ANTES DE EMPEZAR

Los niños encuentran siempre el mundo nuevo y jugoso. Para los viejos como yo se cae a pedazos de puro seco. ¿Quién tiene razón? Ellos; sin duda ellos. Todo pierde su valor con el tiempo, pero no es culpa de los manjares, sino de la boca y la lengua. «Preguntad a los niños y los pájaros cómo saben las cerezas», dice un proverbio alemán. Ignoro cómo sabrán a los pájaros, pero en cuanto a mí me sabían tan bien hace sesenta años que cuando veía una cesta de ellas caía inmediatamente en éxtasis como Santa Teresa en presencia del Sacramento.

La historia de la infancia es igual siempre a sí misma. Es la felicidad. Todo niño es feliz si una mano brutal no se interpone entre él y la felicidad. Aire, luz, libertad, un poco de arena o de barro. No necesitamos entonces más para ser felices. Todo eso lo da Dios. Sólo en la infancia percibimos el sabor de los elementos creados. Las cosas tienen verdadera significación para nosotros: el mar, la lluvia, la aurora, las montañas y los ríos, las fisonomías de los hombres y los animales entran por los ojos en nuestra alma y allí se pintan con caracteres indelebles.

Recuerdo la profunda impresión que me causaba en mi niñez el mar. Cuando me acercaba a él todo mi diminuto ser se estremecía; la brisa salina me enajenaba, el fragor de las olas me enardecía, los barcos que se balanceaban a la orilla me dirigían amables invitaciones, las gaviotas volando sobre la inmensa llanura despertaban en mi corazón ansias locas de lo infinito. Era una mezcla de terror y de gozo. No podía hartarme de mirar y de sentir. Había una especie de fascinación en este abismo azul, verde, argentado que me hacía esperar siempre algo inefable y divino. ¿Qué nueva felicidad llegaría para mi? ¿Dónde se escondería en este momento? Mi espíritu daba vueltas, trazaba círculos como aquellas gaviotas sobre la fúlgida llanura. Pensaba ver surgir de las olas figuras adorables, rostros divinos que me sonreían. Era el templo de Dios aquel abismo líquido y transparente de donde se alzaba una música que me inundaba de dicha y llenaba mis ojos de lágrimas…

¡Ay!, ahora me acerco al mar como si fuese a la Puerta del Sol. Contemplo las volutas argentadas de sus olas con la misma indiferencia que los chorros de las mangas de riego. Su estruendo temeroso me deja impasible como el ruido de los coches, y me parece que las gaviotas con sus graznidos pregonan los periódicos de la tarde.

Al meditar sobre tal contraste llama a mi puerta con fuerte campanillazo el idealismo trascendental. —«¡Todo está en ti, iluso, todo está en ti!»—. Todo no; algo queda fuera, y por este algo es posible la vida y se hace imposible la muerte.

En realidad sólo en la niñez somos sabios, sólo entonces establecemos las verdaderas relaciones entre los hombres y las cosas: el odio es odio, el orgullo es orgullo y la justicia justicia.

Por eso escribo la historia de mi infancia, porque sólo entonces me encuentro original y sincero. El niño no se acerca a un general, ni a un ministro, ni a un clérigo ni a un mendigo; se acerca siempre a un hombre. En todas las figuras y con todos los disfraces vemos al hombre y a él nos ligamos o lo repelemos. Como salimos frescos de las manos de Dios sabemos que todos somos imágenes de Él y que no son los zapatos y el sombrero lo que nos aproxima más al original.

Los niños creen absolutamente en la bondad del Universo. Viniendo de lo Infinito no pueden concebir la maldad más que como locura. Creen en la salud moral, creen en la simpatía desinteresada y en la fidelidad. Cuando un sujeto guapo que frecuenta su casa les besa cariñosamente y les trae golosinas, no se les pasa por la mente que aquel sujeto hace sólo esto por conquistar a su mamá.

El amor es confiado. Por eso de niños no nos cansamos jamás de creer y confiar. Porque en nuestra alma se halla entonces presente la paz indescriptible, la justicia ilimitada, la bondad infinita del Señor. Se necesita que el mundo nos arranque cruelmente la fe y con ella pedazos del corazón para que desconfiemos de los que nos rodean. En mi casa hay unas niñas que cuando van al colegio le piden todos los días a su mamá que envíe a buscarlas media hora antes de la salida reglamentaria. La madre se lo promete y jamás lo cumple; pero ellas se marchan tranquilas confiando en su palabra, y al día siguiente lo mismo. ¡Es hermoso! En cambio a nosotros, los viejos, un ministro nos jura por Dios y todos los santos, por su padre y por su madre que acepta la cartera para trabajar por el bien del país, sin pensar en lucrarse… y no le creemos. ¡Es horrible!

Esta confianza inquebrantable en la bondad del Universo es lo que nos hace felices en la infancia. La mía ha sido particularmente dichosa por una disposición de circunstancias que el lector apreciará si se digna pasar la vista por las siguientes páginas.

Mi infancia y mi adolescencia se pasaron en dos medios bien diferentes, en las ásperas montañas de la más abrupta provincia española y en las riberas del mar. Esta ventaja de alternar la vida campesina con la marítima es inapreciable porque da variedad a la vida y desarrolla en nosotros pensamientos y aptitudes diversas. Sabido es que nada refresca tanto el cuerpo y el espíritu como el cambio de ambiente y de costumbres. Además fuí educado con una libertad que pocos niños han disfrutado en la clase a que yo pertenezco. Nadie me ha obligado jamás a estudiar. Yo lo he hecho siempre cuando quería y como quería. Mi padre era un escéptico irreductible en lo referente a educación; se encolerizaba cada vez que oía decir que la educación puede mudar poco o mucho nuestra naturaleza. Tal vez arrastrado por su tendencia a la paradoja, fuese demasiado lejos en este punto.

Después que salíamos de la escuela he discurrido siempre a mi antojo por la villa o por el campo en compañía de otros niños hasta que sonaba el Angelus en la iglesia, en cuyo instante estábamos obligados a restituirnos a casa sin pérdida de tiempo. Nada de ayas o vigilantes, nada de colegios particulares y aristocráticos que no he pisado jamás. He ido siempre a la escuela pública y más tarde al Instituto. No maldigo de colegios y academias que no conozco; pero opino que es mejor para un niño beberse el aire de la calle y recibir algunos sopapos de los hijos de los carniceros. Acaso por esto en las pequeñas poblaciones no existe ese odio irreconciliable entre burgueses y proletarios que observamos en las grandes ciudades.

Laviana con sus ingentes montañas; Avilés con sus vergeles, con la belleza y alegría de sus mujeres incomparables, con sus habitantes selectos, apasionados del Arte; Oviedo, ciudad rebosante de ingenio y cultura fueron los dorados pórticos donde corrió mi infancia. El cielo me concedió una madre solícita y tierna, un padre sensible, noble, ilustrado, parientes afectuosos, amigos de extraordinario despejo que fueron más tarde honor de nuestra nación. En verdad que no debo quejarme de mi hado. Hay sujetos que pasan su vida lamentándose de cuanto les rodea, de su patria, de su familia, de sus amigos, de su profesión y hasta del siglo que les vió nacer, del tiempo y del espacio. El hombre es un ser que quisiera siempre estar en otra parte. Yo no he aspirado a moverme de la mía. Padres, deudos, vecinos, amigos, compañeros han sido genios propicios para mí. He hallado en mi camino hermosas almas a las cuales soy deudor del corto talento que he podido desplegar en este mundo. Mis días se han deslizado dulces, serenos, perfumados por el amor y la amistad, turbados solamente por la huída de seres muy queridos a otra región más alta. Ignoro lo que la suerte me reserva. Aunque me resta corta vida, para el dolor puede ser muy larga. Pero si Dios me invitase a repetir la que hasta ahora he llevado, no vacilaría en aceptar el convite.