; pero como su poderosa voz se perdía entre la distancia y el ruido de la lucha, desistió de llamar y quedó completamente inmóvil, enseñando los dientes y con los ojos clavados fieramente en sus enemigos. Era difícil saber si en aquel terrible instante pensaba en los placeres del mundo que iba a abandonar o en la suerte que le esperaba en el otro, desconocido, donde iba a entrar en seguida; pero lo cierto es que no podía descubrirse ni una sombra de miedo, ante la muerte inevitable que le aguardaba, en la frente audaz del Empecinado, que se ofrecía, como fácil blanco, a sus cuatro implacables enemigos.
El Pescador vió que no había tiempo que perder. Requirió su trabuco naranjero y, apuntando con todo cuidado, disparó. Uno de los húsares rodó sobre el fango y otro, el oficial, cayó a la vez sobre el cuello de su caballo alazán, cuyas crines se empaparon en la sangre de su jinete. Los dos que no habían sido tocados se volvieron en sus sillas y dispararon las carabinas sobre el nuevo combatiente, que se rió al oir silbar las balas y con toda tranquilidad se dispuso a cargar de nuevo el fusil. Pero en aquel momento sonó un tiro en otra dirección y vieron a Fuentes y a varios guerrilleros que llegaban al galope. La escaramuza de la carretera había terminado; salvo algunos franceses que lograron romper el cerco y huir, los demás habían sido exterminados, y pronto siguieron su suerte los dos infortunados húsares que habían quedado en el pantano.
Con no pocas dificultades pudo ser extraído el Empecinado de la fangosa prisión en la que estuvo a punto de terminar prematuramente su carrera. Se sacaron también los caballos, y la partida volvió al camino real; pero antes el Empecinado dió al Pescador una bolsa, no voluminosa, pero bien repleta.
—Aunque pesase diez veces más —le dijo—, sería poca recompensa para el favor que me has hecho. Muchas veces he deseado encontrarme con la muerte y encararme con ella, los pies en el estribo y la espada desnuda, y hoy mi deseo estuvo a punto de realizarse; pero hubiera querido que fuese en un sitio donde mi caballo pudiese galopar, y no cogido en este barrizal, como un gorrión con liga.
El Pescador replicó, moviendo la cabeza con cómica gravedad:
—No, señor, no; vengan las dos onzas que me prometiste esta mañana; pero no está bien pagarme de más por una cosa tan agradable como tirar a los franceses, y tanto más si con ello he tenido la satisfacción de salvar la vida al Empecinado. Además, estoy pensando que en el coche encontraremos algo con que forrar bien nuestros bolsillos, aparte del correo de gabinete, que con toda su gordura, está temblando como si tuviese tercianas.
No se había equivocado. En la berlina encontraron muchos paquetes de despachos y gran cantidad de dinero. Recogieron el botín y los caballos de los húsares, y la partida, tras un breve conciliábulo del Empecinado y Fuentes, emprendió la marcha en dirección a los Pinares de Coca, que es una parte abrupta de la región, llena de bosques de pinos, en donde estarían seguros mientras se curaban las heridas y reclutaban nuevos jinetes para los caballos capturados. El dinero del correo se repartió equitativamente. Y durante unos días, en las cocinas de los cortijos donde las partidas pernoctaban, se oía el entrechocar de los vasos de vino y las alegres canciones de los guerrilleros[1].
Facsímil de la firma del Empecinado.
(De un salvoconducto, fechado en Cogolludo el año 1810, en el mismo día que el documento al general Hugo que se copia en el prólogo).