SEGUNDAS LECTURAS
En los años que cursé la segunda enseñanza cayeron en mis manos muchos libros. Fué el azar quien los trajo, no una mano discreta; así que reinó en mis lecturas una heterogeneidad disonante y cualidades muy diversas.
Mi padre me había dejado vivir siempre en una independencia intelectual que estremecería a un pedagogo. Porque mi padre, con su pesimismo jocoso y paradójico, se reía de la Pedagogía. Pensaba y repetía sin cesar que la educación servía de poco; que la naturaleza lo hacía todo. Quien había nacido tonto, tonto sería toda su vida, sin que fuesen poderosos los más ilustres maestros a volverle discreto.
No discuto esta opinión subversiva; pero afirmo que su sistema, o, por mejor decir, su falta de sistema, no produjo en mí tan funestos resultados como debiera esperarse. Aún más; se puede aventurar que si autoritariamente se me impusiera la lectura de algunos libros, probablemente hubiera cobrado aborrecimiento a todos ellos. En ésta, como en otras muchas ocasiones, quizá valga más entregarse en manos de la Providencia. «Vendrá a tus brazos el ser que debes amar; vendrá a tus manos el libro que debes leer», dice un filósofo moderno.
Sin embargo, dudo mucho que la Providencia me haya enviado directamente en aquella época las novelas horripilantes de un escritor francés llamado Ponson du Terraill. Mas, por otra parte, ¿quién podrá resolver del efecto benéfico o nocivo que las sustancias que ingerimos producen en nuestro organismo? La naturaleza efectúa en su seno recóndito un trabajo sordo, que trueca no pocas veces los venenos en medicinas, y otras ¡ay!, las medicinas en venenos. ¿Quién sabe si aquellos novelones filtrados por los tamices y destilados en los alambiques de mi espíritu habrán soltado a la postre un jugo nutritivo? Lo que sí afirmo, sin vacilar, es que en aquel tiempo me sabían a almíbar.
No dura mucho el placer en este mundo. Aquellas novelas de aventuras fantásticas y de intrigas tenebrosas llegaron a fatigarme. Cuando vino el desencanto tropecé dichosamente con otras que me cautivaron de modo más espiritual. Leí varias de Bulver Lytton, y por ellas fuí iniciado en la observación psicológica, la expresión de carácter y la gracia sentimental que caracteriza a los novelistas ingleses. Tanto deleite me causaron que en mi edad madura quise repetir su lectura. Me acaeció lo mismo que con otros libros. El encanto se había roto y no me fué posible componerlo. Bulver Lytton es un notable escritor, pero sus novelas de costumbres se hallan infeccionadas de lo que pudiera llamarse manía aventurera, y no pueden ser comparadas a las de los grandes maestros Goldsmith, Fielding, Dickens y Thackeray. Sus mejores fábulas son, a mi juicio, las históricas Nicolás Rienzi y Los últimos días de Pompeya.
Después me alcé todavía más. Mi primo me había hecho conocer a Espronceda, como ya he dicho. Ningún poeta causó en mí impresión más honda y duradera.
De todas las obras leídas en mi niñez su poema El diablo mundo es una de las pocas que no ha cesado de deleitarme; me ha deleitado en mi edad madura y me deleita todavía en mi vejez. Hay en el hombre una edad iconoclasta, en la cual se complace rompiendo a martillazos los ídolos que adoró en su adolescencia. Espronceda permanece siempre en el altar que le he erigido. Su Canto a Teresa es la página más armoniosa y vibrante que ha producido la lírica española, y puede compararse, sin desmerecer, al Lago, de Lamartine, a la Noche de Octubre, de Musset, y a los cantos más patéticos del Childe Harold, de Byron. Pero esta nuestra España fría y esquiva casi siempre con los hijos que más la ilustran, aún no le ha rendido el tributo de admiración que le debe. Reproducidas por el bronce y el mármol se parecen por los ámbitos de Madrid las figuras de algunos grandes hombres y de otros bien medianos; pero no veo aún alzarse entre ellos la frente radiosa de don José Espronceda, el español más inspirado que ha nacido en el siglo XIX.
Todavía di algunos pasos más en la senda de la Estética. Por medio de Espronceda adquirí el gusto de los poemas y leí algunos de los más bellos que las nueve hermanas han inspirado a los mortales. Leí en la biblioteca de la Universidad la Iliada, de Homero, traducida en verso libre por Hermosilla. Aunque tiene fama esta traducción de indigesta, me causó extremado placer. La edición era excelente, lujosa, y esto contribuye más de lo que generalmente se cree para hacernos amables los libros. Por espacio de algunos días viví en constante embeleso entre aquellos héroes tan divinos y aquellos dioses tan humanos. Sobre todo las diosas hicieron verdaderos estragos en mi imaginación infantil y lograron rápidamente convertirme al gentilismo. Fuí un empedernido pagano por más de dos meses, sin que mi familia ni mis profesores pudieran sospecharlo. ¡Cuál gritaría nuestro descomunal y fragoroso catedrático de Religión y Moral si supiese la gente que frecuentaba mi cerebro!
Quise leer también en la misma biblioteca El paraíso perdido, de Milton, traducido por el canónigo Escoiquiz, pero no fué posible. Me aburrió infinitamente. Yo era entonces, como acabo de manifestar, un pagano que quemaba incienso en los altares de los ídolos. Aquellas legiones flotantes de ángeles y arcángeles suspendidos en los espacios, sin tierra donde apoyarse, me parecían tristes volatineros. Más tarde, culpando al traductor, intenté repetir la lectura de este poema en una traducción francesa; mucho más tarde aún traté de leerlo en el original. Siempre me acometió idéntica grima. Por fin en mis tiempos gloriosos de crítico me dije: «Milton es un gran poeta, pero su poema es insoportable. Al Cristianismo, religión espiritualista y enemiga de las formas plásticas no se la puede ni se la debe agregar una mitología porque precisamente ha venido a concluir con todas ellas. Por eso fracasaron siempre los intentos más o menos plausibles que se han hecho para añadírsela». Dictado y refrendado este veredicto inapelable quedaron disipadas mis inquietudes y remordimientos por lo que respecta al famoso poema.
Mi paganismo no se prolongó largo tiempo. Pocos meses después fuí convertido al islamismo. La encargada de esta obra nefanda fué Clorinda, la famosa heroína de La Jerusalén libertada. Aquella mujer intrépida y bella, feliz creación del gran poeta italiano Torcuato Taso, me hechizó hasta hacerme soñar despierto.
Y como mi imaginación solía representarse las más ilustres creaciones de los poetas con los rasgos de algunos seres de carne y hueso por mí conocidos, se me antojó prestar a Clorinda el rostro y el talle de una joven a la cual casi todos los días veía.
Era de condición humilde, hija de un ebanista que tenía su taller no lejos de mi casa. Cuando yo llegué a Oviedo no contaría más de quince años, pero tenía la estatura de una mujer; así que no sólo me aventajaba por la edad sino mucho más aún por la corpulencia. Pues bien, un día tuve la mala ocurrencia de hacerla blanco de mi tiragomas; creo haber dicho que estaba muy pagado de mi habilidad en esta clase de esgrima. Le di, en efecto, con una cascarita de naranja en medio del rostro exactamente como había hecho pocos días antes con Antoñita. Mas ¡ay!, ella no la recibió exactamente con la misma paciencia; antes al contrario se vino hacia mí lanzando rayos por sus hermosos ojos (porque los tenía muy hermosos; hay que confesarlo) me arrancó el tiragomas y me aplicó un soberbio bofetón que me enrojeció la cara. Quise defenderme, pero me sujetó tan fácilmente las manos y me solfeó tan lindamente y a su gusto que no me quedaron más deseos de ofenderla.
Inútil es decir que desde entonces la dediqué un odio mortal. Cuando iba a cátedra con los libros bajo el brazo y la encontraba en pie a la puerta del taller de su padre le dirigía de través algunas miradas pulverizantes a las cuales solía corresponder ella con sonrisa burlona y desdeñosa.
En dos años aquella niña se transformó en una joven apuesta, majestuosa y un poco hombruna por sus modales. Cuando acerté a leer el poema del Taso mi fantasía comenzó a ver a Clorinda, la valerosa amazona de los infieles, con el rostro y la figura de la hija del ebanista. No era gran extravío, pues repito que tenía hermosos y fieros ojos; y en cuanto a fuerzas ya las había podido apreciar a mis expensas. No dudo que si montase a caballo y empuñara la lanza pudiera habérselas con cualquier moderno Tancredo.
Pues así que la transformé por arte imaginativa en amazona de los infieles defensores de Jerusalén, se disipó ¡caso curioso!, todo mi odio y me puse a amarla desaforadamente. En vez de dirigirle miradas atravesadas y malignas comencé a clavárselas bien directas y apacibles. Cuando la veía de lejos a la puerta del taller aflojaba el paso para saborear más tiempo el placer de contemplar su gentil figura. Si ella no estaba, cruzaba de largo y velozmente. Pero casi siempre me arreglaba para que estuviese, pues espiaba las horas en que venía a traer la comida a su padre y avanzaba o retrasaba mis entradas y salidas de casa en combinación con ellas.
La altiva guerrera no vió con agrado aquella mutación ni aceptó mis homenajes visuales. Al principio le causaron sorpresa y me miró con alguna curiosidad: después apartaba la vista de mí con desdén y aun me volvía la espalda: por último, tomando a ofensa mi rendimiento me clavaba ya de lejos una mirada iracunda y retadora que me hacía subir los colores al rostro.
¡Ingrata! Yo la amaba, sin embargo, cada día más. Esta misma crueldad la asemejaba todavía a la fiera Clorinda. ¡Cuántas veces estuve tentado a pararme delante de ella y decirle como Tancredo: —«Puesto que no quieres paz conmigo, las condiciones de nuestra lucha serán que me arranques el corazón! Este corazón, que ya no es mío, pide la muerte si su vida te desagrada. Desde hace tiempo es tuyo; ¡tómalo; yo no tengo el derecho de defenderlo!».
Felizmente nunca me atreví a ensartarle tal discurso. Si lo hubiera hecho pienso que, en efecto, me hubiera despedazado.
Felizmente también sacudí pronto el yugo de la media luna y dejé de ser musulmán. Otras heroínas cristianas, y por lo tanto más piadosas que la hija del ebanista, me prendieron el alma. Leí el Orlando furioso del Ariosto, y aunque no penetré entonces la fina ironía que se ocultaba debajo de sus cantos épicos precursora de la de nuestro gran Don Quijote, todavía me divirtieron extremadamente sus muchas e interesantes aventuras.
Por último, aún leí otro poema, Os Luisiadas de Camoens. Bien puede, pues, decirse que los años de la segunda enseñanza fueron para mí la edad de los poemas. Este es el único que, exceptuando el de Espronceda, leí en su idioma nativo; porque el antiguo portugués se parece tanto al castellano que para cualquier español es comprensible. No debo conservar de este poema grata impresión. Llevé el libro, que era una linda edición diamante, a Entralgo en unas vacaciones de Navidad y lo leí al amor de la lumbre. Pero acaeció que saliendo de improviso un día al aire libre y frío me cogió una oftalmía de la cual me he resentido toda la vida.
Paralela a esta afición literaria, comenzó a correr en mi existencia otra a la cual debo quizá aún mayores y más sólidos placeres, la afición a los libros de historia, de filosofía, de crítica y ciencia social. Aunque parezca raro, estas dos tendencias han compartido mi espíritu hasta la hora presente y si he de hablar con sinceridad pienso que la segunda tuvo siempre más hondas raíces que la primera. Por haberlo manifestado así a un periodista extranjero y haberlo estampado en su diario, otro periódico de Londres se burlaba de mí exclamando: «¡Amante de la filosofía un hombre que escribe una novela todos los años!».
Pues bien sabe Dios que es la verdad. Lo sabe Dios y lo sabía mi buen amigo Angel Jiménez, por otro nombre el doctor Angélico, cuyos papeles he publicado hace años. Al tiempo mismo que escribía mis novelas pensaba con deleite en los libros científicos que había comprado y ansiaba terminarla para entregarme algunos meses a su lectura. Jamás soñé en mi adolescencia ni en los primeros años de mi juventud con los laureles del poeta: pensaba que había nacido para hombre de ciencia. Y lo he de confesar lealmente, cuando ciertas circunstancias que no quiero explicar me impulsaron a escribir novelas me juzgué dislocado y toda mi vida experimenté el vago sentimiento de haber sufrido una capitis deminutio.
Leí, pues, durante los años de la segunda enseñanza muchos y buenos libros: la Historia de los Reyes Católicos y de Felipe II, de Prescott; la Conquista de Méjico, de Solís; la Historia de la revolución inglesa, de Guizot; gran parte de la Historia Universal, de César Cantú; el Viaje del joven Anacarsis por la Grecia; las Lecciones de literatura, de Hugo Blair; El Deber, de Julio Simón; el Libro de los oradores, de Cormenin, obras de Michelet, de Laboulaye, etc., etc.
Leí asimismo alguno de los libros que entonces se hallaban a la moda, las Palabras de un creyente, de Lamennais, y El mundo marcha, de un señor llamado Pelletan. El estilo metafórico y enfático de estos escritores, en el cual sobresalió como ninguno Edgar Quinet, me sedujo entonces tanto como ahora me enfada. En la oratoria produce maravillosos efectos y a él debe nuestro Emilio Castelar sus triunfos; pero en los libros resulta empalagoso y buena prueba de ello son los del mismo Castelar.
Mas de todas las obras que entonces leí la que me dió más golpe y logró cautivarme fué la Historia de la civilización europea, de Guizot. Estas lecciones, profesadas en la Sorbona, fueron para mí una revelación y me iniciaron en lo que llamamos filosofía de la historia. A tal punto me impresionaron que después de haberlas leído varias veces resolví aprenderlas de memoria. Y así lo puse por obra: leía una lección repetidas veces y luego cerraba el libro y la escribía, resultando transcrita casi al pie de la letra.
¡Ay!, a causa de estas grandes síntesis padecí después en mi juventud no pocas indigestiones. La Europa fué inundada de generalizaciones históricas en el último tercio del siglo pasado. No sólo nuestros profesores de la Universidad nos abrumaban con ellas, sino que en los discursos de los oradores del Ateneo, en los del Congreso de los Diputados y hasta en los sermones de las iglesias se generalizaba de un modo espeluznante: se comenzaba siempre por Adán y se terminaba con la casa de Austria.
Todo el mundo se puso a generalizar en aquella época. Generalizaban los autores, y los oradores y los periodistas; generalizaban, a su imitación, los médicos cuando venían a tomarnos el pulso, y los abogados en sus informes aunque se tratase de un asesinato modestísimo, y los comerciantes cuando nos hacían pasar por inglés un género catalán, y las patronas de las casas de huéspedes al pedirnos dinero adelantado. La mía me trazó un día con grandes rasgos sintéticos, y en el espacio sólo de una hora, la historia de su grandeza y decadencia en un discurso repleto de imágenes, de exclamaciones y toda clase de artificios retóricos.
Alguna vez recorriendo con la vista mi biblioteca tropiezo con el famoso libro de Guizot y lo tomo en la mano. Su aspecto es venerable como el de las grandes casas solariegas a quienes el tiempo no ha logrado arrancar el sello de su grandeza. Su encuadernación lujosa, está ya bien marchita, bien arruinada; sus esquinas gastadas; su lomo deteriorado; pero tiene un aspecto de dignidad que impone respeto. Sin embargo, yo le doy vueltas entre las manos y sonrío. Mi sonrisa debe de hallarse impregnada de burla y desdén porque el libro parece mirarme con tristeza y decirme por una pequeña boca descosida que tiene en el lomo: «¡No rías, no rías hombre ingrato y presuntuoso! Si has hallado en otros libros mayores riquezas que en el mío, yo fuí quien primero habló a tu juvenil inteligencia. En aquel tiempo me escuchaste con embeleso y aprendiste de mí a desentrañar el sentido oculto de los sucesos y a meditar sobre sus causas y sus efectos. Acuérdate de la briosa exaltación con que te asimilaste mis pensamientos y las ilusiones que embargaban entonces tu ánimo y las esperanzas que concebías de llegar a ser un sabio. Si no lo has sido no fué culpa mía, pues otros lo han conseguido empezando por libros que no valen tanto como yo. Acuérdate de aquellas horas venturosas que juntos pasábamos en las noches de verano, debajo del gran quinqué de petróleo cuando todo callaba ya en la aldea y tu pobre madre sentada frente a ti trabajando con la aguja de ganchillo apenas se atrevía a toser para no turbar tus estudios. Soy un viejo y fiel amigo de tu adolescencia. ¡No te burles de mí!».
Entonces yo a mi vez quedo serio y triste. Permanezco inmóvil y meditabundo largo rato; y al cabo, enjugando una lágrima, vuelvo a colocar el libro con respeto donde estaba.