HAGO AMISTAD CON UN BENDITO SEÑOR
ECIBÍ al día siguiente una carta de D. Sabino el capellán, invitándome a que pasara por su casa. Era para decirme, con mucho misterio, que Gloria había salido del convento. Le di las gracias por la noticia, y, haciéndome cargo de que esperaba algo más que esto, le pregunté si tenía intención de permanecer en el cargo que ocupaba, o si aspiraba a otro. Me confesó su ardiente deseo de un beneficio en la catedral. Le prometí escribir a mi tío, y en efecto, así lo hice. Por cierto que me contestó severamente, preguntándome si no creía que eran bastantes las cien recomendaciones que todos los días recibía, para que un sobrino viniese también a concluir con su paciencia. No le di cuenta, por supuesto, a D. Sabino de esta carta.
El coloquio de la noche siguiente, si no tan prolongado, no fue menos dulce para mí que el de la anterior. Gloria, más fértil en astucias que el prudente Ulises, tenía ya un proyecto en la cabeza. Expresándole yo con tristeza mi desconfianza de que algún día llegáramos a unirnos, porque su madre no lo consentiría, exclamó riendo:
—¡Oh, qué pajarito eres tan madruguero! ¡Quién piensa todavía en esas cosas!
Con disgusto cambié de conversación, temiendo haber cometido una imprudencia; pero al cabo de un rato, ella misma volvió a sacarla de la manera espontánea y graciosa que caracterizaba su charla.
—Mira tú, cuando nos casemos, haremos un viaje a Francia, y pasaremos por las Provincias, ¿verdad? Tengo deseos de ver otra vez el colegio de Vergara, donde estuve dos años… Porque nosotros nos casamos; es cosa resuelta… Mi madre podrá tener intención de dedicarme a vestir imágenes, pero desde ahora renuncio al empleo. Ni me siento en el polletón, ni quiero que San Elías me apunte en su libro de memorias.
—¿Qué es eso de San Elías?
Me explicó que por Semana Santa sale un paso donde va San Elías con una pluma en la mano y mirando a los balcones. Se dice en Sevilla que va sacando una lista de las solteronas.
Reí de buena gana, porque me halagaba aquella resolución, y volví sobre la idea de matrimonio y a dolerme por anticipado de los obstáculos con que íbamos a tropezar.
—¿Sabes lo que se me ocurre en este momento? —dijo de pronto, mirándome fijamente. —Pues se me ocurre que debías entrar en casa y ser amigo de mamá… y de don Oscar.
—¿Quién es don Oscar? —le pregunté insidiosamente, pues, aunque vaga, ya tenía noticia de quién era y qué representaba este personaje en la casa.
—Don Oscar —dijo con alguna vacilación— es un señor que administra la hacienda de mamá… Es amigo antiguo de la familia…
—¿Y vive con vosotras?
—Sí, desde hace tres o cuatro años… Como es un señor viudo sin hijos y a mamá le sobraba mucha casa… se vino a vivir aquí…
Después me explicó que le era muy antipático, por el afán que tenía de meter la nariz en todo y dirigirlo y mangonearlo.
—¡Las lágrimas que me hizo verter ese maldito en los meses que estuve en casa hasta que volví al convento! Me puso un reglamento más estrecho que el del colegio. Desde que me levantaba hasta que me iba a la cama, no tenía un momento mío. Ahora quiso hacer lo mismo… ¡pero ya me lo he sabido sacudir!… Bueno —añadió, haciendo un gesto con la mano, como si alejase ideas enfadosas de la mente. —Importa mucho que tú te hagas amigo de este señor, porque mamá no ve más que por sus ojos. Lo mejor para ello es que vengas recomendado por algún carlista de los gordos, porque este señor es muy beato, ¿sabes?…Si te fingieras oficial de don Carlos, ¡qué gran golpe! Te recibiría, de seguro, con los brazos abiertos… Y tú tienes tipo de militar, con esos bigotes retorcidos y esa perilla. Además, eres buen mozo…
—Muchas gracias…
—Hombre, déjame que te diga alguna mentirilla, en pago de las que me has ensartado desde que nos conocemos… Pues nada, te finges oficial, pides una carta de recomendación a cualquiera y vienes a hacernos una visita.
Por la obstinación con que sostuvo este plan y por el modo resuelto y habilidoso con que iba descartando las dificultades que a él se oponían, entendí que lo tenía muy meditado. Quedé convencido de que, a pesar de lo dicho, había madrugado tanto como yo a pensar en nuestro matrimonio. El mayor obstáculo era que yo no había estado en la guerra y no podía hablar de las batallas y los sitios, que sólo conocía de oídas o por los datos vagos de los periódicos.
—Mira, don Oscar tiene una porción de historias y documentos de la guerra. Mañana te traigo dos o tres libros, los lees, y luego vuelvo a colocarlos en su sitio. Aunque los echase de menos, ¿cómo iba a presumir que yo se los había llevado?
—¿Y la carta de recomendación?
—Para eso entiéndete con tío Jenaro. Él es también un poco carlista y tiene un hermano que ha sido general con don Carlos… Sabe muchas cosas de la guerra, y podrás aprovechar algo de lo que él te diga.
El plan era arriesgado; pero Gloria me infundía aliento, y me dispuse a llevarlo a cabo con la prudencia y astucia que me fuera posible. No quise pedir la recomendación al conde. Comprendía que, siendo él también carlista, le había de repugnar algo esta farsa, por más que su amabilidad le hiciera consentir en ella. Me dirigí a Villa, a quien había oído decir que tenía un tío en Cádiz, presidente del comité carlista. En cuanto le manifesté mi plan, se apresuró con júbilo a secundarlo. Escribiole a su tío pidiéndole una carta de recomendación para D. Oscar, destinada a un oficial carlista amigo suyo, y no se hizo esperar. Provisto de ella, y después de haber convenido con Gloria la hora y las circunstancias de la visita, me personé en su casa a eso de las once de la mañana, preguntando por D. Oscar.
La criada que salió a abrirme me condujo, al través del patio que yo había mirado tantas veces desde fuera, a la sala de recibo, desde donde Gloria me hablaba. Aunque turbado y tembloroso, no pude menos de echar a la ventana una mirada enternecida. Sobre su alféizar se sentaba mi saladísimo dueño todas las noches. ¿Dónde se encontraría ahora? El corazón me decía que no debía de andar muy lejos; pero, por más que miré con atención a todos lados, desde que traspuse la cancela, no había logrado ver ni el borde de su vestido. La estancia donde me hallaba no era grande. Tenía el sello característico de las salas donde no se hace vida de familia y se destinan solamente a las visitas. Los muebles, antiguos todos, se hallaban esmeradamente cuidados y colocados en perfecto orden y simetría: las sillas forradas de seda color oro viejo, de alto respaldo terminado con unas bellotitas de poco gusto. El suelo tapizado de estera fina de paja. Con el sombrero en la mano y las manos colocadas sobre los riñones, comencé a dar vueltas examinando los cuadros que colgaban de las paredes. Lo primero que llamó mi atención fue un retrato al óleo que representaba una mujer joven y agraciada, con lejano parecido a Gloria. Llevaba en la cabeza la alta peineta que se gastaba a principios del siglo, lucía hermoso pecho y tenía entre las manos una paloma. Presumí que sería la madre de Gloria. A entrambos lados había dos cuadritos al pastel que decían debajo: «Les petits favoris du jeune âge». El uno representaba un niño dando de comer a algunos conejos. En el compañero se veía a otro niño abrazado a un corderito. Frente a estos cuadros, en el lienzo opuesto, había un reloj en forma de cuadro, igualmente representando un paisaje; por el día señalaba las horas un pequeño disco que figuraba ingeniosamente el sol; por la noche debía de señalarlas otro que figurase la luna. A los lados había dos medallones bordados sobre papel con sedas de colores y en el centro la firma de Gloria Bermúdez, y debajo una fecha bastante atrasada.
Aquella salita tenía extremado carácter, como hoy se dice. Respirábase una atmósfera donde se mezclaba el sosiego, la mojigatería, el bienestar físico, el misticismo, la soledad y la riqueza, que no sabría decir si la hacía grata o desagradable. No era de esas estancias que acusan al instante los gustos, la vida y hasta el carácter de sus dueños. Detrás de aquel orden, de aquella limpieza y esmero, no se notaba más que cierto apego a la tradición y una vida retraída, sin saber por qué causa. Lo mismo podía vivir allí una familia de la Biblia que de una tragedia de Shakspeare. Olvidábaseme decir que no sólo en el patio, sino en todo el tránsito que había recorrido, en los rincones de la sala y hasta en el medio de ella, se veían tiestos con flores. Luego que hube examinado todo lo que allí había, acerqué la nariz a estas flores, claveles, alelíes, rosas, y me pasé algunos segundos tratando de embriagarme con su perfume para calmar la inquietud que me atormentaba. Escuché entonces algunos golpecitos como dados en un cristal. Alcé los ojos, y vi pegado a las vidrieras de la puerta de la alcoba el rostro sonriente de Gloria. Con la agradable sorpresa que puede imaginarse me dirigí rápidamente allá; pero se retiró, poniendo un dedo en los labios, y no volví a verla.
Habían transcurrido diez minutos lo menos desde que la criada me había dejado en la sala, y D. Oscar no parecía. Aún transcurrieron otros cuantos. Al fin la puerta, que estaba entornada, se abrió y dejó paso a un hombre de figura por cierto originalísima. Era de estatura mucho menos que mediana, lo cual dependía, a no dudarlo, de la cortedad de las piernas, pues el torso era grande, robusto, casi atlético. Las facciones correctas, los ojos saltones y negros adornados con espesas cejas. Pero lo que caracterizaba fuertemente a aquel rostro eran unos enormes bigotes blancos que tapaban lo menos la mitad. Podría tener sesenta y pico de años.
—Servidor de usted, caballero —me dijo con desembarazo al entrar, clavándome sus ojazos.
La voz me dejó aún más confuso. Era un vozarrón poderoso de bajo profundo, áspero y seco, como si las cuerdas vocales fuesen de cáñamo. Saludele cortésmente, y venciendo la agitación que quería dominarme, le presenté sonriendo la tarjeta del tío de Villa.
—¡Ah! De don Alfonso.
Y enterándose rápidamente de lo que decía, levantó la cabeza, exclamando con satisfacción:
—¿Conque es usted de los netos? ¿Y ha hecho la campaña en el Norte? Apriete usted esa mano, compañero. A nadie se la doy yo con más satisfacción que a los soldados del rey y la religión… ¿Con qué general ha estado usted?
—He servido a las órdenes de Ollo y Dorregaray. En dos días me había tragado un número harto considerable de noticias referentes a la guerra, sacadas de la biblioteca misma de aquel extraño personaje. Tenía la cabeza mareada y corría grave peligro de equivocar los datos y decir algún disparate. Pero, comprendiendo que en la situación en que me hallaba hacía falta serenidad y osadía, me dispuse a responder con aplomo a todas las preguntas.
—¡Pobre Ollo! —exclamó D. Oscar. —¡Qué lástima de hombre! Era uno de los mejores generales que el rey tenía.
—Estaba yo a treinta pasos de él cuando cayó muerto —dije con la mayor desvergüenza.
—¿Un casco de granada?
—Le hizo pedazos la cabeza.
—¿Qué graduación tenía usted?
—Teniente de la cuarta del primer batallón navarro.
—A la entrada del rey en Francia, le habrá a usted hecho capitán.
—Eso es; todos ascendimos un empleo.
Invitome a sentarme con vivas instancias, y hablamos un rato de la guerra y de nuestras esperanzas, quiero decir, de las suyas, porque las mías se cifraban en cosas bien distintas y de las que él, por fortuna, estaba ignorante. Creo que puedo decir, sin faltar a la modestia, que salí no sólo bien, sino con lucimiento, del compromiso. Mi imaginación supo llenar los vacíos que en las noticias de los libros existían, describiendo interesantes y pintorescos pormenores, los accidentes de los combates en que me había hallado, los sitios, las personas, reconstruyéndolo todo con los vagos datos que tenía. Al mismo tiempo huía con cuidado de aquellos sucesos de más bulto, que mi hombre podía tal vez conocer bien. No insistí más que en las escaramuzas. En una de ellas, mientras esperábamos un convoy enemigo ocultos en un bosque de robles, sentí cierto campanilleo extraño y temeroso. Eran las espuelas de los soldados de caballería, que chocaban, por el temblor de las piernas, con las vainas de los sables.
—¿Cómo por el temblor? Yo pensé que los valientes voluntarios del rey no temblaban jamás.
—¡Oh! Crea usted, señor, que cuando se entra en batalla, al que más y al que menos se le encoge un poco el corazón. Es cosa de un momento. En cuanto se entra en la pelea, pasa.
Este dato, que yo había oído a un oficial amigo, como era en perjuicio nuestro, imprimió gran sello de verdad a todas mis noticias. Mientras departía con él, no dejaba de observarle. Hablaba con gran firmeza y aplomo, no parecía tonto, y mostraba cierta superioridad que me humillaba, aunque yo no fuese lo que estaba aparentando. Alguna que otra vez me interrumpía extendiendo la mano; hacía una observación en términos precisos, y cuando terminaba, volvía a extender la mano, diciendo lleno de condescendencia: «Puede usted continuar». Cuando me dirigía alguna pregunta y yo me disponía a contestar como Dios me sugiriese, solía atajarme exclamando; «¡Método!, ¡método! No comience usted por el fin, porque no nos entenderemos». Escuchaba después con cortesía no exenta de severidad, dignándose aprobar con la cabeza mientras yo llevaba la palabra. En suma, los modales y las palabras de aquel señor, lo mismo que su rostro, parecían los de un ser superior, un poderoso gigante confiado en su fuerza, seguro de que su destino era el de dirigir a los demás seres que pueblan la tierra. De aquellas míseras piernas con que el cielo le había dotado hacía caso omiso. Por ventura se forjaba la ilusión de que correspondían perfectamente al ciclópeo torso y a su espíritu altanero. Preguntome por algunos personajes del carlismo que él había conocido, y dio la casualidad que siempre me había hallado algunas leguas distante de ellos. En cambio le hablé largamente del Pretendiente, a quien conocía por las fotografías, y de su esposa D.ª Margarita.
Por fin llegó la pregunta que esperaba.
—¿Y qué vientos le traen por aquí, señor Sanjurjo?
Como tenía bien preparada la respuesta, le expliqué prolijamente las desgracias que me habían acaecido desde la paz. Primero, había residido dos años en Bayona, manteniéndome con los recursos que nos proporcionaban a los emigrados algunas personas acaudaladas del partido. Cuando cesaron, me vi precisado a venir a España, y vivir a expensas de un hermano que tenía en Galicia, ayudándole en la administración de sus rentas. Pero este hermano había fallecido, y su esposa, a quien pertenecían todos los bienes, tenía un carácter que me había hecho padecer bastante, hasta que al fin rompimos definitivamente. Quedé sin medio alguno para vivir. Durante algún tiempo me sostuve como pude un el pueblo; pero ya, últimamente, lo pasaba tan mal, y me daba tal vergüenza deber algunas mensualidades en la posada, que decidí marcharme y buscar en cualquier parte una colocación honrosa.
D. Oscar escuchó con atención mi relato. Después comenzó a hacerme observaciones severas sobre los males que acarrea la falta de previsión y de ahorro, dándome una verdadera lección de economía doméstica. Para él, todas las desgracias humanas dependían de la falta de previsión y de método en la vida. «Distribuya usted bien el tiempo, distribuya usted bien el dinero, y todos seremos felices, y el mundo será una balsa de aceite».
—Aquí, en Andalucía, casi, casi nos podemos creer dentro de ella. Todo lo componen con aceite las cocineras —dije sonriendo.
No le pareció bien la bromita. Permaneció grave y severo, y prosiguió desenvolviendo su tesis. No es que supusiera que yo había sido un malversador… pero se autorizaba el dudar que hubiese aprovechado todo el tiempo en cosas útiles.
—¡Oh, en cuanto a eso!…
—¿Lo ve usted? —exclamó con aire triunfal. —Pero, en fin, usted es muy joven aún, y puede corregirse.
Quedose después algunos instantes pensativo, y al cabo dijo, como si tomase una resolución importante:
—Voy a presentarle a la señora de la casa, una persona de grandísimo talento y consejo. Lo hago porque es usted un oficial de S. M., y deseo serle útil.
Agradecí el inusitado favor que me hacía. En cuanto se levantó del asiento, le perdí el respeto que le había tenido mientras permaneciera sentado. En esta posición, y no mirándole a las piernas, lo infundía realmente por sus bigotes, por su corpulencia, y sobre todo por su extraordinario vozarrón, que atronaba los oídos. Mas en cuanto ponía los pies en el suelo, volvía a ser el enano ridículo que me había excitado la risa al entrar. Olvidado siempre de sus piernas, o equivocado sobre su valor intrínseco, avanzó hacia la puerta pisando muy fuerte, la abrió y gritó como un trueno:
—¡Doña Tula!, ¡doña Tula!
Al instante se oyó una vocecita lejana:
—¿Qué se ofrece, don Oscar?
—Tenga usted la bondad de venir un instante —volvió a decir el cíclope-enano.
—En seguidita.
Tornó a sentarse a mi lado, diciéndome en voz que para ser confidencial tuvo que semejar a un sordo gruñido:
—Va usted a ver qué talento tan portentoso. La penetración de esta buena señora asombra a todo el mundo…
Me eché a temblar, pensando que con tanta penetración no podría menos de descubrir al instante que yo no era oficial carlista, sino el novio gallego de su hija Gloria.
—Y a su inteligencia, verdaderamente extraordinaria, se une una piedad ejemplar… verdaderamente ejemplar… ¡Oh, es más entusiasta que yo todavía por los héroes de la guerra!… Luego, tiene un tacto maravilloso para conducirse en sociedad, aunque sus costumbres austeras no le permitan estar mucho tiempo dentro de ella… ¡Es una santa! En cuanto usted la conozca un poco, le inspirará un profundísimo respeto. Le apetecerá prosternarse y besar la orla de su vestido…
«Por conducto de las mejillas de su hija, no diré que no», pensé.
—Luego, inocente, a pesar de sus años, como una paloma… Pero ya me extraña que no venga —añadió, levantándose y avanzando otra vez a la puerta con más fuerte y poderoso taconeo.
—¡Doña Tula!, ¡doña Tula!
La voz del medio cíclope hizo retemblar la casa.
—Ahorita.
Todavía tardó algunos segundos, durante los cuales D. Oscar permaneció inmóvil, cogido a la puerta como uno de esos enanos decorativos que se colocan a la entrada de los panoramas para atraer a la gente.
Llegó al fin D.ª Tula. Era una señora bajita también, pero bien proporcionada, de tez pálida, ojos claros y facciones regulares. Sus cabellos rubios, donde brillaban muchas hebras de plata, estaban peinados formando un número considerable de ondas o rizos pegados a la frente con goma. Su traje era un poco extravagante, o por lo menos impropio de una señora de su edad, pues frisaría ya en los sesenta. Consistía en falda oscura y pañuelo color crema de seda atado a la cintura, como lo gastan las artesanas en mi país, y otro pequeñito de batista anudado a la garganta a guisa de corbata. De joven habría sido una mujer muy linda, aunque sin la gracia que caracterizaba a su hija, con quien guardaba cierto parecido, que más bien debiera llamarse aire de familia. El conjunto no era simpático. Había en aquella figura un nosequé de estrafalario y misterioso que chocaba y repelía. Mas el pensamiento de que era la madre de Gloria hacíame mirarla con vivo interés, y hasta cariño.
—Tengo el honor de presentar a usted al señor Sanjurjo, oficial de los ejércitos de S. M. don Carlos, que ha hecho la campaña del Norte.
—¡Oh! ¡Es usted militar carlista! —exclamó con vocecita dulce y sonriendo. —¡Cuánto me alegro de conocerle! ¡Pobrecito!, ¡pobrecito!
No dejó de sorprenderme aquella compasión tan prematura, cuando yo no había narrado en su presencia desgracia alguna, ni siquiera había abierto la boca.
—Señora, la alegría y el honor son míos —pronuncié algo turbado.
—Y viene usted a hacer un viajecito por nuestro país, ¿verdad? ¡Cuánto me alegro! ¿Le gusta a usted Sevilla?
—Muchísimo. Es una ciudad encantadora.
—Muchísimo, ¿verdad? ¡Pobrecito! ¿Y piensa usted permanecer aquí todo el verano?
—Señora, eso depende de las circunstancias —dije echando una mirada de inteligencia a D. Oscar, quien se dignó aprobar con la cabeza.
—Vamos, al parecer, trae usted asuntos pendientes con don Oscar. ¡Cuánto me alegro! No le pesará a usted nada de ello, porque este bendito señor se pinta para arreglar cualquier negocio, por intrincado que sea. ¿De dónde viene usted ahora, de Navarra?
—No, señora; de Galicia, donde he nacido.
—¡Ah, de Galicia! Entonces, no me asombra que esté usted encantado con este país. ¡Qué diferencia!, ¿eh?
—Sí, señora, mucha… Pero aquello también es bonito.
—¿Lo encuentra usted así? ¡Ay, pobrecito, cómo quiere a su patria!
Y volvió los ojos hacia D. Oscar, para hacerle participe de la compasión que sentía, no sé si por mí o por Galicia, o por ambos a la vez.
Doña Tula, en su acento, era una andaluza más cerrada, si cabe, que Gloria. Si ésta se comía la mitad de las letras del abecedario, su madre se comía lo menos las dos terceras partes. Su amabilidad era tan melosa que no despertaba agrado. Al cabo de un momento se veía que decía las cosas maquinalmente, y que debajo de aquel aparente interés no había más que indiferencia. En el espacio de pocos minutos me hizo un sin fin de preguntas, muchas de ellas tan insustanciales que era dificilísimo contestarlas. Sus ojos estaban siempre clavados en mí con expresión dolorosa de piedad, como si le estuviese dando cuenta de los más tristes y amargos pesares. Confieso que aquella mirada insistente y ridículamente compasiva llegó a irritarme la bilis.
—¿Conque no ha estado usted en Sevilla hasta ahora? ¡Pobrecito! ¿Entonces no habrá usted visto la Semana Santa? ¡Ay, madre mía, no haber visto nunca las procesiones del Jueves y Viernes Santos, no haber visto las cofradías ni los pasos, no haber visto al divino Señor del Gran Poder ni a la Santísima Virgen de la Esperanza!… ¡Parece mentira, vamos, parece mentira! ¡Pobrecito!
Si me hubiera dejado llevar del genio, le habría dicho que había muchas cosas en el mundo que me gustaría ver más que aquéllas. Pero en vez de hacerlo, le manifesté con el mayor servilismo que lo consideraba como una gran desgracia, y que aceptaría cualquier sacrificio por verlas algún día. Llegó mi rebajamiento hasta suplicarle me indicase cómo me arreglaría para visitar algunas de aquellas santas y primorosas imágenes en sus santuarios. Entonces, D.ª Tula, con el acento de una persona que va a mostrar a un moribundo el medio de librarse de sus dolores y volver a la vida, me fue dando noticia de las iglesias, las calles en que estaban situadas, las horas en que podían verse y los parajes de las capillas en que las imágenes se hallaban colocadas.
Yo escuchaba con afectada atención, pero el severo D. Oscar comenzó a dar señales de impaciencia y concluyó por decir:
—Bueno, doña Tula; ya le irá usted dando esas noticias poco a poco, pues de una vez todas no es fácil que las retenga.
—Verdad, don Oscar, verdad. Tiene usted mucha razón. ¡Como soy tan polvorilla!… Lo mismo era mi difunto. Nos juntábamos un par, que no hacía falta más que un tantito así (señalando con el dedo) para que saltásemos por la chimenea.
—Ya se ve bien por el resultado de tal unión —dijo el enano con mal humor.
—Es verdad… Lo dice por mi hija Gloria (dirigiéndose a mí).
—¿Tiene usted una hija? —preguntele yo con la mayor indiferencia.
—Sí, señor, tengo una hija, que parece amasada con rabos de lagartijas. ¡Jesús, qué criatura! Desde que ha venido al mundo, no se ha estado quieta un minuto en ningún sitio.
«Señora, no mienta usted. ¡Pues si está dos horas lo menos todas las noches sentada a la ventana hablando conmigo!».
Esto me apeteció decirle, pero me lo guardé. En su lugar pregunté, afectando cada vez más indiferencia:
—¿Hace muchos años que es usted viuda?
—¡Oh! Sí, bastantes. Mi marido tenía el pobrecito un genio demasiado vivo para poder vivir mucho tiempo. La pobrecita de mi hija se quedó huérfana a los siete años…
Y con fastidiosa prolijidad para cualquiera, menos para mi a quien interesaba aquella historia, me la contó, perdiéndose en un mar de pormenores, mientras D. Oscar, impaciente y cejijunto, tocaba el tambor con los dos sobre el brazo del sofá.
—¡Oh! ¡Si viera usted cuántos trabajos he pasado por todos estilos! Las travesuras de mi hija no me dejaban ni un ratito de sosiego. Luego, Dios nuestro señor quiso probarme con unos dolores tan fuertes de cabeza, que pensé volverme loca. Estos dolores me vinieron, sin duda, al ver que la fortuna ganada por mi pobrecito esposo se iba deshaciendo poco a poco y no podía hacer nada para remediarlo. Claro, a nosotras las mujeres nos engañan con mucha facilidad. ¿Qué sabía yo de administrar ni regir unos negocios tan complicados? Entonces fue cuando pedí auxilio a este bendito señor que usted tiene delante. Y en seguidita que él se puso al frente, las cosas cambiaron de golpe, y todo comenzó a ir como una seda. Él fue quien puso en claro las cuentas, se entendió con los acreedores, hizo marchar la fábrica, que estaba en pérdidas… En fin, ha sido la Providencia de mi hija y la mía. A este bendito señor debemos el poder hoy comer, porque si no hubiera sido por él, Dios sabe si estaríamos pidiendo una limosnita en las calles. ¡Si usted supiera la cabeza que tiene este bendito señor y lo dispuesto que es para todo!…
D. Oscar extendió la mano, exclamando:
—¡Basta, doña Tula, basta!
—Déjeme usted, don Oscar, déjeme usted decir a este caballero los motivos que tengo de agradecimiento para con usted.
—Ya ha dicho usted bastante. Ahora le ruego nos deje solos, porque tengo que hablar con él reservadamente.
—Está bien, don Oscar, está bien.
Se despidió de mí con el acento meloso que la caracterizaba y se apresuró a salir de la estancia, con una sumisión que me sorprendió altamente. Verdad que el tono de Don Oscar y sus ademanes firmes y resueltos parecía que no daban lugar a contradicción.
Luego que el bendito señor se quedó a solas conmigo, volvió a instruirme severamente acerca de mis deberes para conmigo mismo. Otra lección en toda regla, durante la cual me apeteció más de una vez cerrarle la boca de una puñada. Al final me ofreció con naturalidad y modestia ocupación en la casa, haciéndome observar que el sueldo sería corto, veinte duros al mes, mientras la fábrica no diese más producto.
—Poco, muy poco es para la categoría que usted tiene ya en el ejército; pero los tiempos corren malos lo mismo para ustedes que para nosotros. Acomódese usted por ahora, que tal vez más adelante…
Di las gracias con efusión, pensando que aquel empleo me acercaría a Gloria y me facilitaría el camino para hacerla mía. Don Oscar, figurándose que tal calor dependía del mal estado en que me hallaba, dirigiome una mirada de compasión, que me avergonzó. Púsome una mano sobre el hombro (mientras estaba sentado podía hacerlo) y tornó a alentarme con mayor protección aún al trabajo y al ahorro. Nos despedimos cordialmente. Al trasponer la puerta volvió a llamar con recia voz a D.ª Tula, que se presentó con la misma sonrisa dulzona, y me extendió la mano, dejándola suelta para que yo la estrechase. Aunque mis ojos iban presurosos de un lado a otro, no logré ver a Gloria. En cambio, al acercarme a la cancela en compañía de don Oscar tuve un encuentro, que por poco se convierte en catástrofe y da al traste con todos mis planes. Al tiempo de salir entraba en el portal Paca, quien, al verme, abrió unos ojos como puños, y dilatándose después su rostro con sonrisa placentera, exclamó:
—¡Madre mía del Rosío! ¿Uté aquí, señorito?
Pero yo le eché una mirada tan furibunda que la pobre mujer, aterrada, cambió instantáneamente de expresión, y con la viveza y la astucia que caracterizan a andaluzas, dijo con perfecta naturalidad:
—Uté dispense, señorito… Le había confundío con don Celipe el inpetor del taller de pitiyo.
El cíclope enano no hizo alto en esta equivocación, y pude salir a la calle satisfecho del éxito de mi visita.
¡Cómo reímos por la noche Gloria y yo de la famosa entrevista y del peligroso encuentro! Mas al día siguiente tuve ocasión de ponerme serio, cuando, al presentarme a Don Oscar, éste me entregó un papel doblado, diciéndome:
—Ahí tiene usted la lista de sus obligaciones o de los trabajos que ha de desempeñar en esta casa.
Lo desdoblé, y vi una especie de cuadro sinóptico de los que se usan en las escuelas para determinar los trabajos de los niños, lleno de claves artísticamente trazadas y de rayas admirablemente hechas con tinta de China. Era la obra de un gran calígrafo: Mañana. De tal hora a tal hora: Examen de cuentas. De tal hora a tal hora: Correspondencia. Luego, media hora para almorzar, un cuarto de hora de descanso. Apenas me quedaba tiempo para rascarme. Aquella portentosa obra de caligrafía me puso de muy mal humor, sobre todo porque advertí que debía pasar la mayor parte del día en las oficinas de la fábrica, situada en las afueras de la ciudad, hacia el barrio de San Bernardo. Cuando con acento de amargura se lo dije a Gloria, ésta se echó a reír locamente.
—¡Pobrecillo mío, ya te ha caído el cuadro sobre la cabeza! Consuélate, hijo, que tu Gloria ha vertido muchas lágrimas sobre otros parecidos. ¡Qué hombre más apestoso! Cuando niña, en vez de traerme confites, se entretenía en dibujar cuadritos distribuyéndome las horas. De tal hora a tal hora gramática castellana. Después lección de solfeo. En seguida bordado. Por la tarde lección de dibujo… Y como mamá le apoyaba, no había más remedio que sufrirle… ¡Maldita sea su estampa!… ¿Quieres creer que ahora ha tenido la desvergüenza de hacer lo mismo? Verás tú. Al día siguiente de llegar del convento, al pasar por delante de su despacho, le veo muy atareado con el pocillo de la tinta de China a un lado y el tiralíneas en la mano… ¡Vaya, cuadrito tenemos!, dije para mí. ¡Ya verás, saleroso, lo que hago yo con tus litografías! Por la tarde me lo entrega con mucha ceremonia. Yo lo recibo con la misma y le doy un millón de gracias. En seguidita me voy a mi cuarto y hago con él una pajarita preciosa… Ninguna me ha salido tan bien… El papel era gruesecito, ¿sabes?… Tenía el piquito levantado, que apetecía comérsela… Voy muy callandito a su alcoba y se la coloco sobre la mesa de noche. Al día siguiente le encontré con un hocico de media vara, que aún dura, y a mamá lo mismo… pero no me han dicho palabra.
Me dispuse a cumplimentar las tareas del cuadro sinóptico, con la esperanza de que aquello no duraría mucho tiempo. No dije nada a Villa ni a Matildita, ni a Isabel siquiera. Se hubieran reído de mí grandemente. Aunque pasaba la mayor parte de las horas en La Innovadora, gran fábrica de jabones comunes y finos perfumados (que por cierto examiné cuidadosamente, como quien cuenta ser pronto dueño de ella), algún tiempo me tocaba estar también en casa de Gloria, dando cuenta a D. Oscar de mis trabajos o escribiéndole algunas cartas. En estas ocasiones veía rara vez a mi novia, y cuando llegaba este caso, en los corredores, pasábamos el uno al lado del otro sin aparentar conocernos. El primer día que la vi le pregunté a D. Oscar, que iba conmigo:
—¿Quién es esta joven?
Tardó en contestar, y dijo al cabo con acento donde se traslucía sorda hostilidad:
—La hija de doña Tula.
—¿Tiene más que ésta?
—No… Y es bastante.
Me abstuve de insistir, porque el tono del enano era concluyente y revelaba mal humor.
Por detrás de él Gloria me solía hacer mil muecas, poniéndome en grave peligro de perder la serenidad y echarlo todo a rodar. Dos veces, en el espacio de ocho días, me invitaron a comer. Los manjares predilectos de aquellos seres eran tan extravagantes como ellos. Don Oscar cogía a puñados los berros y se los metía en la boca y los rumiaba como un buey. Además, hacía uso inmoderado del vinagre. Hasta lo echaba en la sopa. D.ª Tula, con empalagosa solicitud, se lo advertía.
—¡Don Oscar!, ¡don Oscar!
—Déjeme usted, doña Tula. Atienda usted a su estómago, y no se meta en el de los demás —respondía con su voz formidable el enano, trayendo hacia si la vinagrera.
En cambio, D.ª Tula abusaba fuertemente del azúcar. Era cosa que me causaba náuseas verla echar cucharadas colmadas en cuantos platos se la presentaban. D. Oscar comía rajas de naranja con aceite y vinagre. D.ª Tula espolvoreaba de azúcar los pimientos.
Así se pasaron diez o doce días. La exactitud de don Oscar me abrumaba. Estuve por mandarlo al diablo más de veinte veces. Cuando me encargaba de cualquier comisión, sacaba del bolsillo su enorme cronómetro.
—Tiene usted que llevar estas letras a la presentación. Después debe usted pasar por casa de Ricardo y ver si le quiere dar algún dinero, a cuenta de las cincuenta cajas que se llevó el mes pasado. Son las diez y treinta y cinco. Para ir al despacho de Arias, en la calle de San Pablo, le bastan a usted ocho minutos; cinco más para presentar las letras, son trece; echemos diez para ir a la Campana, a casa de Ricardo, son veintitrés; ocho para tratar con él la cuestión de los cuartos, son treinta y uno, y seis para venir de la Campana hasta aquí… echemos nueve… son cuarenta… A las once y cuarto, o a todo más a las once y veinte, puede usted muy bien estar de vuelta.
No había más remedio que caminar por Sevilla con la lengua fuera, si no quería incurrir en el desagrado de aquel enano autoritario, que lo expresaba en frases corteses, sí, pero firmes y severas. Invariable, infaliblemente, D. Oscar iba a misa de ocho a San Alberto con doña Tula todos los días. Gloria les acompañaba unas veces sí y otras no. Cuando lo hacía, se iba lo menos veinte a treinta pasos delante. El bendito señor no asistía a ningún café, ni iba jamás al teatro, ni salía a paseo. Sus horas de recreo, que tenía tan bien clasificadas como las de trabajo, las invertía en jugar a las damas con D.ª Tula. Ésta pasaba la vida limpiando la casa o en brega con las flores, por las cuales profesaba idolatría. Cuando la tropezaba en los pasillos, rara vez dejaba de llevar en brazos alguna maceta que iba a colocar al sol o a la sombra, según conviniese.
—Agur, querido; voy a llevar este geranio a atrás, porque el pobrecito se me está requemando aquí en el patio. ¿No ha visto usted este rosalito? Mire qué botoncito más lindo y más rico tiene ya, y eso que no hace siquiera un mes que lo he plantado… Voy a aprovechar el rayo de sol que cae ahora en la ventana de la sala para que se alegre un poquito…
Y en busca de los rayos de sol o de las rayas de sombra, la pobre señora no paraba un instante, llevando y trayendo las macetas. En la tarea de regarlas por la mañana y por la tarde, no sólo se ocupaba ella, sino que empleaba también a las criadas. Era uno de los quehaceres mayores de la casa. D. Oscar no estaba de acuerdo con esta manía, pero la toleraba bondadosamente como una debilidad femenina. Algunas veces le decía sonriendo con superioridad:
—Vamos a ver, doña Tula, ¿quiere usted decirme qué utilidad reportan las flores?
La señora quedaba desconcertada.
—¡Las flores son muy bonitas, don Oscar! —exclamaba llena de despecho.
—Bonitas, convengo en ello… pero no son útiles.
Otro de los quehaceres que más tiempo la exigía era el tocado; caso raro, porque exceptuando a misa, jamás salía de casa, y en casa apenas se recibía visita alguna. Aquella serie de rizos tan iguales, tan primorosos, pegados a la frente con esmero, no tenían más ojos que los viesen, salvo los de las cuatro viejas que se reunían a oír misa en San Alberto, que los de su hija, D. Oscar y las criadas. D.ª Tula conservaba vivo el sentimiento de la belleza, que reside sin excepción apenas en todas las andaluzas. Cuando me tropezaba y no iba muy ocupada, solía detenerme y charlar conmigo, mostrándome siempre la misma compasión. ¡Las veces que me habrá llamado pobrecito aquella buena señora!
¿Qué clase de relaciones eran las que existían entre ella y D. Oscar? Si fuera a dar crédito a las insinuaciones y reticencias que había oído, el bendito señor era su amante. Mas, aparte de que la edad de ambos no lo hacía probable, en los días que frecuenté la casa no pude observar nada que lo confirmase. Se trataban siempre con igual ceremonia, D. Oscar con cierta superioridad intelectual, D.ª Tula con humildad afectuosa. Ni una mirada donde se pudiera traslucir un sentimiento más íntimo, ningún dato que los acusara. D.ª Tula tenía sus habitaciones en el piso bajo; el bendito señor, en el alto. Esto no obstante, yo no juraría que lo que se decía careciese en absoluto de fundamento.
La vida que llevaba en aquellos días era por demás asendereada y trabajosa, y lo que es peor, no veía la utilidad de ella, como D. Oscar la de las flores. Mi entrada en la casa, aunque otra cosa pensase Gloria, no había facilitado la solución del problema que ambos tratábamos de resolver. Por el contrario, me parecía que cuando se descubriese el engaño quedaría en peor estado. Además, ni un minuto más de plática con mi novia me había concedido tal entrada. Cuando le hice presente a aquélla mis quejas y le expuse amargamente los abrumadores trabajos que D. Oscar me imponía, exclamó riendo:
—¿Te habías figurado, hijo, que el conquistar esta plaza no había de costar ninguna pena? Si fuese en otro tiempo, estarías a estas horas en un calabozo de la Inquisición por haberte atrevido a galantear a una monja.
Vi en la obscuridad brillar sus ojos negros, gozosos y blanquear las filas de sus dientes moriscos, y se huyó de repente mi tristeza. Sin embargo, dije exhalando un suspiro:
—¡Oh! Si esto dura mucho tiempo, me voy a quedar como una flauta… Mira, las sortijas se me salen del dedo.
—Mejor, cuanto más delgadito menos galleguito. Ya verás, chiquillo, ya verás lo que voy a quererte después que hayas pasado esta crujía. Conviene que mamá te tome algún cariño y don Oscar te estime. ¡Uf! Ya habla de ti como si hubiera tropezado con un tesoro escondido. Cuando llegue el momento damos el golpe… Te presentas un día con aquella levita tan larga que tienes… Mira, te ruego por Jesucristo vivo que no te me presentes delante con ella. Pareces el hermano mayor de la Paz y Caridad… Pero ese día sí, ¿sabes?… Es para que don Oscar te tome algún miedo… Pides mi blanca… digo, mi negra mano. A don Oscar se le erizan los bigotes y muge. Mamá llora y dice: «¡Pobrecita hija! Si se la ha de llevar un hombre, más vale que sea este señor de la levita larga, que ya entiende de jabones». Ya veras qué bien se arregla todo.
No participaba yo, como he dicho, de su optimismo. El cuadro sinóptico del bendito señor me traía loco. La curiosidad de Matildita estaba fuertemente excitada al verme salir temprano de casa y no volver hasta la noche, pues la mayor parte de los días almorzaba de prisa y corriendo en un café. En la tertulia de Anguita ya empezaban a correr bromas sobre mis desapariciones misteriosas. Excusado es decir que la que más preocupada andaba con ellas era Joaquinita. Isabel también se me quejó de que no iba por su casa ni le daba cuenta de la marcha de mis amores. Dijo que había estado un día a visitar a su prima, y que por ella sabía que hablábamos a la reja. «¡Parece mentira que sea usted más reservado!». Estuve tentado a soltar en su pecho el fardo que tanto me pesaba, pero un instinto de prudencia me retuvo. Quién sabe si me tomaría por un mentecato, viéndome en aquella ridícula situación. Por fortuna o por desgracia, vino un suceso inesperado a sacarme muy pronto de ella. Un día, al entrar en el despacho de D. Oscar, me encontré repantigado en una butaca al malagueño que había conocido en Marmolejo, a Daniel Suárez, mi presunto rival en el amor de Gloria. Quedé sin gota de sangre en el rostro. Toda debió fluir al corazón. Apenas tuve fuerzas para hacer una mueca que quiso y no pudo parecer sonrisa.
—¡Hola! ¿Usted por aquí? —dijo al verme, levantándose a medias del asiento y extendiéndome la mano. —No contaba verle tan pronto, amigo. ¿Cómo lo ha pasado usted?
—¿Se conocen ustedes, a lo que veo? —preguntó don Oscar con su voz recia y profunda.
—Hemos sido compañeros de cuarto en Marmolejo hace unos tres meses, poco más o menos… cuando Gloria estaba allí tomando las aguas, ¿sabusté?
Era el mismo hombre cínico y displicente. Sus ojillos negros y aviesos bailaban, sonrientes, de mí a D. Oscar, reluciendo de malicia. Si fuera posible quedar más desconcertado y confuso de lo que estaba, quedaría, seguramente, con estas palabras. Sentí la mirada de don Oscar en la mejilla, como una bofetada que me la enrojeció; pero no volví los ojos hacia él.
—¿Viene usted de Málaga? —pregunté, por preguntar algo.
—Sí, señor, vengo de Málaga… Me trae aquí un asuntillo, ¿sabusté?… un asuntillo —dijo, dando un chupetón y soltando el consabido chorrito de saliva. Al mismo tiempo me clavaba una mirada risueña, donde quise leer cierta burla despreciativa. —¿Usté también habrá venido a sus negocios?
—Sí, señor, aquí me ha traído un asunto que, por fortuna, ya tengo casi arreglado —respondí con tonillo impertinente, contestando a su mirada burlona con otra de desafío.
El amor propio herido hizo despertar la cólera en mi pecho. Y sin entrar en más contestaciones y sin volverme hacia D. Oscar, cuyos ojos sentía siempre posados sobre mí, dije:
—Vaya, señores, ustedes tendrán que hablar… Hasta la vista.
—Vaya usted con Dios, amigo… Y que el asunto se arregle del todo —me respondió Suárez.
Don Oscar no dijo una palabra. Pero al salir arrogante y altanero del despacho, resuelto a cualquier violencia si se me provocaba a ella, todavía sentí su mirada luciente y acerada en el cogote.