DOY UNA BOFETADA QUE PUEDE COSTARME CARA
ORNARON a reanudarse nuestras sabrosas pláticas a la reja. Por algunos días fui dichoso. Sin embargo, los celos de Gloria no habían desaparecido por completo. Lo mismo era mentar la casa de Anguita que se ponía de mal humor y me hablaba en tono desabrido, por lo cual procuraba ir a ella lo menos posible.
En una de estas noches dio un baile el conde del Padul. Isabel hizo esfuerzos muy grandes porque Gloria asistiese, pero todos se estrellaron contra la negativa rotunda de doña Tula. Ni aquella ni yo lo sentimos mucho. Nuestros coloquios valían más que todos los bailes imaginables. Quedamos en que yo sólo iría un rato después de nuestra conversación nocturna. Mas al verme llegar a la reja con el gabán puesto, dejando asomar la corbata blanca y la pechera de la camisa, observé que se esparcía por su rostro una leve nube de tristeza. Me habló durante largo rato distraída, preocupada. Por último, como no era posible que guardara mucho tiempo cualquier sentimiento que la agitase, dijo con una resolución severa, como si esperase oposición y se preparase a reñir:
—Mira, no quiero que vayas al baile.
—¿Pues?
—Porque no.
Callé un momento y sonreí, viéndole arrugar su linda frente y desviar la vista hacia otro sitio, cual si temiese flaquear en su determinación fijándola en mí.
—Bueno —dije con afectada resignación—, no iré.
Tardó un poco en contestar. Pero inquieta tal vez su conciencia por mi estudiada humildad, dijo:
—No quiero que vayas porque sé lo que va a pasar… ¡Cómo si lo viera! Hoy están allí las chicas más bonitas de Sevilla, y tú te enamorarás de una… Y yo no quiero, ¿lo oyes? ¡No quiero, no quiero!
El arranque con que pronunció estas palabras me hizo reír.
—Bien, hija; si ya te he dicho que no voy.
—Es que lo dices así, en un tonillo de manso cordero…, como si fuese una tontada mía…
—No, querida, no. Lo hago con mucho gusto, puesto que tú me lo ordenas…
—No, yo no te lo ordeno. Si quieres, vas, y si no, te quedas.
Concluyó por ponerse furiosa y decir que yo no la quería un tantito así (se picaba la falange del dedo chiquito) y que era muy desgraciada. Imagino que, en el fondo, de quien estaba descontenta era de sí misma.
Pronto se sosegó, y charlamos con la mayor alegría, como todas las noches. No obstante, cuando llegó el momento de separarnos, me preguntó sonriente, pero mostrando inquietud en los ojos:
—¿Te vas a casa?
—Sí.
—¿De veras?
—De veras.
Quedó un instante pensativa. De repente sacó su hermosa mano por la reja, me cogió la corbata y me la arrancó.
—Así ya no puedes ir al baile, aunque quieras.
—No había necesidad de eso. No tengo ningún deseo de ir. Si quieres que esté aquí hasta que amanezca, aquí estoy… Y a mí no me gusta ni me gustará jamás otra mujer que tú.
La firmeza y sinceridad con que pronuncié estas últimas palabras la conmovieron. Me apretó la mano con ternura y dijo, sacando otra vez la corbata por la reja:
—Toma; tengo confiansa en ti.
—Quédate con ella. Quiero que la conserves como recuerdo de esta noche.
Guardó silencio y se la anudó lentamente al cuello haciendo un lacito.
—Está bien —dijo, al cabo, sonriendo—; pero cuando te vayas, estoy segura de que me irás llamando tonta.
—No te lo llamaré tal.
—Sí me lo llamarás…, y tendrás rasón… Di, ¿me lo llamarás?
—¡No, mujer, no!
—Chinchoso, feo; como lo hagas, mañana te doy un pellizco que te acordarás toa la vía.
«Efectivamente —decía yo para mí mientras caminaba hacia casa—, merecía que se lo llamase; ¡pero es tan salada!».
Por aquellos días ocurrió en la casa donde vivía una desgracia que, si bien no me tocaba de cerca, no dejó de impresionarme. Una mañana, un poco antes de almorzar, noté cierto movimiento. Matildita revoloteaba como un jilguero asustado; los criados iban y venían con botellitas y frascos entre las manos. Pregunté lo que pasaba, y me enteraron de que la señora de Torres se había puesto enferma repentinamente; un ataque al corazón, decían. ¡Estaba tan gruesa! Fui a su habitación y me dijeron que estaba dentro el médico. Esperé un instante y le vi salir en compañía de Torres, que se hallaba extremadamente pálido. El doctor mostraba también inquietud en la fisonomía. Hablaron en voz baja cortos momentos, y oí que se despedía para dentro de una hora. El pobre Torres andaba tan preocupado, que ni reparó en mi presencia. Tuve que llamarle la atención. Sentose en el sofá, y con voz temblorosa y aspecto aterrado me contó cómo había comenzado aquello y en qué disposición se hallaba su esposa. Luego me invitó a que entrase a verla un momentito nada más, a ver qué me parecía. Penetré en el gabinete, luego en la alcoba, y hallé a Raquel en la cama, sin más síntoma aparente que una grande fatiga. Sonrió al verme y me habló en voz baja y con grande trabajo. Iban a ponerle una cantárida, y me salí. En el corredor tropecé con Olóriz, que daba paseos por delante de la puerta, atusándose la barba con mano convulsa.
Confieso que no me preocupé gran cosa, y después de almorzar me fui a la calle, como todos los días; pero al regresar a la hora de comer hallé la casa en un estado de agitación que me sorprendió altamente. «Van a traer el Viático a doña Raquel», me dijo el criado con tono confidencial. El médico, en efecto, había mandado disponerla a escape, porque, según me repetía Villa, «se iba por la posta». El cura estaba a la sazón confesándola. Cuando terminó, nos dijo que salía a buscar el Viático, y todos los huéspedes de la casa y algunos amigos de nuestra huéspeda le acompañamos a la iglesia. Allí nos dieron un cirio a cada uno. Noté que la palidez de Olóriz había aumentado. No salió una palabra de sus labios. El cirio que el sacristán le dio no era más amarillo que su rostro en aquel momento. Atravesamos las calles tristemente, precedidos de la campanilla fatal, que, a intervalos largos, tañía con repique temeroso. A la puerta de la casa, Matildita, Fernanda, los criados y algunas amigas, de rodillas y con cirios encendidos también, esperaban al Señor. Pasó el sacerdote por delante de ellas murmurando lúgubremente latines, y en pos de él, nosotros. A la puerta de la sala hallamos al infortunado Torres, de rodillas, con un cirio igualmente en la mano y sollozando. Con el cura entramos en el gabinete, donde habían puesto un altar portátil, diez o doce personas, entre ellas Olóriz. Mis ojos no se apartaban apenas de él. Su situación me inspiraba gran curiosidad. A la luz de la vela, que el monaguillo arrimó al lecho, pude ver el rostro de la enferma. Raquel no era la misma. Todos sus rasgos fisonómicos se habían descompuesto: la nariz, ya grande, era ahora monstruosa; los ojos, más abombados, vidriosos, sin expresión alguna; las mejillas, hundidas. Parecía mentira que en tan poco tiempo se pudiese operar tal transformación.
Mientras el sacerdote decía sus preces con murmullo solemne, observé que Eduardito cambiaba vivas y risueñas miradas con Fernanda, la cual le sonreía con sus ojos bordeados de ojeras dilatadas y su feo diente mellado. Aquel espectáculo tristísimo no les impresionaba. Cuando el sacerdote alzó la sagrada hostia, entre Matildita y otra mujer incorporaron a la enferma, quien nos dirigió una mirada vaga. Al encontrarse sus ojos con los de Olóriz, pintose en ellos un espanto, una angustia, que por largo tiempo tuve impresa su expresión en mi cerebro. Aún hoy no puedo recordarla sin horror. Olóriz se demudó mucho más de lo que estaba. Le vi vacilar un instante, pero no cayó. Permaneció clavado al suelo, inmóvil y rígido, como una estatua de cementerio.
Poco después de comulgar se aumentó la disnea, y a las diez y cinco minutos de la noche expiró la bella Raquel, del modo más inesperado, en la flor de la juventud, cuando una fortuna cuantiosa iba a caer en sus manos. Aquella muerte me pareció un verdadero sarcasmo del Destino, si no una lección tremenda de la Providencia. No pude menos de recordar el mal disimulado deseo que aquella mujer sentía de quedarse viuda y libre. ¡Quién le dijera, pocos días antes, que debía ponerse bien con Dios, porque aquel ochentón que tanto le estorbaba la iba a sobrevivir!
El dolor de Torres, vivo, profundo, desesperado, a todos pareció ridículo menos a mí. Cuando, quebrantado por los sollozos, hablaba de la «Raquel de su alma», los que habían ido a consolarle cambiaban rápidas miradas donde se traslucía una conmiseración burlona. Su pena era tan sincera, tan inmensa, que ni la presencia de Olóriz le estorbaba. Al contrario, noté con asombro que se dirigía a él con preferencia a nosotros, cual si creyese que, por amarla también, era el único capaz de entender y apreciar su dolor. El tema constante de su discurso era que mucho más valía que se hubiera muerto él, ya que de nada servía en este mundo. Parecía irritado con Dios por haber cometido aquella equivocación tan lamentable. Sentíase avergonzado de vivir él, tan viejo y tan feo, muriendo su mujer, joven y hermosa.
Hicimos cuanto pudimos por consolarle. Después de algunos días supe que la había dotado en vida en más de la mitad de su hacienda, y que la hermana de Raquel se había apresurado a reclamarle esta dote.
Mis amores experimentaron un gravísimo contratiempo. Una de aquellas noches, estando a la reja con Gloria, en medio de nuestro cuchicheo íntimo y delicioso, soltó ésta un grito de terror que me dejó yerto, agarrado a la reja sin poder moverme. Había sentido una mano apoyarse en su hombro. Era la de su madre. En la oscuridad de la sala vi blanquear la faz pálida de doña Tula y su pañolito amarillo y escuché su voz, de timbre agudo y delicado, exclamar:
—No te asustes, hija mía. No vengo a hacerte ningún daño.
Luego se inclinó hacia la reja y me dijo en tono irónico y alegre:
—Buenas noches, señor capitán.
Yo que, pasado el estupor, me disponía a emprender la fuga, apenas tuve fuerzas para contestar al saludo.
—Siento mucho haber hecho el papel de gavilán… Pero las tortolitas no deben asustarse, que no vengo a comérmelas…
Viendo que el asunto no se presentaba del todo feo, se me ensanchó el corazón y pude replicar, sonriendo humildemente:
—Espero que usted nos perdonará esta falta… Gloria no ha tenido ninguna culpa… He sido yo el que…
—¿Falta? Aquí no hay falta. Ustedes son jóvenes y se quieren… ¿Qué tiene de particular que se hablen por la reja?… Lo único que me traspasa el corasón es que mi hijita del alma no haya tenido confiansa en mí para desírmelo… ¿A quién mejor que a su mamaíta puede ella abrir el pecho? ¿Quién deseará su felisidá como yo?
Aquel desagradable suceso tomaba aspecto tan propicio, que me sentí enternecido y con ganas de besar la orla del vestido de doña Tula, como don Oscar había previsto cuando me habló de ella. Sin embargo, noté que Gloria continuaba grave y sombría, como había quedado así que se le pasó el susto.
—No ha sido desconfianza por parte de ella —dije, metiéndome en camisa de once varas—. Es que temíamos que a usted le pareciesen mal estos amores y nos los privara.
—¿Por qué? ¿Yo no he sido joven también y no he tenido novios? ¡Pobresita! —añadió, acariciando la cabeza de su hija—. ¿Tenías miedo de verdá a tu mamita?… No, hija, no; siendo el novio una persona regular…, y el señor lo es…, no hallo motivo… No sé por qué este señor ha dejado de venir a casa… Lo he sentido mucho… Pero, en fin, cuando él lo ha hecho, sus rasones tendrá.
Intenté explicar mi repentino alejamiento, sin herirla a ella ni a don Oscar. Pero estaba tan confuso y avergonzado, que no dije más que tonterías.
Doña Tula estuvo amabilísima conmigo; pero cuanto más lo estaba, más seria y cejijunta se ponía Gloria, que no había despegado ni despegó los labios durante nuestra plática. Por fin, la simpática mamá manifestó que era una hora intempestiva y fea aquella en que celebrábamos nuestros coloquios; convenía adelantarla, de nueve a once, por ejemplo. Lejos de poner estorbo a nuestras entrevistas, nos estimuló a proseguirlas.
Me despedí de madre e hija loco de contento. Poco faltó para llamar a doña Tula mamá; bien me apeteció el hacerlo. Sin embargo, cuando, entre el laberinto de casas sombrías, iba caminando hacia mi casa, no pude menos de pensar que mi futura suegra no había soltado prenda alguna respecto a la posibilidad de nuestro matrimonio ni me había invitado a entrar de nuevo en su casa. Además, se me vino de pronto a la imaginación que su actitud de ahora contrastaba con la que había tomado cuando supo o presumió que yo había venido a Sevilla y entraba en su casa por el amor de su hija, según ésta me había dicho. Por otra parte, la seriedad de mi novia, tan impropia de la ocasión, no anunciaba nada bueno. Tales reflexiones bastaron para echar agua sobre mi fervoroso entusiasmo y me acosté en la cama medianamente inquieto.
Al día siguiente recibí una invitación del presidente del Casino Español, que ya me habían anunciado, para que leyese algunas de mis poesías en aquel centro recreativo. Esta fiesta o velada ya se venía tratando hacía tiempo entre mis conocidos. Particularmente Villa formaba mucho empeño en ella. Como no hay felicidad en el mundo comparable a la que siente un poeta leyendo sus versos, me apresuré a contestar afirmativamente. Quedó convenido en que la lectura se daría el domingo próximo. Estábamos en jueves. Por la noche fui, a las nueve, como había quedado, a ver a Gloria. Estaba tan preocupado con la lectura poética, que, por un momento, la figura de mi novia aparecía en segundo término dentro de mi espíritu. La encontré más grave y preocupada. Cuando le hablé de la escena de la noche anterior, mostrándome muy contento por su resultado, me dijo:
—No te fíes…
—¿Sabes algo?…
—No sé nada; pero conosco a mamá mejor que tú… Mira: lo mejor que podemos haser es prevenirnos para lo que pueda suseder… Hay que andar un poquillo avispaítos y no dejar que el asunto se enfríe. Te vas a ver al tío Jenaro. Nadie mejor puede componer el pastel.
—¿Qué pastel?
—El de nuestro matrimonio, retonto… Digo, si es que apeteses esta mano, que no tiene nada de blanca ni de suavesita…, ¡bien lo sabes! —dijo, sacándola por la reja.
Por toda contestación, me apoderé de ella, la llevé a mi corazón y luego la besé repetidas veces.
A la noche siguiente me manifestó que se hallaba muy inquieta. Su madre le hablaba risueña, pero con cierto tonillo burlón que la indignaba. Además, había observado que aquella mañana había celebrado con don Oscar una larguísima conferencia. Luego había llegado el tenedor de libros de la fábrica con un hombre desconocido, y los cuatro se habían encerrado en el gabinete de don Oscar y habían estado charlando buen rato. Este entró y salió aquel día muchas veces. En fin: que había cuchicheos misteriosos en la casa que nada bueno auguraban. No participé de sus temores. Pensé más bien que eran imaginaciones de su temperamento exaltado; pero le prometí ir al día siguiente, sin falta, a casa del conde del Padul para enterarle de lo que pasaba (apurado me vería) y pedirle que interviniese ya directamente en nuestra unión, adelantándola cuanto fuese posible. Gracias a esta solemne promesa se tranquilizó, y pudimos gozar de las dos horas que la generosidad de doña Tula nos otorgaba.
En la mañana del otro día hice un ensayo general de la lectura poética. Reuní en mi cuarto a Matildita, Fernanda, Eduardito y los criados, y les leí las composiciones que tenía preparadas para la noche; en realidad, para medir el tiempo empleado en la lectura.
Puse el reloj abierto sobre la mesa, y leí primero una leyenda de la Edad Media, titulada La mancha roja, que resultó durar treinta y siete minutos. Luego, un diálogo, con intención política, sobre las sombras de Solón y González Bravo, que duró quince. Una descripción, en tercetos, de las cataratas del río Piedra, dieciocho, y otras varias composiciones, de cuatro a ocho minutos, formando, en total, una hora y media, que, como todo el mundo sabe, es el tiempo prescrito para esta clase de solemnidades. Resuelto el problema de los minutos, me encontré en una feliz disposición de ánimo y almorcé con apetito.
Por la tarde fui al palacio de Padul, según había prometido a Gloria. Isabel estaba en casa de las de Enríquez. El conde se disponía a salir en coche, a ver los toros que debían lidiarse al día siguiente. Me invitó a acompañarle, lo cual acepté con gusto, tanto por enterarle de mi negocio cuanto por dar aquel grato paseo. El coche en que montamos era un faetón tirado por cuatro caballos tordos enjaezados a la calesera. Don Jenaro y yo nos sentamos delante, y éste empuñó las riendas. Dos criados venían sentados detrás. La tarde era ideal, tan pura y diáfana como las del mes de agosto, y menos calurosa, por cuanto ya habíamos entrado en el mes de septiembre. Seguimos el paseo de las Delicias, a la orilla del río. Había bastante gente a pie y en carruaje. El conde era muy saludado. No tardamos en salir del paseo y entrar en la carretera que conduce a Tablada, donde los toros se hallaban. Como nosotros, iban muchos con el mismo objeto. Otros venían; de suerte que había bastante movimiento de coches en el camino. También se veían algunos señoritos, en traje de chulo, montando los hermosos y petulantes caballos de la tierra. Ningún buen aficionado de Sevilla, por lo que pude entender, deja de ir a Tablada la víspera de la corrida.
La carretera se desplegaba al través de los campos llanos y dilatados del sur de la ciudad. A un lado y a otro se extendían, secos y amarillos, manchados a trechos por el verde gris de los olivos y el profundo oscuro de las huertas de naranjos.
Enteré al conde del estado de mis negocios, esto es, procuré enterarle, seguro de haber disfrutado de su atención, por lo menos, la mitad del tiempo. Escuchome con la grave y simpática cortesía que le caracterizaba. Decía a menudo: «Sí, sí. ¡Oh! ¡Mucho, mucho!»; pero el caballo delantero de la derecha, nombrado, si mal no recuerdo, Muslim, me hacía una competencia desastrosa. Y todo porque a menudo ponía tiesas las orejas y frotaba a su compañero con el hocico. «Quieto, Muslim, quieto. ¡Tunante! Eso, eso. ¡Bueno!». A menudo no sabía si sus exclamaciones iban dirigidas a Muslim, a don Oscar o a mí. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, me dijo, con amable entonación:
—De modo que, por lo que veo, mi prima Tula está de acuerdo en que ustedes se casen. El que se opone es don Oscar…
«¡Maldita sea mi suerte!», exclamé para adentro, y para afuera dije:
—No, señor conde. Lo mismo Gloria que yo, creemos que doña Tula se opone aún más que don Oscar…
Y vuelta a explicárselo otra vez con pelos y señales.
Luego entendió que lo que yo deseaba era que fuese a pedir por mí la mano de Gloria a su madre, y le pareció grave.
—No, señor conde; lo único que solicito de usted es que hable con su prima y procure suavemente vencer su resistencia.
—¡Mordiscos también!, ¿eh? —exclamó, fustigando al odioso Muslim—. ¡Ojalá le hubiese rajado!
En aquel momento divisamos los toros. Se apresuró a prometerme todo lo que le pedía. Quedé con la sospecha, casi la certeza, de que no supo, al cabo, lo que era, y, lo que es más doloroso, no le importaba.
Allá, en medio de un extenso campo de un verde amarillento, había un grupo de reses. El coche dejó el camino y se puso a correr sobre el césped hacia aquel grupo.
—¿Los toros estarán amarrados, por supuesto? —pregunté.
El conde me miró sonriente y con sorpresa.
—¡Amarrados! No, señor. Están sueltos.
«¡Oh diablos!», dije para mí. De buena gana me hubiera apeado. Se me había desvanecido por completo la curiosidad de conocer el ganado. Pero los caballos, felices con pisar la hierba, corrían al galope, acercándose con velocidad pasmosa. En torno de él, como a unos cien metros, había algunos carruajes y gente a pie, formando círculo contemplativo. Creí que el conde se iba a detener allí; pero franqueó la fila de los curiosos, y sólo hizo alto a veinte o treinta varas de las fieras, que no lo parecían, a juzgar por su actitud tranquila; unos, acostados sobre los brazos, rumiando, con sosiego; otros, fijos sobre las cuatro patas, inmóviles, abstraídos quizá en alguna meditación sangrienta. El conde echó pie a tierra y me invitó a hacer lo mismo. Mas, con pretexto de encender un cigarro, me fui retrayendo.
—¿Son todos toros? —pregunté, afectando serenidad, al único criado que se había quedado conmigo.
—¡Zeñorito! —exclamó en el colmo de la sorpresa—. ¿No ve su mersé los cabestros?
—¡Ah, sí!
La verdad es que no distinguía unos de otros. Todos me parecían en aquel momento igualmente sospechosos y aborrecibles. «Yo no me apeo», dije interiormente, a pesar de que veía al conde aproximarse a las reses hasta casi tocarlas. Pero el prócer gozaba fama de temerario, y yo no tenía deseo alguno de adquirirla.
—¿Qué tal los muruves? —preguntó el mismo criado a un chulo que andaba por allí cerca.
—¡No lo ves, hiho, qué animalitos de Dio! Paesen hechos de masapán de Toledo… Aluego allá ellos… Si se najan, la farta será del gobernaó… Que les den lo suyo; los toritos no piden más que eso.
—¿Te acuerdas de los muruves de Pascua? ¡Qué toritos! Dejaban el cuerno en los jacos y se queaban ¡dormíos, dormíos!
—Toos lo mesmo… Que les den lo suyo, ¡ya verás!… Esta mañana se ha arrancao uno porque un cabayero traía un perro e lana… Por poco hay aquí un espetáculo.
Yo, que estaba extremadamente inquieto, me sobresalté al oír esto, y, como quien no quiere la cosa, cogí las riendas que el criado sujetaba. Hice bien en tomar tal precaución, porque al instante se produjo cierto movimiento entre los toros. Vi uno negro, espantoso, que, mirándonos con horrible fijeza, bajó la cabeza con intención hostil y dio algunos pasos…
El terror me arrebató de tal modo, que sin saber lo que hacía cogí la fusta y pegué un feroz latigazo a los caballos. El coche partió como un rayo, rompió la línea de curiosos y se lanzó por el campo, en medio del vocerío de la gente. El criado me había arrancado las riendas y blasfemaba como un condenado, tratando de contener los jacos. Entre éstos, al fin, se produjo divergencia de pareceres sobre la línea que habían de seguir. Como resultado de ella, vino el arremolinarse y volcar. Fui lanzado del asiento a una distancia de seis varas lo menos; pero no recibí daño alguno, según pude colegir después de tentarme todos los miembros. El criado, tampoco. Acudió un pelotón de gente en nuestro socorro, y cuando nos vieron salvos y se enteraron de lo que había hecho, principiaron las bromitas y la risa. Creí que el conde lo iba a tomar a mala parte; pero también le dio por reír. Los toros seguían inmóviles y agrupados. Cuando manifesté que había arreado a los caballos porque un toro negro se dirigía a nosotros:
—¿Dónde está el toro negro? —me preguntó el conde.
—Mírelo usted allí.
—¡Si es un cabestro, amigo!
Explosión de risa entre los que nos rodeaban. Don Jenaro tuvo la delicadeza de montar en el carruaje apenas lo levantaron y amarraron un tirante roto. La bronca en mi obsequio amenazaba ser mayúscula. Con todo, detrás de mí, los criados no cesaban de reír. El conde había vuelto la cabeza, dirigiéndoles una mirada severa; pero sus carcajadas reprimidas me humillaban más que las francas.
—¿Qué tal los toros? —les preguntó un cochero al cruzar a nuestro lado.
—¡Finos, finos! Hay uno negro, zaino, de mucho cuidado.
El conde no pudo menos de sonreír…, y yo también.
A lo que entendí, era costumbre entre los aficionados detenerse, a la vuelta de Tablada, en alguna de las numerosas ventas que hay a la salida de Sevilla por aquella parte. Son los centros de reunión de la gente alegre, donde se corren las juergas, sin peligro de despertar a los vecinos y entenderse con la Policía. El conde paró delante de una de las más celebradas, llamada de Eritaña, y me invitó a bajar con él. A la puerta había muchos carruajes vacíos. Atravesamos un corto zaguán y salimos pronto a los jardines, dispuestos para recibir a los numerosos parroquianos que aquel establecimiento tiene, principalmente entre la clase elevada o rica. Está dividido en pequeños y grandes cenadores, no bien aislados unos de otros por el follaje de los arbustos. Todos, o casi todos, estaban ocupados a la sazón. El conde se detuvo un momento, sin saber dónde meternos, cuando saliendo de uno de ellos dos personas decentes, aunque de porte achulado, le abrazaron familiarmente y nos hicieron entrar.
Había seis u ocho hombres y tres mujeres. Los hombres, salvo dos, parecían personas distinguidas. Vestían chaqueta y hongo; pero sus manos eran finas y llevaban en los dedos sortijas de valor. Casi todos estarían entre los treinta y los cuarenta. Dos eran claramente de clase baja, que alternaban. Las tres mujeres tampoco había duda que pertenecían a la vida airada. Por la confianza con que trataban al conde comprendí que a menudo debían de ser sus compañeros de francachela, por más que aquel les llevase bastantes años. Entre ellos había uno rubio, de fisonomía extranjera. Después supe que era un inglés tan noble y rico como calavera, que acostumbraba pasar largas temporadas en Sevilla.
Aquellos individuos merendaban alegremente, y nos dispensaron una acogida cariñosa, brindando, así que entramos, a nuestra salud. Observé que, en medio de la confianza, don Jenaro infundía cierto respeto a todos. De las tres muchachas, una se llamaba Concha la Carbonera: era delgada, de un rubio ceniciento, mejillas pálidas y marchitas y ojos azules, fieros y desvergonzados. Otra, Matilde la Serrana: era morena y regordeta, y tenía el tipo común de las sevillanas. La tercera se llamaba lisamente Lola, una mujer obesa, con seno monstruoso, que inspiraba repugnancia, y manos amorcilladas, cubiertas de sortijas de poco valor. Las tres vestían el traje de percal y el pañolón de Manila, común a las jóvenes del pueblo, y ostentaban flores en los cabellos.
La conversación versó al principio sobre los toros. El conde dio acerca de ellos pormenores que se les habían escapado a los otros. No hizo alusión a mi percance, y se lo agradecí. Los manjares eran pocos y ordinarios: langostinos, boquerones, alcaparras, soldados de Pavía (pedazos de bacalao fritos con rebozo de huevo). En cambio, los vinos —jerez, manzanilla y montilla— eran de lo más fino y exquisito que pudiera beberse en ninguna parte. Las mujeres, abandonadas a sí mismas, charlaban en grupo aparte. El conde apenas se había dignado dirigirles una mirada fría cuando levantaron las copas saludándole.
Uno de los individuos, de traza plebeya, el más viejo, tañía la guitarra con singular maestría, mientras los demás charlaban de toros y toreros. Cambiábanse entre ellos frases técnicas, que probaban la profunda erudición que casi todos poseían en este ramo del saber, y se hacían predicciones y apuestas para el día siguiente. Unos elogiaban los muruves, otros ponían los de Saltillo sobre todos los demás. De cuando en cuando, entre el grupo de los hombres y el de las mujeres se cruzaban palabras libres, gestos desvergonzados, un tiroteo de chistes convencionales, que sorprenden la primera vez y aburren en seguida. Particularmente, Concha la Carbonera respondía con una viveza y desgarro que me infundían repulsión.
El hastío me hizo acercarme al guitarrista y trabar conversación con él. Era hombre de cincuenta años, de mejillas rasuradas surcadas de arrugas, ojos pequeños y vivos, el pelo gris peinado sobre las sienes, como todos los chulos. Vestía chaquetilla corta, hongo flexible y pantalón ceñido, la camisa con rizados y sin corbata. Alabé su destreza, verdaderamente admirable, y me dijo que era guitarrista de oficio, se llamaba Primo y tocaba ahora en casa de Silverio. Quise mostrar mis conocimientos en materia de tañedores de guitarra, y le dije que había oído hablar con gran elogio de uno llamado el Niño de Lucena.
—Bien está. Paco de Lusena conosía er instrumento como denguno; pero tocaba solo palante, ¿sabuté? Er Niño de Morón tocaba mejor… a lo que se pide… ¡Se entiende!… Nosotros no semos de teatro; allí to va pa lante… Tocamos pa que lo oiga la gente, ¿etá uté?, y pa que lo baile si quiere. Yo copié de Paco de Mairena, un tío que hasía bailar las mesas. Cuando agarraba la guitarra paesía que se la metía en er estómago… De filadelfias, na, ¿sabuté?
A renglón seguido, como todos los artistas, Primo se quejaba de que el arte se hallaba en lamentable decadencia, que no se estimaba ya el mérito. Con lo que daba Silverio (dos duros cada noche y la cena), apenas podía vivir. Recordaba con entusiasmo los tiempos antiguos.
—Aquí onde usté me ve, cabayero, he vestío como un mataor de toros. Las onsas que han entrao en mi borsiyo no caben sobre un manter… ¡Pchs! Hoy s'a güerto la tortilla. No hay quien dé un perro chico por oír la guitarra de verdá, ¿sabuté?… Aluego epué yo he tenío argunas crujías onde s'ha ido la guita sin sentirlo… Grasia que haya podido horadar hasta aquí…
Hablaba con mucho aplomo y una entonación grave y persuasiva, que es en Andalucía general entre los hombres de la plebe cuando se hacen viejos. Después que le dejé desahogarse, le fui preguntando por la gente que allí había.
—Esta mosita, que se yama Concha, es mi sobrina, nasía en Graná, recriá en Málaga; es bailaora en casa de Silverio y gana sinco pesetas… Aquella del chaleco es una tía pescuesa, ¿sabuté?, que viene siempre onde se jama… Esta otra regordetiya, la Serrana, es bailaora en er Burrero…, una güeña chica… Ha sido novia der Saleri —añadió con cierto respeto—. Ya conosería uté ar Saleri…
—¡Mucho! —respondí, aunque en mi vida le había oído nombrar.
—¡Qué lástima de chico!
Oyendo esta exclamación supuse que se había muerto, y puse la cara triste.
La conversación no impedía beber de firme a los amigos del conde… Dejaron, al fin, los toros y comenzaron a bromear con las chicas. Una de ellas, la tía pescueza que decía Primo, vino hacia mí con una cañita, y se la bebió, diciendo:
—Por uté, güen moso.
Luego se sentó a mi lado y emprendió mi conquista, sin lograr enternecerme. Sus redondeces excepcionales no me hacían efecto: me causaban asco.
Uno de aquellos barbianes se divertía en tirar aceitunas a Concha la Carbonera, que, lastimada en la cara, profería insultos atroces, entreverados de blasfemias.
—No me tirarás una monea de sinco duros, grandísimo arrastrao, dao pol tal.
—¿A que sí? Párala en la boca.
Y le arroja con tal ímpetu una moneda que si no baja la cabeza la descalabra. Fue corriendo a buscarla; pero el barbián le tiró otra a la vez, y le pegó en el cogote. La Carbonera dio un grito y se llevó la mano al sitio de donde brotaba sangre. Las atrocidades que salieron de sus labios no son para dichas. Quiso llorar; pero su tío Primo recogió del suelo las dos monedas de oro y se las entregó, con lo cual, y con un poco de agua y vinagre con que la lavó su amiga la Serrana, apaciguose lindamente. No sé si me asustó más la barbarie o la prodigidad de aquel bruto.
—¿Qué es eso? ¿Estamos en la necrópolisss o en el merenderosss de Eritañasss? —exclamó otro barbián, cuya gracia consistía en agregar una ese final a las palabras y silbarlas mucho—. ¡A bailars, niñasss! ¡A cantars, niñasss!
Primo comenzó a preludiar un tango. Todos se sentaron formando corro. La Carbonera, sentada también, olvidada del descalabro, inició allá en las profundidades de la garganta un canto que tenía mucho de salmodia:
«Con sentimiento profundo
voy a nombrá
un torero que en er mundo
no tuvo rivaliá.
Por su arte y su bravura
era el rey de los torero,
por su elegante figura
se paesía ar Chiclanero».
La voz era ronca, aguardentosa, desagradable; el sonete, lúgubre.
De pronto se levanta, me arranca el sombrero de la cabeza sin mirarme, salta al medio del corro y se lo pone. Comienza una serie de movimientos con las caderas, con el pecho, los brazos, la garganta, con todo menos con los pies.
—¡Olé la Carboneriya! —gritaron dos o tres.
La Serrana y Lola siguieron:
«Para España su nombre es tan grato,
que er nombrarlo nos causa plaser;
como Antoñito Sánchez, er Tato,
denguno ha imitao el volapié.
¡Qué lástima de torero!
Será eterna su memoria.
¡Mardito sea asta aquer toro
que le ha quitao al arte su gloria!».
Concha se había despojado del sombrero y hacía con él mil gestos y carocas, ora poniéndoselo, ora quitándoselo. Luego que se hartó de mover su cuerpo flexible con ondulaciones de vara verde agitada por el viento, de echar los brazos atrás y adelante, levantarlos y bajarlos, se dejó deslizar sobre la arena con movimiento imperceptible de los pies. Anduvo así formando un círculo por delante de nosotros, rozando nuestras rodillas.
Al pasar cerca de mí, me puso el sombrero y dijo sordamente:
—Grasia, senificante.
Volvió de nuevo al centro del corro, y volvieron los movimientos a pie firme. Lola y la Serrana seguían cantando nuevas coplas, todas referentes a toreros más o menos difuntos. Los barbianes jaleaban a la bailaora, prodigándole mil epítetos extravagantes. Principalmente el plebeyo, a quien apodaban el Naranjero, que por lo que noté oficiaba de gracioso, se distinguía de los otros por la multitud de frases burdas, obscenas, pero extrañas, propias de una imaginación descompuesta, que sin cesar profería.
Concha taconeaba fuertemente sobre el suelo, levantando polvo, restregando los muslos, las manos en las caderas, dejando inmóvil el torso. Su mirada se iba tornando de maliciosa en lúbrica. Una sonrisa vaga, delatando el cansancio y el vicio, se esparcía por sus facciones marchitas. El taconeo llegó a su período culminante, y de allí a debilitarse, hasta morir en suave, imperceptible agitación de los muslos. La bailaora, en términos técnicos, se quedaba dormía, con íntimo gozo de los espectadores, que la jaleaban vivamente. Parecía una estatua, la estatua de la impudicia.
La bailaora despierta, al fin, de su inmovilidad, con leve vaivén de las caderas, que se va acentuando, acentuando, hasta convertirse en desenfrenado movimiento de rotación, conservando, no obstante la fijeza en el resto del cuerpo. Este era el supremo toque de la voluptuosidad, al parecer, porque al llegar aquí los barbianes de la reunión quisieron volverse locos.
—¡Viva tu sangre, chiquilla! —exclamó el Naranjero—. ¡Vivan las mujeres castisas! Al estante nos vamos a beber una cañita, ¿verdá, prenda?… ¡Viva tu mare, que tengo para ti en er borsiyo un biyete de la lotería pasá!
La estatua sonrió, sin perder su inmovilidad ni suspender aquella impúdica rotación que a los otros tanto alegraba y a mí me causaba profunda repugnancia. Súbito hizo una pirueta, pateó el suelo tres o cuatro veces con furor, y vino a sentarse tranquilamente, entre los olés y los aplausos de la reunión. El Naranjero se apresuró a ofrecerle una caña, que ella apuró de un tope, como quien la vierte en el estómago.
A nuestro lado, en los demás cenadores, se oían también los sones de la guitarra, el choque de las copas y los jipíos de los cantaores y cantaoras, entreverados de blasfemias y frases obscenas. La novia del Saleri cantó, acompañada por Primo, un jaleo o canto gitano, que tampoco fue de mi gusto. El conde permanecía grave, silencioso, apurando con sosiego las cañas que le vertían, respondiendo a las preguntas con exquisita cortesía, cual si se hallase en una recepción palaciega. Su actitud, correcta, contrastaba con los modales descompuestos, rufianescos, de los amigos. Sólo el inglés se mantenía también tranquilo y serio. De cuando en cuando, sin que se alterase poco ni mucho la expresión fría de su rostro, gritaba en español chapurrado alguna frase asquerosa que hacía retorcerse de risa a las chicas.
—¡Qué grasia tiene er chavó! ¡Maldita sea su estampa! —exclamaba la Carbonera, que gozaba realmente con la excentricidad del inglés.
Entre dos de los barbianes había surgido una disputa acerca de los muruves (¡vuelta a los muruves!), y estaban a punto de venir a las manos. Los demás no les hacían caso. Yo hablaba con la exnovia del Saleri, aquella morena regordetilla, que era la única que no me disgustaba enteramente. Pero ignorando en absoluto el lenguaje que se usa con esta clase de mujeres, nuestra conversación languidecía. La entretenía con preguntas acerca de Málaga, a las cuales ella contestaba con marcada indiferencia, mirándome alguna vez con curiosidad, como diciendo para sí: «¿Quién será este desaborío?».
Me esforzaba en aparecer alegre y jacarandoso como los demás, y, sobre todo, en disimular el acento de mi país, adoptando otro, si no andaluz, castellano puro, al menos. No lo conseguía. Cada vez me iba poniendo más serio y hacía preguntas más insustanciales.
La Serrana me dijo de pronto:
—¿Tú eres gallego?
—No; soy de Salamanca —respondí, negando a mi tierra, como San Pedro negó a su Maestro.
—Pues se me figuraba…
Habiéndole tocado el asunto de su infancia, la exnovia del Saleri se animó un poco. Comenzó a recordar a Granada con enternecimiento, asegurando que allí se divertía la gente mucho más que en Sevilla. No dijo en qué. Traía a la memoria algunos episodios bastante ñoños de su niñez, que yo escuchaba con aparente atención, respirando, al fin, libremente, al verla distraída.
Dos de los barbianes habían ido al cenador inmediato y habían vuelto trayendo dos mujeres, que se fueron tan pronto como bebieron algunas cañas y dijeron algunas desvergüenzas. El Naranjero, cada vez más alegre, respondía a las insolencias con otras mucho mayores, gozando en aquellos dimes y diretes, donde tanto padecía la decencia. El inglés, grave y tieso, vino a sentarse sobre las rodillas de Concha la Carbonera, que le recibió a pellizcos, desternillándose de risa.
—Mi dar a ti un beso antropófago, ¿no quieres?
—¿Un beso como en tu tierra?
—Más allá.
—Bueno, venga —respondió la pobre, sin imaginar lo que pedía.
El inglés se inclinó y le dio un mordisco feroz en el carrillo. La chica lanzó un grito penetrante. Al separarse se vieron los dientes bien señalados en sus mejillas. Concha agarró una caña y la tiró a la cabeza del bárbaro, sin lograr acertarle. Pero su tío, indignado, comenzó a echar bravatas y sacó una navaja. Afortunadamente, se detuvo lo bastante para que pudiéramos intervenir y sujetarle. Imaginé que no tenía voluntad muy decidida de sacarle las tripas al inglés, aunque bien lo repetía.
Todo volvió a quedar tranquilo. La pobre Carbonera lloraba en un rincón, poniéndose el pañuelo sobre la parte dolorida. Estaba de Dios que aquella tarde la habían de perseguir.
Empezaba a sentirme mareado. La lengua me había engordado sensiblemente. Noté que algo de lo que decía excitaba la risa de mi amiga la Serrana, quien me ofrecía a cada instante cañas y más cañas. Animado con sus carcajadas, me figuré que había logrado, al fin, dar con el secreto de la gracia andaluza, y, por lo visto, comencé a desbarrar de un modo lamentable. Una de las veces que Matilde me ofrecía una caña, le dijo no sé quién:
—¡Ojo, chiquiya, que eso es un bolo! (Una caña llena).
La Serrana le hizo un guiño, que pude ver.
—Vamos, tú lo que quieres es emborracharme, ¿eh? —le dije con sonrisa protectora—. ¡Qué chasco te llevas, hija! A mí no ha conseguido emborracharme nadie jamás. Prepara el Guadalquivir de manzanilla si deseas verme ajumado.
—Matilde, deja a ese maleta… ¡Si es un gallego! —dijo a la sazón la tía pescueza de las manos amorcilladas, que no me perdonaba el mostrarme insensible a sus enormes glándulas.
—¿Yo gallego, so z…? —bramé furioso—. Ni soy gallego ni he estado en mi vida en Galicia.
Por segunda vez, como San Pedro, negué a mi tierra, y casi en los mismos términos.
Estaba muy locuaz. Les conté todos los chascarrillos que sabía y les recité una tirada de versos de mi cosecha. La exnovia del Saleri me preguntó si era escribano.
—Escritor querrás decir, prenda.
—Bueno, es igual.
—¿Igual? ¡Anda, anda!
Y con mucha formalidad me puse a explicarle la diferencia. Debí de estar muy pesado, porque concluyeron por dejarme solo. El Naranjero, que no cesaba de bromear con todo el mundo, se acercó a mí y me dijo:
—Joven, ¿qué debe hasé er que se casa?… Aprovecharse, ¿verdá uté?
No comprendo por qué aquella inocente broma me pareció un insulto terrible.
—Aprovecharse, ¿eh? —respondí rechinando los dientes—. Me parece a mí que aquí hay muchos aprovechados que se van a encontrar con la horma de su zapato.
No debió de entender lo que quería decir, porque siguió, con sonrisa plácida, preguntando lo mismo a todos.
El Naranjero era hombre de unos cuarenta y cinco años, de piel morena y curtida, cabellos cerdosos y grises, ojos negros extremadamente vivos, más bien bajo que alto y vestía, como el guitarrista Primo, la chaquetilla clásica, la faja y el hongo flexible. Sin saber por qué, quizá por su presunción de gracioso, me fue antipático desde el principio.
Ahora, después de la injuria que me había hecho (así lo creía yo), concebí por él un odio mortal, y deseaba vivamente armarle camorra. Desde el rincón donde me hallaba sentado arrojábale miradas furibundas, que él estaba lejos de advertir. Sin embargo, al cabo de un momento observé que la Serrana y Lola, formando grupo con él y otros dos barbianes, miraban hacia mí sonrientes. El Naranjero se destacó del grupo, vino con sonrisa burlona, y llevándose la mano al sombrero, con afectado respeto, me preguntó:
—Mi amo, ¿e su mersé gallego?
Una ola de indignación me invadió la cabeza. Me levanté furioso, y tratando de arremeterle, le escupí a la cara más que le dije:
—El gallego lo será usted, ¡tío granuja indecente!
Por tercera vez negué a mi tierra. El gallo no cantó, pero sucedió una cosa peor.
El Naranjero dijo con tranquilidad amenazadora y poniéndome una mano en el pecho:
—Arto, señorito, no se descomponga usté, que no va haber quien le arregle.
—¡A usted es a quien voy yo a arreglar, canalla! —grité con incomprensible rabia.
Y diciendo y haciendo, le largué una bofetada.
¡Caso extraño! Todos los que allí había, en vez de dirigirse a mí, se lanzaron hacia él y le sujetaron. Observelos pálidos y con señales de terror en el rostro. La niebla que tenía en la cabeza se me disipó. Vagamente comencé a entender que había hecho algo más grave de lo que a primera vista parecía. No sabía dónde estaba esta gravedad, pero la adivinaba. Mi enemigo, agarrado por todas las manos, me dirigió una mirada centelleante de cólera. Luego la cambió por otra irónica, y dijo con aparente sosiego:
—Vamo, señore, suerten ustedes, que no ha pasao na… Bofetá más o menos, ¡qué importa!
Le soltaron, pero sin dejar de observarle con inquietud. Apareció completamente tranquilo. Se puso el sombrero, que se le había caído, bebió una caña de manzanilla, y acto continuo se despidió, sonriendo, de sus amigos:
—A la paz de Dios, señores. De aquí a luego.
Así que salió reinó un silencio embarazoso. Los semblantes expresaban mal humor e inquietud, incluso el del conde, quien me dirigió una mirada fría de curiosidad donde creí advertir también cierta conmiseración burlona.
—¿Qué les parece de mi amigo Sanjurjo? —preguntó después a los barbianes con cierta sorna—. ¿Verdad que no tiene el vino bueno?
—¡Pchs! No ha estao mal —respondió uno, con la misma entonación de zumba, y sin mirarme.
Observé que los barbianes cambiaron entre sí rápidas miradas burlonas, que me hicieron malísimo efecto.
La tía pescueza, que aún persistía en su conquista, vino a mí con una caña en la mano, y me dijo en voz baja:
—Así me gustan los hombres. Perdona, hijo, si te he llamao gallego.
Me encogí de hombros con indiferencia superior, y le volví la espalda. Fui a sentarme al lado de Primo. Pasado el primer momento de malestar, todo volvió a su ser. Las cabezas, harto calientes ya por el alcohol, después de aquel fugaz enfriamiento, se pusieron más fogosas. Vino el período de las canciones báquicas, desacordadas; las frases obscenas menudearon entre ellos y ellas. Un barbián salió a bailar el tango con Matilde la Serrana, mientras Concha les batía las palmas y cantaba con voz opaca de prostituta.
—¿Quién es ese tío a quien di la bofetada? —pregunté en voz baja y confidencial a Primo.
—¿No lo conose usté? —dijo, mirándome con sorpresa—. ¿No conose usté a Juan Ruiz?… ¡Ya me lo paresía!
Me explicó que aquel Juan Ruiz, apodado el Naranjero, era un antiguo y célebre bandido de la provincia de Córdoba, que, por varios años, había traído en jaque a la Guardia Civil y había dado muerte a varios de sus individuos.
Voy a confesar que, al oír esta noticia, sentí cierto cosquilleo por la parte de adentro, cuya sensación era semejante a si se me desprendiese de su sitio alguna entraña interesante, aunque sin dolor. Los cortos residuos de niebla que la manzanilla podía haber dejado en mi cerebro se evaporaron de súbito. En mi vida me sentí más despejado.
Sin que yo se lo preguntase, Primo me enteró del carácter e historia de aquel dulce personaje. Había robado unos gallos cuando tenía dieciocho años. Le echó mano la Policía. Se fugó a la sierra. Comenzó a merodear, asaltando a los pastores y a los viajeros, pero nunca les exigía más que lo indispensable para vivir. Mató a un guardia. Ya no pudo presentarse, porque le costaba la cabeza. Luego hirió a otro, luego a otro, y siguió viviendo del robo, aunque «sin hasé daño a denguno». Era un bandido generoso. Algunas veces se presentaba de noche a los propietarios y les pedía un duro para comer. Si querían darle más, lo rechazaba, diciendo que no lo necesitaba por entonces. La razón de encontrarse allí pacíficamente y no haber muerto en el patíbulo era haberse puesto al frente de una partida liberal poco antes de la revolución del 68. Cuando ésta estalló, le indultaron, gracias a las influencias de algunos magnates que le protegían. Era un hombre, al decir de Primo, «mu guasón y mu corriente», un hombre de bien, pero de muy mala sangre.
Aunque todo aquello me lo decía en voz baja, me sonaban sus palabras en los oídos como si las profiriese con bocina. Sin embargo, no quise dar el brazo a torcer, y escuché la historia con una indiferencia que, ¡ay!, estaba muy lejos de sentir. Hasta tuve fuerzas para formar una sonrisa y decir:
—¿Cree usted que me matará?
Primo se rascó la oreja, rasgueó distraídamente la guitarra después, y, por último, dijo mirándome francamente a la cara:
—Yo que usté, cabayero, tomaría el olivo en er primer tren de la mañana.
—¡Pchs! —silbé yo, alzando los brazos con desdén.
El guitarrista me dirigió una mirada donde creí ver mezcladas la lástima y la admiración.
La animación, en tanto, iba creciendo entre los barbianes. Llegó el período de las salvajadas. Uno de ellos se puso sobre la mesa a perorar, y los demás, para aplaudirle, le arrojaban jerez y manzanilla a la cara. Otro se empeñó en levantar con los dientes a un compañero que la borrachera había tendido en el suelo, y no lo consiguió; pero le rasgó la chaqueta. Otro quiso que la tía pescueza nos enseñase algo que debe ocultarse, y entre los dos se trabó una lucha y rodaron por el suelo.
El conde permanecía grave, silencioso, apurando, una tras otra, las copas de jerez. Pero su mirada ya no era la misma, opaca y distraída, del hombre hastiado. Brillaban ahora sus pupilas con un fuego feroz y maligno que imponía temor. Sus labios estaban contraídos siempre con una sonrisa despreciativa.
Sin hablar ni moverse, parecía otro hombre distinto.
El inglés se había despojado de la americana y el chaleco y, remangándose la camisa, enseñaba los bíceps de sus brazos, que eran en verdad poderosos, entreteniéndose en dar sobre ellos con las botellas vacías hasta partirlas. Se había hecho sangre una vez, pero continuaba sin hacer caso. Luego pidió al mozo que le trajese una botella de ron y un vaso grande. Llenolo hasta los bordes de este licor, y lentamente, sin hacer el menor gesto ni pestañear siquiera, lo bebió todo. Luego colocolo sobre la mesa frente al conde, y dijo gravemente:
—Usté no haser esto.
Pasó por los ojos del magnate calavera una chispa de furor. Supo reponerse, no obstante, y vertiendo en el vaso el resto de la botella, mandó tranquilamente al mozo traer pimienta. Echó un puñado de ella; echó luego ceniza de su cigarro, que tenía amontonada delante de sí, y sin decir palabra, con la misma sonrisa despreciativa, apuró el vaso, y no contento con esto, lo rompió con los dientes. Vimos sus labios manchados de sangre. La reunión acogió con olés y gritos de triunfo esta prueba de gran estómago, en que, al parecer, se hallaba interesada la honra nacional.
Estaba oscureciendo. Dentro del cenador la luz era ya muy escasa. Como mi cabeza no estaba al unísono con las demás, porque, según he dicho, el paso con el Naranjero había tenido la virtud de despejármela, las grotescas y bárbaras escenas que presenciaba me infundían profundo malestar. Deseaba irme; pero, como cualquiera comprenderá, no se me pasó siquiera por la imaginación el hacerlo. Nuestros vecinos de los demás cenadores debían de haber alcanzado el mismo grado feliz de temperatura. No se oían más que gritos descompasados, campanilleo de copas, carcajadas groseras y blasfemias.
El conde no se había dado por satisfecho con la victoria alcanzada sobre el inglés. Mientras seguía paladeando, con aparente sosiego, las cañas que le ofrecían, no dejaba de comérselo con los ojos, embargado por una rabia sorda que no tardó en estallar. Sus ojos, que eran lo único móvil en su fisonomía impasible, brillaban cada vez más feroces, semejando los de un loco cuando le han puesto la camisa de fuerza.
El inglés seguía haciendo alardes de fuerza, completamente ebrio y causando bastante molestia a los demás, que no tenían una borrachera tan brutal.
—Usted es muy valiente, ¿verdad? —le dijo el conde, sin dejar de sonreír con desdén.
—Más que usted —respondió el inglés.
Don Jenaro fue a lanzarse sobre él, pero le sujetaron. Calmándose de pronto, dijo:
—Ya que es usted tan bravo, ¿a qué no pone la mano sobre la mesa?
—¿Para qué?
—Para clavársela con la mía.
El inglés, sin vacilar, extendió su grande y membruda mano. El conde sacó del bolsillo un puñalito damasquinado, y puso la suya, fina, de caballero, sobre la del inglés. Y, sin vacilar, con arranque feroz, alzó el puñal con la otra y clavó de un golpe ambas sobre la mesa.
Las mujeres lanzaron un grito de terror. Los hombres nos precipitamos a socorrerlos. Algunos salieron en busca de auxilio. En un instante llenose nuestro cenador de gente. De las heridas brotaban abundantes chorros de sangre, que manchaban los pañuelos que les aplicábamos. Un médico, que por casualidad había entre los circunstantes, les hizo la primera cura provisional con los pocos elementos de que pudo disponer. El conde sonreía mientras le curaban. El inglés se había abatido como un buey, vomitando. No tardó aquél en hacer lo mismo. A ambos se les subió a los cuartos que el establecimiento tiene, y se los acostó. Todo el mundo se dispersó, comentando la barbarie del acto.
Pero el horror que me había producido aquella escena no bastó para curarme del que sentía ante la que se preparaba para mí, cien veces más cruenta. Porque si tanta sangre salía de las manos atravesadas por un estrecho puñalito, ¿qué cantidad no saldría del boquete abierto en mi estómago por una faca de siete muelles o por una lengua de vaca? ¡Cielos, una lengua de vaca! Se me erizaba hasta el vello de la nuca. Viendo a todo el mundo montar en los carruajes y partir, se me ocurrió que era necesario, a todo trance, buscar vehículo para trasladarme a Sevilla, porque pensar en que iba a hacer el viaje a pie a aquellas horas era un delirio. Miré con ansia a todas partes, a ver si tropezaba con alguno de los barbianes del cenador. No hallé ninguno. Se habían evaporado no sé por dónde. Me entró un gran abatimiento, y pensé en pedir a cualquier desconocido un puesto en su carruaje, pues no había ninguno por alquilar, cuando se acercó a mí la tía pescueza, que tanto había desdeñado.
—¿Te vienes con nosotras? Matilde y yo traemos una berlina; pero cabemos los tres si te avienes a ir en la bigotera.
Vi el cielo abierto. Con tanto júbilo acepté, que la prójima me miró con curiosidad. Me puse colorado, pensando en que había adivinado mi congoja. Fui con ellas, y creo que estuve todo el camino amabilísimo.
¡Qué no se hace por conservar íntegra esta preciosa piel que nos envuelve!