XI

ME DEDICO A BUSCAR A PACA

O que no se me ocurrió mientras estuve bajo la impresión del latigazo de la cólera, penselo en cuanto me serené un poco y se me acordaron las ideas. Quiero decir que, apenas hube reposado algún tiempo en el lecho, habiéndome despertado a medianoche, al instante se me ofreció con admirable claridad que Gloria no podía cometer una acción tan ruin por capricho. Podía abandonarme, entrar en amores con otro, coquetear, darme cordelejo y reírse. Todo eso estaba en lo verosímil; mas herirme villana y sañudamente sin más pecado que el de amarla, no era creíble. Debía de haber gato encerrado. El acto de aquella noche parecía inspirado en un deseo de venganza, y para vengarse, menester era una ofensa previa. Esta consideración me dio harto consuelo. Propúseme, pues, tan pronto como llegase el día, poner en práctica los medios para deshacer la intriga que, sin duda, había tramado el malagueño contra mí. Comenzó a pesarme de no haberle dado una buena «pateadura»; pero se la prometí para la primera ocasión que se presentase. Y con este pensamiento confortante, el sueño tranquilo de los justos acudió de nuevo a mis sienes, y no me desperté hasta las nueve de la mañana.

Vestime con premura y salí a la calle sin saber adónde iba, pero con la resolución incontrastable de ir a alguna parte. Por lo pronto, los pies me llevaron a casa del conde del Padul.

—El señor conde y la señorita vienen pasado mañana.

¡Cielos! ¡Dos días aún! ¡Una eternidad para mí! Pensé que en dos días había tiempo suficiente para morirse de pena, y si no es de pena por lo menos de hambre, pues sentía que me faltaba el apetito y no comería a manteles mientras no se resolvieran mis dudas. ¡A quién acudir en aquellas críticas, terribles circunstancias! Si en la mano lo tuviese, hubiera hecho intervenir en el asunto a la autoridad civil. Pero no siéndome posible, me decidí a buscar a Paca. ¿Dónde? Yo, que había estudiado matemáticas, historia de España, patología interna y tantas otras cosas inútiles, ¡no sabía dónde vivía Paca! Renegué cien veces de mi imperdonable abandono, de mi descuido para aprender cosa de tan reconocida necesidad. No había más remedio que aguardar la salida de las cigarreras de la fábrica, y aun así exponerme mucho, como me había sucedido ya, a no verla. Todas las desdichas se cernían de una vez sobre mi cabeza.

Pasando por la calle de Francos en tal estado de abatimiento, vecino al sepulcro, oí que me llamaban desde una tienda de sederías.

Eran las de Anguita.

—Venga uté acá, Sanhurho… —me dijo Ramoncita—. Ayúdenos uté a escoger un traje que sirva para las tres. Estamos mareadas hase más de una hora buscando un color que diga a toa estas fisonomía…

Los dependientes sonrieron de la desfachatez. Yo permanecí grave. Entonces Joaquinita, mirándome atentamente a la cara, me preguntó con sorpresa:

—¿Qué tiene uté, Sanhurho? Etá uté paliito.

—¡Pachs! No me siento hoy muy bien.

—¿Es que le ha dao calabasas la novia?

Aquella pregunta, hecha sin duda alguna al sabor de la boca, me causó una extraña y profunda impresión. Debí de ponerme como una cereza, y sonreí forzadamente. Joaquinita soltó la carcajada.

—Vaya, he dao en el clavo sin saberlo.

Aturdido estúpidamente, dije algunas frases que no recuerdo, y me despedí de aquellas señoritas, a quienes no deseé otra cosa más que Dios confundiera en el mismo momento.

¡Bueno estaba yo para bromitas! Andando entre calles un rato, se me ocurrió la idea, no muy sensata, de ir a la Fábrica de Tabacos y preguntar allí por Paca…¿Para qué? Llegaba mi grosera ignorancia hasta no saber su apellido. Busque usted a una tal Paca entre seis mil mujeres. Lo menos que habría en la fábrica eran doscientas o trescientas Pacas. Sin embargo, insistí en la idea, porque no me venía otra más asequible, y eso que trabajaba mi cabeza como un horno encendido. Poco a poco fui acercándome a la puerta de Jerez, y me encontré, cuando menos lo pensaba, frente al vasto y suntuoso edificio alzado por Felipe III para la confección del rapé.

Di bastantes paseos por delante de él. Al cabo, me resolví a franquear la verja, y me acerqué a una de las puertas.

—¿El señor administrador? —pregunté a un hombre que me pareció portero.

Así que hice esta pregunta, me quedé sorprendido, confuso. ¿Para qué quería yo al administrador?

—Siga usted adelante, suba usted por aquella escalera, tuerza a la izquierda, siga usted el corredor, tuerza a la derecha, suba otra escalerilla, y allí enfrentito tiene usted su despacho.

De todo aquello no me hice cargo sino de que siguiera adelante. Y seguí. Vi una escalera y subí por ella.

—¿El señor administrador? —pregunté a otro hombre.

—Venga usted conmigo; yo le llevaré hasta su despacho.

Mientras me guiaba por los anchurosos y sucios corredores, no pude menos de decirme: «Ceferino, dispensa, chico, pero estás haciendo una melonada». Tropezábamos aquí y allá con mujeres y hombres que me miraban fijamente, como si adivinasen aquel juicio poco lisonjero que había formado de mi persona y lo corroborasen en todas sus partes. Al fin me hallé frente a frente del administrador, un señor anciano, pálido, bigote y perilla blancos, traza de militar retirado y gorro de terciopelo azul en la cabeza.

—¿Qué se le ofrece a usted?

Esta pregunta me pareció tan inaudita, tan bárbara, que me quedé clavado en el suelo, mirándole con espanto.

—Vamos, caballero, ¿qué se le ofrece a usted?

Tosí, sudé, empalidecí, di algunas vueltas al sombrero, estiré el cuello de la camisa, que no me apretaba, y, por último, le alargué la mano.

—¿Cómo sigue usted?

Tomola, mirándome con desconfianza, y contestó de mal talante al saludo.

—Usted me dispensará… Yo buscaba a una tal Paca…, una operaria de la fábrica, ¿sabe usted?… Necesito con mucha urgencia darle una noticia… Si usted me hiciese el favor…, yo le agradecería en el alma.

—¿Qué favor quiere usted que le haga?

—Hacer que salga para que pueda decirle no más de dos palabras.

—¿Cuál es su apellido y en qué taller trabaja?

Esta terrible pregunta volvió a desconcertarme.

—¿Sabe usted que no puedo decírselo? —respondí, sonriendo hasta con las orejas.

El administrador me miró gravemente de arriba abajo y estuvo un rato indeciso, tal vez dudando entre si era un loco, un guasón, o un tonto. Parece que debió de inclinarse a este último partido, porque alzó los hombros y dijo sonriendo a uno que entraba a la sazón en el despacho:

—Oiga usted, Nieto: este señor desea que le busquen a «una tal Paca».

Y recalcó mucho las últimas palabras, lo cual no me hizo muy buena sangre.

—¿Para qué? —preguntó el empleado que entraba, dirigiéndose a mí.

Yo, acometido súbitamente de una gran dignidad, respondí con gesto desdeñoso:

—No lo sé.

Pero aquel empleado era, por lo visto, hombre amable y de buena pasta, porque insistió, diciendo:

—Si usted supiera el apellido, tal vez, preguntando por los talleres, podríamos dar con ella.

—Es una mujer de treinta años o más, pálida, de ojos negros, que lleva un pañolito blanco al cuello.

El administrador y él se miraron, dirigiéndose una leve sonrisa, no muy halagüeña para mí.

—Bueno, bueno, venga usted conmigo —dijo el complaciente Nieto con resolución entre galante y burlona—. Ya veremos si podemos dar con ella.

Salí, haciendo una fría inclinación de cabeza al administrador, y seguí al empleado, que comenzó a guiarme por los corredores.

—¿Usted no sabe en qué taller trabaja?

—No, señor.

Nieto se dolió de esta ignorancia con suavidad, como si en ello le fuera algo. Era un hombre alto, grueso, de fisonomía abierta y simpática. Sin saber por qué, parecía interesarse en mi negocio y no se cansaba, mientras caminábamos, de hacerme preguntas por donde pudiera ponerse en la pista de la cigarrera. Me dijo que era inspector del taller de pitillos, y que conocía personalmente a muchísimas operarias, sobre todo de vista.

—Cuando veo a una mujer en la calle, es difícil que no sepa decir si trabaja o no en la fábrica.

En su opinión, lo mejor que podíamos hacer era entrar en los talleres, recorrerlos despacio a ver si distinguía entre las mujeres a la que buscaba. Preguntome si quería comenzar por el de pitillos, que era el suyo y el más numeroso. Ningún inconveniente tuve. Al llegar a la puerta diome en el rostro un vaho caliente, y percibí un fuerte olor acre y penetrante, que no era solo de tabaco, pues este se siente apenas se pone el pie en la fábrica, sino de sudores y alientos acumulados, la infección que resulta siempre de un gran número de personas reunidas en el verano.

Eran las once de la mañana, y el calor tocaba a su grado máximo.

—Aguárdese usted un momento, voy a prevenir a la maestra —me dijo Nieto, adelantándose.

Observé que llamó a una mujer, habló con ella unas palabras, y esta se fue y volvió al cabo de unos momentos, diciendo:

—Pueden ustedes pasar.

Por lo que vine a entender, había ido a dar la voz de «visita» para que se tapasen las operarías, que, por razón del calor, habían descubierto alguna parte no visible de su cuerpo. Cuando entramos, aún pude notar que algunas se abotonaban apresuradamente la chambra o ponían un alfiler al pañuelo que llevaban a la garganta.

* * *

El cuadro que se desplegó ante mi vista me impresionó y me produjo temor. Tres mil mujeres se hallaban sentadas en un vasto recinto abovedado; tres mil mujeres que clavaron sus ojos sobre mí. Quedé avergonzado, confuso; pero supe aparentar cierto desembarazo, y me puse a charlar con Nieto, haciéndole preguntas tontas, mientras me guiaba por los pasillos del taller. Apenas se respiraba en aquel lugar. El ambiente podía cortarse con un cuchillo. Filas interminables de mujeres, jóvenes en su mayoría, vestidas ligeramente con trajes de percal de mil colores, todas con flores en el pelo, liaban cigarrillos delante de unas mesas toscas y relucientes por el largo manoseo. Al lado de muchas de ellas había cunas de madera con tiernos infantes durmiendo. Estas cunas, según me advirtió Nieto, las suministraba la misma fábrica. Algunas daban de mamar a sus hijos. El tipo de todas aquellas mujeres variaba poco: cara redonda y morena, nariz remangada, cabellos negros y ojos negros también, muy salados. Cada cierto número había una maestra, que se levantaba a nuestro paso. La principal del taller nos acompañaba. Nieto iba explicándole cómo yo buscaba a una tal Paca, cuyo apellido o mote (porque este es muy frecuente entre las cigarreras) ignoraba.

Desde que comenzamos a caminar por aquel gran salón de paredes desnudas y sucias, observé un chicheo constante. No podía mirar a cualquier parte sin que me llamasen con la mano o los labios, haciéndome alguna vez muecas groseras y obscenas. A duras penas el miedo del inspector y la maestra las retenía. Si me fijaba en alguna más linda que las otras al instante me clavaba sus grandes ojos fieros y burlones, diciendo en voz alta:

—Atención, niñas, que ese señor viene por mí.

O bien:

—¡Una miraíta más, y me pierdo!

A la idea de que averiguasen que era gallego, daba diente con diente. Por eso había enmudecido repentinamente, y dejaba que el inspector me dijese en voz alta:

—Vamos, mire usted bien. ¿Es alguna de éstas?

Yo hacía signos negativos con la cabeza.

Aquel enjambre humano rebullía, zumbaba, produciendo en la atmósfera pesada, asfixiante, cargada de olores nauseabundos, un rumor sordo y molesto. Por encima de este rumor se alzaba el chicheo con que la asamblea me saludaba. Los ágiles dedos se movían, envolviendo el tósigo con que pronto se envenenaría toda España.

—¡Mariita! ¡Mariita! —dijo Nieto, dirigiendo una reprensión cariñosa a cierta joven a quien había sorprendido fumando.

—Don Celipe, es que me duelen las muelas.

—Pues cuidado con ellas, porque pueden salirte caras.

Habíamos recorrido casi todas las naves, y mi Paca no aparecía. Nieto me invitaba ya a que pasáramos al taller de cigarros puros. Mas, al dar la vuelta para dirigirnos a la salida, sentí que me tiraban de la americana. Bajé los ojos, y vi a Paca sentada al borde del mismo pasillo.

—¡Ya apareció! —dije al inspector y a la maestra.

—Ya aparesió aquello —repitió, en son de burla, una cigarrera, que había oído mi exclamación.

Paca se había levantado. Me apresuré a decirle:

—¿Sabe usted lo que pasa?

Y, con sobrado calor, sacudido nuevamente por la emoción que desde la noche anterior embargaba todas mis facultades, me puse a contarle lo sucedido y la presunción que tenía de que hubiese una intriga infame tramada contra mí. Necesitaba de su auxilio: que fuese a casa de Gloria, la interrogase, le hablase en mi favor o, por lo menos, alcanzase de ella una explicación.

Aunque había comenzado a hablar en tono muy bajo, como me hallaba tan preocupado, descuideme y fui alzando la voz sin notarlo. Algunas palabras sueltas debieron de haber llegado a los oídos de las cigarreras más próximas, porque las oía repetidas en voz alta acompañadas de risas y jarana. No hice caso.

Seguí hablando, cada vez con más empeño y calor, hasta que Paca, a quien advertía inquieta y distraída, me dijo por lo bajo:

—Señorito, váyase uté… Me paese que hay bronca.

Oí, en efecto, gran algazara, y, al tender la vista por el taller, observo que todos los rostros están vueltos hacia mí, sonrientes; que se agitan las manos, imitando mis ademanes, un poco descompasados; que se tose, y se estornuda, y se ríe, y se patea.

—Esta noche pase uté por casa. Vivo en Triana, calle de San Jasinto. Pregunte uté por el corral de la Parra —me dijo Paca cada vez más agitada.

En aquel instante venía el inspector, que se había separado cuando entablé conversación con la cigarrera, y dijo sonriendo:

—Me ha revuelto usted el taller. Concluya usted pronto, porque estas niñas tienen, al parecer, ganas de bronca.

—¡Bronca! ¡Bronca!… ¡Bron…ca! ¡Bron…ca! —empezaron a repetir las cigarreras.

El grito se extendió por todo el taller. Y, acompañado por él, oyéndome llamar cabrón por tres mil voces femeninas, salí del recinto haciéndome que reía, pero abroncado de veras. Di las gracias al amable Nieto y me aparté de la fábrica, satisfecho a medias de la visita.

Fui derecho a casa, pero no intenté siquiera almorzar. La comida me causaba asco. Matildita dio cien vueltas en torno mío, como una gata mimada, intentando averiguar si me sentía enfermo, como decía, o bien me hallaba bajo el peso de uno de esos dolores morales que, por desgracia, ¡ay!, ella tan bien conocía. No le fue posible, y quedó grandemente desabrida. Encerreme en mi cuarto y me puse a escribir una carta a Gloria, que me resultó de nueve pliegos y una cuartilla. Yo no sé cuántas cosas le decía. Sospecho que estaba llena de repeticiones, y doy por seguro que abundaban en ella las metáforas, hipérboles, epifonemas y, en general, toda clase de tropos y figuras de dicción. Había, además, gran copia de signos de admiración y puntos suspensivos. También recuerdo que citaba una octava real de Espronceda y dos versos de Musset. Como formaba demasiado bulto para un sobre común, me vi precisado a fabricar otro, para lo cual pedí las tijeras a Matildita, que no dejó de echar una mirada penetrante a los pliegos escritos que estaban sobre la mesa.

—Don Seferino, uté escribe largo y no come… ¡Malo!

Vi en lontananza una nube de consejos presta a reventar sobre mí. Y no di juego, limitándome a alzar los hombros y a dejar escapar un gruñido galante.

Luego que tuve lacrado y sellado el protocolo, lo metí a duras penas en el bolsillo y salí a refrescar la cabeza, que bien lo necesitaba. ¡Tres horas había pasado escribiendo!

Cerca del oscurecer, pasando por la calle de las Sierpes, vi en la Británica a Villa, y entré a acompañarle. Invitome a beber una copa de cerveza. Acepté, porque sentía en el estómago una pena singular. Después de beberla, en vez de calmarse, creció esta pena, a tal punto, que pensé ponerme malo. Entonces surgió en mi mente la sospecha de que lo que tenía era hambre, y pedí un bistec. ¡Caso pasmoso! Hambre, y de órdago, era lo que yo padecía, pues devoré la carne y las patatas hasta no dejar migaja, y sobre esto pedí queso y otro bollo de pan. Nunca imaginara que un hombre, en el estado de espíritu en que yo me hallaba, pudiera sentir con tal apremio esa necesidad. Pero lo he visto comprobado prácticamente, y contra los hechos no hay argumento.

—¡Compare, qué carpanta se trae usted!

Villa se encontraba en felicísima disposición, alegre y chancero, que hubiera dado gozo a cualquiera y le hubiera despertado el contento. Pero yo, en vez de animarme, me fui poniendo cada vez más sombrío, y con el egoísmo del que padece ansias de amor, a riesgo de cortar aquel torrente de alegría que le inundaba, me puse a contarle con todos los pormenores lo que me estaba sucediendo. Doliose extremadamente del percance, y me aconsejó que, por sí o por no, cascase las liendres al malagueño. Mas, contra lo que esperaba, el relato de mis desgracias no logró mermar aquel tesoro de buen humor que guardaba. Siguió riendo y jaraneando lo mismo que si acabase de notificarle mil felicidades; lo cual no dejó de mortificarme un poco. Creía yo que mi historia era de las que manaban sangre y ablandarían las piedras.

Luego, sin ceremonia alguna, bruscamente, comenzó a hablar de sí mismo.

—Hombre, si viera usted qué aburrido anduve todos estos días, sin tener aquí a Isabel.

Hablaba de ella como si ya fuera suya, lo cual me hizo sonreír interiormente. Al mismo tiempo nació en mi espíritu cierto innoble deseo de vengarme por su falta de atención.

Afortunadamente, la condesita debía de llegar pasado mañana con su padre, y volverían los párrafos en casa de Anguita y las noches de teatro. A la sazón había comenzado a actuar una compañía de ópera en el de San Fernando. El comandante se las prometía muy felices. Hablaba con un entusiasmo, con una unción, de su adorada, que daba pena el considerar lo engañado que aquel hombre vivía; digo, daría pena a cualquiera que no estuviese, como yo, profunda y vivamente llagado por el desprecio de otra pérfida. Ruborizado como un colegial y tembloroso, volvió a hacerme por centésima vez confidente de unas niñerías que nunca me parecieron tan ridículas como entonces. Si se había sonreído cuando besó un guante que le cayera; si se estaba al balcón a la hora que él pasaba; si le echaba miradas largas, intencionadas; si le había concedido dos rigodones y una polca en el último baile del Alcázar.

De confidencia en confidencia, se conoce que se le fue subiendo la sangre a la cabeza, y concluyó por decirme, con el rostro encendido y los ojos brillantes:

—Voy a confiarle a usted un secreto, amigo Sanjurjo. Espero que usted me lo guardará con cuidado… Ya ve usted, hay cosas… Sabrá usted cómo he escrito a Isabel, poco antes de marcharme a Sanlúcar, haciéndole una declaración en regla y pidiéndole que me desengañase de una vez…

—Ya lo sé —repuse brutalmente.

Estupefacción de Villa.

—¿Lo sabe usted?

—Sí, y también sé lo que Isabel le ha contestado… Que su corazón le exigía una respuesta; pero que había gravísimos obstáculos que le impedían seguir los impulsos de su alma… A lo cual replicó usted que le dijese cuáles eran esos obstáculos, para salvarlos, si fuese posible…

El comandante se había quedado como una estatua, mirándome con ojos que, por lo abiertos, parecían querer saltar de las órbitas.

—¿Y cómo sabe usted eso? —preguntó, al fin, con voz áspera, donde se advertían el recelo y la amenaza.

—Lo sabe hoy toda Sevilla —le respondí con mal humor—. Isabel se lo ha contado a las de Anguita, y estas niñas no se muerden la lengua.

Le vi ponerse pálido. Guardó silencio obstinado, mirando fijamente a la copa de cerveza que tenía delante. Al fin, dijo con voz apagada:

—Nunca creyera a Isabel capaz de una acción tan fea.

Entonces yo, entre compadecido y rencoroso, con la complacencia que sienten los desgraciados al encontrar otros como ellos, le dije:

—Amigo Villa, por lo mismo que le estimo a usted de veras, voy a darle un consejo franco y leal. Creo que debe desistir de galantear a Isabel… Me duele ver a un amigo en ridículo, y que una muchacha se burle de un hombre tan formal y discreto como usted… A riesgo de darle un mal rato, le diré que me consta positivamente que Isabel se casa con su primo, el duque de Malagón, y que los padres han aprovechado el viaje a Sanlúcar para arreglar definitivamente el asunto.

No era verdad que me constase positivamente. La noticia me la había dado Joaquinita; pero lo dije así por cierto instinto dramático que todos los hombres tenemos, aun los más líricos.

Villa no respondió palabra ni pareció inmutarse. Siguió inmóvil, con la vista fija en la copa. Sólo observé que se había puesto más pálido. Su fisonomía simpática y varonil iba contrayéndose por momentos con expresión de dolor, que, al fin, logró conmoverme y que me olvidase de mí mismo.

Luego, con voz alterada, me dijo que me agradecía la noticia y que sentía no se la hubiese dado primero, lo cual dudé un poco. Quedaba convencido de que la condesita era una coquetuela que no merecía que ningún hombre se tomase por ella disgusto (¡pero él se lo tomaba, el infeliz!). Pensar en que había de volver a hablarle más que como amigo y con la mayor ceremonia posible, era pensar lo excusado. Estaba resuelto a hacerle comprender que no era ningún chicuelo o mentecato de quien se pudiera burlar impunemente.

Después de todo, salvando su hermosura, que seguía reconociendo, lo que en ella amaba y admiraba más era el espíritu candoroso y sincero que pensaba poseía. Desde el momento en que se demostraba que era una muchacha vulgar, falsa y vanidosa, el ídolo caía de su pedestal y dejaba de inspirarle amor y respeto. Sobre este tema se extendió muchísimo, acentuando cada vez más el tono digno y resuelto con que había comenzado. Yo procuré afirmarle en su determinación, hallando muy cuerdo todo lo que decía.

Salimos juntos de la cervecería, dimos unas cuantas vueltas entre calles. Haciendo oficio de paño de lágrimas, yo, que necesitaba tanto de consuelo, procuré distraerle, hablándole de otros asuntos, aunque inútilmente. Mostrábase silencioso, taciturno, y cuando hablaba, lo hacía de un modo distraído y como a la fuerza. Dejamos pasar la hora de comer. Viendo que la noche era ya cerrada, me despedí al cabo, porque su percance no me había quitado la memoria del mío.

Emprendila a paso largo hacia el barrio de Triana; salvé el hermoso puente que lo separa de la ciudad, y entré en la calle de San Jacinto, que es la primera que se encuentra de frente. En aquella hora reinaba allí mucha animación. La población de Triana se compone, en casi su totalidad, de obreros e industriales. Era el momento en que, llegados de sus faenas, se esparcen por las calles, charlan en grupos, se sientan delante de las casas, cantan y puntean la guitarra. La calle de San Jacinto tiene soportales feos y de sucia apariencia, donde hay tiendas, pobres también, para el gasto de los menestrales del barrio. A un muchacho que vi solo, arrimado al quicio de una puerta, le pregunté por el corral de la Parra.

—Dé usted veinte pasitos más, y aquí, a la izquierda, tiene usted la entrada.

En efecto, la hallé pronto, y di en un patio estrecho y largo, y luego en otro mucho más amplio que era, según vine a entender, el propio corral. Al mismo tiempo comprendí que llevaba la denominación de la Parra por una que tapaba un trecho del pasadizo, enredándose en palitroques viejos. Aquel gran recinto cuadrilongo ofrecía aspecto de pobreza, pero no de suciedad. La luz de la luna no alumbraba de lleno. Hacia el medio estaba el pozo del agua. En varios sitios veíanse tabladitos sostenidos por estacas y, sobre ellos, cantidad regular de macetas. Todas las viviendas tenían sus puertas abiertas, por donde se escapaban toques de luz que rayaban el pavimento empedrado. Constaban de un solo piso bajo. Algunas debían de tener estancias abuhardilladas, a juzgar por las bufardas que se veían en el tejado. Arrimadas a la pared había en casi todas macetas con flores.

—Diga usted, hermosa —pregunté a una joven de rostro correcto, virginal, que se hallaba delante de una puerta—: ¿Me podría usted decir si vive en este corral una tal Paca?

—¿Sigarrera?

—Eso es.

—Sí, señó; allí enfrentito, donde está aquel jardinillo, ¿sabuté?

Le di las gracias, no sin dejar de echarle una larga mirada de inteligente satisfecho.

Ella bajó la suya, ruborizándose. Era la primera vez que veía esto en Sevilla. Recordando la escena de por la mañana en la fábrica, le dije:

—Apostaría a que no es usted cigarrera.

—No, señó; soy planchadora.

—¿De Sevilla?

—De Badajoz.

—¡Ah! ¡Es usted extremeña!

Y me puse a hacer el elogio de las extremeñas y a quejarme amargamente de lo desgarradas y burlonas que eran las sevillanas, todo por adularla. En esto de hablar a las mujeres con soltura había adelantado mucho desde que llegara a Sevilla. La verdad es que aquella chica merecía cualquier requiebro hiperbólico. Nunca vi un rostro de facciones más delicadas ni de ojos más claros y suaves. Algo pavita, con todo, como dicen en la tierra.

Mas hete aquí que, cuando me hallaba más enfrascado en la conversación, olvidado casi del asunto que allí me traía, aparece por el lado de la entrada del corral un joven con chaquetilla y pantalón ceñidos, faja encarnada y sombrerillo flexible, a interrumpir nuestros dimes y diretes. Acercose lentamente, con las manos metidas dentro de la faja y silbando por lo bajo una malagueña.

—¡Hola, Juan! —dijo la muchacha, inmutándose y sonriéndole con cariño.

—A la paz de Dios, señores —respondió el Juan gravemente, mirándome con fijeza.

«Éste es el novio», dije para mí. Y empecé a buscar medios de largarme dignamente, porque, cierto, estos novios de Andalucía suelen ser muy celosos, y, además, tienen la fea costumbre de gastar navaja.

—Y esa Paca está casada, ¿verdad? —pregunté.

—Sí, señor. Y tiene un montón de chiquiyo —respondió la joven, agradeciéndome el giro que daba a la conversación.

—Pues si ahora no estuviese muy ocupada…, necesitaba darle un recado.

—Yo no creo… El marido no ha venío, y Dios sabe cuándo vendrá, porque suele ajumarse un poco por ahí, y llega tarde… Etará quisá acostando a los niño…

—Pues, con permiso de usted, voy allá a ver si la veo.

Y traté de separarme, haciendo una inclinación de cabeza. Pero el joven de la faja, que no había dejado de mirarme con extraña atención, sin interrumpir su malagueña silbada, extendió la mano solemnemente, diciendo:

—No, cabayero, no vaya uté… Yo iré a darle el recao… Uté puee quearse con esta chavaliya, sin perjudicá…

«Bronca tenemos», pensé; y, como maldito el deseo que sentía de liarme con un chulo, me hice el tonto.

—Muchas gracias; quede usted con Dios.

Aléjeme a paso largo. Antes de llegar a la puerta de Paca ya oí ruido de bofetadas y lamentos.

Algunas mujeres se mantenían sentadas delante de las viviendas o salas, como allí las llaman, departiendo en voz alta. Dos hombres tocaban la guitarra en puntos opuestos del corral, y un chicuelo de doce a catorce años, con vocecita cascada y antipática, iba entonando unas carboneras con bastante estilo. La puerta de Paca estaba solitaria. Oí adentro su voz y llamé con los nudillos.

—¿Es uté, señorito? No le esperaba tan pronto —dijo la cigarrera, saliendo.

Cinco o seis niños la siguieron y la rodearon, mirándome con ojos de curiosidad.

—Sentiría estorbar.

—No, señor; no. Pase su mersé adelante.

Me condujo a una estancia reducida, pero muy aseada y amueblada con más decencia de lo que podía esperarse. En mi país hay salas de hacendados que no están tan bien puestas. Una consolita, un espejo, algunas sillas forradas, cortinas en la alcoba, y detrás de ellas, una cama bien aderezada, con colcha de punto de estambre y sábanas con encaje ordinario. Todo despedía un olor de limpieza y curiosidad que me fue grato.

—¡Oh, qué lujo! —dije, sonriendo—. Vamos, Paca, que no vive usted tan mal.

—¡Ay señorito! —exclamó ella, siempre rodeada de sus niños y con un quinqué de petróleo en la mano—. El lujo del pobre: mucha escoba y mucho trapo. Si fuera solita, no digo que no compraría algunas cositas que nos hasen farta, y estaría regulá. Pero ¡cómo quiere uté que una porspere con esta gusanera de chico!

El símil no dejaba de ser exacto. Los chicos, morenos, casi negros, delgados y medio desnudos, que se colgaban a sus faldas, parecían, en efecto, lombrices.

—¿Quiere su mersé esperá un momento aquí a que dé de senar a los niños y los deje acostado?

Respondí que prefería quedarme a la puerta de casa si me sacaba una silla, porque la noche estaba asaz calurosa, y así lo hizo.

Senteme, pues, al aire libre mientras terminaba sus quehaceres, y me puse a escuchar con sosiego los acordes suaves de las guitarras y la vocecita destemplada del niño, que parecía un hilo que se retorcía en el aire. Una mujer sacó agua del pozo, y el chirrido de la polea hizo coro a las guitarras y al chico. Pero lo que excitaba la curiosidad era la joven que había padecido persecución de bofetadas por mi causa. Escruté cuanto pude al través de los pies derechos del jardinillo, que tenía delante, y logré verla en compañía de su novio, limpiándose los ojos con el pañuelo, pero hablando ya tranquilamente.

—Oiga usted, Paca —le dije cuando vino a la puerta—. ¿Ve usted aquella joven que está allí enfrente?… Pues ya ha recibido esta noche unas bofetadas por mi causa.

—¿Qué dise usted?

—Lo que oye. Me acerqué a preguntarle dónde vivía usted, y en aquel momento llegaba ese chulapo, que debe ser su novio, y, al parecer, se ha enfadado.

—Sí, por variá… No hay un día en que no la arme ese gachó con too María Santísima.

—¿Quién es él?

—No… ¡Un disinificante!

—Pues ella tiene tipo de niña candorosa muy agradable. No pensé que tuviera novio.

—¡Oh! «No hay sábado sin sol, ni mosita sin su amor», como esimo aquí.

La imagen de Gloria surgió de improviso en mi cerebro al escuchar estas palabras. Sin acordarme ya de la joven ni del novio, ni de otra cosa en el mundo, repetí a la cigarrera, con frase calurosa y más amplificada, lo que me había sucedido con mi novia, y que a toda prisa le había contado por la mañana en la fábrica. Me escuchó con muchísimo interés, reflejándose en su expresiva fisonomía los diversos afectos que iban agitando su espíritu: la indignación, la duda, la tristeza, la esperanza. Cuando cesé de hablar, me dijo con acento de convencimiento que estaba segura de que su señorita no había hecho aquello por maldad o coquetería. Sin remedio allí debía de haber algún embuste del picaronaso del malagueño (ya le llamaba así sin conocerle). Conocía muy bien a su señorita: era bondadosa, campechana, caritativa.

—No es una de esas niña recosía, ¿sabuté?, que se lo guardan toíto pal ombligo. A mí señorita le baila el arma en los oho, ¿sabuté? Más clara que el agua clara y más fina que el oro… Tiene un geniesiyo como un cohete. Le da una gofetá al mezmo arzobispo en presona si se descuida…, pero en pasándole el aquel, es más durse que una corderita de Dios… Consentir ella un embuste, ¡quita ayá! Desirle a un hombre que le quiere y no ser verdá, ¡no lo piense su mersé, señorito!

Gran bien me hicieron aquellas palabras. Yo también pensaba como ella, o quería pensar al menos y cada vez me confirmaba más en mi sospecha. En apoyo de sus afirmaciones, Paca me contó varias anécdotas de la vida de mi novia, que escuché con entusiasmo y recogimiento. Hablamos largo rato de ella. Poco a poco fue serenándose mi espíritu y acudió la alegría a mi corazón. Al cabo de media hora de estar allí, no me cabía duda alguna de que el asunto se arreglaría inmediatamente, en cuanto Gloria leyese la carta suasoria que Paca tenía ya metida en su seno lacio de mujer abrumada de hijos y trabajos.

Entonces, para pagarle el bien que me hacía, mostré interesarme por su vida (mejor hubiera hecho en darle cinco duros, lo comprendo). Comencé a hacerle preguntas acerca de su situación. El patio se había ido despoblando poco a poco. El muchacho se había callado y una guitarra también. Sólo la otra persistía murmurando suavemente una canción melancólica. La cigarrera no tuvo inconveniente en ponerme al tanto de sus intimidades domésticas. Se había casado por amor, contra la voluntad de sus padres. El marido, que se llamaba Joaquín, pero a quien nadie conocía en el barrio sino por el mote de Fierabrás, ya anunciaba de muy joven lo que había de ser: calavera, pendenciero y borracho. Por esto quizá se había chiflado por él. Nunca le habían gustado de mocita los hombres formales y laboriosos. Su madre le daba cada soba que la breaba, a fin de arrancarle aquel maldito amor. ¡Ojalá la hubiera muerto de una! Pero nada: cuantos más palos, más se encendía su pasión por aquel perdío. En una ocasión, su padre, sabiendo que había estado con él en un merendero, la sacó de la cama, donde ya dormía, y la había dado con el tirapié (era zapatero) hasta saltar la sangre por muchas partes de su cuerpo. Su madre, otra vez, la había cogido por los pelos y la había arrastrado por toda la casa. Si no llegan los vecinos, la mata. Habíanla encerrado; tuviéronla a pan y agua una porción de días; quitáronla de trabajar en la fábrica y no la dejaban salir ni a misa. Nada; ella todo lo sufría con gusto por su Joaquín.

—Cuando ya me creían medio muerta de hambre y congoja, me ponía a cantá con la mayor desvergüensa:

«Me han quitao de ir a misa,

me han quitao el confesá,

me han quitao de ir a verte.

¡Qué más me pueen quitá!».

¡Uf! ¡Cómo se ponía la venturá de mi maresita cuando me oía esta copla!

Al fin, una tarde se había fugado y se había estado tres días sin volver a casa. De esta salida había resultado compuestita, y no hubo más remedio que ceder a casarlos. El matrimonio no hizo más que acrecer sus desdichas. Fierabrás era albañil; pero en vez de traer el jornal a casa, se gastaba una gran parte en las tabernas. No había aguardado siquiera quince días para comenzar esta vida de perdío borracho, que no se había interrumpido desde entonces. Y no era lo peor que se gastase la mitad del jornal en beber vino, sino que cuando volvía borracho a casa la mataba a golpes. Y todavía no era lo peor que la matase a ella, sino que mataba también a sus hijos. Cuando se quejaba a sus padres, no querían oírla, y con razón. Su madre había muerto hacía siete años. Su padre había vuelto a casarse con una tía pescueza. Estaba, pues, sola en el mundo y abandonada en las manos de aquel maldito. El que maltratase a sus hijos la volvía loca, y era el toque para promover todos los escándalos que, al parecer, eran casi diarios. De una cosa estaba satisfecha únicamente, y es que no le daba por mujeres. Si fuese así, Paca se creía capaz de envenenarle. Todo menos eso.

—Mire uté, señorito: es un perdío sin vergüensa, un lechonaso que se cae por las caye… ¡Esto es lo que no pueo aguantar! Que me atrape una jumera cada día, pase…; ¡pero que venga por su pie con mil pares de cuerno!, y no me lo encuentren tirao como un perro. Y cuidao que él es pa too lo que le manden… Por el aire se entera de las cosas… No hay en Seviya quien le eche el arto en su ofisio, y trabaja como un buey cuando le sopla el viento por ahí… Aluego dimpués le da a uté la sangre del braso. La peseta que tiene en el borsiyo le dura el tiempo que tardan en pedírsela… Bruto y cafre, ¡eso sí!… Por un tantico así es capaz de dejar seco a un hombre. ¡Pero en tocante a corasón, no le digo a uté na…, es el hombre más cariñoso y más lila que habrá uté vito en su vía…! Holgasanaso, no hay otro en el barrio, ni má susio tampoco… Le dará a uté náusea verlo, como me la da a mí… Dondequiera que él va hay juerga y jarana. ¡Madre mía del Rosío, la vese que le habré tenío que llevá comida a la carse! Es un tunante, un fasineroso de cuerpo entero… Si le viera uté trabajá, ¡una gloria de Dios! Tiene unas manos de plata y unos hígado que antes de consentir en que nadie le ponga el pie delante se está sobre la escalera tres días con tres noche… Pero es muy encogío él de su natural, y cuando ha hecho una cosita bien, ¿sabuté?, no la cacarea, como otros… ¡Si no fuese lo arrastrao que es y la mala entraña que tiene, habría que meterle en un fanal!… ¡Hemos pasao cada crujía, señorito! ¡Qué crujía! Y él como si tal, ¡el grandísimo perro!… Más de una vez y más de dos he tenío que consolarle yo a él, porque se me echaba a llorar como un chiquiyo a lo mejó… Y lo que yo le desía: «Ven acá, grandísimo roío, ¿a ti qué te dan por llorá y suspirá so lechonaso?».

No era empresa fácil averiguar el verdadero carácter o tipo moral del señor Fierabrás por los datos que me suministraba su digna esposa. Mas como yo no sentía necesidad apremiante de conocerlo, dejábala explayarse a su gusto y asentía silenciosamente con la cabeza.

El gran patio cuadrilongo estaba ya casi desierto. La única guitarra se había callado también. Las tertulias de comadres se habían deshecho. Eran sonadas ya las once, y toda aquella gente necesitaba madrugar. La luna seguía iluminando, al través de la atmósfera serena y abrasada, la mayor parte del recinto. Su luz, deshecha en jirones, formando figuras geométricas, dormía tranquila sobre las piedras lustrosas del suelo.

Los palitroques de los jardinillos trazaban delgadas y negras rayas en él, semejando la proyección de grandes ventanas enrejadas. Allá lejos, enfrente, seguía percibiendo la figura del celoso enamorado, inmóvil, plantado sobre sus piernas abiertas, con las manos en los bolsillos. La de la sufrida doncella no se veía, pero se adivinaba. Un asno, que arrimaba su hocico a una puertecita vieja, que debía de ser la de la cuadra, rebuznó, y su grito antipático y discordante estremeció el aire dormido y turbó con furia la paz y el silencio del corral.

Pedile a Paca algunos informes acerca de éste, y me dijo que había en él más de cuarenta salas, y que en algunas de ellas vivían dos o tres familias. Todas habían de entenderse con la casera, o sea, la mujer que el dueño de la finca tenía para el cobro del alquiler, que se hacía por semanas, y para el cuidado y vigilancia. Los que allí habitaban eran braceros. De las mujeres, solo algunas como ella salían a ganar un jornal, dejando a sus hijos confiados a la miga, que así se llamaba a la maestra de niños de corta edad. Las vivencias en los corrales salen más baratas; pero hay todos los días reyertas sobre si el pozo, sobre si la alberca, sobre si la ropa, etc., que hacen la vida más fastidiosa. Luego la casera ejerce sobre ellas un mando despótico y abusa de su posición.

Pues así como se hallaba Paca comunicándome estos pormenores, oímos hacia el pasadizo de entrada unos formidables maullidos, que a mí me parecieron al principio de un gato monstruoso. Después empecé a dudar que fueran producidos por ningún individuo de la raza felina.

—Ahí está mi marío —dijo la cigarrera, levantándose agitada.

—¿Su marido? —pregunté con sorpresa.

—Sí, señor; es el que maya… Hágame su mersé el favor de esconderse ahí, detrás de ese montón de leña. Después que él entre se puee usté ir.

Hice como me mandaba, y asomando con precaución la cabeza pude ver en medio ya del patio, iluminado de lleno por la luz de la luna, a un hombre con blusa blanca que venía caminando lentamente a cuatro patas. De cuando en cuando gritaba: «¡Miau! ¡Miau!», procurando imitar el maullido de los gatos y consiguiéndolo a medias. Acercose al fin a la puerta, y una vez allí repitió con más fuerza y más a menudo sus formidables maullidos.

Hasta que salió Paca, y poniéndose en jarras comenzó a increparle.

—¿Eres tú, so arrastrao, porconaso, escandaloso?

—¡Miau! ¡Miau! —respondió Fierabrás, sin abandonar la posición cuadrúpeda, comenzando a dar vueltas en torno a su esposa y a frotarse contra ella, como un gato que quiere ser acariciado.

—¿No te dará vergüensa argún día de ser el hasmerreí der barrio? ¿No tendrás argún día compasión de tus pobresitos hijos?

—¡Miau! ¡Miau!

—¡Quita ayá, bandolero! ¡Vamos a ver cómo entras ahora mismito!

—¡Miau! ¡Miau!

—¡Entra Joaquín!

—¡Miau!

—¡Entra, canalla!

—¡Miau!

Vi a Paca llevarse las manos a la cabeza y tirarse con rabia de los cabellos.

—¡Mardita sea mi suerte! ¡Y que Dios tenga en er mundo a este roío dao pol tal y me haya llevado aquel corasón de hijo!

Hubo un momento de silencio, un compás de espera, durante el cual Fierabrás siguió imperturbable dando vueltas en torno de su esposa, lanzando ahora maullidos dulces y apagados, roncando y levantando el espinazo con voluptuosidad.

Al fin advertí que Paca hacía con la cabeza un gesto de resignación forzada, y principió a pasarle la mano por la espalda, diciendo al propio tiempo:

—Vamos, menino, entra…, bis…, bis… ¡Pobresito!… ¡Pobresito!

Exactamente como si su marido fuese un gato, Fierabrás se frotó todavía varias veces contra las sayas de su esposa, dio unas cuantas vueltas roncando, y al fin entró en la casa en la misma posición. Una vez allí, quiso, al parecer, levantarse, pero no pudo. Mareado por el alcohol, por las vueltas que había dado en cuatro pies y por la viva luz de la lámpara de petróleo, dio consigo en tierra.

Me acerqué a la puerta y advertí que intentaba en vano levantarse, arrastrándose por el pavimento de ladrillos.

—¿Conque no te puedes levantar, ladrón? —oí exclamar a Paca, con feroz placer—. ¡Pues ahora e la mía!

Y descalzándose apresuradamente un zapato y cogiéndolo por la punta comenzó a zurrarle la badana de lo lindo. Era increíble la prisa y la destreza con que la cigarrera le azotaba por todo el cuerpo, principalmente por la cara y las manos, que era donde más había de doler. Y al compás de la azotaina exclamaba con acento rabioso:

—¡Esta por la gofetá que me diste el sábado! ¡Esta otra también!…¡Esta por el candelero que me tiraste a la cabesa el lune!… ¡Esta por la palisa que me has dao el día de Nuestra Señora! ¡Esta también!… ¡Y esta!… ¡Y esta!… ¡Esta por lechonaso!… ¡Esta por sinvergüensa!

Fierabrás se revolcaba en el suelo, lanzando rugidos, pataleando con furor. Hacía esfuerzos por levantarse. Pero cuando ya iba a conseguirlo, un acertado zapatazo en la cara lo volcaba de nuevo. Intentaba agarrar a su mujer por los pies, mas esta brincaba con ligereza increíble y le atacaba por otro sitio con mayor brío, de suerte que el infeliz se vio necesitado a rendirse, dejando, sin resistencia, que su consorte le vapulease a su buen talante.

—Vamos, Paca, déjele usted ya —le dije, interviniendo por humanidad.

—Aguárdese usted un poquirritiyo… Todavía no me las ha pagao todas —respondió sin abandonar su cruel tarea.

Al fin, cansada, jadeante, los brazos quebrantados, el rostro cubierto de sudor, se alzó y me miró con ojos donde todavía llameaba la ira.

—¿Sabuté? —me dijo—. En estos días que viene desjarretao como un toro, me aprovecho.