EN QUÉ PARÓ LA HERMANA SAN SULPICIO
ENSANDO en los medios de unirme pronto a Gloria, antes del suceso que acabo de narrar se me había ocurrido una transacción con el maldito enano. Como yo tenía la certidumbre de que éste era el único causante de nuestros males y sospechaba que la razón de oponerse a nuestro casamiento y el empeño de hacer monja a Gloria estribaban en el interés, imaginé que podíamos llegar a un acuerdo. Verdad que acaso pudiera alcanzar la meta de mis deseos sin necesidad de componendas, porque la actitud, pasiva hasta entonces, de doña Tula lo hacía verosímil. Pero ¿quién me aseguraba que de la noche a la mañana no cambiasen totalmente las cosas? Aunque no pudieran encerrar a Gloria en el convento contra su voluntad, porque las autoridades estaban ya sobre aviso, al matrimonio podía oponerse la madre mientras no fuese mayor de edad. Ahora se encontraban, lo mismo ella que don Oscar, amedrentados por la escena escandalosa de la puerta del convento y por la actitud firme del conde del Padul, que inspiraba general temor por su posición y carácter. Mas, si llegaban a vencer este miedo, lo mismo del conde que de la opinión pública, volvería a encontrarse en grave aprieto. Aunque no consiguiesen otra cosa que aplazar el matrimonio, ya era bastante para mi anhelo, que cada día iba siendo mayor. Además, en esta dilación había peligro. Gloria era muy celosa, y cualquier insignificante pretexto podía levantar una reyerta como la de marras y dar al traste con mi felicidad. Sin contar con los acontecimientos imprevistos a que todos nos hallamos sujetos, y más los que esperan con afán cualquier bienandanza.
Pesaban estas consideraciones de tal modo en mi ánimo, que me vino la idea de abandonar en las garras de don Oscar, como precioso vellón, la mitad de la dote de Gloria, con tal de unirme pronto a ella y obtener la otra mitad. Confieso que este proyecto duró poco tiempo en la cabeza. ¡La mitad de la dote! ¡Cincuenta mil duros! La idea de desprenderme (los conservaba ya como míos) de esta cantidad exorbitante de duros me produjo tal desasosiego que la abandoné presto por insensata. Y de un golpe rebajé la cifra a la mitad. Si la dejaba de los dos millones veinticinco mil duros, bien podía darse por contento y facilitarme todos los medios para que el cura nos bendijese cuanto más antes. Pero, aunque duró mucho más, tampoco este arreglo consiguió echar hondas raíces en mi espíritu acongojado. Veinticinco mil duros tampoco son un grano de anís. Poníame a considerar la renta que de esta cantidad, bien administrada, se podía obtener, y me aturdía. Colocadas allá, en Bollo, con buenas hipotecas, podían dar cuarenta mil reales al año, sin manchar la conciencia.
Volví a rebajar la mitad. Me parecía que doce mil duritos no eran de despreciar por quien nada tenía que ver con ellos, máxime cuando no se le compraba ningún servicio extraordinario, sino tan solo que se callase y dejase hacer. Para no volverme atrás de este propósito, hablé del asunto al conde. Si tuviera mucho tiempo para rumiarlo, es casi seguro que concluiría por vacilar y arrepentirme; me conozco bien. No le dije a don Jenaro mi plan concreto; le hablé únicamente, en términos vagos, de convenio amistoso con la madre de Gloria, para lo cual no tenía inconveniente en ceder algunos de mis derechos.
Halló razonable mi pensamiento, y me prometió entender en el negocio y llevarlo a feliz remate. Pero ya sabía yo, por experiencia, lo que eran las promesas del conde. Lo que no se refiriese directa o indirectamente a sus placeres, le interesaba tan poco que podía esperarse sentado a que diera los pasos necesarios. Y así sucedió, como temía. Pasábanse los días, y nada me comunicaba de sus gestiones.
Yo no le hablaba de ello, porque temía impacientarle, y no me convenía por ningún concepto ponerme mal con él. Al cabo, al entrar un día en su casa, exclamó, como enfadado consigo mismo:
—¡Caramba! ¡Siempre se me olvida que tengo que ir a casa de mi prima Tula!… Pero no tenga usted cuidado, que de mañana no pasa…
Transcurría el día siguiente, y otro después, y otro, y otro, sin que el viejo calavera se acordase de mi asunto más que de la muerte. Imagino que hubiera tenido toda la vida a Gloria en casa sin inconveniente mejor que molestarse en buscar solución a aquel conflicto. Isabel se mortificaba viendo mi impaciencia; pero tampoco se atrevía a insistir mucho con su padre, por temor a uno de esos movimientos de feroz desdén con que zanjaba todas las dificultades cuando le apuraban. En fin: que comprendí que debía tomar yo mismo la iniciativa y buscar aparejo para salir de aquella situación molesta. Decidime a dirigir una carta a doña Tula, sin advertírselo a Gloria. Temía que su orgullo me obligara a desistir. Después de tres o cuatro borradores, escribí una carta habilísima (dispénsenme la inmodestia), ni humilde ni altiva, clara, correcta y metódica. Como que, más que a doña Tula, iba dirigida al enano sinóptico, que era seguramente quien habría de contestarla.
Y bien conocí su estilo en la que, a los tres a cuatro días, recibí de mi futura suegra. Era un modelo de epístolas razonadas, metódicas y hasta simétricas. Principiaba dividiendo la mía en tres grandes secciones. En la «primera» se comprendía lo referente «al supuesto propósito de hacer monja a Gloria contra su voluntad», de que yo hablaba; en la «segunda» entraba el permiso para contraer matrimonio; en la «tercera», todo lo relativo a intereses, y la posibilidad de una entrevista y convenio amistoso. Estos tres capítulos los subdividía doña Tula, o, lo que es igual, el enano, en varios párrafos, igualmente numerados. Las palabras subrayadas, y había bastantes, lo estaban con tiralíneas.
De todo esto saqué en limpio que, con el escándalo y la perspectiva de matrimonio, estaban bastante más blandos. Al punto de la entrevista, que era, sin duda, el más interesante, me respondía que estaba dispuesta a concedérmela, con tal que fuese solo. «A la hija ingrata y desobediente no quería verla más en casa». Además, había de ser a presencia de don Oscar. No tuve inconveniente en suscribir estas condiciones, que ya de antemano presumía. Quedé citado para el día siguiente, a las ocho de la noche.
Aquella tarde di conocimiento a Gloria de mi intriga. Al pronto se enfadó y me llamó hipócrita y pastelero, rechazando con energía toda idea de concierto con quien tan inicuamente se había portado con ella. La dejé desahogarse, como solía hacer en estos casos, y a los pocos momentos ella misma volvió sobre sí, sin costarme palabra alguna, aplacando su enojo y suavizando bastante la aspereza de sus conceptos. Cuando, al fin, le dije:
—Hay que considerar que es tu madre, y con una madre no hay humillación posible.
La vi enternecerse; los ojos se le arrasaron de lágrimas, y exclamó, queriendo reprimir los sollozos con un esfuerzo:
—A mi madre la quiero con toda mi alma, y la perdono… Está embaucada… Si no lo estuviera, no haría conmigo lo que ha hecho… ¡Pero a ese tío brujo, que ha de arder en los infiernos, nadie le corta el pescuezo más que yo!
Y, detrás de las lágrimas, brillaron sus ojos africanos con un fulgor siniestro, que hacía verosímil la promesa.
Todo el día siguiente lo pasé concertando mi plan diplomático de ataque. Debía aprovechar aquella repentina blandura, ocasionada por los últimos sucesos, para arrancar de doña Tula y su director todas las ventajas posibles o, mejor dicho, que no me arrancasen a mí las que de derecho me correspondían. Preparé mi discurso de introducción y las respuestas que había de dar a las objeciones que, en mi concepto, podían hacerme. Repetime más de cien veces que lo más esencial en la próxima conferencia era no alterarse bajo ningún pretexto, escuchar con absoluta calma cualquier impertinencia y obligarlos por la astucia a ceder y transigir en lo que me importaba. No había necesidad de tantas interiores recomendaciones, porque la Naturaleza me ha hecho bastante diplomático. El espíritu dúctil y fijo de mi raza nunca se ha desmentido en los actos trascendentales en que me he visto precisado a intervenir.
Cuando llegaron las siete y media de la noche, me vestí aquella famosa larga levita que tanto odiaba Gloria, pero que juzgué muy del caso en estas circunstancias. Púseme el sombrero de copa alta y una chalina severa de raso negro, y metiéndome los guantes salí de casa y me dirigí con todo el aspecto de un embajador a la morada de mi futura suegra. Fui retardando el paso, para llegar a la puerta a las ocho en punto; ni un minuto más ni uno menos. La criada que salió a abrirme, y que me conocía del tiempo en que yo era dependiente de la casa, me acogió con alegría y quiso entablar conversación; pero la corté con un gesto grave, preguntándole con toda solemnidad por la señora doña Gertrudis Osorio, viuda de Bermúdez.
—Sí, señorito…, le está a usted esperando.
Y me introdujo en aquella sala discreta, misteriosa, donde tantas noches había resonado el leve murmullo de mi charla amorosa con Gloria. Miré otra vez con enternecimiento el alféizar de aquella ventana en que mi adorada se sentaba; pero al instante volví en mi acuerdo, juzgando que no era hora de enternecerse ni pensar en niñerías, sino de aguzar el ingenio y dar gallarda muestra de ser tan buen dialéctico como poeta.
Sobre la consola ardían dos quinqués con sendas pantallas, que no les permitían alumbrar más que el suelo, dejando envuelto en media luz y muy tenue el resto de la habitación. Al poco rato de estar allí sentí el taconeo de unos pasos, y doña Tula y don Oscar llegaron al mismo tiempo a la puerta. Éste se hizo a un lado y dejó pasar respetuosamente a aquélla, siguiéndola y empujando la puerta tras sí, con objeto sin duda, de no ser escuchados por la servidumbre. Hice dos profundas y consecutivas reverencias a uno y a otro, que me había ensayado al espejo: los pies juntos, el rostro grave y majestuoso. Sabía cuánto influye el aparato de las formas para imponer respeto, y pude notar en seguida que mis cortesanos saludos habían hecho su efecto. Don Oscar se inclinó también gravemente, y doña Tula, bastante confusa, me preguntó por la salud y me invitó a sentarme. Después que los tres lo hicimos: doña Tula en el sofá, a guisa de presidente; don Oscar y yo en los sillones de los lados, principié, en tono mesurado, mi aprendida peroración.
Las primeras palabras de ella fueron dirigidas a dar las gracias a la señora por la cortesía que usaba recibiéndome en su casa. Tuve ocasión, a este propósito, de deslizar algunas lisonjas que le supieron a almíbar a mi futura mamá, como luego pude conocer.
Entrando después en el asunto, me mostré enteramente seguro de casarme con Gloria. Lo di como cosa indiscutible. Para dar fuerza a estas afirmaciones, hice presente que aquella cumpliría los veinte años dentro de seis meses, que con tres más que la ley exige para esperar el consejo paterno, sumaban nueve. A los nueve meses, pues, nos hallábamos en libertad de unirnos. Pero… (aquí bajé los ojos y me abrí de brazos con ademán tan modesto, tan compungido, que lo envidiaría un gran actor); pero yo sentía tal dolor en llevar a cabo aquel matrimonio contra la voluntad de la madre de la que iba a ser mi esposa, una señora que por tantos conceptos era merecedora a nuestra veneración y cariño (golpe de incensario en este punto), que temía no hallarme con valor para realizarlo. Hice gala de mis sentimientos honrados, de mi profundo respeto a los lazos sagrados de la familia. Protesté de que primero que consentir que Gloria faltase a la obediencia y sumisión que a su madre debía, sería preferible para mí renunciar a su mano. Al llegar aquí manifesté que traía de ella encargo expreso de pedirle humildemente perdón. No venía en persona a pedirlo por el temor de no ser recibida. (Si Gloria hubiese escuchado esta parte de mi discurso, de seguro que me araña).
Pasé luego a la cuestión de intereses, y aparecí generoso, desprendido. Este asunto, para mí, era muy secundario. Aunque no podía llamarme rico, como era hijo único tenía más que suficiente para vivir con modestia. La fortuna de Gloria no me interesaba mucho. Sabía que estaba perfectamente administrada, y tal seguridad me obligaba a mostrarme indiferente y descuidado respecto de ella. Esta fue la parte del discurso que peor dije. Era la menos sentida.
Cuando terminé, doña Tula se apresuró a manifestarme, con su vocecita dulce, que no me guardaba ningún rencor, que le parecía una persona muy decente, y que lo único que sentía era que hubiese tenido la desgracia de enamorarme de su hija. La miré con sorpresa, y eso que venía resuelto a no asombrarme de nada, y respondí que, lejos de considerar como una desgracia el haber tropezado con Gloria, lo tenía a gran ventura, y me creía obligado por ello a dar gracias a la Providencia, sobre todo el día que nuestra unión se realizase. Mirome fijamente, con ojos compasivos, la diminuta señora.
—¿Cree usted de verdad que le hará feliz mi hija Gloria?
—¿Por qué no, señora?
—Mucho le agradezco esa buena opinión que tiene de mi niña. ¡Los padres gozamos tanto cuando oímos elogiar a los hijos de nuestro corazón!… ¡Pobresito! Se conoce que tiene usted buenos sentimientos. ¿No es verdad, don Oscar, que nuestro amigo Sanjurjo tiene un alma muy buena?
Aquellas reticencias respecto a Gloria, con que no contaba, me molestaron más aún que el discurso de don Oscar, que se apresuró a tomar la palabra, diciendo:
—No estoy conforme con casi nada de lo que acaba de decirnos este caballerito. Ha hablado bastante, y a pesar de traerlo aprendido de memoria, he observado mucha confusión y mucho desorden en su perorata. Ha pronunciado frases, muchas frases; pero ideas razonables y serias he hallado muy pocas. En primer lugar, este caballerito nos habla de su matrimonio con la desdichada hija de doña Tula como de cosa resuelta y juzgada, sin tener en cuenta que su madre puede reclamarla al instante y hacerse cargo de ella en tanto no cumpla los veinte años. Para entonces, ¿quién sabe si se habrán modificado sus ideas? Después de esta afirmación, que considero atrevida y un poco desvergonzada, nos habla de sus sentimientos honrados, de su respeto a la autoridad paterna y de otra porción de cosas por el estilo, que son en su boca risibles. El que ha entrado en esta casa usurpando un nombre para mejor engañarnos; el que se ha vendido por amigo y dependiente de la casa para seducir a la hija de su dueño; el que ha tenido la osadía de oponerse con el revólver en la mano a que se cumpliese la voluntad de una madre, produciendo un escándalo en la calle, no debe venir hablándonos de sus sentimientos, porque ya los conocemos bien. Este caballerito ha visto una joven que le han dicho que es rica y huérfana, y ha abierto el ojo. Quiere a todo trance hacer fortuna, y no repara en llevar la discordia y la desolación a una familia. Le prevengo, sin embargo, que todavía no ha caído en sus manos. Si esta excelente señora quiere seguir mi consejo, no sólo no concederá el perdón a su desobediente hija, sino que mañana mismo la reclamará. Veremos si, a pesar de la protección de su magnate (que más le valiera atenderse a sí mismo), no se cumplen las leyes.
La voz cavernosa del enano, poblando de sones ásperos y profundos la estancia, resonó todavía después de haber callado. Sus piernas, que no llegaban al suelo, se movían como péndulos; sus enormes bigotes, proyectados por la luz en la pared, parecían dos grandes colas de zorro.
—Me parece, don Oscar —profirió doña Tula con su vocecita aguda—, que ha tratado usted demasiado mal a nuestro amigo Sanjurjo… ¡Este bendito señor es tan severo! —dirigiéndose a mí con una mirada falsa—. ¡Pobresito! No se disguste usted demasiado, que todo se ha de arreglar con la ayuda de Dios Nuestro Señor.
—Doña Tula, aquí no hay severidad —replicó el enano—. Lo que he dicho del señor es lo que, dado su proceder, me parece justo.
—Bien, don Oscar, bien…; pero hágase cargo de que es muy joven y no es bueno aturdirle. La juventud no reflexiona.
—Lo dicho, dicho, doña Tula.
Se me figuraba estar escuchando esos juegos en que los organistas se entretienen, a veces, soltando alternativamente los registros más agudos y más graves del órgano.
No me descompuse en manera alguna por los insultos del enano. Los había previsto y tenía formado mi plan para responder a ellos.
Después de un breve silencio comencé diciendo, sin dirigirme a él —como él había hecho conmigo—, que sentía en el alma haber incurrido en el desagrado de una pareja tan discreta, tan ilustrada… —golpe de bombo aquí—. Que, en efecto, había entrado en la casa por medio de un subterfugio, impulsado a ello por la esperanza de hacerme simpático a la mamá de Gloria…
—No lo ha conseguido usted —interrumpió groseramente don Oscar.
—Lo siento mucho, pero mi intención era buena —dije, echando una mirada a doña Tula, que bajó la suya, más por sumisión al terrible enano que por hacerme agravio. Eso me pareció al menos.
Respecto a lo que había afirmado acerca de mis sentimientos y los móviles que me habían impulsado para dirigir mis obsequios a Gloria, insistí con firmeza en lo que había dicho, pero sin alterarme. Conté sencillamente cómo había sido nuestro conocimiento y cómo la había amado sin saber si era rica o pobre, incitado, más que por nada, por su carácter franco y abierto y por la bondad de su corazón…
Aquí doña Tula dejó escapar una risita irónica, y el enano sacudió su cabeza de tal modo que las colas de zorro dieron varios paseos por la pared en un segundo.
Dejé adrede, para lo último, la cuestión del casamiento.
—Es cierto —dije— que la señora puede impedir nuestra unión mientras no cumpla su hija los veinte años…; pero —añadí, sonriendo— eso de exigir que vuelva a su poder traería tal vez algunos inconvenientes, sobre todo para el señor. Hay en el Juzgado una querella suscrita por Gloria, a la que no se ha dado curso hasta ahora por mi intervención. Se da cuenta a la autoridad de cómo ha sido violentada para entrar en el convento y ha tenido que sufrir malos tratamientos de una persona que no puede invocar derecho alguno sobre ella… Como la persona aludida es aquí, el señor, en el momento en que se dé curso a la queja el juez vendrá a averiguar no sólo lo que ha pasado, sino cuál es el verdadero papel que el señor desempeña en esta casa. Y deploraría que esto se realizase, por tratarse de un sujeto a quien debo muchas atenciones…
—No debe usted nada —interrumpió el enano con mal humor—. Me tiene sin cuidado que el juez entre en averiguaciones, de las cuales no puede resultar nada, absolutamente nada.
A pesar del acento desdeñoso de don Oscar, observé que manifestaba en el rostro señales de inquietud. Después de haber callado, sus bigotes se estremecían con leve temblor, que era más visible en la pared.
—Salvo siempre su autorizada opinión —dije sin abandonar mi sonrisa impertinente—, me parece que tal afirmación es un poco prematura, sobre todo teniendo en cuenta que el señor no sabe los testigos y las pruebas que el juez ha de examinar.
—¡Calumnias y falsedades serán! —gritó el enano, ya enteramente descompuesto.
Yo me limité a alzar los hombros con afectada indiferencia.
Todavía se desahogó un instante y protestó violentamente del poco cuidado que le inspiraba la Justicia teniendo la conciencia limpia; pero la píldora iba haciendo su efecto. No tardé en conocerlo por el sesgo más suave y amical que tomó la conversación. Aunque no abandonó las formas severas, un tanto agrias, que le caracterizaban, ya no volvió a insultarme. Excusado es decir que le facilité cuanto pude el camino, barriéndoselo cuidadosamente para que mejor se deslizase. Antes de un cuarto de hora se dio como hecho nuestro matrimonio, y discutíamos amigablemente las condiciones en que debía efectuarse. Doña Tula me miraba fijamente, con ojos compasivos, mientras el enano y yo arreglábamos el asunto. Confieso que aquella extemporánea compasión me desconcertaba más que lo habían hecho las expresiones de su amigo. Se convino en que el casamiento se realizaría con el permiso escrito de doña Tula, pero fuera de la casa y sin que Gloria se presentase en ella ni antes ni después de casada.
La mamá manifestó que aquella prueba de severidad era para ella tan dura, que temía no poder resistirla; pero como aquel bendito señor, que tanto sabía del mundo, creía que debía darla, se conformaba con mucho dolor de su corazón, porque «los hijos…, ¡ah los hijos! ¡Ya sabrá usté cómo se los quiere!». Me comprometí también a no pedir cuenta de su administración a la señora, a cobrar las rentas de tres casas que su difunto marido tenía en Córdoba y a dejar la fábrica en poder de don Oscar, que la había hecho prosperar extremadamente. Al fin de cada año me daría cuenta del balance y me entregaría las dos terceras partes de los rendimientos, dado que la otra tercera parte correspondería a la madre por los aumentos hechos mientras estuvo en su poder.
A todo ello accedí de buen grado, y me mostré en el resto de la conferencia, que duró hasta cerca de las once, amable, generoso y de una flexibilidad que no quiero decir en qué rayaba. Salí de la casa en extremo satisfecho. Don Oscar me despidió con gravedad cortés a la puerta. Mi futura mamá, sin dejar de mostrarse compasiva, me dirigió algunas zalamerías, como la de decirme que tenía un corazón de oro, y que si algún día perdonaba a su hija, sería más por consideración a mí que a ella. Tanto como el resultado satisfactorio de aquella plática me halagaba la habilidad diplomática que creía haber desplegado durante ella. Ni Metternich ni Bismarck quedaron jamás tan contentos de sí mismos como yo en aquella ocasión.
Una cosa debo decir, y es que acabó de encajar en mi cerebro la opinión que hacía algún tiempo se había insinuado respecto a don Oscar. Me convencí de que éste era un ente ridículo y cargante, pero no el ser misterioso y terrible que al principio de conocerle me había forjado. Hasta le reconocía algunas cualidades de formalidad y buen sentido, que le hacían estimable en cierta medida. La que continuaba envuelta en el misterio era mi futura suegra. Había en su carácter algo indefinible que despertaba recelos. En alas de la imaginación podía llegar a sospecharse en aquella figura menuda y pálida, sonriente y compasiva, un carácter de tragedia. Sin embargo, hasta la fecha no he tenido ocasión de comprobar esta idea, que alguna vez surgió en mi fantasía.
Voy a abreviar. Estas memorias se van haciendo ya pesadas.
De la escena anterior conté a Gloria lo que me pareció, que, como debe inferirse, fue lo que no podía molestarla. Para que no le sorprendiese que su madre no quisiera recibirla en casa ni verla después de aquella entrevista, al parecer amistosa, le dije con la mayor desfachatez que me había negado a pedir perdón, por considerar que no había existido falta alguna.
Fijamos el matrimonio para quince días después. Hicimos a toda prisa los indispensables preparativos. Estuve en casa de doña Tula otras dos veces para ultimar la cuestión de papeles. El prebendado don Cosme de la Puente sacó dispensa de las proclamas y bendijo nuestra unión en la capilla del palacio del Padul, siendo madrina Isabel y padrino mi buen padre, que llegó a Sevilla tres días antes con ese objeto. No se invitó a la ceremonia a más de una docena de personas. Sin embargo, las de Anguita se arreglaron para ser incluidas en esta docena.
* * *
Mi Gloria estaba hermosa, radiante de gracia y de dicha. Ni por un instante advertí en ella algunas de esas vacilaciones o enternecimientos extemporáneos con que las niñas suelen demostrar su sensibilidad en tales casos.
En sus ojos, serenos y brillantes, no se leía más que la alegría y el triunfo del amor. Quizá por esto Joaquinita, mientras tomábamos el chocolate a la mesa del conde, se acercó a ella con fisonomía atribulada para decirle medio llorando:
—¡Ay, hija, cuánto la compadezco a usted en este momento! ¡Qué triste debe de ser casarse sin tener junto a sí a una madre!
—Más triste es no casarse —respondió secamente mi esposa, con una intención que hizo subir los colores al rostro de la imprudente.
Cuando nos hubimos desayunado se fue arriba a cambiar de traje, pues nos marchábamos a Madrid en el tren correo, que sale a las diez. Fueron a despedirnos a la estación todos los asistentes a la ceremonia. Mi mujer dio la mano a todo el mundo, pero no abrazó más que a Isabel y a otra persona… ¿A que no saben ustedes cuál? A Paca, a la buena y valiente cigarrera, que tanto había contribuido a nuestra dicha.
Yo me despedí con verdadera emoción de mis amigos, sobre todo de Villa, de Matildita, que había ido a la estación la pobrecita a despedirme con su hermano, y del duque de Malagón. Este muchacho, a pesar de su ligereza y de las tonterías que sus pocos años le obligaban a cometer, era tan afectuoso, que había llegado a quererle de veras. Su casamiento debía realizarse pocos días después. Quedamos citados para París, adonde yo pensaba dirigirme.
Nuestro viaje no tuvo incidente alguno, fuera de esos pormenores propios del caso, que tantas veces los novelistas han contado. Yo ni quiero ni puedo hacerlo. Hasta Madrid, donde nos dejó, las canas de mi anciano padre imponían a nuestras relaciones un sello tan casto y tan dulce a la vez, que es fácil no vuelva a sentir felicidad tan pura como entonces. Me detuve en Madrid quince días, y aunque no me apartaba casi nunca de mi esposa, como era natural, tuve ocasión para dejarla en la fonda una noche charlando con otra huéspeda y me fui a saludar a mis amigos, los poetas dramáticos del Oriental. Recibiéronme con una indiferencia que me heló el corazón. Verdad es que en el momento que yo me acerqué a la mesa discutían con calor si una pieza de un compañero estrenada en Martín la noche anterior daría entradas o no; sería un éxito «metálico», como decía gráficamente uno, o simplemente literario. Cuando terminó la disputa, al cabo, se fijaron un poco más en mí. Les hizo mucha gracia el que me hubiese casado, no sé por qué, y se rieron a mi costa un rato. Uno de ellos me dijo, con semblante risueño y protector:
—Bien, amigo Sanjurjo; le doy a usted la enhorabuena. Todos le deseamos muchas felicidades y que no tarde usted en volver en comisión, con otros diputados provinciales, a gestionar la rebaja de la tarifa de Consumos.
—Y que sea usted pronto de la Comisión permanente —dijo otro.
—Y a ver si me echa usted a presidio a alguno del bando contrario.
—Yo creo que Sanjurjo es hombre de ambición y ha de llegar a ser de la Comisión de Actas del Congreso.
Vamos, que aquellos jóvenes autores me estaban tomando el pelo. Salí de mal humor del café. Pero al regresar a la fonda y encontrarme con Gloria recobré de pronto la alegría y no pude menos de decirme riendo:
«¡En medio de todo, no deja de ser chistoso que esos desharrapados me compadezcan por haberme casado con este lucero de la mañana y tener dos millones más en el bolsillo!».
Uno de ellos llevaba dos dedos de grasa en el cuello del gabán; a otro le faltaban los botones; otro no gastaba puños en la camisa. Y todos, absolutamente todos, tenían los pantalones deshilachados. Me los representaba en su domicilio durmiendo en un catre con chinches, comiendo albondiguillas como perdigones en salsa viscosa y peleándose con la patrona por inexactitud en el reintegro de sus haberes; y admiré y bendije la providencia de Dios, que a los que priva de medios de dicha, provee tan largamente de imaginación.
Mi mujer, al revés de muchas provincianas que juzgan rebajada su dignidad si se asombran o admiran de algo al entrar en la capital, se admiraba y entusiasmaba con todo lo que veía. El paseo de coches del Retiro, los suntuosos escaparates, los grandes edificios, el lujo del teatro Real, la hacían prorrumpir en exclamaciones de placer y de asombro. El teatro, sobre todo, la seducía. No sólo gozaba en las óperas cantadas por los primeros artistas y representadas con un lujo que ella no había soñado, sino que tanto, y aun sospecho que más, le placían las piezas en uno o dos actos que se hacían en los teatros por horas. Se desternillaba de risa con los chistes y los gestos de los actores. Como casi todas las andaluzas, tenía muy afinado el sentido de lo cómico.
Otra cosa que le gustaba muchísimo era almorzar en los restaurantes. Eso de entrar cada día en sitio distinto, sentarnos a una mesa entre otra porción de ellas ocupadas, quitarse el sombrero y los guantes y hacer con gran detenimiento la elección de los platos entre los más apetitosos de la lista, constituía para ella un placer muy vivo. Yo, conociéndolo, se los prodigaba, con detrimento del bolsillo, pues el pupilaje seguía corriendo en la fonda. El examen que nunca dejaba de hacer de los que comían cerca de nosotros le sugería observaciones algunas veces muy saladas, siempre vivas y alegres, animadas por esa imaginación meridional que todo lo agiganta. A los postres tenía las mejillas encendidas; los ojos, aquellos ojos incomparables, brillaban con fuego dulce y malicioso. Crean ustedes que mi mujer estaba guapísima en tales momentos. Tomábamos un coche y nos íbamos de paseo al Retiro.
—No quisiera marcharme de aquí —me decía alguna vez—. ¡Qué feliz soy!
—¿Más que en el convento? —le preguntaba riendo.
—¡Uf, el convento!… Mira, si me hubieses abandonado, entraría en él otra vez a mortificar a las niñas, como la hermana Desirée. Ahora comprendo que nosotras estábamos pagando el mariposeo de algún gallego francés.
Antes de partir para París, donde contábamos pasar otros quince días, hice una cosa que me va a enajenar la simpatía del lector, si por casualidad he logrado alcanzarla.
No la estamparía en estas memorias si no me hubieran dicho personas que lo entienden que con ciertas confesiones de nuestras flaquezas gana mucho el estudio de la psicología. Aunque poeta lírico, profeso a la ciencia un respeto profundísimo, que las cuchufletas de Collantes y demás amigos dramáticos no han logrado entibiar. Tratándose, pues, de su adelantamiento, no vacilo en sacrificar mi humilde persona, y espero que el lector, si no es uno de esos Catones atrabiliarios que no conocen más que la línea recta, aunque me censure, como es justo, no se ensañará conmigo.
Ha de saberse, pues, que antes de dejar a Madrid envié a Sevilla un poder legalizado para reclamar en debida forma la hacienda que, por herencia de su padre, pertenecía a mi esposa. Como se recordará, en la entrevista que tuve con mi suegra y don Oscar me había comprometido a no pedirles cuentas y a dejar la fábrica en su poder, lo mismo que las demás fincas que constituían la herencia. No había firmado ningún documento, pero había dado mi palabra. Ahora bien: esta palabra me mortificaba de un modo increíble durante mi luna de miel. A todas horas estaba pensando en aquella bendita dote, prisionera en manos extrañas. ¡Quién sabe lo que harían con ella! Comprendí que mientras esto sucediese no podía ser feliz; que un pensamiento melancólico, una duda funesta iría siempre unida a mis transportes amorosos, mientras las escrituras de la herencia no estuviesen en mi poder. Cuando, al fin, eché la carta al correo con el documento notarial, respiré como si me hubiesen quitado un gran peso de encima.
Salimos para París sin grandes deseos por parte de Gloria. Mas a los tres o cuatro días de hallarnos allá, y después de haber disfrutado de su maravillosa animación, me pedía ya que nos volviésemos a España. Conocía perfectamente el francés, pero le causaba, según me decía, una impresión extraña oírlo en boca de los actores sirviendo para expresar conceptos maliciosos, acostumbrada como estaba a leer en los libros de oración. En cuanto a mí, debo confesar, aunque me cueste trabajo, que no conozco del idioma de Víctor Hugo más que un trozo del Telémaco, que aprendí cuando empecé a estudiarlo, y algunas frases de la gramática: «¿Ha visto usted el queso de mi hermana? —No, señor; he visto el trinchante del cocinero. —¿Tiene usted el libro de la doncella? —No, señor; tengo los calzoncillos del notario», etc.
Cuando ya nos preparábamos para el regreso, llegaron, unidos por el santo vínculo, Isabel y el duque de Malagón. Sentimos gran placer al verlos, y los tres días que estuvimos juntos fueron los más felices que pasamos desde nuestra partida. Dimos, al fin, la vuelta para España, dejándolos a ellos en la capital de Francia. Nuestro proyecto era ir a pasar unos días a Bollo, con mi padre, y luego venir a establecernos definitivamente a Madrid. En San Sebastián nos detuvimos para llevar a cabo la visita que Gloria se había propuesto hacer al convento donde había pasado cerca de dos años. Tomamos, en efecto, la diligencia de Vergara y llegamos a esta villa por la tarde, cerca del oscurecer. No era ya hora de visitar el convento; lo dejamos para el día siguiente. Pasamos, sin embargo, por delante de él cogidos del brazo. Era un edificio grande y vetusto, con dos torres almenadas, que había sido palacio o casa solariega de un título y estaba situado en una plazoleta con árboles.
—Mira —me dijo mi esposa con enternecimiento—: ¿Ves aquellas dos ventanitas de la torre? Allí dormía yo con Máxima y otra educanda. ¡Cuántas noches me tengo levantado para mirar al cielo!
—¿Y en qué pensabas mirándolo?
—No sé… En nada.
—¿No te venían deseos de escaparte?
—Nunca. Las mujeres no se escapan sino cuando están enamoradas.
* * *
Por la mañana, a la hora que Gloria indicó como mejor, que era la de récréation, nos fuimos al convento. La portera no reconoció a mi mujer, y ésta tampoco le dijo quién era, para mejor gozar de la sorpresa de las monjas. Atravesamos un largo portalón toscamente empedrado, las paredes enjalbegadas y algunas cruces negras pintadas en ellas de trecho en trecho. Subimos una escalera grande, sucia y añosa, de piedra gastada por el uso, y entramos en los grandes corredores del caserón, entarimados al uso del país. Las tablas, viejas y resquebrajadas por todos lados, ofrecían en algunos puntos agujeros por donde podría pasar una persona. Al llegar aquí percibimos un ruido confuso y lejano de gritos y carcajadas.
—¿No oyes? —me dijo Gloria, mientras una sonrisa feliz se esparcía por su rostro—. Son las niñas que están en récréation.
—¿No te apetece ir a jugar a los aros o al volante? —le pregunté riendo.
—Un poquito, no creas.
Nos introdujeron en el locutorio, que era una gran pieza cuadrada y bastante clara, partida al medio por una reja. Del lado de allá se veía una puertecita, y a su lado una pila de agua bendita. Gloria preguntó a la hermana lega que nos había introducido si seguía siendo superiora la hermana Saint-Just; y habiendo respondido afirmativamente, le encargó le dijese que una señora deseaba verla. Esperamos un rato, sentados en sillas al pie de la reja, y al cabo vimos entrar a la superiora por la puertecita del fondo, tomar con los dedos agua bendita y santiguarse. Era una monjita flacucha y pálida, de unos cuarenta años de edad. Gloria se levantó, acercó la cara a la reja y le dijo sonriendo:
—La gracia del Espíritu Santo sea con vuestra reverencia. ¿No me reconoce?
La monja la miró sorprendida por el saludo, sólo usual en el convento; pero no dio señales de conocerla.
—Sea siempre con ella, señora… No tengo el gusto… —respondió con marcado acento francés.
—¿No se acuerda de la hermana San Sulpicio?
—¡Ah! —exclamó, mientras todos los músculos de la cara se le contraían con una sonrisa—. ¡Ah! ¡La hermana Saint-Sulpice, la andaluza! ¡Quién había de pensar…! Y eso que ya sabía que no estaba usted en el convento.
—Me he separado del camino que llevaba solamente por saludar a ustedes.
La superiora se mostró muy amable, con esa cortesía humilde y empalagosa de las monjas. Recordó algunas anécdotas que demostraban el carácter bullicioso y alegre de mi esposa, dejando escapar al mismo tiempo una risita protectora y compasiva, por donde, sin duda, quería dar a entender que nunca la había juzgado con suficiente seso y virtud para aquella vida de perfección.
Mi mujer quiso ver a sus antiguas compañeras: la hermana San Onofre, la hermana María del Socorro y otras. Algunas de ellas ya no estaban allí. Sin embargo, la superiora salió y se presentó a los pocos instantes con cinco o seis hermanas, que saludaron a Gloria con sonrisa muy pronunciada, pero con poca efusión.
Todas parecían confusas y avergonzadas. La sonrisa era tan persistente en su rostro, que llegaba a convertirse en mueca. Mientras hablaban se frotaban suavemente los nudillos de la mano izquierda con la palma de la derecha. Todo era admirarse de verla en traje de seglar y tan cambiada que, según decían, nunca la hubieran conocido. Aquella admiración me iba pareciendo un poco impertinente y creo que a mi mujer también: «¡Vaya con la hermana San Sulpicio! ¡Siempre tan alegre! ¡Cuánto nos hemos reído con ella! ¡Ay, qué hermana! ¿Quién había de conocerla? No parece la misma». Y sus palabras y sus gestos dejaban traslucir la misma idea que los de la superiora; esto es, que nunca la habían juzgado con el espíritu de oración y contemplación indispensable para ser esposa de Jesucristo, o sea, hablando vulgarmente, que la habían considerado toda la vida como una joven sin chaveta.
A todo esto, ni la superiora ni las hermanas habían preguntado quién era yo y cómo y por qué se encontraba Gloria en aquel sitio. Dirigíanme con disimulo vivas miradas de curiosidad, advirtiéndose que les embarazaba mi presencia. Yo no había despegado los labios. Mi esposa, picada, sin duda, de aquella preterición, les dijo de pronto:
—¿No saben vuestras caridades que me he casado?
Las hermanitas soltaron la carcajada.
—¡Ay, qué hermana! ¡Siempre de tan buen humor! —exclamó la superiora.
—Sí, madre; me he casado hase un mes y tres días con este buen moso que ustedes ven delante… No tiene más que un defecto —añadió, poniéndose triste—, y es que es gallego… Pero no lo parese, ¿verdad?
—¡Qué hermana! —volvieron a exclamar algunas monjitas—. ¡Qué gracia tiene! ¡Pues no dice que se ha casado!… ¡Lo que no se le ocurre a ella!…
—¡Qué! ¿No quieren vuestras caridades creerlo?
Las caridades siguieron riendo, arrojándome miradas penetrantes y maliciosas.
—¡Pues ahora mismito se van ustedes a convenser! —exclamó mi esposa con arranque.
Y echándome al mismo tiempo los brazos al cuello, comenzó a darme sonoros besos en las mejillas, diciendo:
—Rico mío. ¿No es verdá que eres mi mariíto? ¿No es verdá que soy tu mujersita? ¿No es verdá que estamos casaos? ¡Di, corasón! ¡Di, vidita!
Mientras trataba, avergonzado, de huir sus caricias, oí exclamaciones de reprobación y vi que las monjitas escapaban asustadas hacia la puerta. Una de ellas, más intrépida, se apoderó de los cordones de la cortina y tiró de ellos con fuerza. La cortina, al correrse, lanzó también un chirrido de escándalo. Todavía escuché pasos precipitados y rumor de voces. Después, nada; se hizo el silencio. Mi esposa, riendo a carcajadas y ruborizada al mismo tiempo, me cogió de la mano y me sacó de la habitación. Cruzamos los tristes corredores de esta suerte, bajamos la escalera, atravesamos el largo portalón, y cuando nos vimos en la calle, le dije, medio enfadado:
—¡Chica, qué loca eres! ¡A quién se le ocurre!
—Perdona, hijo —respondió, riendo y encarnada todavía—. Me estaban poniendo nerviosa. Tan bien sabían que éramos casados como el cura que nos echó la bendisión.