XVIII

PRIMERAS LECTURAS

No será imposible que el lector al llegar a este punto y acaso antes se haya preguntado: «Pero este novelista que nos da cuenta de su infancia ¿cómo nada dice de sus impresiones literarias, de la influencia que sobre su espíritu ejercieron los primeros libros que cayeron en sus manos?».

¡Ah, caro lector, ahí me duele! Sobre este toque no puedo comunicarte más que cosas vergonzosas. Bien me apetece decirte, como alguno de mis colegas, que a los siete u ocho años leía asiduamente la Biblia, me entusiasmaba con Homero y de vez en cuando para desengrasar me echaba al cuerpo una tragedia de Sófocles. Quisiera presentarme ante tus ojos como un niño excéntrico, sombrío, apartado de los juegos de mis compañeros, gozándose en la soledad, paseando a las orillas de la mar o por los bosques, llorando y riendo sin motivo aparente, mirando más a las estrellas que a la tierra. O bien como una maravilla de agudeza y donaire, enloqueciendo a la familia y los amigos de la casa con sus ocurrencias felices, despertando la admiración con sus observaciones penetrantes y preguntas ingenuas.

Si esto te dijere, lector amigo, te engañaría miserablemente y todo lo que me resta de vida me remordería la conciencia. Prefiero confesarte que en mi niñez me agradaba correr y saltar con mis compañeros de escuela, cazar grillos, jugar a los botones y cambiar de vez en cuando algunos puñetazos. Ni más alegre ni más triste que los demás. Nada de pasearme solo por la ribera de la mar con la cabellera al viento desafiando a la tempestad. Nada de llorar sin motivo. Cuando lo hacía era porque don Juan de la Cruz, mi maestro, me administraba algunos vardascazos o algún pillastre de Sabugo me cortaba el hilo de la cometa (sierpe en Avilés) o por otros motivos no menos fútiles y prosaicos. Caprichos, sí los tenía, pero nada románticos; no creo haber sido nunca un niño incomprensible; antes bien me parece que todo el mundo me comprendía perfectamente. Mi originalidad era tan escasa que estaba desesperado con mi nombre porque no había otro igual en la población y reprochaba a mis padres interiormente el no haberme puesto Manuel o Pepe o Antonio. Me desesperaba igualmente cuando mi madre me ponía un traje nuevo o vistoso y procuraba ajarlo inmediatamente para que no llamase la atención y semejase a los de mis camaradas. En fin, habiéndome contado mi padre que en su infancia aborrecía el pan con manteca espolvoreado de azúcar y que una vez que se había visto obligado a aceptarlo lo había arrojado a hurtadillas por el balcón, yo que me perecía por este manjar hice lo mismo (¡con qué dolor de mi corazón!), cuando la madre de mi amigo Alfonso N. me lo dió cierta tarde para merendar. Me parece que no se puede llevar más lejos el espíritu de imitación.

¿Salidas ingeniosas? Dios las diera. Por más que busco y rebusco en mi memoria algún donaire prematuro, alguno de esos rasgos oportunos que anuncian un natural privilegiado nada encuentro digno de mencionarse. ¡Cuán feliz sería si pudiera ostentar ante tus ojos como marca de Dios alguna frase memorable de las que tanto abundan en la infancia de ciertos escritores! Al leer en sus memorias tales agudezas e ingeniosidades me entusiasmo, les admiro, con todo mi corazón, aunque no puedo menos de pensar que acaso les hubiera convenido no salir jamás de la infancia. Despechado de no hallar en los archivos de la memoria ningún documento que acreditase mi nobleza intelectual acudí antes de escribir este libro a una vieja servidora de mi casa, escribí a un hermano de mi padre, único tío que aún conservo. Nada pude obtener más que simplezas, inepcias, vulgaridades indignas de ser comunicadas.

En orden a mis tempranas aptitudes para la literatura con tristeza declaro que a los ocho años aun no habían llegado a mi conocimiento por conducto de los rapsodas homéridas las hazañas de Aquiles hijo de Peleo ni los discursos artificiosos de Ulises: nada sabía tampoco de Edipo rey ni de Edipo en Colona. Mi erudición era bastante limitada en aquella época y si ahora sé poco, puedes creer, lector, sobre mi palabra que entonces sabía menos. Quedamos, pues, en que no leía con fruición a Homero a Sófocles y a Píndaro. En cambio, ¡oh terrible humillación!, me entusiasmaban las novelas de un señor Pérez Escrich (que Dios perdone) y de una doña María del Pilar Sinués (a quien Dios perdone también). No puedo menos de recordar con enternecimiento una del primero titulada El cura de aldea que me hizo disfrutar placeres increíbles. Mientras la leía, de tal modo me identifiqué con sus personajes que me parecía vivir en su compañía y pertenecer a la familia. Me alegraba con sus alegrías, me sentaba a su mesa, bebía un poco más de lo ordinario en sus inocentes holgorios, reía con sus chistes no menos inocentes, me hacía el distraído cuando aquella modista encantadora se ponía a hablar en voz baja con aquel joven tan simpático, y estaba enteramente resuelto a prestarles mi eficaz ayuda para desenmascarar y confundir al miserable que retenía injustamente su fortuna. Y cuando llegaba el caso de llorar alguna de sus desgracias yo creo que lo hacía mucho mejor y más copiosamente que ellos. En fin, poco me faltaba para poner por obra lo que cierta discreta señora amiga mía cuando tenía trece o catorce años: entusiasmada con una de aquellas divinas modistas creadas por la imaginación de Pérez Escrich, tomó el dinerito que tenía en la hucha y se fué con su doncella preguntando por aquélla en todas las casas de la calle donde el autor había colocado su domicilio para entregárselo.

Bien sé que esto hará sonreír a mis colegas los precoces lectores de Homero y Píndaro pero ¿qué voy a hacer? Escribo mis memorias, debo la verdad a mis lectores y prefiero que me reputen por un ser vulgar a faltar descaradamente a ella. Después de todo no estoy lejos de pensar como algún filósofo que las cosas no son bellas ni feas, es nuestra propia alma la que se embellece al contacto de la realidad. La mía, fresca en aquel tiempo, se embelleció con la música inocente de ciertas zarzuelas y con la lectura de algunas novelas deplorables como jamás lo ha hecho después con las obras más sublimes del ingenio humano.

¿Y por qué deplorables? Si no se hubiera escrito más música que la de Haydn, Mozart y Beethoven, ni más dramas que los de Esquilo, Sófocles, Shakespeare, Calderón y Schiller, ni más poemas que los de Homero, Virgilio, Dante, Milton y Goethe, la casi totalidad de los humanos bajarían al sepulcro sin haber gozado los placeres inefables que el arte proporciona. Yo mismo, si hubiera sucumbido antes de los quince años, me iría al otro mundo sin haber experimentado algunas dulces emociones y divinos estremecimientos que me han hecho en mi infancia más feliz que un rey. Seguro estoy de que nadie ha gozado con la Iliada más que yo con Los tres Mosqueteros de Alejandro Dumas. Y entonces ¿qué?…

He llegado a pensar que el libro no lo hace el autor sino el lector. Recuerdo que a la edad de quince años leí el de Michelet titulado El Pájaro. Es una obra estimada con justicia en el mundo literario como lo son todas las de este singular escritor. No es fácil imaginar la impresión deleitosa que me causó su lectura. Aún me veo tendido en un vetusto y enorme sofá de mi casa de Entralgo con el volumen de roja cubierta entre las manos. Era una traducción española y presumo que no debía de ser muy esmerada. Pues a pesar de eso me causó tanto placer que toda mi vida he recordado aquellas horas felices y he bendecido la pluma que me las había procurado.

No hace mucho tiempo cayó por casualidad en mis manos el mismo libro en francés. Mi conocimiento de este idioma me permite ahora apreciar el brillo y tersura del estilo de Michelet. Tomé el volumen y como un chico goloso que guarda en su mesa de noche un pastel para regalarse con él a solas, así puse yo sobre la mía el precioso libro. Esperaba resucitar mi adolescencia, sentir de nuevo aquellas dulces emociones que tan feliz me habían hecho y lo abrí con mano respetuosa y trémula.

¡Qué decepción! ¡Qué amargo desengaño! No es que el libro me pareciese feo: al contrario, mejor que antes podía reconocer su mérito. Pero no hallaba en él aquello que en otro tiempo había visto. Me parecía seco, pálido, y me preguntaba con tristeza. ¿Dónde está ahora aquel pájaro seductor, aquel poeta alado que saltaba gorjeando delante de mis ojos? ¿Dónde están aquellas representaciones interesantes de sus amores, de sus sabias construcciones, de sus viajes, de sus costumbres pintorescas? Comparado el libro con el que yo había leído lo encontraba admirablemente escrito, pero falto de imaginación y de vida. ¿Es que carece de esto? No; quien carece soy yo…

Lejos de mi ánimo la pretensión de resolver ni siquiera plantear el problema de la subjetividad u objetividad de la belleza. Sólo quiero indicar a los autores que deben apetecer para sus libros lectores imaginativos más que cultos. Un crítico distinguirá admirablemente lo que es bello y lo que es feo en una obra de arte, pero nunca gozará de ella de modo tan intenso como un adolescente dotado de imaginación y sensibilidad. ¿Que lo mismo goza con una obra maestra que con una mediana? Esto no debe de humillar al autor. Si es hombre de corazón y no excesivamente vanidoso debe deleitarse particularmente con el deleite que proporciona a los demás. Obsérvese que me refiero a la adolescencia cuando, si el juicio no es seguro, las impresiones lo son más que nunca. En cuanto a la infancia no se puede contar con ella tratándose del arte literario. Los niños no sólo no distinguen sino que rara vez sienten.

Mientras yo lo fuí me seducían extremadamente las historias de bandidos. Una de las novelas que más me impresionaron fué la titulada Los siete niños de Ecija por Fernández y González. Hubo un instante de mi existencia en que tuve clara vocación de salteador. Felizmente duró poco tiempo. Después leí las hazañas de Bernardo del Carpio y los Doce pares de Francia y quise ser guerrero. Tampoco duró mucho. Más adelante, entrando ya en la adolescencia, aspiré a la condición de salvaje leyendo Los Natchez de Chateaubriand. Esta novela exótica me causó una impresión profunda y sentimental, no ya puramente imaginativa. Quedé tan prendado de aquellos pieles rojas, que soñaba con partirme a América como René y presentarme a algún descendiente del viejo Chactas para que me afiliase en su tribu después de haber fumado el «calumet de paz». Soñaba con aquella dulce y hermosa Celuta y hacerla mi esposa. Y me prometía amarla más y mejor que el hipocondríaco René haciéndola tan feliz como merecía. Soñaba con la simpática y juguetona Mila a quien también hiciera mi esposa si no fuera gran pecado la poligamia. Soñaba con aquel grande, aquel noble Outugamiz hermano de Celuta. Su inquebrantable lealtad me penetró tanto en el alma que cuando fuí a Oviedo y escribí a un amigo que dejaba en Avilés empezaba mi carta: «Mi querido Outugamiz». Todavía recuerdo con incomprensible emoción cierta excursión por el Misisipí en una noche calurosa del estío. La mayoría de los guerreros dejó la piragua y se lanzó al agua para hacer el trayecto a nado: las mujeres los imitaron, y toda aquella muchedumbre se dejaba arrastrar por la suave corriente del río bajo un cielo tachonado de estrellas, donde la luna nadaba también feliz y serena como ellos. Los guerreros se contaban en voz alta sus hazañas y los amantes se deslizaban cogidos de la mano murmurándose dulcemente sus secretos. Esto es lo que recuerdo de aquella poética descripción. No sé si me será fiel la memoria después de tantos años, porque no he vuelto a leer esta novela. Si ahora lo hiciese no sé por qué imagino que aquellos salvajes, que tanto me cautivaron, me harían vomitar.

Cuando alcancé los doce o trece años me placía registrar la biblioteca de mi padre donde había hallado las obras de Chateaubriand y otros libros de amena literatura. También los tenía científicos y algunos me interesaron vivamente. Si no he logrado nunca ser hombre de ciencia he tenido despierta desde mi infancia la curiosidad científica. En uno de aquellos registros tropecé con un libro extraño ilustrado con unas estampas horrorosas. Era un tratado de la virilidad.

—¿Qué es esto? —pregunté a mi padre que estaba escribiendo.

Levantó la cabeza, miró el libro, me miró a mí fijamente y quedando un instante pensativo respondió:

—Léelo.

Aquella palabra fué mi salvación. Habrá personas timoratas que se asombren y aun se escandalicen de la audacia de mi padre. Sin embargo yo bendigo su memoria por ésta como por las muchas cosas buenas que ha hecho conmigo.