PRINCIPIO A SER UN HÉROE DE NOVELA
E dejaron a la puerta de mi casa. Quise pagar al cochero, pero ellas lo impidieron, y no insistí. Prometiles ir más tarde al café de Silverio, engolosinándolas con empalmar la juerga a mis expensas. Por supuesto, que lo hice. ¡Buena gana tenía de gastarme las pesetas neciamente!
Era ya noche cerrada, pero no habían sonado las nueve. Fui a mi cuarto, y para esperar la hora de la cita con Gloria, me tendí un poco sobre la cama a reposar, que harto lo necesitaba. Ello es que eché un sueño, y cuando me desperté sobresaltado y miré el reloj eran más de las nueve y media. Me puse el sombrero y salí corriendo; pero cuando puse el pie en la calle y se me ofreció repentinamente a la imaginación la bofetada del Naranjero y el peligro que corría, volvime y a toda prisa cambié de traje y de sombrero. Después, caminando con grandes precauciones, mirando a todos lados y procurando ir siempre pegado a algún transeúnte, me dirigí a casa de mi novia. Eran cerca de las diez cuando llegué. La ventana estaba ya cerrada, mas al aproximarme a ella se abrió con estrépito y apareció Gloria con semblante hosco.
—¡Hijo, me has dao el rato! Creí que ya hasías rabona.
Procuré desenojarla, explicándole cómo había ido a ver a su tío Jenaro, en cumplimiento de lo acordado, y lo que con él me había sucedido, aunque ocultándole el incidente del Naranjero. No había para qué inquietarla. Habíamos llegado tarde porque el asunto de las manos atravesadas nos había retenido mucho tiempo. El relato de esto último le causó sensación, aunque menos de lo que yo pensaba. Hasta no tardó en envanecerse.
—Qué sangre tiene mi tío, ¿verdá, tú?
Compartí su admiración, aunque en el fondo me reservé el derecho de juzgar al conde como merecía. Contome otras cuantas atrocidades de él en este género, que no hicieron más que confirmar mi opinión. Al ver cómo le gustaba la gente cruda, estuve tentando a darle cuenta de mi hazaña; pero me detuve, considerando que podía traslucir el miedo que ahora sentía. Porque demasiado a menudo volvía la cabeza, explorando de un lado y de otro de la calle. Siempre veía aparecer al terrible Juan Ruiz ¡con la horrenda lengua de vaca!
También me distraía, a lo mejor, no diciendo cosa con cosa.
—¡Niño, tú parese que estás ajumao!… Y sí que lo estarás: ¡echas una peste a bebía! ¡Puf, quita allá, gorrino!
No me dejó acercar la cara a la reja.
Antes de irme le hice presente cómo al otro día me era imposible pelar la pava, a causa de la velada poética que daba en el Casino Español. Estuvimos a punto de reñir, no por la supresión de la pava, sino porque, al saber que asistirían señoras, se le antojó que se iban a enamorar todas de mí. La sospecha no era verosímil. Le expuse, razonablemente, que mi figura, por esto y lo otro, no merecía tanto honor. Sin embargo, debí de estar blando en la argumentación, porque ella insistía cada vez con más fuerza, y por un momento creí ser derrotado. Entonces capitulé. Le dije que, aun suponiendo, lo cual no era probable, que las señoritas que allí asistieran se enamoraran de mí, nada malo podía redundar para ella, puesto que yo estaba ya perdidamente enamorado, y en mi corazón no cabía otro amor. Todavía se defendió, pero en retirada, negando mi cariño, para verme afirmarlo cada vez con más brío. ¡Si ella pudiese ir! ¡Qué feliz sería asistiendo a mi triunfo! Pero no había que pensar en ello siquiera. Persistía en creer que nuestros asuntos marchaban mal, que era necesaria, de todo punto, la intervención del tío Jenaro porque tenía la seguridad de que su madre no consentiría buenamente en nuestro casamiento.
—Por supuesto —exclamó—, es igual que quiera o no quiera… Yo me caso contigo así tenga que escaparme por la alcantarilla.
Vi sus hermosos ojos brillar con una expresión de orgullo y bravura que me conmovió hondamente.
El alma vehemente, apasionada, de aquella mujer despertaba en la mía energía que no sospechaba existiese. Le apreté la mano con fuerza. En aquel instante no temía a nadie en el mundo, incluso al Naranjero.
Luego que me separé de la reja y entré en mi casa, ya fue otra cosa. La idea de la lengua de vaca comenzó a hacerme cosquillas nuevamente. Reflexioné largo rato acerca de los medios oportunos para no trabar conocimiento con este precioso artefacto de la industria nacional. Al fin, di con uno. Se me ocurrió que lo mejor era desagraviar al Naranjero con un acto que mostrase que la escena de la tarde anterior había sido ocasionada por la borrachera. Tenía en mi poder unas cuantas tarjetas de invitación para la velada del Español. ¡Si le enviase una!… Supongo que no sería tan bruto que… Nada, nada, se la envío… Pero ¿cómo?… No conocía su domicilio. Pero el guitarrista Primo debía de conocerlo.
A la mañana siguiente tomé un coche y me fui al café de Silverio; pregunté allí dónde vivía Primo, y me dijeron que en el Real de la Feria, número… Acto continuo me dirigí allí, siempre en coche, porque aunque había convenido conmigo mismo, al separarme de Gloria, en que nada en el mundo podía asustarme, durante la noche había hecho alguna ligera rectificación a este juicio. El artista flamenco aún estaba en la casa. Insistí en querer verlo. Una mujer del pueblo, pobremente vestida, su esposa, según dijo, me introdujo en el dormitorio, que era, por cierto, un cuartucho bien oscuro y estrecho. Primo, despertado violentamente por su mujer, no me conoció al pronto; no tardó en caer. Le expliqué el asunto con alguna timidez. Se trataba de hacer llegar a manos de Juan Ruiz la presente tarjeta que le entregaba. Sentado sobre la cama y dándole vueltas entre las manos, el guitarrista sonrió antes de contestarme. Aquella sonrisa me hirió profundamente. Cualquiera diría: «¿Qué importa la sonrisa de un flamenco?». Sin embargo, cuando el flamenco tiene razón para sonreír y lo hace del modo espontáneo y sencillo que Primo, puede muy bien sentirse uno humillado.
—Juan Ruiz vive aquí serquita, en la Alameda de Hércules…
—Bueno; pero si usted pudiera…
—¿Pregunta su mersé por er Naranjero? —interrumpió la solícita esposa—. Pues no tiene más que torser a la derecha, saliendo de aquí; toma la callesita primera…
El guitarrista la atajó de mal humor, mandándola callar. No se trataba de ir yo en persona a casa del Naranjero, sino de enviarle una tarjeta…
Todo aquello me humillaba cada vez más. Después de que ambos cónyuges, con excesiva cuanto inmerecida amabilidad, me prometieron cumplir el encargo, apresureme a salir, dándoles las gracias. Y como la vecindad de mi enemigo hacía peligrosos aquellos sitios, ordené al cochero que me llevase de prisa a mi casa, donde me entretuve en escribir los sobres y enviar las tarjetas que me quedaban a las personas que conocía, y en leer por centésima vez los versos que por la noche había de presentar a la admiración de los sevillanos. En los pasajes que me parecían más enérgicos procuraba ahuecar la voz y hacerla sonora, campanuda; en los más tiernos me conmovía, pero de verdad, y llegaba hasta derramar lágrimas, aunque me los sabía mejor que el padrenuestro.
Por la tarde estuve en el palacio de Padul. Encontré al conde sentado en una butaca, con el brazo en cabestrillo. Tenía alguna fiebre. En la mirada que me dirigió al entrar comprendí que debía sorprenderme de la herida, y así lo hice. Me contó, con la mayor sangre fría, que la noche anterior, tratando de separar a dos hombres que reñían en una calle, le habían herido, o, por mejor decir, se había herido él mismo. Isabel recriminaba a su padre por tanto celo. ¡Cómo se iba a meter entre dos hombres que tenían la navaja abierta! Dejarlos que se maten. Más valía la vida de su padre que la de aquellos chisperos. El conde escuchó sin ruborizarse las calurosas expresiones de su hija, cosa que me parecía imposible.
Llegó, por fin, la hora crítica de las nueve de la noche. Había comido muy poco. Estaba nervioso, como si fuera a batirme. En la casa todos estaban revueltos, como si el amor propio de la fonda de la calle de las Águilas estuviese comprometido en aquella jornada. Eduardito se empeñó en ir conmigo, lo mismo que Villa y Olóriz. Matildita había ofrecido un cirio a la Virgen de la Esperanza si me aplaudían, y Fernanda, el dueño adorado cuanto maduro de su hermanito, oír una misa en día que no fuese festivo. Todos me recomendaban el ánimo.
—¡Mucho ánimo, ¿eh?, don Seferino!
Me mimaban, me festejaban, andaban todos solícitos para traerme cualquier cosa que me apeteciese; pero siempre con una expresión entre dolorida y afectuosa, como si se tratase de un reo en capilla. Matildita concluyó por declarar que dudaba mucho de mi serenidad, y que desearía encontrarse en mi lugar, «porque ella era capaz de leer versos delante de la misma reina de España».
Después de tomar té en la Británica los cuatro, viendo que llegaban las nueve, me levanté con arranque diciendo:
—Vamos, Señores.
Y nos dirigimos a la acera de enfrente, donde estaba el casino. Me había puesto de frac y sombrero de copa. Cuando entramos, el Círculo hervía ya de gente, lo cual me causó una emoción de placer y de miedo difícil de explicar. Mi entrada produjo cierta sensación. En aquel momento sería bien difícil convencerme de que yo no era un personaje importantísimo, y que el acto que allí se iba a ejecutar no tenía una gran significación en el curso de los acontecimientos de este siglo. Rodeáronme unos cuantos socios de la Junta directiva, hablándome con deferencia. Yo respondía con pocas palabras, pero mostrando gran amabilidad y una estudiada modestia, que debía de realzarme mucho. Afectaba hablar de todo menos de la solemnidad que iba a efectuarse, porque los hombres verdaderamente superiores y avezados al aplauso del público miran la exhibición como un acto natural y corriente. En fin, me estaba dando un tono horroroso.
El salón estaba ya mediado de señoras. Levanté un portier cautelosamente, y vi sentadas en las primeras filas a las de Anguita. Isabel y las de Enríquez estaban un poco más allá. Dejé que se llenase por completo, para que mi aparición hiciese más efecto. Poco a poco, los concurrentes habían ido desapareciendo de los corredores y acomodándose en las sillas del salón, detrás de las señoras. Al fin, quedé solo con la Junta directiva, porque Villa, Olóriz y Eduardito, mis fieles acompañantes, se habían ido también a coger sitio.
—Cuando usted guste, señor Sanjurjo —me dijo, al fin, el presidente, sacando el reloj.
Despojeme del paletó, que entregué a no sé quién, como un torero que tira la capa al tendido; hice lo mismo con el sombrero; metí los dedos por el cabello, a guisa de escarpidor, levantándolo y ahuecándolo lindamente, y, por último, aparecí en la plataforma alzada al efecto en el salón. Y fui saludado por una salva de aplausos.
Durante la lectura de La mancha roja me bebí dos vasos de agua con azucarillo. Pero sucedió un percance, que no puedo pasar en silencio por las fatales consecuencias que pudo tener. En vez de los treinta y siete minutos que tenía calculados, la lectura de la leyenda no duró más que veintidós. Se aplaudió muchísimo; las señoras se conmovieron y agitaron los pañuelos con entusiasmo, esparciendo por el ambiente caldeado mil perfumes de opoponax, fleur d'Italie, reseda, etc.
Era una leyenda altamente patética. No me sorprendió nada que se hubieran impresionado vivamente. No lejos de mí, hacia la derecha, había un señor que cuatro o cinco veces, durante la lectura, dio un fuerte porrazo con el bastón en el suelo, gritando:
—¡Olé! ¡Viva tu mare!
El aplauso no era muy oportuno a la sazón, y me escamé un poco. Le dirigí alguna que otra mirada exploradora; pero no vi en su rostro nada que pudiera indicar intención de burlarse. Era un señor de mediana edad, con patillas que le llegaban hasta la nariz, de continente grave, y que parecía prestar gran atención.
El diálogo político entre Solón y González Bravo gustó menos, y en vez de durar quince minutos, no duró más que ocho, casi la mitad de lo calculado. Sin embargo, bebí un vaso de agua azucarada. Los criados del Círculo no cesaban de ir y venir con bandejas en las manos. En cambio, la descripción de las cataratas del río Piedra produjo un escándalo de palmadas y vítores y me la hicieron repetir tres veces, con lo cual gané lo menos veinte minutos de los perdidos. Gracias a esta oportunísima compensación no pasé la vergüenza de suspender la lectura antes de la hora y media, mínimum, como ya he dicho, de estas solemnidades. Las señoras volvieron a agitar los pañuelos con entusiasmo. Observé, sin embargo, que Joaquinita Anguita se estaba queda, lo cual me pareció una ruin venganza y me irritó más de lo que el asunto merecía. Durante estas poesías y las otras que siguieron, el caballero de las patillas no dejaba de gritar de cuando en cuando, al final de las estrofas: «¡Olé! ¡Viva tu mare!», dando el consabido porrazo en el suelo con el enorme roten que empuñaba. Yo cada vez estaba más escamado de él, y por encima de las cuartillas que tenía en la mano le echaba miradas, ora de temor, ora de recriminación. Ningún efecto le hacían. Seguía atento, imperturbable, sin mirar a los lados, y eso que observé con cólera que sus vecinos reían cada vez que lanzaba el «¡Olé!». No pude saber entonces, ni a estas horas sé aún, si aquel individuo me admiraba sinceramente o era todo guasa viva, por más que me inclino a lo segundo.
Ello es que fui aplaudido a rabiar, que la Directiva me abrazó con efusión al concluir; las señoras, al marcharse, me dirigían miradas de curiosidad, y que sudé como un caballo de carrera y me bebí una cantidad prodigiosa de agua azucarada. Al salir a los corredores me tropecé de frente con el Naranjero, de quien ya no me acordaba más que de la muerte; bien es cierto que el Naranjero y la muerte eran para mí términos idénticos. Me parece que los colores que el calor y los aplausos habían puesto en mis mejillas debieron de bajar mucho de repente. Sin embargo, fue por poco tiempo. Juan Ruiz vino a mí con el semblante risueño y me dio un cordial apretón de manos. Comprendí que se sentía muy honrado con la amistad de un hombre tan eminente y lleno de gratitud por mi galante invitación. Respiré con un placer como no volví a respirar en mi vida, y le invité a beber con mis amigos Villa, Olóriz y Eduardito un chato en casa de Juanito, allí cerca.
Noche feliz fue aquella para mí. Sólo otra podía comparársele: la primera en que pelé la pava con Gloria. Después de estar un rato en casa de Juanito, tomando un tentempié, nos fuimos a casa. El Naranjero nos acompañó, y al dejarme a la puerta se me ofreció por amigo, con un calor y efusión que me conmovieron; verdad es que estaba yo muy predispuesto en aquel instante a las emociones tiernas. Aprovechando la ocasión en que los demás hablaban entre sí, me dijo en voz baja:
—Don Seferino, si alguna vez le hase farta un hombre…, ya sabe usté…, ¡un hombre!…, cuente usté conmigo.
Aunque había cierta vaguedad en él, acaso por esto mismo me hizo profunda impresión el ofrecimiento. Eso de necesitar un hombre ¡era tan enérgico!
Dormí aquella noche bastante agitado. La felicidad también produce insomnio. No faltaba para completar la mía sino que Gloria hubiese asistido a mi triunfo. Pero me consolaba la idea de que los periódicos darían cuenta de él, y aun lo abultarían, como suelen, proponiéndome llevarle recortados los sueltos o los artículos, si a tanto llegaban. Matildita, llorando de emoción, me pidió permiso para darme un abrazo, el cual le otorgué generosamente. Tuvo que subirse a una silla para hacerlo. La verdad es que, a pesar de su petulancia, que nada tenía de ofensiva, era una buena chica la hija de mi huéspeda. Llegó a decirme, en el calor de su entusiasmo, que se le figuraba que era yo mejor poeta que Pepe Ruiz, el autor de Hojas del árbol caídas—juguete del viento son. En su boca era mejor elogio que si me hubiera colocado por encima de Homero.
Pero, como «la roca Tarpeya está muy cerca del Capitolio», como dice, un número sí y otro no, cierto periódico de mi pueblo titulado El Centinela del Bollo, estaba de Dios que no había de gozar muchas horas de la dicha con que amor y gloria me inundaban. Compré todos los periódicos de la mañana, y en la mayor parte se daba cuenta de mi lectura con frases muy laudatorias, aunque no tanto como yo hubiera apetecido. Un poeta, en materia de elogios, jamás dice en su fuero interno: «Basta». Pero, en fin, esto era natural que sucediese, y no fue lo que turbó mi felicidad. Recorté los sueltos más calurosos y los guardé en un sobre para dárselos a Gloria aquella noche. ¡Qué ajeno estaba, cuando los metía en el bolsillo, de lo que iba a suceder! Durante el almuerzo, la conversación, claro está, versó sobre la velada. Eduardito y Olóriz daban pormenores a otros huéspedes recientes, que, enterados ya por los periódicos, me miraban con una curiosidad y respeto que contribuían a inflarme.
Antes de concluir, Matildita vino a decirme al oído:
—Don Seferino, hay ahí una mujer que pregunta por usté con mucha prisa.
Preguntele si la conocía, y me dijo que se le figuraba que era la misma que alguna que otra vez me traía recaditos. «Paca», dije para mí, y salí del comedor apresuradamente. En efecto, hallé en el patio a la cigarrera, quien avanzó precipitadamente a mi encuentro, con la fisonomía pálida y descompuesta, diciendo:
—¡Señorito, se la yevan!
—¿Se la llevan? ¿A quién?
—¿A quién ha de ser? ¡A mi señorita!
Quedé clavado al suelo.
—¿Adonde? —pregunté con un vago terror de algo extraordinario, maravilloso, que la palidez de Paca me infundía.
—No sé…, al convento me parese.
Mi terror disminuyó al saber el caso concreto, y recobré la acción. Nada nos deja tan paralizados como el miedo de lo que se ignora.
—¿Y cuándo se la llevan?
—Ahora mismito. Hase poco fui a casa, como otras veses, y no vi a la señorita. Me dijeron que estaba malita; pero yo, que guipo de lejos, no lo creí. «¡Aquí hay gato enserrao!», me dihe. La casa andaba un poco revuelta, y oí voses en el piso de arriba; pongo la oreja, y oigo gritar a la señorita Gloria, isiendo: «¡No voy, no voy así me hagan ustedes peasos!». «Sierto son los toro», me dihe. Veo entrar a don Manuel, el teneor de libros de la fábrica de la señora; luego salí…, ¡vamo, que no quise ver más! Y salí escapá a contárselo a su mersé.
Me lancé a mi cuarto sin responderle, me puse el sombrero, cogí el revólver y lo metí en el bolsillo, y salí a la calle, resuelto a impedir el rapto de Gloria, aunque no sabía por qué medio. Noté que Paca corría detrás de mí. En un instante alcancé la calle de Argote de Molina. Al divisar la casa de Gloria vi que un coche, parado delante de ella, arrancaba hacia abajo, y que don Oscar, a la puerta, gesticulaba violentamente haciendo señas al cochero. No me cupo duda alguna de que dentro del coche iba Gloria prisionera.
Lanceme a toda carrera de mis piernas en su seguimiento. Al pasar por delante, enseñé con rabia los puños, sin detenerme, al perverso enano, que aún seguía a la puerta, como guardián misterioso de algún cuento de Las mil y una noches. Como las calles son tan estrechas, los carruajes no pueden correr en Sevilla, so pena de atropellar a los transeúntes.
Gracias a esto pude alcanzar pronto al que conducía a mi novia, y aun lo hubiera pasado si me lo propusiera. Pero no me convenía. Mientras caminaba, mi cerebro reflexionaba acerca de aquel lance y combinaba el plan de ataque único a la sazón factible. Pensé en coger las riendas al caballo y detenerlo. Pero sobre ser esto un poco aventurado, porque el cochero podía arrear y volcarme, se adelantaba poco en ello. Sin poder ofrecer las pruebas, no era fácil que hiciese creer a la gente que llevaban a una joven secuestrada. Imaginé que sería mejor esperar a que se detuviese a la puerta del convento y, al tiempo de apearse, impedir la entrada en él y dar un escándalo, reunir gente en torno de nosotros y llamar la atención de la Policía.
Así que el coche salió de la calle de Alemanes, como hay mayor espacio, se puso al galope y le vi alejarse con dolor. Pero no me desanimé. Emprendí otra vez la carrera furiosa, y cuando entró en la calle de la Borceguinería tuvo que acortar el paso y le alcancé.
Seguile de cerca, y al entrar en la calle de San José me adelanté y fui a situarme delante del convento. No tardó en llegar y pararse. Observé que un individuo que estaba en el portal del colegio tiró de la campanilla y que la puerta se abrió instantáneamente. Del carruaje salió un hombre que no conocí y cogió por las manos a mi Gloria, que vi claramente hacía esfuerzos por desasirse. De dentro la empujaron, y saltó también a la calle, y detrás de ella, don Manuel, el tenedor de libros. No faltaba más que un paso para meterla en el portal. Pero aquel paso no pudieron darlo.
Con el coraje que cualquiera puede suponer me lancé a ellos, diciendo en voz alta, casi a gritos:
—¡Alto! ¿Adonde llevan ustedes a esa señorita?
—¡Seferino, sálvame! —gritó Gloria, tratando de acercarse a mí y siendo retenida fuertemente de un brazo por don Manuel.
—¿Y a usted qué le importa? —dijo éste con mirada y actitud agresivas, pero en voz baja.
—Me importa mucho —repliqué en tono más alto aún—. Ustedes llevan a esta joven secuestrada. Ustedes son unos secuestradores. Suelten ustedes a esa joven, tunantes.
Algunos transeúntes ya habían acudido al escuchar mis voces.
—Vamos, apártese usted —me dijo el hombre desconocido, tratando de echarse sobre mí.
Pero di un paso atrás y, sacando el revólver, grité:
—¡No pasarán ustedes, canallas, miserables! Suelten a esa joven que llevan secuestrada…
En un instante se llenó aquello de gente. Mis gritos eran horrendos. Deseaba que el escándalo fuese gordo y viniese la Policía cuanto más pronto.
—Suelten ustedes a esa joven, secuestradores —proseguía yo, agitando el revólver—. Para que ustedes la encierren en la prisión, tendrán que pasar sobre mi cadáver.
—No grite usted tanto, buen hombre —dijo el tenedor con rabioso acento.
—¡Ah! ¿No quieren ustedes que se sepa? —exclamé con voz campanuda de cómico de la lengua—. ¡Pues yo sí! Quiero desenmascarar a los canallas. No estamos ya en los tiempos en que se emparedaba a la gente. La Inquisición se ha suprimido en España hace mucho tiempo.
Este recuerdo oportunísimo me captó la simpatía de la gente. Tanto, que cuando el acompañante desconocido del tenedor se arrojó sobre mí de improviso y me sujetó la mano con que empuñaba el revólver, un hombre del pueblo le sujetó a la vez, diciendo:
—¡Aquí no se hacen canalladas! Deje usted que vengan los guardias.
Y hubo un murmullo de aprobación en el corro.
Gloria se había desprendido de las manos de don Manuel y había corrido a ponerse a mi lado. Cualquiera otra se hubiera desmayado ante aquella escena; pero ella no estaba de ese humor. Agitada, furiosa, dijo en voz alta:
—¡Dame el revólver, yo le mato!
Esta frase tuvo un gran éxito. El coro la acogió con risas y muestras de aprobación. Uno exclamó:
—¡Olé por la niña de sangre!
En esto llegó, desalada, Paca, se abrió paso por entre el círculo de curiosos y, dándose por enterada instantáneamente de lo acaecido, comenzó a decir a grito herido:
—¡Eso! ¡Eso! Estos desalmados quieren enchiquerar a la pobresita de mi niña. La culpa no la tienen ellos, sino el fenómeno que está allá en la casa, que tiene pato con el demonio. ¿No hay justisia en Seviya? ¿Pa cuándo se deha la horca? Por unos cuantos reales, esos arrastraos hasen de verdugos.
—¡Señora, mire usted lo que dice! —exclamó, ya descompuesto, el tenedor—. Nosotros traemos a esta joven por orden de su madre.
Un guardia se presentó en aquel momento. Todos nos dirigimos a él explicándole el suceso, de modo que, como todos hablábamos a un tiempo, imposible era que se hiciese cargo de él. Sin embargo, Paca, a fuerza de chillidos, logró dejarse oír. El guardia no quiso dar la razón a nadie y nos ordenó que fuésemos a la Inspección con él, y así lo hicimos, seguidos de un buen golpe de gente. Mientras caminábamos, Paca iba explicando el caso a la muchedumbre. Contaba la historia en estilo pintoresco, y consiguió poner de nuestra parte a todos los curiosos.
—La quieren emparedá pa comerse la guita, ¿sabéi ustedes? Mi señorita es rica, y un enano que asota toas las noches a un Cristo, ¡yo lo he visto con estos oho!, se quiere engullí los millones que le ha dejado mi señorito. A la fuersa la quiere meté monha ese perro; pero ella no quiere, ¿sabéi ustedes? Le guta ese señorito, porque es un buen moso y tiene buen aquel…, ¡porque sí, vamo!, y se casará con él, ¡vaya si se casará!, y le dará al roío enano pol tal. ¡Que no vaya a la gloria si yo mesma no le ayudo!…
Yo iba bastante avergonzado, y Gloria mucho más, como puede suponerse. Pero mi plan hasta entonces se desenvolvía con buen éxito, y esto compensaba hasta cierto punto aquella molestia. Por fortuna, llegamos pronto a la Inspección. Allí expuse con firmeza mi querella, apoyada por Gloria, y reclamé la intervención del juez. Al mismo tiempo mandé un recado al conde del Padul por medio de Paca. El juez, a quien se avisó, tuvo la atención de venir por tratarse de una señorita, y delante de él volvimos, como ante el inspector, a exponer nuestro litigio. El tenedor de libros también reclamó. Yo pedí, desde luego, el depósito de Gloria en lugar adecuado, y el juez lo decretó inmediatamente. Como nos hallásemos deliberando sobre esto, presentáronse Isabel y la tía Etelvina, y sin más dilaciones cogieron a Gloria y la hicieron montar en un coche con ellas, llevándola a casa. El conde no había podido venir a causa de su indisposición. En casa de él, como pariente y persona caracterizada, quedó, pues, depositada mi animosa Gloria.