PASEO POR EL GUADALQUIVIR
EMASIADAMENTE confiado dormí yo aquella noche y dejé transcurrir el día siguiente. Por la tarde, poco antes de oscurecer, me fui a situar al puente de Triana, donde Paca me había dicho que la esperase para darme cuenta del resultado de la carta y de sus gestiones. Era la hora de más animación en aquel paraje. Los obreros y obreras de Triana que trabajaban en Sevilla tornan a sus casas. Los de Sevilla que trabajan en Triana y en la Cartuja hacen lo mismo. Unos y otros se encuentran en el puente, que hierve de transeúntes.
Arrimeme perezosamente al petril, de espaldas al río, y contemplé con ojos distraídos aquel ir y venir mareante. El atractivo de mi contemplación eran las caras saladísimas de las cigarreras y trabajadoras de la Cartuja que allí suelen verse. Unas en grupos resonantes de gritos y risas, otras solitarias preocupadas, caminando a paso largo, todas con vistosos trajes de percal y flores en el cabello, pasaron por delante de mí, dirigiéndome alguna vez breves miradas de curiosidad y sorpresa, como si pensasen:
«¿Qué hará aquí este desaborío, que ni siquiera nos dise: ¡Olé las mujeres castisas! ¡Viva tu madre, mi niña!?».
¡Para olés estaba yo! A medida que se acercaba el momento de la conferencia con Paca parecíame más grave y decisivo. Un germen de duda había entrado en mi espíritu después de almorzar, y en pocas horas se había desarrollado, crecido, se hallaba en completo florecimiento. ¿Por qué me parecía tan natural antes que Gloria me hubiese desairado en virtud de una intriga de Suárez, y no por libre y espontáneo movimiento de su voluntad? No acertaba a explicármelo. Por más esfuerzos que hacía para volver otra vez a aquella mi anterior convicción, no lo lograba. Oscuro y temeroso se me ofrecía lo que poco antes veía claro y risueño. Pues, a pesar de eso, no observaba en mi alma aquel sentimiento de furor y rabia que me había acometido al saber mi derrota. Una extraña laxitud la invadía, un desfallecimiento que me inclinaba a la tristeza, no a la cólera. La memoria de la ofensa se deshacía, se disipaba entre las brumas del cerebro. Solo quedaba el tierno recuerdo de un amor feliz y el vivo pesar de no haber podido preservarlo de desgracia. Testimonio irrecusable era éste, si lo supiera entender, de que continuaba enamorado y más que nunca. Llegó a parecerme que lo que me habían concedido había sido por pura merced y bondad, y que era natural privarme ahora de lo que no merecía. Hacia Gloria, dando por supuesto que me había engañado, no sentía rencor alguno. El malagueño seguía inspirándome aversión y repugnancia, pero no deseaba vengarme de él.
Cuando, al impulso de mis imaginaciones melancólicas, se huyó el deseo de recrear la mirada en los rostros peregrinos de las cigarreras, volvime para derramarla por el río y sus pintorescas márgenes. El sol acababa de ponerse. Un resplandor rojizo, que se extendía desde el horizonte por el firmamento, esfumándose en lo alto y transformándose en el rosicler de tintas puras y nacaradas, indicaba el paraje por donde el astro del día se había ocultado. A mi izquierda, no muy lejos, alzábase la Torre del Oro, que, bañada por los reflejos del horizonte rojizo, parecía fabricada, en efecto, con el metal que le da su nombre. Más a la izquierda, asomando solo la cabeza sobre las azoteas del caserío de la ciudad, veíase también la Torre de Plata, con su blanca corona de almenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde de sus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra. El Guadalquivir corría bajo mis pies. Sus aguas, revueltas, amarillentas, gracias a los reflejos del crepúsculo, semejaban un espejo tembloroso donde brillaban mil tintas de ópalo y plata carmín. A lo largo de él, acostados al muelle, había gran número de buques, cuyos mástiles y enredada jarcia parecían surgir del gran bosque de naranjos que se extiende por la margen izquierda. A la derecha, las casas del barrio de Triana tocan en la orilla del río, el cual seguía su curso majestuoso hasta unos dos kilómetros del puente, donde, al hacer un recodo, parecía detenido por la muralla de verdura que los jardines de las Delicias le oponían.
El sosiego melancólico de aquel espectáculo formaba contraste con la barahúnda que tenía a mi espalda. El aire caldeado no recogía del río ninguna humedad. Sentíase igualmente abrasador, insufrible, que en medio de la ciudad. La luz, al huirse, cambiaba poco a poco los colores del cielo, repartiendo sobre él infinitos matices, imposibles de nombrar. Sobre la tierra derramaba una triste palidez, que tornaba las cosas incoloras y las confundía y las borraba. Allá, debajo del muro verde de las Delicias, se amontonaban las sombras formando una masa espesa que se iba dilatando rápidamente. Sobre Triana, de lo alto de la suave colina donde se asienta Castilleja de la Cuesta, descendía igualmente la noche. El aire fresco resonó con un ronco silbido prolongado. Era un vapor que salía. Vi su masa negra apartarse lentamente de la orilla, oí el ruido estridente de las cadenas, algunas voces lejanas. Luego su quilla rompió, silenciosa, el acerado espejo del río, y no tardé en perderle de vista a lo lejos, al penetrar en el espeso montón de sombras que los bosques de naranjos dejaban caer sobre el agua.
Placíame, por las tardes, ir a aquel sitio a presenciar la puesta de sol. La vista del paisaje, que, por lo variado y recogido, parecía un gran lienzo panorámico, me infundía siempre un sentimiento de bienestar, cierta deliciosa plenitud de vida, que solo las grandes ciudades meridionales poseen y saben transmitir al alma. Mas ahora sentíame triste y solo. Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. Nada me decía. Su vida no era la mía. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo.
Yo que, guiado por el amor, había penetrado de golpe en lo más íntimo y profundo de aquella naturaleza ardorosa, perfumada, palpitante, dejando perderse en ella mi ser antiguo, grave y soñador, de hombre del Norte; yo, que aspiraba y recogía por todos los poros la vida andaluza, como si aquella fuese mi patria verdadera y a la cual fuera restituido después de muchos años de ausencia, me encontraba ahora despegado, solitario. Faltaba el lazo que nos unía. Entre aquel río, aquella Torre del Oro, aquellos bosques de naranjos, aquel horizonte diáfano de tintas brillantes y yo, no había nada ya de común. No era frente a estas cosas más que un curioso, un touriste, como ahora se dice; pero no tardaría en partir, acaso para siempre. ¡Partir!, ¡ay! No se rían ustedes. Viendo centellear suavemente en lo alto del cielo una estrellita azulada, sentí correr por las mejillas dos lágrimas.
Después de enjugarlas cuidadosamente, volví de nuevo el rostro hacia los transeúntes, buscando distracción a mi tristeza. Apenas lo había hecho, enfilando la vista por el puente en dirección a la ciudad, veo a lo lejos una colosal nariz que se oculta detrás de la gente, y vuelve a ocultarse, y vuelve a aparecer, aproximándose siempre. Aquella nariz no podía pertenecer, lógicamente, a otro que a Eduardito. Ésta fue mi convicción instantánea, que tuve el gusto de ver confirmada. Cruzó por delante de mí con el sombrero en la mano, el paso desigual y precipitado, más que nunca pálido y las facciones desencajadas.
—¡Eh!, ¡eh! ¡Eduardito!…
Detúvose un instante, miró y vino hacia mí.
—¿Dónde va usted tan escapado, hombre de Dios?
—No lo sé, don Ceferino —me respondió, posando sobre mí sus ojos vidriosos.
—¡Tiene gracia! ¿Y se iba usted como si le faltase medio minuto para llegar a la cita?
—¡Oh, si supiera usted, don Ceferino!… ¡Me están pasando unas cosas!… ¡Unas cosas!
La voz del sensible joven era temblorosa, apagada. Hacía tiempo que se hallaba en un estado de debilidad extremada. Ahora parecía que hablaba como si no hubiese tomado alimento desde hacía ocho días.
Mirele sorprendido y con curiosidad.
—¡Si supiera usted lo que me está pasando en este momento!
—¿Qué hay?
—Pues nada… Verá usted… Mi hermana acaba de darme un golpe terrible… Fui a casa… Verá usted… Por la mañana le dije que no podía continuar de este modo…, que era necesario resolver uno u otro… Más de veinte veces quise pedirle a Fernanda la conversación…; pero cuando iba a hacerlo se me ponía un nudo aquí, en la garganta… Usted no sabe; aunque me matasen, no podía…, vamos, no podía… Si yo tuviese tanto pico como mi hermana… ¡Maldito sea!… Le dije que me hiciese el favor de decírselo a Fernanda de mi parte, y que me la diese o me desengañase de una vez… Pues bien…, verá usted…: quedó en decírselo esta tarde… ¡Yo no puedo continuar así, don Ceferino; crea usted que no puedo continuar!… Pues bien: quedó en decírselo. Esta tarde debía venir Fernanda a casa. Matilde me dijo después de almorzar que saliese y no volviese hasta el oscurecer…, y cuando volviese estaría todo arreglado, o poco había de poder. Mi hermana se pinta para estas comisiones. Obedecí. Di más de mil vueltas por Sevilla, y cuando vi que oscurecía me fui a casa. Crea usted, don Ceferino, que me temblaban las piernas. Cuando llamé a la puerta estaba más muerto que vivo. Salió Matilde a la cancela, y al verme se puso hecha una hiena: «¿Qué vienes a hacer aquí? ¡Márchate! ¡Vete ahora mismo!». Creí que el mundo caía sobre mí… No sé cómo pude salir del portal, ni sé cómo he llegado hasta aquí…
—¿Y no es más que eso?… Pues se apura usted por bien poco. Es que las ha sorprendido usted en el momento de la conferencia. Estoy seguro de que nada malo le sucederá… Fernanda le quiere a usted… Me consta.
—¡Oh, no! —exclamó el apasionado joven.
—Sí; le quiere a usted, hombre… Ya verá usted.
Estuve por decirle: «¿Cómo no ha de quererle, siendo vieja y fea y no teniendo a nadie que la mire a la cara?». Pero me contuve.
—¡Ay don Ceferino, qué bien me está usted haciendo! —exclamó, dándome un abrazo y rozando con su estupenda nariz mi oreja izquierda.
—Nada, váyase usted tranquilo. Dé usted algunas vueltas por ahí, y luego, dentro de una media horita, cuando ya Fernanda se haya ido, entra usted en casa. Estoy seguro de que Matildita tiene para usted una buena noticia.
Eduardito me contempló un momento con sus ojos pequeños, insípidos, y algo avergonzado, con ansioso acento, me dijo:
—Si usted quisiera, don Ceferino, dar una vueltecita por allí… y luego salir a avisarme…
—Amigo mío —le respondí con tono triste y desengañado—, en este momento me hallo en igual caso que usted… Dentro de unos momentos voy a saber si mi novia me quiere o me manda con la música a otra parte… Esto último será lo más probable. Conque ya puede usted dispensarme.
—Pero ¿cree usted que Fernanda…? —replicó con egoísmo feroz, sin tomar en cuenta para nada mi confidencia.
—¡Sí, hombre, sí; váyase usted tranquilo!
No se habían pasado diez minutos desde que el mancebo y su gran cartílago se alejaron, cuando apareció, por la boca del puente, Paca. En la primera mirada que me dirigió comprendí que todo se había perdido.
—No ha querido contestar, ¿verdad? —le pregunté sin saludarla, esforzándome por sonreír.
—¡Uf! ¡Cómo está con uté, señorito! Ni por un Señor Crucificao ha querido tomar la carta. Me ha dicho: «Paca, si no quieres que riña contigo, no vuervas en tu vía a hablarme de ese…».
—¿De ese qué? —pregunté, viendo que se detenía.
—De ese «tío» —agregó, avergonzada—. Uté dispense, señorito.
—Está bien, Paca —dije aparentando sosiego, pero con voz alterada por la emoción—. Muchas gracias por el interés que se ha tomado usted por mí…
Hubo un instante de silencio.
—Lo siento de too corasón, señorito. Yo creo que ustedes dos pareaban mu bien…
Pocas palabras más hablamos. No podía ocultar mi tristeza y desaliento. Los consuelos de la cigarrera no penetraron siquiera en mis oídos.
Antes de despedirse quiso darme la carta, que no había podido entregar. Yo la tomé y, sin rasgarla, la arrojé al río, sonriendo tristemente.
Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fue marcharme al día siguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré que debía hacerlo, por lo menos, de Isabel y su padre, a quienes debía hartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a la estación. Además, abrigaba todavía la esperanza de que la condesita interviniese de un modo beneficioso en mis enredados asuntos amorosos. Me costaba trabajo creer que Gloria se negase en absoluto a dar explicaciones de su conducta.
Al entrar en casa me encontré, sin saber cómo, en los brazos de Eduardito, y otra vez sentí en la oreja el cosquilleo de su nariz indómita. Mi profecía se había cumplido. Matildita obtuvo un éxito tan satisfactorio en su dificilísima gestión diplomática, que Fernanda había concedido a su enamorado trovador el permiso de ir a hablarle por la reja los martes, jueves y sábados. Eduardito osaba esperar que, andando el tiempo, obtendría el mismo señalado favor los lunes, miércoles y viernes. Llegó a la sazón Matildita, y Eduardito, presa de un rapto de amor fraternal, se abrazó a ella y le restregó el rostro con la nariz repetidas veces en testimonio de gratitud eterna. El Colibrí, con aquel éxito, se había crecido y entornaba la cabecita a un lado y a otro con más petulancia, si cabe. Decía que la indiscreción del chinchoso de su hermanito, llegado justamente en el momento en que estaba tratando con su amiga de los puntos más delicados, por poco hace fracasar las negociaciones. El hermanito empalidecía escuchando aquel horrible peligro que había corrido sin saberlo.
Aquella noche tuve la flaqueza, que acaso el lector encuentre perdonable, de irme a eso de las once y media hacia la calle de Argote de Molina. Cuando emprendí el camino no sabía fijamente qué es lo que allí iba a hacer. Muy pronto quedó determinado en mi cerebro. Avancé cautelosamente por ella, y al llegar al recodo desde donde podía verse la casa de Gloria, me detuve. El corazón me daba saltos. Estiré el cuello, asomé la cabeza como un miserable espía y… nadie. A la reja no había nadie. Un goce intensísimo bañó todo mi ser como un bálsamo celestial. A este goce sucedió ansia indefinible de cerciorarme de que los ojos no me engañaban, que a la reja no había nadie, absolutamente nadie.
Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a paso lento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Era verdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle, desierta; las ventanas, herméticamente cerradas. Pero era necesario que me convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosa verdad. Y para eso estuve dando paseos por las calles hasta las dos de la madrugada, y cada poco tiempo pasaba por aquella con toda lentitud y me detenía algunos instantes a ver si la ventana se abría y el aborrecido rival llegaba. No fue así. Me consideré dichoso, como si fuese gran fortuna. Una de las veces que por allí crucé me sentí tan tiernamente apasionado y aun agradecido, que me acerqué a la reja, y después de convencerme de que nadie me observaba, besé los hierros donde mi saladísimo dueño había puesto tantas veces sus manos.
Retireme contento a casa. Aquel feliz estado de espíritu me hizo de nuevo ver las cosas de color de rosa. Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices.
Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista. Mientras llegaba el tren, paseamos y departimos alegremente, riendo bastante con las ocurrencias de Pepita.
Cuando el cuerno del guardagujas anunció la llegada, nos abalanzamos presurosos al borde del andén, y tuvimos el gusto de ver a la ventanilla de un coche a la condesita, que nos saludó con el pañuelo, muy regocijada y agradecida. Antes de salir de la estación, ya las de Enríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro. Isabel manifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron, que al fin consintió en que la vinieran a buscar después de comer. El coche del conde y el de las de Enríquez los esperaban. Mas antes que entraran en ellos tuve ocasión para quedarme un momento detrás con Isabel y explicarle en cuatro palabras lo que sucedía. Maravillose en extremo, e hizo sin vacilar la misma afirmación de Paca; esto es, que debía de haber una intriga o mala inteligencia. No pudimos hablar más, porque llegamos a la puerta de salida y era preciso montar en carruaje. Yo no quise hacerlo, aunque me invitaron con insistencia. La condesita me dijo al darme la mano:
—Váyase usted esta noche por el teatro y hablaremos.
Comí con premura, me vestí y me eché a la calle en el momento en que entraba Villa.
—Hombre —le dije con imperdonable ligereza y egoísmo (lo mismo que Eduardito conmigo), —¿cómo no ha ido usted a esperar a Isabel?
Le vi inmutarse, y me respondió, turbado, que había tenido qué hacer en el cuartel.
Llegué al teatro de San Fernando cuando solo había dentro de la sala dos docenas de personas a lo sumo. Aún tardó en poblarse larga media hora. Se representaba una función extraordinaria, a beneficio de no sé qué desgraciados, por la compañía de ópera que había actuado en Cádiz y regresado a Madrid. La sala del teatro es amplia, elegante, bien decorada. Pero el verdadero adorno de ella son los rostros expresivos de las niñas indígenas, que allí pueden verse con más comodidad y espacio que en ninguna otra parte. Es el teatro aristocrático de Andalucía. Las damas que allí asisten, vestidas con esplendidez y gusto, pueden mirar sin bajar la cabeza a las abonadas del teatro Real de Madrid. Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas.
Isabel y sus amiguitas, las de Enríquez, fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia. Observé que todas las miradas, lo mismo de los hombres que de las señoras, se volvían hacia ella con frecuencia, al tenor de lo que había pasado en la tertulia de Anguita la noche en que la conocí. Y, como entonces, la joven recibía aquel homenaje con perfecta naturalidad, sin ruborizarse ni envanecerse, sonriendo franca y bondadosamente, lo que prestaba a su rostro encanto irresistible. Si aquella expresión era hija del cálculo, hay que confesar que Isabel había ascendido a lo más delicado y exquisito del arte de agradar. Saludome graciosa y familiarmente con la mano, con lo cual todos los ojos que estaban fijos en ella se tornaron hacia el sitio donde yo estaba. En cualquiera otra ocasión esto me hubiera halagado. Ahora me hallaba tan inquieto por el resultado de mis amores, que me fue indiferente, y aun me pesó, de la distinción por la curiosidad de que fui objeto. Seguro estoy de que muchos me disputaron, sin más, por su novio.
En cuanto el segundo acto terminó, un acto larguísimo de I Puritani, me levanté para ir a saludarla. Pero al cruzar el pasillo de butacas sentí que me llamaban por mi nombre:
—¡Qué encandilado va, hermano!
Era Raquel, la dama de Écija, que se alojaba en la misma casa que yo. Teníamos gran confianza. Estaba con su esposo, quien cada día simpatizaba más conmigo.
—¿Dónde va usted tan escapao?
—A saludar a unas señoritas ahí, a un palco.
—Bien; pues antes salúdeme usted a mí. Siéntese un ratito.
Me indicó una butaca desocupada a su lado, y por no parecer grosero, me senté.
La belleza «en colosal» y llamativa de la dama había traído hacia aquel sitio a algunos pollastres, que la miraban fijamente. Ella, comprendiendo el efecto que en los tales causaban sus grandes ojos de ternera y enérgico seno, se esponjaba y hablaba alto, para decir, por supuesto, mil simplezas, que el bueno de Torres escuchaba sin pestañear, aletargado en su butaca bajo el peso de la peluca, impuesta como un castigo. No tardé en ver entre aquellos admiradores a Olóriz, atusándose, por variar, la barba y dirigiendo miradas lánguidas a Raquel. Se conoce que luchó un poco con el temor, pero que, al fin, se decidió a saludarla. Llegose, pues, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto su magnífica cabellera rubia, peinada cual si viniese directamente de la peluquería. Preguntole por la salud, y luego hizo lo mismo con su esposo. Pero éste, sea porque se hallaba distraído o bien por la aversión concentrada que le tuviese, no contestó al saludo. El estudiante quedó cortado. Raquel, entonces, no pudiendo disimular la indignación o, por mejor decir, la rabia que la conducta de su esposo le produjo, tomó la palabra, y ¡aquí fue ella!
—Pepe, que te está saludando el señor Olóriz… Yo pensé que era una regla de buena educación contestar a los saludos que nos dirigen.
—Mujer, no le he visto —manifestó Torres con dulzura.
—La verdad es que ya tienes tiempo para haber aprendido un poco de crianza… ¡Cuidado que se necesita no tener un adarme para quedarse hecho una estaca cuando una persona decente, cuando un caballero, nos hace el favor de preguntarnos cómo estamos!
Yo, viéndola tan irritada, traté de calmarla con algunas frases de disculpa. Mas ella, aturdida y excitada, como siempre, por sus propias palabras, cada vez se iba poniendo más encrespada, hasta el punto de que algunas personas que se sentaban en las butacas inmediatas lo observaron.
—¡Es una grosería, Sanjurjo…, una indignidad!… Usted es persona de buena educación, y en su interior se está escandalizando, segura estoy, de ello. Y si él sólo se pusiera en ridículo, no me importaría nada…; pero me pone a mí, y esto no puedo tolerarlo… ¡No quiero tolerarlo!… ¿Qué se figuraría una persona desconocida que presenciara este lance?… ¡Se figuraría cualquier cosa mala, indecente!… ¿Es esto dar consideración a su señora? ¿Es hacer que se la respete?
—¡Si no le he visto, mujer; si no le he visto! —repetía dulcemente el anciano.
Olóriz, en pie delante de nosotros, pálido, silencioso, hacía una figura verdaderamente desgraciada, tirándose con mano convulsa de la barba hasta arrancarse algunos pelos.
Tomé el partido de dejarla desahogarse. Cuando hizo una pausa, le dije en son de broma:
—Vaya, Raquel, no sea usted tan nerviosilla.
Y antes que de nuevo se exaltase, me levanté y le di la mano. Olóriz vio el cielo abierto y aprovechó mi marcha para retirarse también, haciendo un reverente saludo.
Isabel me estaba esperando con impaciencia, según me dijo. Había pensado bastante en mi situación y quería a todo trance deshacer los monos, que dependían, sin duda, de alguna mala inteligencia, de algún embuste. Oyéndola llamar monos a las tremendas calabazas que Gloria me había propinado, alegróseme el alma. Había encontrado un medio de que tropezásemos y pudiésemos hablarnos. En su casa no quería que fuese. Quizá su prima se ofendería de que la llevasen engañada. Lo mejor era ir de excursión a la Palmera, una casa de campo que tenían del otro lado del río. Allí, estando todo el día juntos, no podía menos de operarse la reconciliación, para lo cual ella pondría de su parte lo que pudiera.
—Por supuesto, no invitaremos a ese malagueño antipático —añadió, guiñándome el ojo con gracia—. Usted campará todo el día por sus respetos.
Mi pecho se inundó de gratitud. Era adorable aquella chica.
Quedó en ir a la mañana siguiente a invitar a Gloria y en avisarme por medio de carta el día y hora de la excursión y, en general, todo lo que sucediese. Mis esperanzas, tan pronto vivas como muertas, renacieron ahora más frescas y lozanas que nunca. Parecíame imposible que, dejándome un rato a solas con mi exnovia, no la conmoviese y redujese a quererme otra vez. Tal fe tenía en mi elocuencia. Además, era dificilísimo suponer que tanto amor como aquella gentil muchacha me había demostrado en el tiempo que duraron nuestras relaciones se hubiese desvanecido en un instante, sin quedar entre las cenizas rescoldo alguno. En resumen, que dormí bastante bien aquella noche y pasé el día siguiente tranquilo. Por la tarde recibí carta de Isabel. No la esperaba tan pronto. Decíame que la partida de campo se haría mañana. Como tenía muchas cosas que decirme, esperaba que fuese aquella noche a comer a su casa.
Según costumbre, el conde comió fuera de ella. Lo hicimos solos Isabel, la tía Etelvina y yo. En verdad que, con las muchas y graves noticias que la condesita me comunicó, no hice más que picar de los platos, sin comer realmente de ninguno. Por la mañana había estado en casa de su prima a visitarla. Hablaron de mí, y Gloria se mostró enojadísima, mejor dicho, indignadísima conmigo. Le dijo que le constaba de un modo evidente que yo estaba, ¡qué horror!, en amores con Joaquina Anguita. Todo lo que Isabel hizo por disuadirla fue inútil. Sabía el tiempo que todas las noches hablaba con ella y que todos en la tertulia tenían conocimiento de tales relaciones. Preguntó si yo era de la partida, y, respondiéndole que sí, negose a formar parte de ella. Sólo a fuerza de ruegos cedió, y eso con la condición de que se invitase también a Daniel Suárez.
—Mire usted, Sanjurjo: la impresión que yo he sacado es que mi prima tiene celos, ¡unos celos que le comen el alma!…, y una mujer celosa es una mujer enamorada.
—Pero ¿ese Daniel…?
—No haga usted caso… Lo ha escogido como instrumento para dárselos a usted… Por lo demás, entre usted y él ninguna muchacha puede vacilar —añadió sonriendo.
—Mil gracias.
Pero después que ambas primas hubieron resuelto este punto, quedó otro más difícil: la cuestión del permiso. Doña Tula se negó a darlo. Gloria estaba haciendo en su casa una vida conventual. Desde que se descubrió el galanteo de Marmolejo, sobre todo, la tenían terriblemente sujeta. Isabel acudió a su padre, quien mandó a doña Tula una cartita diciéndole que no era aquello lo convenido, que se había prometido sacar al mundo a su sobrina para averiguar su vocación y que se la tenía prisionera, peor que en el colegio; que aquello daría mucho que hablar en Sevilla, y que le rogaba, para evitar murmuraciones, que le concediese alguna libertad. Dos horas después vino una cartita con la autorización. La excursión se efectuaría, pues, al día siguiente, y los convidados partirían de la casa de los condes a las dos de la tarde.
—Invite usted de nuestra parte al amigo Villa. Dígale que es un ingrato… Hasta ahora no le he echado la vista encima —me dijo al tiempo de despedirme.
«¡Pobre Villa!», exclamé para mí, observando el tono ligero con que pronunció estas palabras su ídolo. Y desde allí me fui derecho a la cervecería para darle el encargo. Cambió un poco de color al escucharme; pero me dijo con sosegada energía:
—Ya sabe usted, amigo Sanjurjo, que yo con esa mujer no puedo tener decentemente ni siquiera relaciones de buena amistad. Si me hubiese dado calabazas…, nada…, hubiésemos quedado tan amigos; pero el pregonar mis cartas y el consentir que se haga chacota de ellas no lo olvidaré en mi vida… La saludaré cortésmente, la dirigiré la palabra con respeto; pero ser su amigo, ¡nunca!
Entendí que tenía razón y no quise insistir. Aquella noche tampoco fui a casa de Anguita. Hacía tres noches que no iba por no encontrarme de frente con Suárez. A las altas horas di algunos paseos por la calle de Argote de Molina y volví a sentir un placer intenso viendo la reja de Gloria cerrada.
Amaneció, al fin, el día 20 de agosto, memorable en el curso de esta verídica historia. Amaneció brillante como todos los anteriores, más que los anteriores, a mi juicio. Pasé agitadísimo la mañana. Me puse un traje apropiado al caso, ligero, claro y holgado. Fui a comprar un sombrero que había visto en un escaparate, muy adecuado para el sol y elegante; me afeité hasta dejar las mejillas suaves y tersas como las de un niño; también me puse un calzado de becerro, blanco, muy lindo; en una palabra: me preparé convenientemente para la gran batalla que por la tarde iba a librar. Observé que Villa no salió de casa y daba vueltas en torno mío, con cierta inquietud y como si desease hablarme. Por fin, cuando nos avisaron para almorzar, me dijo desde la butaca donde estaba sentado en mi habitación, chupando un cigarro puro y envolviéndose en una nube de humo:
—¿Sabe usted, amigo Sanjurjo, que me voy de excursión con ustedes esta tarde?… Sí, voy —añadió en voz baja y con acento rápido— para que Isabel no se figure que me estoy muriendo de pena.
—Me alegro muchísimo. Hace usted perfectamente —respondí, y exclamé otra vez para adentro: «¡Pobre Villa!».
Durante el almuerzo estuvo alegre y jovial, como hacía muchos días no le veía, como si acabase de recibir una grata nueva.
A las dos en punto nos personamos en casa de Padul. Estaban ya allí casi todos los convidados: las dos chicas de Enríquez con su mamá y el novio de una de ellas; Pepa y Joaquinita Anguita (Ramoncita no había podido venir por estar con jaqueca), Daniel Suárez y el presbítero con Alejandro. Poco después llegaron Elena y su tío, y luego, otro chico a quien no conocía. No estaba Gloria en el patio, donde se hallaban reunidos: pero tampoco vi a Isabel, y supuse que las dos se habían juntado en las habitaciones interiores. Tardaron poco, en efecto, en presentarse.
No me dirigió una mirada. Estaba grave, contra su costumbre. Vestía un traje de color rojo con encajes blancos, ligero y de poco valor, que le sentaba de perlas. (¿Qué es lo que no le sentaba a aquella admirable criatura?).
Saludé primero efusivamente a Isabel, porque la actitud de Gloria me imponía. Luego me aventuré a dar la mano a ésta, que me alargó la suya con marcada frialdad, mirando hacia otro lado. Isabel me hizo una mueca para indicarme que no tuviese miedo. Pareciome lo más prudente observar una conducta reservada, digna, esperando los acontecimientos, y me retiré hacia otra parte. Don Jenaro nos manifestó que se le había ofrecido un quehacer perentorio y sentía no poder ser de la partida; que íbamos bien autorizados por la señora de Enríquez, y su prima Etelvina, don Mariano (tío de Elenita) y don Alejandro.
—Ya sé cuál es el quehacer del conde… Una juerga —me dijo Pepita por lo bajo.
—¿Cree usted?…
—¡Uf! Como si lo viera.
Las señoras en coche y los hombres a pie, nos trasladamos todos al muelle, donde nos esperaba una espaciosa falúa entoldada, con cuatro remeros sentados a la proa. El calor en aquel sitio era estupendo. El reflejo de las piedras abrasaba el rostro. Parecía que estábamos envueltos en una atmósfera de fuego. Ni los quitasoles, ni los sombreros de paja, ni los trajes de dril podrían librarnos de la ardiente saña de aquel sol que desde lo alto del cielo amenazaba secar los árboles, el cauce del río y hasta la vida de nuestros cerebros. Las señoras nos aguardaron un rato sentadas a la popa. Cuando llegamos, nos acomodamos como pudimos. Daniel Suárez fue a sentarse, ¡el miserable!, al lado de Gloria, que le recibió con afectado regocijo. Villa y yo nos retiramos hacia la proa; pero al instante fuimos llamados por las damas, que se apresuraron a dejarnos sitio.
—Villa, aquí tiene usted asiento —dijo Isabel, con sonrisa dulce y como avergonzada, señalándole un puesto a su lado.
El comandante vaciló un momento, pero fue a ocuparlo. Joaquinita también me llamó. Hice como que no la oía y fui a sentarme entre la señora de Enríquez y Etelvina, un par de setentonas.
Los remos, como grandes antenas, comenzaron a maniobrar sobre el agua amarillenta. Pasamos al lado de grandes vapores, cuyos vientres colosales, pintados de rojo, parecía que iban a aplastarnos. De lo alto de ellos, algunos marineros nos miraban con curiosidad, y se decían, sonriendo, frases que no llegaban a nuestros oídos. Detrás dejábamos el gran puente de Triana, cuyos ojos se iban achicando lentamente. Pronto salimos del atracadero de los barcos y llegamos al recodo que guarnecen los naranjos del jardín de las Delicias. El río hace una gran ese, revolviendo hacia Triana. Las orillas están orladas de mimbres en primer término. Por detrás de ellos asoman algunas filas de álamos blancos, cuyas hojas plateadas, heridas por la luz y agitadas por el soplo blando de la brisa, despiden hermosos destellos. La falúa se deslizaba suavemente, aguantando imperturbable los rayos solares. El aire reseco había perdido sus condiciones de sonoridad. Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, a través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido. El sol, implacable, lanzaba de una vez, en apretado haz, todos sus rayos sobre nosotros, cual si quisiera aplastarnos, reducirnos a la nada, de donde su calor vivificante nos había sacado. ¡Qué hermoso, qué vivo, qué omnipotente sol! Solo en el Mediodía se siente su fuerza augusta y acometen deseos de adorarlo.
En los primeros momentos hablose poco en la lancha. El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Aquella insufrible molestia que sentíamos sirvió de pretexto para bromear y reír. Uno de los pollos proponía un baño general: que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reír a un mismo tiempo a las damas. Elenita sostenía que su tío no sudaba agua como los demás, sino café con leche; y como todos los ojos se volvían, sonrientes, a mirarle, el buen señor no podía ocultar su despecho. Cada cual comenzó a hablar con los que tenía al lado. Isabel y Villa empeñaron una conversación animada. La de Enríquez y su novio, lo mismo. Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían asaeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban la boca. La infiel reía alegremente, harto alegremente quizá para que no hubiese en ello cierta afectación, de los chistes (estúpidos, claro está) del malagueño. No quise disimular mi tristeza. Al contrario, forcé la nota lúgubre, permaneciendo silencioso y cabizbajo, a pesar de los esfuerzos que las dos viejas que tenía a mi lado y Joaquinita hicieron por sacarme de mi éxtasis doloroso. Todos allí estaban ya al tanto de lo que me ocurría.
Sentía, en verdad, una viva y profunda pena, que me apretaba el pecho y la garganta. Deploraba amargamente el haber venido. Las esperanzas que Isabel me había dado parecíanme ahora infundadas, ridículas, engendradas sólo por su deseo frívolo de agradar a todo el mundo. Presa de una angustia indecible, sofocado también por aquel ambiente abrasador, al cual no estaba acostumbrado como los demás, me sentía desfallecer. Los oídos me zumbaban, y pasaban a menudo por delante de mis ojos gasas negras, flotantes, como si fuera a caerme. No suspiraba ni me movía, sin embargo. No sólo no temía perder el sentido, pero lo apetecía por huir de aquella amargura que inundaba mi alma. Deseaba que el poderoso sol se filtrase por la lona del toldo y me abatiese, aniquilase mi conciencia, me transformase en una piedra, en una planta, en algo que no pensase ni sintiese.
Comprendía que mi actitud y mi semblante denotaban demasiado claro lo que pasaba en mi espíritu, que me estaba poniendo en ridículo. Nada me importaba. Allá, después de un buen cuarto de hora, cuando aún no estábamos a la mitad del camino, observé que Gloria me dirigió con el rabillo del ojo una rapidísima mirada, como si tuviese curiosidad de ver lo que yo hacía. No sé lo que pasó por mí. Sentime de pronto revivir, como un hombre medio ahogado a quien sacasen la cabeza fuera del agua. Erguime y aspiré con ansia el aire, dando un largo suspiro, que hizo sonreír a la señora de Enríquez y puso seria a Joaquinita. No tardó en venir otra mirada igual, que me hizo el mismo bien. La mano invisible que me apretaba cruelmente la garganta aflojaba los dedos. Luego vino otra, y pude sacar el pañuelo y limpiarme el sudor. Luego otra, y tuve ya fuerzas para sonreír. Aquellas miradas, aunque serias y rápidas, penetraban hasta mi corazón, y reían allí alegremente, y sonaban como una armonía celeste, y hasta pienso que olían como un perfume embriagador. Cuanto más nos acercábamos al término de nuestro viaje, más frecuentes eran y, si no me equivoco, más duraderas también. No dejaba por eso de hablar con Suárez; pero cualquiera podía notar que no era con la misma animación, que una leve sombra de gravedad y preocupación se había esparcido por su rostro.
El cauce del río nos conducía hacia la loma que cierra el contorno de Sevilla, por la parte del Sudoeste. A la falda de esta loma se encuentra el pueblecillo llamado San Juan de Aznalfarache, adonde tardamos poco en atracar saltando a un tabladito que hace de muelle. Es una aldehuela irregular, triste y de ruin caserío. Desde la ciudad ofrece vista muy grata aquel blanco grupito de casas, posado, como una gaviota, a la orilla del río; pero una vez dentro de él, la ilusión se desvanece. Mirado desde Sevilla, parece asentado en la falda misma de la colina, sin terreno llano donde esparcirse. Después que se está en él se observa que hay en torno muy llanas y muy hermosas huertas de naranjos y olivos.
El malagueño dio la mano, para saltar, a Gloria, y esto me contrajo el corazón fuertemente; pero apenas los diminutos pies de ésta se posaron en el suelo y me lanzó una ojeada firme y rápida como un latigazo, volvió a dilatarse. Se descansó algunos minutos delante de una taberna y nos refrescamos con agua azucarada. Las damas se sentaron en las sillas que sacamos del establecimiento. La mayor parte de los hombres permanecimos en pie, sirviéndoles los panalitos. La verdad es que todos estábamos necesitados de un rato de sombra verdadera, porque la del toldo de la falúa dejaba mucho que desear. Joaquinita, que, por lo visto, tenía ganas de mortificarme, me demandó un vaso de agua. Sintiendo, más que viendo, que Gloria me observaba, fui a buscarlo; pero en la taberna se lo di a don Alejandro, diciéndole:
—Haga el favor de llevar este vaso a Joaquinita.
El presbítero se apresuró a cumplir el encargo, y yo salí después, harto satisfecho de no dar pretexto a que pudiera pensarse que la segunda de Anguita me inspiraba el más pequeño interés. Como diese luego algunas vueltas por delante de las damas, dirigí distraídamente la mirada a los pies de Pepita y observé que traía las botas rotas. Al instante lo advirtió:
—¡Qué! ¿Se fija usted en mis botas rotas?
—¿Se le han roto a usted al saltar? —repliqué.
—No, señor. Las traía ya rotas de casa.
—¡Ah! No lo ha notado usted al ponerlas.
—Sí, señor, sí; lo he notado hace días. Las he puesto con todo conocimiento.
No quise insistir, porque entendí que, si proseguía, iba a decirme que no tenía dinero para comprar otras, con la poca aprensión, vecina de la desfachatez, que la caracterizaba.
Isabel dio la señal de marcha. No sé a quién se le ocurrió subir al monasterio antes de ir a La Palmera, y emprendimos, en efecto, la ascensión. La comitiva se repartió en parejas. Yo, para hacer méritos a los ojos de Gloria, viéndola emparejada con Suárez, me fui solo delante. El camino es corto, pero bastante agrio.
—Sanjurjo —me gritó Joaquinita, con el sano propósito de desconcertarme—, muy melancólico anda usted hoy.
Me volví y respondí, sonriendo:
—Hay motivos.
—Cuéntemelos usted.
—Nunca.
Y seguí adelante, muy contento de haber enviado a Gloria, delicadamente, un testimonio de mi amor. No tardamos en llegar al monasterio. Está situado en una meseta o cornisa que forma la falda de la colina, a una altura bastante considerable ya sobre el nivel del río. El edificio no es grande ni ofrece mucho de particular en el estado de abandono en que se halla; pero delante de él hay una especie de terraza, desde donde se divisa uno de los paisajes más hermosos que pueden verse en ninguna parte del mundo.
Todos nos quedamos extasiados en su contemplación. Lo que primero atraía la vista era la ciudad. La hermosa sultana del Mediodía reposaba del lado de allá del río con blancura deslumbradora, que le da carácter africano. Eran las cuatro de la tarde. El sol la bañaba con sus rayos oblicuos, pero vivos aún y ardorosos. Sus innumerables torrecillas mudéjares, de pizarra y azulejos, brillaban como diamantes, y sobre todas ellas descollaba la formidable y esbelta Giralda, el antiguo y severo alminar de los árabes, con fuerte color anaranjado. El espacio que ocupa en la vega donde está asentada es grande.
Todos detrás de ella, sin embargo, nuestros ojos percibían extensa llanura verde y dorada, cerrada por una leve ondulación del terreno. «Allí está Alcalá de Guadaira —me dijeron—; allí, Carmona». No conseguí verlas. Del lado de acá, por la parte del Sur, la gran ese del río brillaba a los rayos del sol, desarrollándose entre huertas de naranjos y olivos. A cierta distancia, estas cesaban y la campiña se extendía llana, desnuda, con un color dorado, hasta tocar en el cielo, en los confines del horizonte. En aquel espléndido paisaje, mis ojos no veían la riqueza infinita de matices de mi Galicia. El esplendor irresistible de la luz los borra y los confunde.
La impresión, a pesar de eso o por eso quizá, era más viva. A falta de colores, había destellos. El suelo y el aire ardían como una iluminación universal. Luego, los contornos de los objetos, lo mismo los próximos que los lejanos, eran tan puros, tan claros, que algunos, como la Giralda, parecían dibujados en un gran lienzo con mano dura. Los mismos bosquecillos que rodean la ciudad no formaban masas verdes o manchas, sino que veíamos los árboles separados con admirable precisión.
Por una atracción de que no me daba cuenta, mi vista se fijaba con persistencia en el espacio azul. La luz ejercía sobre mí en aquel momento la misma fascinación que sobre las mariposas. Sentía un placer inmenso, un deleite casi sensual, en sumergir la mirada en aquel aire transparente y límpido; me acometían vagos anhelos, ansias indefinibles que me producían una especie de desvanecimiento. Por un instante, se me borró hasta la noción de la existencia, hasta el pensamiento de Gloria, que tenía a cuatro pasos de distancia. Si hubiera tenido alas, me hubiera lanzado al infinito luminoso sin acordarme de ella, aunque esto parezca una contradicción inverosímil. Esta especie de enajenación desapareció cuando oí la voz de Pepita a mi espalda:
—¡Considera, alma cristiana, en esta primera estación…!
Volvía la cabeza riendo, y mis ojos tropezaron con los de Gloria, que los apartó al instante. No cabía duda: me estaba mirando.
Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido del brazo de su tía Etelvina y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. «Bueno va», dije para mí con viva alegría, que me brotaba a la cara. Isabel y Villa no se habían separado. Consideré con tristeza al pobre comandante, preso de nuevo en las redes de aquel amor imposible, cuando Joaquinita se me acercó diciendo:
—¿Mira usted a Villa? ¿Verdad que parece imposible que un hombre formal se ponga en ridículo hasta ese punto?
Me encogí de hombros y sonreí. ¡Ponerse en ridículo! ¿Qué le importa al que ama de veras ponerse en ridículo? Quien se admire de esto, ni ha amado nunca ni sabe lo que es amor. A riesgo de parecer grosero, alejeme de Joaquinita. Su compañía en aquel momento podía echar a perder un fausto suceso que veía en lontananza.
Atravesamos de nuevo el pueblo, y salimos por la parte del Sur a las huertas y jardines que lo circundan. Al través de las puertas enrejadas veíamos las casitas de campo, con persianas verdes cuidadosamente echadas, enteramente solitarias. Sus habitantes, si es que los había, debían de estar resguardados del calor hasta la hora en que el sol se pusiese. Próxima ya a la falda de la colina estaba La Palmera. Era la más amplia en territorio y la que poseía casa más grande y suntuosa. Desde la puerta de salida hasta el edificio había una ancha avenida, orlada de palmeras en suave declive. A entrambos lados se extendía un bosque inmenso de naranjos. El jardín de la casa estaba ya tallado en la colina. Para subir a aquella había tres escalinatas adornadas con macetas. En los tres descansos se veían jardinillos bastante descuidados, pero que tenían ese encanto misterioso y poético que la Naturaleza presta a los lugares que el hombre le abandona. Los arbustos habían crecido desmesuradamente y tejían sus ramas, formando bosquecillos impenetrables. Las flores eran escasas y crecían donde los arbustos no les quitaban la luz.
A la puerta nos recibieron los criados que habían ido por la mañana con los víveres. El que estaba al frente de la finca nos acompañaba desde la puerta de hierro. Era una casa del siglo pasado, espaciosa, fresca y un poco desmantelada. Hacía tiempo que los dueños no iban por allí sino por un día o dos.
Excitada la curiosidad de todos, quisimos recorrerla luego que hubimos descansado unos minutos y lo hicimos en tropel, entrando y saliendo por las vastas habitaciones solitarias, turbándolas con nuestros gritos y risas. En la planta baja había un gran salón de techo elevadísimo, con pavimento de azulejos colocados en caprichoso mosaico. Los muebles eran severos; el damasco encarnado de las sillas y cortinas había empalidecido extremadamente. Los muros tenían pintado al fresco un gran zócalo, que llegaba hasta la mitad; de allí arriba, enjalbegados como la casa de un menestral, pendían de ellos varios retratos al óleo de caballeros y damas del siglo XVIII. Estos retratos, que eran los de los antepasados de Isabel, llamaron poderosamente la atención de los convidados. Particularmente las damas, no acababan de asombrarse de que se gastasen tales tocados y vestidos, como si no pudiera ponerse un pero a los que ellas llevaban. Había, además, un comedor espacioso, con grandes armarios de caoba, bien provistos de vajilla. En el piso alto nos llamó la atención un gabinete muy lindo, en cuyos balcones habían puesto por capricho cristales de todos colores. Nos detuvimos bastante rato contemplando la campiña al través de cada uno. Aquellos paisajes azules, rojos, amarillos, que alguna vez se ven en sueños, hacían prorrumpir en exclamaciones de alegría o disgusto a mis compañeros.
—Voy a enseñarles a ustedes la salida del manantial —nos dijo Isabel.
Bajamos, guiados por ella, a la planta baja; atravesamos un patio, abrió un criado una puertecita verde, y entramos en un recinto semejante a una gruta. La atmósfera estaba impregnada de humedad. Escuchábase el rumor del agua, pero no la veíamos porque estaba oscuro. Cuando los ojos se fueron acostumbrando, observamos allá en el fondo, brotando de la peña, un raudal enorme, verdadero río, que caía en un estanque cerrado toscamente por piedras. El sitio era el más grato que pudiera hallarse en tal instante. La frescura singular que se sentía dilató nuestros pechos, harto oprimidos, y nos hizo prorrumpir en exclamaciones de bienestar. Nadie quería salir de allí. Sin embargo, fue preciso, al fin, porque se llegaba la hora de confortar los estómagos. Isabel había dejado a Villa y tenía abrazada a Gloria por la cintura. Ambas fueron quedando rezagadas a la salida. Cuando iba a transponer la puerta, Isabel me llamó:
—Oiga usted una palabrita Sanjurjo.
Al mismo tiempo se retiró hacia el fondo de la gruta, arrastrando a Gloria. El corazón me dio un vuelco, y las piernas me flaquearon. Llegaba el momento crítico que había de resolver mi suerte. Haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, acerqueme sonriente a las jóvenes. Debía de estar o muy rojo o muy pálido. Isabel no me dejó pronunciar una palabra. Si me hubiese dejado, no sé si hubiera sido capaz de hacerlo.
—Sanjurjo, mi opinión es que debe concluir eso que hay entre Gloria y usted. Ustedes se quieren. ¿Por qué han de pasar el tiempo en monerías?
¡Pasar el tiempo en monerías! Declaro que nada me ha parecido, ni antes ni después, tan lógico, tan convincente como esta sencilla proposición.
Y como nos quedásemos turbados, ella roja, yo rojo también, mirándonos con ojos brillantes, la condesita nos dijo en tono protector:
—Vamos, dense ustedes la mano y no haya más regaños.
Me apresuré a coger la mano de mi adorada y la aprisioné entre las mías largamente. Al fin, la emoción venció a la vergüenza, y comencé a verter una serie de frases incoherentes, apasionadas, estúpidas, protestando de mi cariño. Estaba loco. Tantos disparates debí de decir, que Gloria soltó su mano bruscamente y se echó a correr hacia el fondo. Isabel me hizo con los ojos señas de que la siguiese.
—Gloria —le dije en voz baja, acercándome suavemente—, ¿sigue enfadada conmigo?
Por toda contestación se llevó el dedo a los labios, diciéndome con fingido enojo:
—Cargante, ¿no tenías tiempo de desirme esas guasitas cuando estuviéramos solos?
No pude contenerme. Me acerqué más a ella y la estreché fuertemente contra mi corazón. Una tosecilla seca de Isabel, cuya figura tapaba la puerta, nos avisó de que nos veía y que juzgaba aquello un poco descomedido. Gloria me rechazó; pero yo, tomándole las manos, preguntele con acento conmovido:
—¿Por qué me has hecho sufrir tanto?
—También yo he sufrido; calla.
Y se dirigió a la puerta, llevándome a su lado. Isabel dio algunos pasos hacia nosotros y, sonriendo maliciosamente, nos dijo:
—Veo que la reconciliación ha sido completa.
Luego abrazó a Gloria y le dijo al oído algunas palabritas. Esta soltó una carcajada y la besó con efusión repetidas veces. Después, sin saber cómo, la risa se tornó en llanto: ocultó el rostro en el pecho de su prima y comenzó a sollozar perdidamente. Comprendí que aquellas lágrimas no eran de dolor, pero me apresuré a preguntarle:
—¿Qué te pasa, Gloria? ¿Te sientes mal?
Sin levantar la cabeza, me hizo seña con la mano de que me fuese. Yo, sin hacer caso, volví a preguntar:
—¿Estás indispuesta?
Entonces, levantando la frente, con los ojos nublados de lágrimas y sonrientes a la vez, exclamó con rabia:
—¡Vete, payaso, vete! No quiero que me veas llorar.
Muchas veces después me he oído llamar payaso por Gloria, y siempre se lo he agradecido; pero nunca este calificativo me hizo experimentar una sensación más feliz, un transporte tan delicioso como entonces. Salí por la puertecilla en un estado de turbación que hubiera hecho reír a cualquiera. Llegué al comedor, y no comprendí por qué Suárez me dirigía una mirada tan glacial. Yo, de buena gana, le hubiera abrazado, como a todo el mundo. Si no abrazos, por lo menos empecé a repartir sonrisas a todos, porque me parecía que todos habían contribuido a mi felicidad. Lo único que me sorprendió, al cabo de algunos momentos, fue que no me preguntasen por Gloria. Dios mío, ¿cómo se podía vivir sin Gloria? Pero Gloria no tardó en llegar, las mejillas inflamadas, los ojos enrojecidos y brillantes. No me miró al entrar. Comprendí que sin mirarme me veía, y esperé.
—A la mesa, a la mesa —dijo Isabel.
Vi que el malagueño se acercaba a Gloria y le decía algunas palabras, y vi que ella hacía una mueca de indiferencia y le volvía la espalda. ¡Qué criatura tan inteligente! Vi que, como quien no quiere la cosa, se iba acercando al sitio donde yo estaba; y vi que se llevaba las dos manos al pelo y se daba unos toquecitos nerviosos para arreglárselo; y vi que cogía una silla y la separaba para sentarse; y vi que apoyaba su mano en la contigua… Y no quise ver más. Fui allá y me senté resueltamente a su lado.
No recuerdo los manjares que nos sirvieron ni creo que los recordaría entonces, después de haberlos comido. Me parece que eran la mayor parte fiambres de fonda y que había gran profusión de confites. Lo que retengo en la memoria admirablemente es que Gloria me sirvió almíbar de azahar, diciéndome que era cosa exquisita, y que yo no lo encontré tanto, y que ella se enfadó y me dijo que era un simple y un desaborío, y que yo, para cortar la discusión, le dije que si me la sirvieran a ella en ese almíbar la comería, pero otra cosa, no; y que ella me respondió, riendo, que yo «era un gaditano con más conchas que un galápago». En cambio, cinco yemas de San Leandro, que me hizo comer una tras otra, me parecieron deliciosas, y alabé las manos de las monjas y a Dios, que las había criado.
Después de merendar nos fuimos al salón. Elenita se puso a teclear en el piano, antiquísimo, de voces cascadas y metálicas: un verdadero trasto. Temblé que comenzase a cantar alguna de sus romanzas sentimentales, y más cuando vi acercarse al presbítero y decirle algunas palabras al oído; pero no fue así. La vivaracha joven tocó una tanda de valses y llamó al pollo desconocido, nombrado Lisardo, según creo, para que le volviese las hojas. Don Alejandro, mientras tanto, paseaba a grandes trancos por el salón, con su aspecto sombrío.
—Qué, ¿no se baila? —preguntó la chica al terminar, haciendo girar el asiento para ponerse frente a nosotros—. Pues yo voy a dar el ejemplo… Isabel, ven aquí; tócanos una mazurca.
Y, sin más preámbulos, se cogió a Lisardo, y comenzaron a bailar, dando fuertes taconazos sobre los azulejos, sin reparar en la mirada furiosa, pulverizante, que su maestro de música le dirigía.
Yo estaba sentado en uno de aquellos viejos sofás, al lado de Gloria. Le pregunté si quería bailar y me respondió que no sabía. En Andalucía, casi todas las jóvenes saben los bailes del país porque se les toma maestro o maestra para enseñarlos; pero a menudo ignoran los de sociedad, con ser mucho más fáciles.
—No importa; yo te enseñaré.
Y, sin aguardar su respuesta, la cogí de las manos, obligándola a levantarse, y la abracé por el talle.
—Uno…, dos… Ahora con el izquierdo. Uno…, dos… Vuelta con el derecho.
Perdíamos el compás a cada momento; pero ¡qué importa! Cada traspiés nos hacía reír alegremente. Una vez Gloria me pisó.
—¡Huy, huy! —exclamé, fingiendo un gran dolor—. ¡Cómo pesa la carne de monja!
—¡Vaya una grasia mohosa!… Pero, hombre, ¿tienes la desvergüenza de quejarte? ¿De cuándo acá el pie de una andaluza puede hacer daño al de un gallego?
Y era verdad. Aunque sus pies diminutos hubieran bailado sobre los míos, creo que no me harían daño.
Por otra parte, nadie reparaba en nosotros, y podíamos bailar lo mal que quisiéramos sin llamar la atención. Todos brincaban por el salón, acometidos de un vértigo en el cual debían de tener alguna parte el manzanilla y el amontillado que nos habían servido. Cuando nos cansamos, fuimos de nuevo a sentarnos. Cogí su abanico, le di aire fuertemente, tan fuerte, que lo rompí, lo cual fue ocasión de nuevas bromas y risas. No habíamos hablado nada de nosotros mismos. Nuestra conversación sólo tenía por tema las cosas y los sucesos exteriores. No sé si era porque el placer de hallarnos de nuevo juntos y enamorados nos bastaba en aquel momento, o por el temor de hablar de asuntos en cuya apreciación pudiéramos no estar de acuerdo.
Por supuesto, en cuanto el baile de sociedad fue cansando, vinieron a escape las seguidillas. Gloria fue la primera invitada, porque Isabel afirmó en voz alta que no había en Sevilla quien las bailase como ella. No se hizo de rogar. Formáronse cuatro parejas, comenzó a sonar la guitarra, chasquearon los palillos (en Andalucía, la guitarra y los palillos aparecen siempre, como si brotaran de la tierra), y el baile, aquel baile animado, vibrante, gracioso, que produce escalofríos de dicha y hace bullir el alma del más linfático, dio comienzo al son de una copla, cantada por el clérigo don Alejandro. Costó gran trabajo reducirle a que lo hiciese.
Confieso que, aun placiéndome mucho, no me causó la impresión que en Marmolejo. Gloria en hábito de monja no diré que estaba mejor que ahora con su vestido rojo; pero, desde luego, era aquello más original.
Cuando salimos a tomar el fresco a los jardines, el sol ya se había puesto y andaba cerca de llegar la noche. La sociedad se diseminó por el gran bosque de naranjos. Gloria, en cuanto vio un columpio, se empeñó en subirse y me pidió que lo moviese, lo cual hice, como debe suponerse, con extremado placer. Por entre los árboles vi reunidos a Suárez y a Joaquinita, que nos miraban con sonrisa despechada y maligna. No hice caso; pero Gloria, que también acertó a divisarlos, se puso seria repentinamente y no tardó en bajarse. Volvimos a reunirnos al grupo mayor. Observé que mi novia procuraba, por cuantos medios podía, demostrar a Daniel el mayor desprecio, como si tuviese contra él algún grave motivo de odio. Yo era tan feliz, que compadecía sinceramente a mi enemigo y hallaba la conducta de ella demasiado cruel. Nos sentamos, al fin, sobre el césped, no lejos de Isabel y Villa, que charlaban animadamente. Hubo un rato de silencio. Temía, por lo que ya he dicho, volver a las conversaciones íntimas, y no se me ofrecía en aquel instante objeto de qué tratar. Noté que Gloria me miraba con frecuencia, sonreía levemente, bajaba la vista y otra vez volvía a mirarme y sonreír, moviendo los labios un poco, cual si le viniesen deseos de decirme algo y no se atreviese.
Una de las veces sus ojos chocaron francamente con los míos, y los dos sonreímos, sin saber por qué. Bajolos, al fin, y, mostrando vergüenza, dijo en voz baja:
—Ya sé que me has llamao… —aquí pronunció a medias la palabra fea que yo había dicho a Suárez en la memorable conferencia de la taberna.
Debí de empalidecer terriblemente, y murmuré, rechinando los dientes:
—¡Infame!
—No te apures, hijo —se apresuró a decirme, sin caérsele la sonrisa avergonzada de los labios—. Ya ves qué enojada estoy. ¿No te he dicho que a mí me gusta que me peguen en los nudillos?… Además, eso me ha probao que no se te pasea el alma por el cuerpo, como yo creía. Cuando me has llamao tal cosa, es que me quieres.
Algún reparo podría ponerse, en buena lógica, a esta conclusión; pero la verdad es que entonces era legítima.
—Sí que te quiero. ¡Más de lo que tú te figuras!
—¡Mira que me figuro mucho!…
—Pues más aún…; pero el decirte semejante porquería es una indignidad que ese canalla me ha de pagar.
—Déjalo de mi cuenta, tonto. Vosotros no sabéis castigar esas cosas… Ya verás cómo yo sé tocarle en lo vivo.
Y tenía razón, porque supo tan bien manifestar su desdén, que a ninguno de la partida se le ocultó la vergonzosa derrota del malagueño. Volvió a quedar silenciosa mi dueña, y volvió a dirigirme rápidas miradas y a sonreír, esta vez con malicia.
—Te he visto —me dijo al cabo— pasear de noche por mi calle.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Estas noches pasaas, mientras hemos estao reñagaos…, y te he visto, además, haser una cosa…
—¿Qué cosa? —pregunté, poniéndome ya colorado.
—Besar las rejas de mi ventana… Vamos, no te pongas colorao, porque estuvo muy bien hecho.
—¿Dónde estabas tú?
—Pues detrás de las cortinas.
—¡Ah, cruel! ¡Y no has tenido siquiera corazón para abrir y darme las gracias! —exclamé con tristeza.
—¡Qué quieres, hijo! —respondió, ruborizándose a su vez—. Bien me apetesió…; pero la honrilla…, la negra honrilla…, ¿sabes?… «No vaya a creerse ese tío lila —dije para mí— que le estoy asechando los pasos».
—Pues no te lo perdono.
—¿Qué no me lo perdonas? —dijo, propinándome un soberano pellizco en el brazo.
—No —repetí, riendo y quejándome al mismo tiempo.
—¿No? —preguntó de nuevo, intentando darme otro.
—No —repuse con firmeza, levantándome y echando a correr por el bosque.
Ella me siguió; jugamos un rato al escondite entre los árboles. A cada instante me preguntaba: «¿No?». «No», respondía yo, cada vez con más decisión. Observé que se iba impacientando y que su voz estaba ya alterada. Por fin se quedó inmóvil y silenciosa. Entonces me acerqué y vi que sus ojos estaban nublados de lágrimas. Me recibió con una granizada de denuestos. Después, como yo procurase templarla, mostrándome arrepentido, cambió repentinamente y, mirándome con ojos suplicantes…, tornó a repetirme:
—¿Me perdonas?
Costome trabajo impedir que se pusiera de rodillas. Había llegado a persuadirse de que lo que había hecho era un grave delito.
La noche estaba ya encima. Se trató de partir; pero la mayoría de los jóvenes decidió, contra la minoría de los viejos, que nos estuviésemos aún otro ratito. Se jugó todavía al escondite, a la gallinita ciega, y nos divertimos en ver furioso al tío de Elenita, que a todo trance quería marchar. Cuando lo hicimos se veía muy poco: cuando saltamos a la falúa en el pequeño embarcadero de madera de San Juan, era ya noche cerrada.
Yo, que no me había separado un instante de Gloria después de nuestra reconciliación, tampoco lo hice entonces, como es fácil de presumir. Senteme a su lado en la popa, teniendo cerca a Isabel y Villa, que tampoco habían andado muy apartados durante la excursión. Frente a nosotros estaba la de Enríquez, con su novio; más allá, la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas, don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca.
Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos. Lo cierto es que el malagueño soportaba su derrota con más filosofía que yo lo había hecho.
El firmamento se había poblado de estrellas. La luna aún no aparecía. Apartámonos de la orilla y los remos comenzaron a chapotear dulcemente sobre el agua. El calor había cedido, pero no cesaba. El aire, inflamado por los rayos del sol, nos envolvía como una onda tibia, acariciando nuestras sienes y penetrándonos de una languidez invencible. Los mimbres y álamos esparcían por las orillas sombras flotantes que temblaban y desaparecían a nuestro paso. Impresionados todos por el silencio de la noche, el blando vaivén de la barca sobre la superficie elástica del río y el suave rumor de los insectos que cantaban en las praderas de las márgenes, comenzamos, sin darnos cuenta, a bajar la voz. Al poco rato no se oía en la falúa más que cuchicheos y rumor de risas comprimidas.
Nuestros ojos sonreían, cambiando largas miradas impregnadas de pasión; nuestros labios murmuraban frases de amor; nuestras manos se buscaban en la oscuridad y se oprimían, tan pronto viva como débilmente. Gloria me preguntaba aún muy bajito si la perdonaba. Yo respondía que sí y que la adoraba. Ella replicaba que sólo se adora a Dios y a los santos, que le bastaba ser querida, pero muy querida, y que la única ambición de su vida era ser mi mujercita, que yo la llevase a donde bien quisiera, aunque fuese a Galicia. Viendo sus ojos posarse sobre los míos anhelantes, escuchando su dulce acento enternecido, cualquiera diría que estaba profundamente enamorada de mí. Yo no lo digo por modestia.
La luna apareció por encima de las azoteas de la ciudad cuando ya estábamos próximos al muelle. Inicié un aplauso a la diosa de la noche, y todos me secundaron con vivo palmoteo. Isabel manifestó que era lástima meternos en casa, y nos propuso dar la vuelta y pasearnos un rato, lo cual hicimos contra la voluntad expresa del tío de Elenita. Otra vez perdimos de vista la negra silueta de Sevilla y nos hallamos en medio del río, mecidos entre sus riberas sombrías, sobre la faja de plata que extendía la luna en el agua. Esta faja nos servía de camino. Era un sendero soñado, glorioso, que se prolongaba a lo lejos, se perdía entre los negros contornos de las orillas, conduciéndonos, en apoteosis, al través de la noche desierta. Brillaban sobre la espalda del río mil escamas argentadas, mil ampollitas lucientes, que parecían caídas del alto cielo dormido.
Sumergí los dedos en el agua, y la hallé tibia. Se lo dije a Gloria, y se inclinó para hacer lo mismo. Después nuestras manos mojadas cambiaron un dulce y corto apretón, que nadie vio. Volvimos a sentirnos acariciados por la onda silenciosa de la noche. Las palabras que nos murmurábamos volvieron a tener un sentido íntimo, un sabor secreto que nos inundaba de alegría. Los acentos de Gloria, al salir de sus labios húmedos, no quedaban en el oído, sino que corrían por mis venas con dulzura infinita, y sus negros ojos brillantes me interrogaban sobre aquel misterioso y divino sabor que ella notaba también, sin saber de dónde venía. Escuchábase el glu-glu cristalino del agua; la falúa oscilaba, dejando escapar una suave queja monótona. Los marineros habían levantado los remos, a nuestra instancia, y nos dejaban marchar arrastrados por la imperceptible corriente.
Duró poco aquel sopor lánguido y voluptuoso que a todos nos había embriagado. Pepita, después de rasguear primorosamente la guitarra tres o cuatro veces, se la pasó a Gloria, diciendo:
—Hija mía, basta de pichoneo… A ver si nos cantas alguna copliya salaíta de esas que tú sabes.
Quiso resistirse, pero todos la instaron, afirmando que estábamos lejos ya del muelle, que nadie, más que nosotros, la oiría, y se vio precisada a ceder. Observé siempre que Gloria estaba más dispuesta a bailar que a cantar.
Punteó y rasgueó la guitarra un momento y de improviso lanzó el grito prolongado, vibrante, apasionado, con que comienzan los cantos andaluces. El aire dormido se estremeció, y sobre sus alas invisibles arrastró aquel grito a través de la campiña desierta. Yo sentí un vivo escalofrío, un fuerte estremecimiento, como si hubiera tocado en el botón de una máquina eléctrica. Aquella nota se fue apagando, hasta que murió en su garganta como un blando suspiro. Luego cantó rápidamente y con brío los dos primeros versos de la copla y guardó silencio.
—¡Olé, mi niña! ¡Bueno! ¡Viva tu salero! —gritaron algunas voces.
Gloria, sin pestañear, la mirada fija y abstraída, los rasgos de su fisonomía levemente alterados, como le acontece a quien pone en el canto buena parte de su alma, concluyó la copla, bajando la voz hasta convertirla en murmullo vago, gorjeo suave que, al morir, asemeja un sollozo.
Por qué en aquel momento, en que mi amor por Gloria se convertía en delirio y embriaguez, en que todo me sonreía y tocaba al logro de mis deseos, sentí el alma inundada de tristeza y apetecí la muerte, no puedo explicarlo, pero así fue. Quizá tengan razón los que creen que el amor y la muerte son dos cosas que se identifican y confunden allá en el centro misterioso de la vida universal. Dejé resbalar mis lágrimas por las mejillas sin cuidar si me miraban. Gloria volvió a entonar otra copla, y luego otra, y luego otra. No se cansaban de pedirle más, y ella de complacerles.
Un suceso inesperado vino a destruir el arrobamiento en que todos estábamos. Los marineros, que también participaban de él, se habían descuidado, y la falúa, abandonada a sí misma, se acercó a la orilla y embarrancó. En vez de susto, lo que aquel lance produjo fue risa y algazara. Los marineros se remangaron los pantalones y se echaron al agua, y al momento nos pusieron a flote. Pero la paciencia del tío de Elenita había tocado a su fin. Tropezando de ira, nos dirigió frases de mal gusto, verdaderos insultos, que nosotros acogíamos con ¡bravos!, y palmadas. Sin embargo, las señoras se pusieron de su parte, y no hubo más remedio que dar la vuelta.
La barca siguió de nuevo el argentado sendero del río, que fulguraba como el éter. Todo dormía, lo mismo la sombra que la luz, con un sueño profundo y sosegado. El aire tibio nos traía de las márgenes vagos aromas de frutos maduros, de flores marchitas, de musgo y tierra, que era el hálito de la Naturaleza dormida. La profunda negrura de las riberas, donde las sombras se acumulaban, hacía más brillante y glorioso nuestro camino. Parecía que marchábamos, suspendidos en las tinieblas, sobre un rayo de luna. Del firmamento caía una lluvia de estrellas que no llegaban al suelo jamás, y las praderas elevaban hacia él su voz suave y monótona, formada por los suspiros de millones de insectos que en el fondo de sus pequeños agujeros también se estremecían, como yo, de amor y de dicha.
¡Hermosa noche andaluza: mientras me quede un soplo de vida vivirás impresa en mi corazón!