VIII

CON PERDÓN DE USTEDES, PELO LA PAVA

OMENZABA el calor a dejarse sentir. Estábamos a mediados de Junio. El sol, desde las cinco de la mañana, envolvía a la ínclita ciudad en una caricia viva y prolongada hasta las siete de la tarde, enmedio de un cielo puro y flamígero. La angostura y tortuosidad de las calles no nos preservaba enteramente de sus ardores. Por aquellas estrechas ranuras entraba su luz como una llamarada, como un latigazo de fuego que encendía el rostro y caldeaba la cabeza. Había llegado a cogerle miedo a este gran sol feroz de Andalucía, y salía poco de casa.

—Diga usted, Matildita, ¿hace más calor que éste en Sevilla?

—¡Anda! ¡Pues, hijo mío, si ahora está haciendo fresquito! ¿No ve usted qué noches más hermosas?

En efecto, el calor por la noche cedía bastante. Pero yo, acostumbrado a la temperatura primaveral de mi país durante el estío, lo sentía ya abrumador. Se me erizaban los pelos, y eso que los tenía bien mojados por el sudor, ante la perspectiva de las noches que me anunciaban.

En la calle de las Sierpes, arteria principal de Sevilla y centro de su comercio elegante, se había colocado un toldo que la cubría toda. Gracias a él podía transitarse cómodamente por ella. Los casinos y cervecerías, en que abunda, estaban abiertos todos, y los transeúntes comunicaban con los de adentro libremente. Por la noche, la gente, recluida durante el día en sus casas, salía a tomar el fresco. Después de comer me gustaba permanecer una hora en la Británica, viendo desfilar la gente en compañía de Villa. Cuando nos cansábamos allí, los días que no íbamos a casa de Anguita, o hasta que llegaba la hora de ir, solíamos dar algunas vueltas por la plaza Nueva, que, por serlo, es la única grande y regular que hay en la ciudad. En los jardines del centro, que adornan naranjos y palmeras, se colocaban filas de sillas, y allí pasaban algunas horas de la noche muchedumbre de familias.

—En esta época —me decía el comandante— se ven aquí caras que no volverá usted a ver en todo el año…¡Y que las hay retrecheras!…

Otras veces nos íbamos hacia la orilla del río, donde las noches de luna no encienden los faroles. A lo largo del paredón que separa el paseo del muelle había muchos bultos de mujeres sentadas en el banco de piedra con respaldo de hierro que lo guarnece. Al cruzar por delante de ellas, como les daba la luna por la espalda, sólo percibíamos la silueta de sus hermosas cabezas desnudas o cubiertas por blanca toquilla; pero sí veíamos lucir, con vivo relampagueo, sus ojos negros, sus dientes blancos, marroquíes. Y aquella fugaz visión producía en el alma un dulce desasosiego, al cual, ni Villa con su adoración por la condesita, ni yo con mi entusiasmo por la hermana San Sulpicio, podíamos sustraernos.

—Compadre —decía en voz alta para que lo oyesen las interesadas, —no se puede pasar por aquí sin coraza.

Algunas carcajadas reprimidas contestaban a este requiebro.

No era el sol el enemigo principal que yo temía en Sevilla, ni el más molesto. Otros había que, aunque más pequeños, me daban mucha y muy cansada guerra. Eran éstos los abanicos. A cualquiera le asombrará que, siendo objetos tan inofensivos y aun útiles para todo el mundo, sólo conmigo fuesen fieros y sañudos contrarios. Mas aquí debo recordar que los abanicos generalmente son de papel, y este papel por uno de los lados suele estar pintarrajeado con asuntos campestres, y por el otro queda en blanco. Pues bien, lo que más me pesaba no eran los paisajes, y eso que hay en ellos montañas de café con leche y mariposas que parten los corazones, sino precisamente el reverso blanco, lo que parecía que no debía de dar cuidado a nadie. Desde que en la tertulia de Anguita se supiera que era poeta, no sólo las niñas de la casa, sino cuantas tertulianas allí acudían, se creyeron con derecho para exigir de mí que llenase con versos aquel malhadado reverso. Y no sólo las tertulianas, pero también sus amigas y conocidas me mandaban los abanicos, ora por mediación, ora directamente con un billetito recomendándose a mi galantería y poniendo por las nubes mis dotes poéticas. A lo cual contestaba yo manifestando, en una décima o redondilla, que no había ojos como los del dueño del abanico, y que envidiaba al aire que iba a acariciar su rostro hechicero, y que toda la sal de Andalucía, sin exceptuar un grano, estaba depositada en Fulanita (a quien la mayor parte de las veces no conocía), etc., etc. Pero tantas había repetido estos o parecidos conceptos, que para hallar forma diversa con que exponerlos me veía y deseaba, prensaba la cabeza y me mordía los dedos de rabia. Claro que cuantos más de estos sencillos artefactos venían a mi poder, las torturas eran mayores y más prolongadas. Llegó al punto que no podía ver uno en poder de alguna señorita, que se relacionase más o menos con conocidas mías, sin sentirme acometido de congojas y sudores fríos, y alguna vez de calambres y náuseas. Hay que confesar, sin embargo; que tal plaga no es propia únicamente de los climas cálidos. Existe, más o menos atenuada, en todas las regiones comprendidas entre el trópico de Cáncer y el de Capricornio.

Tardé cuatro días en recibir carta de Gloria. ¡Cuatro días mortales! Estaba desesperado. Las vueltas que di a la calle de San José fueron incalculables. Esperé a Paca a la salida de la Fábrica, pero no logré verla. Isabel tampoco parecía por casa de Anguita. Con Villa no quise desahogarme, porque temía que lo echase a broma. ¡Para bromas estaba yo! Por fin, una noche llegó Isabel a la tertulia, y en la mirada larga e intencionada que me dirigió comprendí que algo grave tenía que decirme. Me eché a temblar, porque el estado de inquietud en que me hallaba hacía algunos días me predisponía a los sobresaltos.

—Tengo que hablar con usted —dijo por lo bajo, pasando cerca de mí con semblante severo.

Debí de ponerme pálido, pensando que iba a anunciarme una catástrofe. Si hubiera tenido el espíritu sereno, podía comprender que las mujeres gozan interviniendo en las intrigas amorosas y desempeñan su papel con mucha seriedad. Vi que se acercaba al piano y comenzaba a teclear distraídamente. Agitado y convulso, me aproximé también.

—Prepárese usted a recibir una noticia importante —dijo la condesita, sin mirarme y con acento grave y misterioso.

—¿Qué hay? —murmuré con voz desfallecida.

—Gloria está ya en su casa.

Creí que me caía. Tardé algunos segundos en contestar.

—¿Cómo? ¿En su casa? ¿Desde cuándo?

En aquel instante, Joaquinita, ¡maldita sea su estampa!, se llegó a nosotros con sonrisa picante.

—Pero ¿qué tapujos traen ustedes? ¿Contra quién se conspira?

Yo no pude reprimirme un gesto de impaciencia. Pero Isabel, con mayor aplomo, sonriendo plácidamente, respondió:

—Contra ti.

—¡Puede! —replicó la de Anguita, riendo para disimular su recelo.

—La pura verdad.

—Sí será; porque yo nunca te he sido simpática —dijo Joaquinita sin dejar de sonreír, pero con acento irritado.

—En efecto, lo que se llama simpática no me lo eres.

Al decir esto sonreía con la misma dulzura. Yo pensé que estaban hablando en broma.

—Pues, hija, no haces más que tomar lo que yo te he cobrado por anticipado.

—También lo creo. Hace tiempo que sé que me aborreces.

—No; aborrecerte no, pero quererte tampoco.

—Sí, aborrecerme; ¿por qué no eres franca, como yo lo soy?

—Con franqueza te digo que no te quiero.

Se hablaban con tal sosiego y naturalidad, sonreían de un modo tan plácido, sobre todo Isabel, que cualquiera dudaría, como yo, si estaban bromeando. Sin embargo, al fin pude convencerme de que se lo decían muy en serio, lo cual me sorprendió y a la vez me hizo gracia. Las dejé departiendo, al parecer amigablemente, y fui a contárselo a Villa, quien arrimó el ascua a su sardina, exclamando:

—¡Qué corazón tan franco el de Isabel!, ¿verdad? Ni cuando quiere ni cuando aborrece puede ocultarlo.

Antes de retirarse, tuvo ésta ocasión para invitarme a almorzar al día siguiente, de parte de su papá. Acepté con júbilo, porque sabía que íbamos a hablar de lo que más me interesaba. Pero antes de ir a su casa di más de treinta vueltas aquella mañana por la calle de Argote de Molina, donde Gloria vivía. Esta calle, una de las más originales e interesantes de Sevilla, va desde la de Conteros a la iglesia de San Alberto. Es estrecha y hace una porción de vueltas, con recodos bruscos que le prestan carácter misterioso y poético. Transita por ella poca gente, y está habitada en general por familias bien acomodadas, a juzgar por los suntuosos patios que a derecha e izquierda se ven al través de las cancelas.

La casa de doña Tula ocupaba uno de los rincones más solitarios. No era grande, pero estaba restaurada recientemente con bastante lujo. Solo tenía un piso alto, con dos balcones miradores, y uno bajo, con dos grandes ventanas enrejadas. El pavimento del portal era de mármoles finos; la cancela, elegante con delicados trabajos en los hierros; el patio, no grande, con primorosa arquería de jaspe, lleno de plantas y flores. Advertíase que no faltaban el dinero y el gusto. Yo tenía bien conocida aquella casita. En cuanto llegué a Sevilla, fue una de las primeras que visité, porque Gloria me había dado las señas. Mas en todo el tiempo que hacía que allí estaba no había logrado ver alma viviente ni en los balcones ni en el patio, y eso que había pasado bastantes veces por delante.

Lo mismo acaeció esta mañana, lo cual me pesó, como es natural, más que nunca. No vi a Gloria ni rastro de ella. Los miradores seguían con los mismos transparentes de tela fruncida; las ventanas, con las mismas persianas verdes; el patio, en idéntica soledad. Ni una sombra ni el más leve ruido. ¡Qué anhelo, qué curiosidad sentía yo por ver a mi monjita con el vestido de sociedad! Durante el almuerzo, Isabel me dio cuenta de los trabajos de su padre en mi favor. El conde no estuvo tan expansivo y locuaz como la otra vez. Se conocía que algo le preocupaba, tal vez una pérdida grave en el juego de la noche anterior. Había ido de visita con su hija a casa de la prima Tula, con pretexto de llevarle noticias de una parienta que tenía en Filipinas. Siguiendo los impulsos de su carácter, atacó bruscamente la fortaleza, reprobando en términos severos la estancia de Gloria en el convento. La tía había intentado defenderse, alegando que era vocación de su hija y que su conciencia no le permitía contrariarla; pero el conde la atajó con energía, manifestando que para creer en esa vocación era menester demostrarla.

—Mira, chica, sácala del convento; pero no para encerrármela en casa, como la otra vez. Que vea el mundo, que entre en sociedad, que asista a teatros, paseos y tertulias. Si después de hacer esta vida durante seis meses o un año persiste en meterse monja, déjala que vaya bendita de Dios. Mientras tanto, a nadie convencerás de que no se ejerce presión sobre ella.

—¡Uf! —exclamó Isabel, después de repetir estas palabras de su padre. —La tía se puso de veinticinco colores. Creí que le iba a dar un desmayo.

—Si le hablé tan duramente —dijo el conde sin levantar la vista, con acento de mal humor, —fue porque estaba presente aquel señor tan empachoso.

—El pobrecito no dijo una palabra. Se estuvo lo mismito que un muerto.

—¡Tendría que ver que dijese algo! —replicó el conde con arrogancia.

—¿Quién era ese señor? —le pregunté por lo bajo a Isabel.

Se encogió de hombros, sonrió con malicia, y al cabo dijo:

—… ¡Un señor! ¡Un bendito señor, como dice la tía Tula!

—¿Cómo se llama?

—Don Oscar.

—Nombre romántico.

—Pues ¿sabe usted?, él no tiene nada de romántico ni de poético —repuso, cambiando una mirada y una sonrisa significativas con su padre.

En resumen, después de aquella memorable visita, y a los cuatro días justos de haberse efectuado, Isabel recibió una carta de Gloria diciéndole que estaba ya en su casa.

—¿Qué le parece a usted de nuestros trabajos? ¡No contaría usted con el triunfo tan pronto!, ¿verdad?

Mostreme en efecto asombrado de aquella rapidez, y más agradecido aún que asombrado. La condesita me pidió en albricias que le dedicase una de las poesías que de vez en cuando publicaba en La Ilustración Española, a lo cual cedí con gusto. No obstante, aquellas últimas palabras despertaron en mi mente un pensamiento cruel. Gloria estaba en su casa hacía dos días, había escrito a su prima, y para mí no había tenido una letra siquiera. ¿Me estaría alegrando estúpidamente de un suceso que no me iba a reportar ventaja alguna? ¿Resultarían ciertas aquellas calabazas que humorísticamente me había anunciado? Quedeme preocupado. Por más esfuerzos que hacía por aparecer alegre, no lo alcanzaba, y temiendo que se advirtiese demasiado mi distracción, despedime de los condes, repitiéndoles con efusión las gracias. Antes de partir, Isabel pudo decirme en voz baja que procuraría traer a Gloria a casa, y que cuando esto sucediese, me avisaría para que pudiésemos hablarnos. Esta promesa me conmovió extremadamente. El temor, la alegría y la esperanza se apoderaron a la vez de mí corazón. El conde, al apretarme la mano, también me dijo con exquisita cortesía:

—No basta lo que hemos hecho. Es menester llegar hasta el fin… Ya sabe usted cuál es… Véngase por aquí otro día, y trataremos de organizar la batida.

Salí de aquella casa en un estado de espíritu indecible, sin saber si me hallaba alegre o triste. Cuando pasaron dos o tres horas, la tristeza había crecido lo bastante para quedar señora del campo. A la caída de la tarde vino un suceso imprevisto a cambiar por completo el curso de mis emociones. Cuando regresaba a casa para comer, hallé a Paca esperándome a la puerta para entregarme una carta de Gloria. No quise abrirla delante del emisario, y traté de despedirlo lo más pronto posible. Pero la buena mujer estaba demasiado contenta con la salida de la señorita para no desahogarse un ratito. Entre interesado e impaciente escuché todos los pormenores: cómo D.ª Tula la había ido a buscar en coche; la grosería que con ella usaron en el convento, no saliendo a despedirla nadie más que el capellán; lo bien que le sentaba a la señorita el traje de sociedad; la alegría de todos al verla tan «salaíta y tan reguapísima» y todas las palabras insignificantes que con ella cambió en la conversación que habían mantenido. Al cabo se fue, y corrí a mi cuarto, encendí agitadamente la bujía y abrí la carta; «Ya estoy fuera del convento —me decía. —Si usted quiere recibir las calabazas prometidas, pase usted a las once por delante de mi casa. Estaré a la reja, y hablaremos». Puede juzgar cualquiera la viva alegría que aquella carta debió producirme. Todos mis sueños se realizaban de una vez. Gloria me quería, me daba una cita, y esta cita tenía el singular atractivo para un poeta y un hombre del Norte de ser a la reja. ¡La reja! ¿Verdad que este nombre ejerce cierta fascinación, despierta en la fantasía un enjambre de pensamientos dulces y vagos, como si fuese el símbolo o el centro del amor y la poesía? ¿Quién es el que, por poca imaginación que tenga, no ha soñado con un coloquio amoroso al pie de la reja en una noche de luna? Estos coloquios y estas noches tienen además la incalculable ventaja de que pueden describirse sin haberlos visto. No hay mosquito lírico de los que zumban en las provincias meridionales o septentrionales de España que no haya expuesto sus impresiones acerca de ellos y armado un tinglado más o menos armonioso con «los dulces acordes de la guitarra», «el aroma de los nardos», «la luz de la luna esparciendo sus hebras finísimas de plata sobre la ventana», «el cielo salpicado de estrellas», «el azahar», «los ojos fascinadores de la doncella», «su aliento cálido, perfumado», etc., etc. Yo mismo, en calidad de poeta descriptivo y colorista, había barajado en más de una ocasión estos lugares comunes de la estética andaluza, con aplauso de mis convecinos. Mas ahora la realidad excedía y se apartaba un poco de este convencionalismo poético. Por lo pronto, yo no reparé al entrar en la calle de Argote de Molina, a las once, si había en el cielo luna y estrellas. Debía de haberlas, porque son cosas naturales; pero no reparé. Lo que sí vi divinamente fue al sereno que estaba arrimado con su chuzo y farol a una puerta no muy lejos de la de Gloria. «¿Habrá que esperar que este tío se vaya?», me pregunté con sobresalto. Por fortuna, a los pocos minutos de espiarle se apartó de aquel sitio y se fue calle arriba. Además, yo iba a la cita sin guitarra ni capa, sólo con un junquillo en la mano y vestido de sencilla e inofensiva americana. Nada de brioso corcel tampoco, negro, tordo o alazán. Sobre las propias y míseras piernas, que por cierto me temblaban demasiadamente al acercarme a las ventanas de la casa. En una de ellas vi blanquear un bulto, y me aproximé hasta tocar en las rejas.

—¡Gloria! —dije muy quedo.

—Presente —respondió la voz de la joven.

Y al mismo tiempo su graciosa cabeza desnuda se inclinó hacia la reja y vi blanquear sus menudos dientes con la misma sonrisa hechicera y burlona que tenía yo dibujada en el alma. Vi lucir sus ojos negros de terciopelo. Quedeme inmóvil, sobrecogido, como si estuviese delante de una aparición sobrenatural, agarrado con entrambas manos a las rejas. No supe más que decir:

—¿Cómo sigue usted?

Aquella forma habitual de cortesía no despertó al parecer en ella ideas tristes, porque la vi acercarse la mano a la boca para ocultar la risa. Después de unos instantes de silencio contestó:

—Bien, ¿y usted?

—¡Cuántos deseos tenía ya de que llegase este momento!… —exclamé, comprendiendo que no estaba en situación, como se dice en el teatro. —No puede usted figurarse el ansia con que lo esperaba, Gloria…

—¿Y por qué tenía usted tantos deseos?

—Porque me atormentaba en el corazón el afán de decirle a usted que la idolatro.

—¡Noticia fresca! Pues, hijo, si en las nueve cartas que usted me ha escrito lo ha repetido cuarenta y una veces… Lo llevo por cuenta.

—Entonces será para decírselo la cuarenta y dos. Lo que nos está pasando, Gloria, parece una novela. No hace siquiera tres meses que la he conocido, y creo que he vivido tres años desde entonces. ¡Cuánto cambio!, ¡cuánta peripecia! Era usted una religiosa, y hoy la encuentro transformada en una linda damisela.

—¿Me encuentra usted linda de verdad?

—Preciosa.

—Mil gracias. ¡Qué sería si usted me viera!

—La veo a usted… no bien; pero lo bastante para apreciar lo favorable del cambio.

Hasta cierto punto era esto verdad. Aunque la oscuridad que reinaba en aquel rincón no me permitía observar sus facciones, veía la silueta de su cabeza primorosa cubierta de cabellos ondeados. Cuando la inclinaba un poco hacia la reja, la escasa luz de la calle iluminaba su rostro, que me pareció algo más pálido que en Marmolejo, aunque no menos gracioso.

Hubo un momento de silencio, y embarazado por él, dije al fin:

—¿Ese cuarto es el de usted?

—Este no es cuarto, es la sala de recibo.

—¡Ah!

Y volvió el silencio. Notaba que sus ojos estaban fijos en mí, y, la verdad sea dicha, no se me figuraba que estaban impregnados de amor, sino más bien de curiosidad burlona.

—¡Si viera usted, Gloria, qué tristeza he pasado estos días en que no tenía noticias suyas! Creí que me había usted olvidado.

—Yo no me olvido nunca de los buenos amigos. Además, le había prometido una cosa, y de ningún modo querría dejar de cumplir mi promesa.

—¿Qué cosa?

—¿No se acuerda usted? Las calabazas…

—¡Ah, sí! —exclamé riendo.

Y animado por tales palabras, me pareció que debía dejar establecidas definitivamente mis relaciones amorosas, y dije:

—Pues bien, Gloria, no otra cosa vengo a hacer aquí sino a que usted me desengañe si estoy engañado, o a que usted confirme mis esperanzas de ser querido si tienen algún fundamento. Puesto que ya cuarenta y una veces le he repetido que la adoro, como usted dice, no necesito expresárselo de nuevo. Desde que la vi y la hablé en Marmolejo, me tiene usted prisionero por la admiración y el cariño. En sus manos está mi suerte y espero con zozobra mi sentencia.

Gloria tardó unos instantes en contestar. Tosió poco, y dijo al cabo:

—Ha llegado el momento fatal. Prepárese usted, que allá van… Señor don Ceferino, mentiría si te dijese a usted que desde los primeros días en que hablé con usted en Marmolejo no había comprendido que me estaba usted galanteando. Es más, yo creo que aquel beso que usted dio en el crucifijo de la madre Florentina la primera vez que nos vimos, se lo dio usted a mi salud…¿Se ríe usted? Bien; es que no ando descaminada. Estos galanteos me han costado algunos disgustos; pero no le guardo a usted rencor. Antes o después tenía que estallar el trueno, porque estaba resuelta a no quedarme en el convento, aunque tuviese que ir a servir de criada a una casa. Después, usted me ayudó mucho a salir con la mía, y por ello le estoy agradecida… Pero una cosa es el agradecimiento y otra el amor. Amor no he podido hasta ahora tenérselo a usted… Le estimo… me es simpático y no olvidaré nunca lo bueno que ha sido conmigo; pero, soy franca, no quiero que viva más tiempo engañado. Seré amiga sincera y cariñosa de usted… Novia, no puede ser…

Me es imposible definir el estado de mi espíritu al oír estas palabras. Fueron pronunciadas en un tonillo irónico que podía hacer creer que se trataba de una broma; pero los razonamientos eran tan verosímiles y lógicos, que destruían tal suposición. No obstante, haciendo un esfuerzo sobre mí mismo, solté la carcajada, exclamando:

—¡Vaya unas calabazas bien fabricadas! Parecen talmente naturales.

—¿Cómo? ¿No cree usted lo que le digo?… ¡Hijo, no está usted poco pagado de su personita!

—No es que esté pagado de mí, Gloria —repliqué, poniéndome grave; —es que cuesta trabajo creer que haya aguardado usted tanto tiempo para darme calabazas.

—¡Si no me las ha pedido usted hasta ahora!

—¿Pero habla usted en serio, Gloria?

—¿Por qué no? Vamos, usted se ha figurado que porque yo he aceptado su ayuda para salir del convento quedaba comprometida a adorarle, ¿no es cierto?

Una ola de sangre subió a mis mejillas. Los oídos me zumbaron. Comprendí, de repente, que había estado haciendo el tonto de un modo lamentable, que aquella muchacha se había burlado despiadadamente de mí. La indignación y la ira contrajeron mi hígado, que soltó una verdadera avenida de bilis, desbordándose en palabras. Estuve un rato bastante prolongado cogido a las rejas, mirándola con ojos llameantes en silencio. Al fin, con voz ronca de cólera, le dije:

—Lo que es usted una solemnísima coquetuela, indigna de fijar la atención de ningún hombre formal. No me pesa del tiempo que he perdido queriéndola, me pesa sí de haberla querido. Creí que bajo esa aparente frivolidad se ocultaba un corazón, pero veo que no hay más que vanidad y aturdimiento. Me alegro de saberlo de una vez, porque de una vez la arrancaré de mi corazón y mi pensamiento, donde nunca debió usted haber estado. Quede usted con Dios, y hasta nunca.

Al separar mis manos crispadas de los hierros, sentí la presión de las suyas y oí una comprimida carcajada que me dejó confuso.

—¡Eso!, ¡eso! ¡Así me gusta usted, hombre! Ya iba empalagada de tanto dulce.

—¿Qué quiere decir esto, Gloria?

—Quiere decir que no sea usted tan melosito, porque el jarabe cansa y el incienso marea. Mire usted, ha adelantado usted más en un momento, llenándome de improperios, que en tres meses de lisonjas. Usted dirá que es que me gusta que me den con la badila en los nudillos. Puede ser. Pero yo le digo que a ningún hombre le sienta mal una mijita de genio.

—¿Sí? Pues aguárdese un poco, que voy a comenzar a insultarla a usted otra vez —dije riendo.

—¡No, no! —exclamó ella, riendo también. —Por hoy basta.

En aquella dulce y memorable sesión, que se prolongó hasta la una, quedó nuestro amor asentado y reconocido. Sin esfuerzo alguno comenzamos a tutearnos y nos prometimos fidelidad hasta la muerte, sucediese lo que sucediese. Por la calle no pasaba un alma. El sereno, desde que me viera arrimado a la reja, no se aproximaba. Manifesté temores de que enterase a D.ª Tula de nuestra conversación, pero Gloria me tranquilizó afirmando que en Sevilla nadie hacía traición a dos enamorados. Los serenos menos que ningún otro se fijaban en estos coloquios a la reja, que estaban viendo todas las noches. En las criadas también tenía confianza. Se nos presentaba, pues, una perspectiva de gratas conferencias, que me embriagaba de alegría.

—Concluirán por saberlo más tarde o más temprano —dijo. —Pero ¿qué? Trabajo les mando si intentan llevarme la contraria.

Y en sus ojos hermosos vi arder una chispa de travesura provocativa que me convenció, en efecto, de que no sería empresa fácil conducirla por caminos que ella no quisiera seguir.

—Ya es tarde. Mamá madruga mucho a misa y querrá llevarme consigo. Vete.

—Un poco más, salada. Aún no es media noche.

—Sí, en la Giralda ha sonado ya la una. Adiós.

—No; han sido las doce y cuarto…

El golpe lento y grave de la campana de la Giralda dio entonces la una y cuarto.

—¿Lo oyes? La una y cuarto. Adiós, adiós.

—¿Y te marchas así, sin darme la mano?

Me la alargó, y yo, como es lógico, traté de besarla; pero la retiró con fuerza.

—No, eso no. Aguarda un poco, te daré el crucifijo, como en Marmolejo —repuso riendo.

—Prefiero la mano.

—¡Hereje, vete!

—Dios está en todas partes. Pero, en fin, si quieres darme el crucifijo, lo guardaré con cariño como un recuerdo.

—Espérate un momentito. Tengo aquí el hábito.

Se retiró un instante y volvió trayendo el crucifijo de bronce, que me pasó al través de las rejas. Al tomarlo me apoderé de aquella mano morena y firme y la besé cuantas veces pude con voraz glotonería.

—¡Basta, chiquillo! ¿Crees que se va a concluir de aquí a mañana?

Me retiré de la reja con pena, ebrio de amor y de alegría. Tan mareado iba, que a los pocos pasos encontré al sereno y le di dos pesetas. Después me pesó, porque no había necesidad, según lo que Gloria me había dicho. Tampoco reparé esta vez si las estrellas centelleaban allá arriba con suave fulgor, ni si la luz de la luna se filtraba por el laberinto de calles oscuras, manchándolas aquí y allá con jirones de plata. Llevaba yo dentro del alma un sol radiante que me ofuscaba y me impedía observar tales menudencias.