EL PATIO DE LAS DE ANGUITA
UE se le ofrecía a usted, caballero?
—Don Sabino el capellán… ¿Se puede hablar con él? —articulé con trabajo, mirando a la monja que asomó la cabeza por la ventanita sin reja que había al lado de la puerta.
La verdad es que no pensé hallarme con tan gentil portera. Era joven la monjita y tenía el rostro fresco y sonrosado, con ojos vivos y penetrantes. Su acento era marcadamente extranjero.
—Sí, señor… pero en este momento va a decir misa. Si usted quiere oírla, puede subir después a su cuarto.
—Con mucho gusto —repliqué.
Retirose de la ventana, y acto continuo sonó un campanilleo de llaves y la puerta se abrió con ruido de cerrojos que se corren.
—Pase.
Cerró otra vez con llave y me dijo:
—Venga usted conmigo.
Seguila por una galería de arcos con suelo de ladrillo, cerrada de cristales. Por ellos se veían muchas flores y plantas. Parose delante de una puerta, empujola y me dijo:
—Pase y siéntese. Cuando principie la misa, ya se le avisará.
Había en los ojos de la monja, en su voz y en sus ademanes una firmeza que distaba mucho de la cortedad y timidez que yo juzgaba antes inherentes a toda religiosa. Había en sus palabras un dejo protector. Me ordenaba lo mismo que si se dirigiese a una educanda. «Pues señor (no pude menos de decirme recordando a Matildita), en este país todas las mujeres me protegen. Más vale así».
La estancia donde me hallaba era, sin duda, la sala de recibo o de espera. No grande, con una ventana de rejas a la calle, abierta a bastante altura, para que nadie se pudiese asomar sino con escalera. Había un sofá forrado de tela encarnada y varias sillas, una consola y un espejo: las paredes estaban tapizadas con buena porción de estampas religiosas; el suelo de azulejos. Cuando me hallé solo, volvió a acometerme la misma inquietud y temblor que sentí al penetrar en el portal y tirar de la campanilla. La presencia de la monja me había distraído un poco y sosegado. Costárame algunos días de dudas y vacilaciones tomar aquella resolución. Antes había intentado, sin éxito feliz, sobornar a una de las mandaderas del convento para que entregase una carta a la hermana San Sulpicio. Me había contestado con indignación, poco menos que poniéndome la cruz como al diablo. Imagino que si en vez de dos pesetas hubiera tenido ánimo para ofrecerle cinco duros, sería otra cosa. Este temperamento tímido que Dios nos ha dado a los gallegos me perdió. Después quise catequizar a la muchacha que conducía al colegio unas niñas, y me acogió muy bien mientras supuso que estaba prendado de sus gracias; mas en cuanto le manifesté tímida y veladamente mi pensamiento, me soltó una rociada de injurias y denuestos, que sólo mi paciencia, que es muy grande, pudo tolerar. Finalmente, por consejo de Matildita, y no viendo en realidad otro medio de salir de aquella situación, me decidí a avistarme con el capellán de las monjas y, contándole el caso, procurarme su protección. Si era hombre de bien, no podía menos de considerar que el retener a una joven contra su gusto en el convento era contra toda religión y derecho, y ayudaría a ponerla en libertad cuando cumpliese el plazo de sus votos, que debía ser muy presto. No tomé, sin embargo, esta resolución sin vacilar muchísimo y volverme atrás infinitas veces, porque bien se me alcanzaba que no tenía derecho alguno a intervenir en los asuntos de la hermana. Verdad que le había declarado mi amor; verdad que ella acogía mis galanteos con indulgencia, y aun mostraba en algunas ocasiones señales, más o menos manifiestas, de que mis instancias le eran agradables y concluiría por ceder a ellas. Pero no es menos cierto que, por una o por otra causa, no había cedido, y que yo no podía jactarme con verdad de ser dueño de su corazón. Sin embargo, como urgía tomar una resolución decisiva, pues de otro modo mi permanencia en Sevilla se iba haciendo inútil y ridícula, al cabo llegué a dar el paso que se ha visto.
Luego que la monja me dejó solo comenzaron de nuevo, como digo, mis congojas. De buena gana me hubiera retirado. Pero la puerta estaba cerrada con llave, y era necesario buscar y llamar otra vez a la portera para que me abriese, la cual se sorprendería, me haría alguna pregunta; en fin, un lío. Para apaciguar mis inquietudes, tomé un libro lujosamente encuadernado que había sobre la consola y lo abrí. Versaba sobre la milagrosa aparición de la Virgen en la gruta de Lourdes a los pastorcillos Máximo y Bernardeta; estaba en francés y adornado con grabados. Su lectura, que comencé de un modo maquinal, impresionó al cabo de algunos minutos mi imaginación, inclinándola, no precisamente a las ideas religiosas, sino a cierta suerte de anhelo inefable y humildad voluptuosa que el misticismo produce siempre en los temperamentos nerviosos y líricos. Acordeme de la graciosa hermana, y nunca su imagen produjo en mí un estremecimiento más dulce y feliz. Me dieron tentaciones de bajarme y besar el suelo porque ella, sin duda, lo había pisado. Todo me parecía en aquel lugar digno de respeto y aun admiración; hasta un cromo bastante malito que representaba a Jesús abriéndose el pecho con las manos y mostrando un corazón de color de chocolate con la cruz encima y ardiendo en llamas de huevo con tomate. Sin embargo, no hay que engañarse: creo que me sentía más erótico que religioso.
No se pasaron muchos minutos sin que la monja portera abriese de nuevo, diciendo con el mismo acento extranjero y tono imperativo:
—La misa va a empezar. Venga usted.
Y la seguí con la sumisión de antes, como un colegial a quien llevan a encerrar. Sin embargo, durante el camino dirigí algunas miradas investigadoras a todos lados, con la vaga esperanza de ver la figura de mi monja entre las varias que cruzaban a lo lejos por las galerías desiertas. Por lejos que fuese, tenía absoluta seguridad de reconocerla. Salimos del primer patio y entramos en otro más grande con arquería de piedra también, pero sin cierre de cristales. Estaba empedrado, y en el medio había una fuente de piedra oscurecida por el musgo; cerca de ella un gran pilón cuadrado, donde lavaban ropa dos hermanas. En uno de los lienzos de aquel patio acerté a ver una puerta mayor que las otras, de arco ojival, con cruz de piedra encima, y presumí inmediatamente que era la de la capilla. En efecto, al llegar a ella la hermana se detuvo; yo me adelanté hacia la pila del agua bendita, la tomé con los dedos y se la ofrecí. La monja se dignó mirarme entonces, y sonriendo levemente de un modo compasivo dijo:
—Gracias, no podemos.
Y al mismo tiempo sumergió su mano en la pila y se hizo después varias cruces. Luego se arrimó a la pared, diciéndome:
—Pase usted.
No poco turbado por la negativa y por el aspecto imponente de la hermana, le dije para entablar conversación:
—¿La madre Florentina sigue bien?
—La hermana Florentina ha dejado de ser superiora hace algunos días. Está algo más aliviada, sí, señor —me respondió mirándome ya con un poco de curiosidad, pero sin abandonar un punto su aire protector, que, dicho sea de paso, no le sentaba mal.
—¡Ah! ¿No es superiora? —respondí distraídamente, no dudando que en aquel cambio alguna parte había tenido el bailoteo de Marmolejo.
—No, señor; hoy es la última de las hermanas. Pase usted.
—¡Arrea! —dije para mis adentros, cruzando por delante y metiéndome por la primera puerta que hallé.
—Phs, phs… Por ahí no; por esta otra puerta.
Entré por donde mi protectora me señalaba, y me hallé en la capilla, sin ver de ella casi nada; tal era la oscuridad que reinaba. Pude apreciar, no obstante, que era bastante grande y bien decorada. El altar mayor y todo lo que cerca de él había se designaba mejor por la claridad que caía de las ventanillas de la cúpula; pero desde allí hasta el fondo, donde yo me hallaba, las sombras se iban espesando. Permanecí indeciso hasta que la monja, sacando un fósforo, me señaló con el dedo unos reclinatorios de terciopelo rojo que había arrimados a la pared del fondo. Me acomodé en el más próximo, pero me obligó a correrme hasta el último, sin duda para que los que viniesen después no encontrasen dificultad al pasar. Después se fue dándome los buenos días, acercose a un cordel que pendía del techo, y comenzó a tirar de él con fuerza. Una campana sonó con tañido dulce y prolongado. Ya que hubo llamado a misa, bajó una de las lámparas, le echó aceite, sacudió con un paño las molduras de los altares. Luego se fue hacia el fondo y desapareció por una puertecita lateral que debía de ser la de la sacristía.
La capilla me parecía desierta. Sin embargo, al cabo de algunos momentos percibí un murmullo no lejos, y a fuerza de mirar con intensidad, logré ver el bulto de un sacerdote sentado en una silla próxima a la puerta y el de un caballero que, de rodillas delante de él, se estaba confesando. El cura tenía un brazo echado sobre el cuello del penitente y acercaba el oído a su boca. Predispuesto como estaba al enternecimiento, aquella escena me produjo una impresión viva. Despertaron en mi espíritu las dormidas emociones de la infancia, cuando mi madre me llevaba a confesar con fray Antolín el excusador. Sentime gratamente turbado y en la mejor disposición posible para llorar los pecados de mi vida y acercarme contrito al tribunal de la penitencia. Pero ¡caso raro!, en este arrepentimiento no entraba el pecado de amar a una monja; al contrario, me parecía que este amor era precisamente lo que me acercaba más a Dios y el camino más seguro para salvarme. Cuando vi al cura (que sin duda debía de ser el capellán de las monjas) echarse hacia atrás en la silla y levantar la mano para dar la absolución; cuando vi alzarse al caballero sacudiéndose el polvo de las rodillas con el pañuelo, me acometió un súbito afán de echarme a los pies del primero y confesarme y hablarle de la saladísima criatura que tenía bajo su autoridad y demandarle humildemente que me protegiese, digo, me absolviese. Mas el tiempo en que permanecí indeciso fue suficiente para que el cura se marchara y, tosiendo hasta reventar, se alejase hacia el altar mayor, donde su negra silueta se abatió para alzarse de nuevo y salir por la puertecita lateral.
La iglesia quedó al fin verdaderamente solitaria. Mis ojos, habituados ya a la oscuridad, podían explorar todos sus rincones. Era bonita y recogida y adornada con esmero; por donde se adivinaba bien que no eran manos de hombres las que la cuidaban. Estaba, hasta el sitio que yo ocupaba, llena de bancos de madera, colocados unos detrás de otros como las butacas de un teatro, dejando igualmente en el centro calle para el paso. Por otra puerta opuesta a la de la sacristía entraron cuatro monjas, se arrodillaron delante del altar mayor y comenzaron a orar en voz alta de un modo extraño, que yo jamás había oído antes. Cada una decía su oración alternativamente, y en todas ellas se repetían muchas veces corazón traspasado, dolores agudísimos, preciosísimas llagas, y otros superlativos que sonaban de un modo triste y temeroso en el silencio de la capilla. La hermana portera salió otra vez, y otra vez volvió a empuñar el cordel para tocar la campana. Y casi en el mismo instante comenzaron a entrar monjas, formando fila, que iban a colocarse en pie delante de los bancos, con silencio y corrección admirables. Detrás de las monjas, que serían unas treinta, vinieron las educandas internas, a quienes reconocí por el chal blanco que les caía por la espalda. El rostro apenas se podía distinguir. Parecía una entrada de fantasmas, que me recordó ¡oh sacrilegio!, la de los espectros evocados por Beltrán en la ópera Roberto. Cada diez o doce educandas venía otra monja, que se situaba al cabo del banco. Cuando la capilla estuvo llena salió el cura, revestido de sus ornamentos, y comenzó la misa. La comunidad y las educandas se sentaron. Excusado es que diga que el corazón me saltaba en el pecho, y que hacía esfuerzos visuales inconcebibles por averiguar cuál de aquellos fantasmas era mi adorada Gloria. La misma ansia y empeño que ponía en reconocerla me lo impedía. Me fijaba en una con insistencia, y al cabo de cinco minutos, por un movimiento cualquiera, comprendía que estaba engañado, y tornaba con afán a fijarme en otra, para sucederme otro tanto.
No fue larga la misa. A mi lado habían venido a colocarse tres o cuatro caballeros de aspecto clerical, que supuse serían devotos del convento, o protectores. Los movimientos de la comunidad y educandas, para alzarse, sentarse o arrodillarse eran simultáneos, como si las empujase un mismo resorte. Al alzar y consumir escuchábase en la capilla un rumor extraño, como el de truenos lejanos, que me sorprendió en extremo, hasta que vine a comprender que era producido por el golpe de las manos sobre el lienzo almidonado de los chales. Cuando concluyó, se fueron con el mismo recogimiento y silencio que antes. Los caballeros que estaban a mi lado me dieron los buenos días con la afección de correligionarios, y también se fueron. Volví a quedarme solo y perplejo en la capilla, cuando se presentó la monja extranjera, diciéndome:
—He avisado a don Sabino, y me ha dicho que le espera a usted en su cuarto.
Viendo que permanecía quieto, añadió:
—¿No sabe usted a su casa? Venga entonces conmigo.
Me condujo al través de algunas galerías hasta la entrada de un jardín, y señalándome con la mano una casita que había en el fondo de él, me dijo:
—Allí es. Llame usted fuerte, porque la criada es sorda.
Le di las gracias, pero ya no me escuchaba.
La hermana portera sabía darse tono, como sus colegas del Congreso de los Diputados.
Cumplí fielmente el encargo, dando sobre la puerta un par de aldabonazos capaces de despertar a los siete durmientes. Al instante me la abrió una mujeruca pálida, vivaracha, que llevaba, a pesar de sus cincuenta años lo menos, un clavel en los cabellos grises. Quedó sorprendida al verme y se apagó súbitamente la sonrisa que contraía sus labios. Sin duda por aquella puerta no entraban las visitas, y sí sólo las mandaderas del convento o alguno de sus dependientes. Y vino la pregunta consabida.
—¿Qué se le ofrecía a usted?
—¿Se puede ver a don Sabino?
Tuve que repetirlo otra vez. Antes que la vieja me contestase se oyó un vozarrón arriba, diciendo:
—Adelante. Suba usted.
Y en cuanto traspuse la puerta y tomé una escalerita estrecha con peldaños de azulejos guarnecidos de madera, atisbé en lo alto de ella la figura del cura, que, con grave pero amigable continente, me invitaba a subir. La casa era pequeña, por lo que pude observar. Me pareció un pabellón levantado en el jardín recientemente para uso del capellán. Por la parte de atrás daba a la calle.
Me introdujo en un despachito modesto y aseado, me invitó a sentarme, y antes de hacerme pregunta alguna, me pidió permiso para mudarse los hábitos, pues acababa de llegar del convento. Entrose en la alcoba, y allí se estuvo algunos momentos, mientras yo pasaba fuera las de Caín, inquieto, aterrado, dando vueltas a la imaginación para hallar el mejor medio de salir del apuro en que tan imprudentemente me había metido. Porque ¿qué iba a decir aquel buen señor en cuanto tuviera noticia de la inaudita pretensión que allí me traía? ¿No me tomaría por loco? Un sudor me iba y otro me venía.
Presentose al fin el clérigo con sotana y gorro de terciopelo negro y se plantó delante de mí diciendo:
—Usted me dirá.
Era un hombre corpulento, barrigudo, de ancha nariz arremolachada y ojos pequeños de cerdo, negros y recelosos. No tenía acento andaluz; después supe que era riojano.
—Pues… el objeto que aquí me trae… Ante todo, debo decirle que yo no soy ningún aventurero. En toda la provincia de Orense es bien conocida mi familia… Mi padre es farmacéutico en Bollo y ha hecho una fortunita… vamos, que aunque no sea ninguna cosa del otro jueves, como soy hijo único, me permitirá vivir sin trabajar. Mi madre era de una familia muy antigua y conocida en Galicia, la familia de los Lidones… Acaso usted habrá oído hablar de los Lidones…
—No, señor —respondió secamente, mirándome con sus ojuelos cada vez más torvos y recelosos. Por donde entendí que no le apasionaba mucho el elogio de mi prosapia.
Sobre lo desconcertado que ya estaba, aquella contestación y la actitud inquisitorial con visos de hostil en que se me presentaba acabaron de privarme de las escasas migajas de razón que aún retenía. Comencé a desbarrar de un modo lamentable. No sé lo que dije, ni es fácil saberlo: una serie de frases incongruentes, mutiladas, incomprensibles, en que mezclaba «mis convicciones francamente católicas» con «los arrebatos disculpables de la juventud», «el elevado criterio y la reconocida ilustración de D. Sabino» con «la necesidad que sentía mi alma de amar a una mujer santa y religiosamente educada». Cuando al fin terminé aquel galimatías quedé jadeante, encendido, sudoroso, mirando al cura. La sonrisa que contraía mi rostro desde que me presentara a él era tan extremosa, que ya me dolían las mandíbulas. De buena fe creía que me había explicado perfectamente y que no quedaba nada por decir. Así que me dejó estupefacto la respuesta del cura.
—Pero vamos a ver, ¿qué tengo yo que partir en todo eso?
—Es que… como usted es sacerdote… yo pensaba que podría contarle… Ninguna persona me daría mejor un consejo…
—¡Ah! ¿Quiere usted confesarse? Pues debiera comenzar por ahí. En cuanto tome chocolate, bajaremos a la capilla.
—No, señor… es decir, sí, señor. Es una confesión… pero al mismo tiempo no es una confesión…
Volví a enredarme de un modo tristísimo, hasta que el capellán me llamó de nuevo al orden. Al cabo, aunque desastrosamente, me expliqué y confesé que estaba enamorado de la hermana San Sulpicio, y que venía a suplicarle que me ayudase contra su familia, que la retenía injustamente en el convento, para hacerla mi esposa.
El cura, apenas hube acabado de pronunciar las últimas palabras, me clavó una mirada despreciativa y, extendiendo la mano hacia la puerta, dio con los dedos dos o tres castañetas y produjo con la lengua ese sonido particular con que se arroja a los perros de los sitios donde estorban. Me levanté estupefacto, el rostro encendido de vergüenza y de ira. Me acometió un impulso de arrojarme sobre aquel hombre soez. No dudo que el poeta lo hubiera hecho, por más que llevaba noventa y nueve probabilidades contra una de que el clérigo le aplastase; pero el hombre práctico que en mí reside me hizo ver inmediatamente los gravísimos inconvenientes de aquel acto, que daría muy bien al traste con todos mis planes, y me decidí a tomar el sombrero y salir. El capellán, sin hacer caso de la mirada fulgurante que le arrojé, chasqueó de nuevo la lengua e hizo otras cuantas castañetas con los dedos, sin dejar de apuntar a la puerta y mirarme con soberano desprecio. Al pasar por delante de él llevó su grosería hasta decir:
—¡Largo, largo!
Y cuando ya bajaba por la escalera le oí exclamar desde lo alto de ella:
—¿La hermanita, eh? Ha olido cuartos, ¿verdad? Ya arreglaremos, ya arreglaremos a la hermanita.
Aquella ofensa me llegó al corazón. No pude menos de murmurar: «¡Salvaje!», aunque en un tono delicado que no llegó seguramente a sus oídos. La verdad es que no fui en aquella ocasión modelo de dignidad y energía; pero hay que convenir también en que, de haberlo sido, mis asuntos hubieran empeorado notablemente.
No di cuenta a Matildita de aquella entrevista, y eso que me aguardaba con gran afán para saber su resultado. Le dije que me había sido imposible ver al cura. Sin embargo, la turbación, que no pude arrojar de mí en todo el día, debió de hacerle concebir algunas sospechas. Presumo que las comunicó al comandante Villa, con quien en pocos días había yo intimado mucho. Teníamos costumbre éste y yo de irnos después de almorzar a tomar café a la cervecería Británica y pasarnos allí un par de horas viendo al través de los grandes cristales que nos separaban de la calle de las Sierpes el ir y venir de la gente. Era un gran camarada el comandante, apacible, jovial, recto en el pensar y extremadamente cortés. Yo le había caído en gracia, no sé por qué, tal vez por ser también apacible de carácter y escuchar siempre con deferencia lo que me dicen. Me presentó al mozo que le servía como paisano.
—¡Ah! ¿Es usted asturiano también? —me preguntó éste, muy risueño, limpiando con un paño la mesa.
—No; soy gallego.
—Entonces no somos paisanos —repuso con marcada frialdad, retirándose.
Villa soltó una carcajada.
—El hijo de Pelayo le desprecia a usted, compadre.
Aquella tarde, luego que nos sentamos, entabló conversación diciendo:
—Parece, amigo Sanjurjo, que le veo a usted un poco melancólico. Durante el almuerzo no ha hablado usted nada. ¿Estará usted por ventura enamorado?
En la entonación de la pregunta y en la sonrisa con que la acompañó comprendí que algo sabía, y me puse colorado.
—Vamos, hombre, no se ruborice usted. ¿Le trae a usted dislocado alguna sevillana? Pues adelante… Eso les pasa a todos los que llegan.
Después de negar por fórmula dos o tres veces, le manifesté, primero con frases ambiguas, después, según me iba animando, con toda claridad, el negocio que a Sevilla me traía. Por cierto que lo halló muy gracioso y original. «¡Una monja! ¡Eso es sabrosísimo, compadre! Choque usted esos cinco». Mas apenas le había dado cuenta sucinta de mis amores, y cuando empezaba, con verdadera sed de confidencias, a narrar los para mí interesantísimos pormenores, observé que se quedaba distraído, con la mirada perdida en el vacío, y que una sonrisa de bienaventurado iba iluminando poco a poco su rostro varonil.
—Hombre… no es usted sólo el chiflado —me atajó de repente, ruborizándose un poco. —Si a usted le ha vuelto el juicio una sevillana, a mi me tiene muerto una sanluqueña.
Me sorprendió la emoción que advertí en él, porque no estaba ya en la edad en que el amor impresiona tan vivamente.
—Una sanluqueña rubia, doradita como una doblilla, con unos ojos negros, grandes, de macarena, que hay que comérselos. ¿He dicho algo, compare?
Y sin más preámbulos, me confió prolijamente sus secretos amorosos con la emoción ansiosa de un adolescente. La hermosa que le tenía sorbido el seso era una dama principal de Andalucía, la condesita del Padul, joven de diez y nueve años, heredera de una inmensa fortuna. La amaba y se creía correspondido; no porque ella hubiera soltado aún el sí apetecido, sino porque había dado de ello tales muestras tácitas que Villa no podía resistirse más tiempo a creerlo. No sólo le distinguía muchísimo en la conversación, y eso que tenía por docenas los adoradores, no sólo se timaba con él en el teatro y el paseo, sino que aceptaba las flores que a menudo le enviaba, y muchas veces se las ponía en el cabello o en el pecho. Un día, en cierta excursión de campo, bebiendo por el mismo vaso que la dama acababa de dejar, le dio la vuelta para poner los labios donde ella los posara. La condesita lo advirtió y le dirigió una sonrisa muy significativa. En otra ocasión, habiéndole ofrecido el brazo varios jóvenes, se había cogido al de él, diciendo: «El brazo de un militar es más seguro». Otra vez, pasando por debajo de sus balcones, le había dejado caer una rosa deshojada sobre su cabeza. Y aunque no le había declarado explícitamente su amor, no obstante, en una ocasión le había dicho que estaba enamorado, y ella, alejándose riendo, exclamó:
—¡No me diga usted de quién, que ya lo sé!
Por más que estas señales y otras más por el estilo que me refirió no me parecieron tan evidentes como a él, no tuve inconveniente en creer en su buena fortuna, y le felicité por ella. No se trataba, después de todo, de un cadete inexperto. Era un comandante que frisaba en los cuarenta, cuando no los hubiera cumplido ya, hombre, al parecer, avezado al trato de mujeres y muy metido en sociedad. La plática le embriagaba. Con los ojos medio cerrados y aspirando voluptuosamente el humo del cigarro, iluminado su rostro siempre por la misma sonrisa beata, iba amontonando noticia sobre noticia, todas ellas de tan poco momento que concluí por distraerme y pensar en mi cara monja. Unas veces fijaba la vista en la fisonomía varonil y correcta del comandante, cuya barba recortada comenzaba a blanquear por algunos sitios; otras la entornaba hacia la calle, por donde cruzaban sin cesar transeúntes que cambiaban con nosotros rápidas miradas. Cerca de nosotros, en la otra vidriera, había unos jóvenes que hacían muecas expresivas a cuantas mujeres bonitas o feas pasaban. Cuando no miraban, atraían su atención dando golpecitos al cristal. Ninguna se creía ofendida. Lo mismo las damas que venían haciendo girar su quitasol de seda sobre el hombro, ostentando los menudos pies ceñidos por zapatos de tafilete, que las menestralas con blanco pañuelo de percal por la espalda y el clavel de rigor en el pelo, al levantar sus ojos negros, expresivos y encontrarse con las sonrisas de nuestros vecinos y los grotescos ademanes de admiración, sonreían también graciosamente. Algunas más atrevidas respondían con otra mueca de burla que alborotaba a los maleantes jóvenes y les hacía prorrumpir en sonoras carcajadas. Pasaban rozando los cristales. El relampagueo de sus miradas, cándidas y maliciosas a la vez, alegraba el corazón e inclinaba la mente a suaves y felices imaginaciones. No es fácil ser pesimista en Sevilla. El pesar que me había producido la vergonzosa escena de la mañana se fue disipando poco a poco, haciendo hueco a una esperanza, tan viva como infundada, de que a la postre todo se arreglaría dichosamente. Las ideas risueñas y triunfadoras de Villa se me pegaron. Para dos enamorados no hay obstáculos invencibles. Los que tropezaba en mi camino hacían la empresa más grata y apetitosa. Al cabo, mi compañero, o porque no tuviese ya qué decir, o porque recordase que no estaba procediendo con sobrada cortesía, comenzó de nuevo a hablar de mis asuntos en tono campechano y ligero, como quien quiere hacerse agradable sin importarle mucho por lo que está diciendo. Era tal, sin embargo, mi deseo de hablar de la hermana, que se lo agradecí. Cuando más enfrascados estábamos en la conversación y el comandante se había brindado a protegerme con todas sus fuerzas, observo que se queda pálido, mirando a la calle con turbado rostro. Volví la cabeza y vi una elegante joven, esbelta y rubia, acompañada de un caballero, la cual, mirando hacia nosotros, saludó doblando la mano repetidas veces con ademán y sonrisa insinuantes. Miro otra vez a Villa y le veo contestando al saludo con profunda reverencia y azucarada expresión, colorado hasta las orejas.
—Es ella —me dijo con voz temblorosa.
—Bonita —respondí yo por halagarle y porque así era.
—¡Divina! —replicó poniendo los ojos en blanco. —¡Y si viera usted qué talento! Mire usted, el otro día tuvo una ocurrencia felicísima…
Y volvió a perderse en un mar de pormenores acerca de su novia. Yo los escuché en realidad con poquísimo interés, en apariencia con mucho, porque me lisonjeó la protección con que me había brindado, aunque no sabía a punto fijo en qué pudiera consistir.
—Esta noche probablemente la veré en casa de las de Anguita… Hombre, y a propósito, ¿quiere usted que le presente? No lo pasará usted mal: son unas chicas muy originales. A usted le conviene relacionarse, porque de algo puede servir para sus planes.
Respondí afirmativamente, pero expresé alguna duda de que pudiera hacerse sin previo anuncio.
Villa soltó la carcajada.
—Aquí no se guardan esos tiquis miquis, compadre. Usted irá hoy conmigo y será recibido como si le hubiesen anunciado desde el día de su nacimiento. Mañana, a la hora de tomar el chocolate, puede usted hacerles una visita, que de seguro no se sorprenderán. ¡Buenas son ellas para asustarse!
Después de comer volvimos a tomar café a la Británica. Desde allí, a las nueve poco más o menos, nos trasladamos a casa de las de Anguita. Estaba situada en la plaza del Duque; así que tardamos muy poco en llegar a ella. Por la cancela del portal percibimos ya bastante algazara. Salió a abrirnos una linda criadita de ojos negros y pelo rizoso, mas antes que corriese el cerrojo, una señorita delgada, pálida, de cabellos rubios cenicientos y ojos azules, llegó con presteza y se adelantó a hacerlo.
—Al señor Villa le abro yo, porque es un caballero muy fino que hace cariñitos a las porteras… Vamos, deme usted una palmadita en la cara, como hace usted con Carmen.
La criadita de los ojos negros escapó ruborizada. El comandante se enfadó o aparentó enfadarse.
—Oiga usted, señá Josefa, hable usted bien y no mienta, que yo no doy palmaditas a las criadas. ¿Qué concepto va a formar de mí este señor?
—El que usted merece, mal bicho. Le he guipao una vez dándole palmaditas, otra cogiéndola por la barba, yo no quiero escándalos en mi casa, ¿estamos? Parece que usted no perdona a ninguna, «desde la princesa altiva, a la que pesca en ruin barca». Pero aquí estoy para velar por la moral.
—Ya la moral huyó de Grecia,
ya no se baila el rigodón.
empezó a cantar el comandante, repitiendo un pasaje de cierta zarzuela bufa muy popular. Al mismo tiempo tiraba por las narices a la joven, quien se apartó con furia.
—¡Déjeme usted, chinchoso, feo, patoso! Parece mentira que usted sea de Cádiz. Merecía usted ser gallego… (Yo me puse colorado). Por supuesto, que tengo la venganza en la mano. En cuantito venga Isabel, se lo planto en el pico.
—No hará usted tal, salerosa, porque yo me encargaré de desmentirla. Vamos a ver, Sanjurjo (dirigiéndose a mí), ¿sabe usted por qué es todo esto?… Pues porque la señorita está enamorada de mí.
—¡Yo de usted, desaborío! ¡Con esas patas tuertas y esos andares de aperador! Que se le quite, grandísimo gallego.
«¡Vuelta con la gallegada!», dije para mi, cada vez más inquieto.
—Vamos, Pepita, no se ruborice usted, porque una debilidad la tiene cualquiera. Si usted no está enamorada de mí, ¿por qué espera usted todas las noches a la ventana para verme pasar cuando me retiro a dormir?
—¡Yo! Vaya, hoy se le ha subido San Telmo a la gavia. Este señor ha tomado algunas cañitas, ¿verdad usted? (Dirigiéndose a mí).
Sonreí haciendo una mueca, por no saber qué responder. Ella, sin aguardar contestación, se alejó diciendo:
—¡Uf! ¡Cómo apesta usted a vino!
—Venga usted acá.
—¿Para que me siga usted dando el rato? —contestó desde lejos.
—No, para presentarle a usted este señor.
Pepita se acercó de nuevo, y el comandante, inclinándose profundamente y afectando una solemnidad cómica, dijo:
—Tengo el honor de presentar a usted a mi amigo D. Ceferino Sanjurjo, joven de relevantes prendas, enamorado, galán y notabilísimo poeta.
Pepita me alargó su mano flaca, diciendo:
—Si se parece usted a su amigo, no cuente usted con mi simpatía… Pero no; tiene usted mejor cara.
—Pues es mucho más gallego que yo —dijo Villa soltando a reír.
—Verdad, señorita —manifesté con resolución. —Soy de la provincia de Orense.
—No importa —replicó ella con amabilidad. —Él merece ser gallego, y usted andaluz.
Pasamos al fin al patio, que aquel día se había transformado por primera vez en sala de recibo. Con esta mutación da comienzo el verano en Sevilla. Se cubre con un toldo de lona, se bajan los muebles y comienza la vida verdaderamente andaluza. No era muy grande ni confortable el de las de Anguita, pero tenía, como todos, el encanto de las plantas y flores. De los arbustos pendían algunas jaulas con pájaros. El suelo, de azulejos rojos y amarillos. El piano estaba colocado debajo de los arcos, igual que la sillería de damasco azul, bastante usada. Fuera, al lado de las macetas, no había más que sillas de rejilla y algunas mecedoras. Acomodadas en ellas estaban unas cuantas damas con trajes claros y ligerísimos, que charlaban y reían de modo atronador. Era una algarabía insufrible, que no se apagó un punto a nuestra entrada. No causamos emoción de ninguna clase. Pepita se acercó a una joven rubia también y parecida a ella, que hablaba animadamente con otras, y la llamó varias veces antes que respondiese:
—Ramoncita… Ramoncita.
Volvió al fin la cabeza y me miró con ojos distraídos.
—Te presento al señor Sanjurjo, un amigo de Villa…
Ramoncita me alargó su mano, flaca y pálida también, y me preguntó rápidamente cómo estaba. Después, sin aguardar siquiera mi contestación, se volvió hacia sus amigas, que me miraban con un poco más de curiosidad, y anudó con interés la conversación interrumpida. Las dos hermanas guardaban bastante semejanza; los mismos ojos de un azul claro, nada bellos, el mismo color de tez y los mismos cabellos rubios cenicientos. Ramoncita, no obstante, estaba muy ajada y representaba bien unos treinta años, mientras Pepita no pasaría de veinte.
—Venga usted acá —me dijo ésta. —Voy a presentarle a mi otra hermana… ¡Joaquinita!… ¡Joaquinita! —comenzó a llamar.
—¿Qué se te ocurre? —respondió otra joven, saliendo de uno de los cuartos del patio.
—El señor Sanjurjo, un amigo de Villa…
—¡Ah! Tengo mucho gusto…
Me pareció más amable y más bonita que las otras dos. Era también rubia y de ojos azules, un poco más rellena de carnes, y de fisonomía dulce y simpática. Entabló conversación conmigo, informándose con interés de cuándo había llegado, si me agradaba Sevilla, etc. Pepita nos dejó, y Joaquinita me invitó a sentarme a su lado en una mecedora, cerca de un naranjo enano que crecía en tiesto de madera pintada de verde.
El patio no estaba bien alumbrado. La luz de dos quinqués que ardían sobre una mesa debajo de los arcos y las bujías del piano no llegaban a esclarecer enteramente el centro, donde las sombras se espesaban, gracias al follaje de los arbustos.
—Siéntese usted bien, Sanjurjo —me dijo, llamándome ya por mi nombre.
Yo, sin comprender por qué estaba mal sentado, hice un movimiento y seguí en la misma posición.
—Conque Sevilla le gusta a usted… ¡Milagro! La gente del Norte suele sufrir un desencanto al llegar aquí… La verdad es que las calles no son bonitas y anchas, como en Madrid y Barcelona, ni están bien cuidadas… Las casas son bajitas y de poca apariencia… Pero, siéntese bien, Sanjurjo.
Hice otro movimiento más pronunciado, y sonriendo afectadamente exclamé:
—¡Oh! Pues así y todo, me gusta, ¡me encanta! ¡Es tan árabe todo esto! Parece que está uno viendo salir por estas cancelas las damas del tiempo de los reyes moros de Sevilla rebujadas en sus alquiceles blancos. Ustedes son las hijas de ellas, y en verdad que no desmerecen.
—Bien se conoce que es usted poeta… Pero siéntese bien, criatura; échese hacia atrás.
¡Acabáramos!, pensé, y puse en práctica inmediatamente lo que me ordenaba, columpiándome sin miramiento alguno.
—Pues ya verá usted, Sevilla es muy golosa. En cuantito la tome usted el gusto, no habrá quien le arranque de aquí.
—Ya se lo he tomado. Los hombres son amables y francos; ¡las mujeres tan lindas!… Usted es una mezcla deliciosa del tipo inglés y el sevillano…
Y, lo que pasa cuando uno se ve atendido y festejado por una mujer no desgraciada en casa desconocida, la cubrí de flores, celebrando sus partes en todos los tonos y formas posibles. Ella se mostraba felicísima y me pagaba, en igual o parecida moneda. Dijo que mi presencia era desde luego muy simpática, que bien se echaba de ver mi esmerada educación, y que admiraba en mí un corazón de oro; que mis ojos eran muy dulces, aunque un poco pícaros… en fin, no estampo más porque me ruborizo. Fue la primera y última vez que hablé con una mujer que me requebrase. Ambos, pues, nos hallábamos contentísimos el uno del otro. Por un instante me olvidé de mi inolvidable monja, y estuve a punto de cometer una repugnante infidelidad declarándome a Joaquinita, cuando vino a impedirlo y a sacarnos de nuestro embelesamiento el amigo Villa.
—¡Hola! ¿Ya forman ustedes rancho aparte? —dijo en un tono brutal que no me agradó, plantándose delante de nosotros.
—¿Y a usted qué le importa? —preguntó Joaquinita con acento picado y agresivo, del cual no la creyera capaz.
—Nada, hija, nada, que buen provecho les haga; pero no está bien marearme tan pronto a un muchacho que acaba de llegar… Porque ya le tiene usted flechado… Mire usted cómo está encendido.
—¡Qué guasoncillo! Bien se conoce que no está aquí aún Isabel para ponerle serio.
La saeta debía de ir envenenada, porque observé que Villa se inmutó un poco. Las palabras de Joaquinita fueron pronunciadas en un tonillo sarcástico que ocultaba gran irritación.
—Vaya, ya tenemos a la castañera picada. La dejo, no sea que me muerda.
Después que se alejó, la plática recayó sobre él. Joaquinita, dominándose sincera o disimuladamente, me hizo grandes elogios de su carácter y corazón.
—Siempre estamos riñendo, como usted ha visto, y sin embargo, creo que es el mejor amigo que tenemos. No hay otro más servicial ni más cariñoso si llega el caso. Cuando la enfermedad de mi hermana Ramoncita, que hace seis meses estuvo a la muerte, no salía un momento de esta casa: hablaba con el médico, iba a buscar las medicinas, la velaba… en fin, un hermano no haría más. Si no fuera que se chifla con facilidad…
—Parece que ahora está enamorado —dije yo.
—¡Ahí le duele! ¡Pobre Villa!
—Qué, ¿no le corresponde su novia?
—¡Novia! Que Dios haga. Se ha ido a enamoricar el pobrecillo de una mujer que sólo goza teniendo a los hombres rendidos a sus pies… Además, aquí entre nosotros, y que no sea decir nada contra Villa, que es una excelente persona, ¿cree usted que es partido para la condesa del Padul un comandante de infantería?
Por no murmurar de un amigo ausente, me encogí de hombros. Joaquinita se extendió bastante a relatarme los pormenores de la pasión del comandante. Aunque envuelto en frases muy lisonjeras para éste, pude adivinar cierto rencor en su relato, y alguna fruición al compadecerse de su malandanza.
Nos interrumpió la voz de una señorita pequeña, chatilla, regordeta, que colocada frente al piano cantaba el rondó final de Lucía. No hubo más remedio que escucharla. Lo notable es que la acompañaba un clérigo en traje de seglar y alzacuello, el cual entornaba la cabeza hacia atrás de vez en cuando y le dirigía miradas lánguidas, moribundas, para alentarla a dar sentimiento y expresión a las notas, o por ventura para atestiguar que él, a pesar de su carácter sacerdotal, no era insensible a aquella música tierna y amorosa. Tendría el presbítero unos treinta y cuatro o treinta y seis años de edad, de tez morena acentuada, ojos grandes y negros y manos velludas. Pregunté a Joaquinita quién era, y supe que se llamaba D. Alejandro y que desempeñaba un destino en la catedral. Cuando hubo cesado la señorita y la hubieron colmado de aplausos, del centro del patio salieron algunas voces diciendo:
—Ahora, que cante don Alejandro.
El clérigo se excusó diciendo que no tenía bien la garganta; pero, apremiado por el concurso, entonó al fin con voz engolada de tenor el Spirto gentile, arrastrando las notas y desfigurándolo hasta convertirlo en empalagoso canto de iglesia. Por supuesto que nos rompimos las manos aplaudiendo. A todo esto habían llegado ya varios pollastres, los cuales andaban entreverados con las damas, sentados todos sin ceremonia, volviéndose unos a otros la espalda cuando así les convenía para hablar más a gusto a su pareja. Reinaba la alegría, a juzgar por las sonoras carcajadas que se oían a cada instante y las bromitas que se cambiaban en voz alta. De los más jaraneros y divertidos era mi amigo Villa, que por la confianza que tenía en la casa se autorizaba ciertas libertades, como pellizcar a las muchachas y hacerse abanicar por ellas. Alguna vez salía del patio y se metía por las habitaciones interiores; pero al instante le seguía Pepita y le traía cogido por una oreja.
—Aquí traigo a este hombre, que al menor descuido se me escapa a la cocina.
—No hagan ustedes caso. Esta mujer se empeña en no dejarme satisfacer ciertas funciones apremiantes… No respondo de las consecuencias.
Ramoncita formaba tertulia aparte con otras damas que frisaban como ella en los treinta, y no consentía que ningún pollo viniese a interrumpirlas. Su conversación era siempre animada, y juzgando por la seriedad con que la tomaban, importantísima.
Ni faltaba tampoco el caballero obligado de buena sombra, que dice gracias en voz alta y anda de grupo en grupo «quedándose con todo María Santísima». Era hombre de cincuenta años, poco más o menos, de mediana estatura, color cetrino, ojos saltones y bigote teñido, con las puntas engomadas. Se llamaba D. Acisclo. Un gran humorista. La reputación que gozaba en este punto era tal, que no podía abrir la boca sin que sonrieran los circunstantes y tratasen de dar un giro malintencionado a sus palabras, por claras y sencillas que fuesen. Si decía, verbigracia: «Elenita, ¿por qué no canta usted?», la interpelada le miraba la cara con temor, y en la de los demás empezaba a dibujarse una sonrisa que quería significar: «¿Qué coba se traerá este señor?». Si expresaba su sentimiento por cualquier desgracia de un prójimo, aunque lo hiciese con sinceridad, no faltaba alguno que exclamase riendo y poniéndole una mano sobre el hombro: «¡Don Acisclo, usted no perdona a nadie!». Y D. Acisclo, halagado en su talento humorístico, aunque no hubiese tenido intención de burlarse, comenzaba desde aquel punto a hacerlo. La base de su humorismo era aquella forma del pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que consiste en expresar lo contrario de lo que se siente. Al mismo tiempo sabía dar cierta inflexión solemne a sus palabras y mantener su rostro en equilibrio para que la frase obtuviera el éxito apetecido. Gozaba en mofarse de todo el mundo, y principalmente de los pollastres enamorados. Por ello era odiado cordialmente de éstos en el fondo, aunque en la apariencia le bailasen el agua. Tenía, sin embargo, el instinto o buen sentido de no meterse con los que podían devolverle las bromas, y buscaba casi siempre como víctima de ellas a algún pobre muchacho que pacientemente las tolerase.
—Ahora, que nos cante unas granadinas —dijo un pollo.
—Eso es, y después que baile «por panaderos» —añadió D. Acisclo.
—No hay inconveniente —respondió D. Alejandro echándole una mirada ambigua, —con tal que don Acisclo suene los palillos y me jalee.
Se trajo la guitarra, y el clérigo comenzó a cantar hondo y gorgoriteado por lo flamenco una copla, que si mal no recuerdo decía así:
Eres como la avellana,
chiquita y llena de carne,
chiquita y apañadita
como te quiere tu amante.
D. Alejandro era alpujarreño, y a decir verdad, cantó ésta y otras coplas por el estilo infinitamente mejor que el Spirto gentile. Hay que observar que las que siguieron eran cada vez más expresivas, por no decir picantes, y que entre una y otra el beneficiado de la catedral dirigía por debajo de sus negras y largas pestañas miradas provocativas a la joven regordeta que había cantado el rondó de Lucía. Después supe que era su maestro de música.
Aplaudimos esta vez más sinceramente.
—¡Olé el presbítero! —gritó D. Acisclo.
Tres o cuatro curiosos se habían parado a la puerta de la calle, y al través de las rejas de la cancela nos miraban sin curiosidad alguna, atentos sólo a la música. Cuando ésta cesó, siguieron su camino.
—Ea, basta de coloquio —dijo Pepita, acercándose a su hermana y a mí, que aún continuábamos sentados. —Llevan ustedes media hora juntos, y el reglamento de la casa no permite más que quince minutos.
Levanté los ojos hacia ella, sorprendido.
—Sí, señor, quince minutos. Ninguno puede estar junto a una niña más de ese tiempo, y yo soy la encargada de hacer cumplir la orden… ¡Uf! Si alzase la mano, esta casa se convertiría muy pronto en una gorrería. Con ustedes he guardado consideración porque ésta es mi hermana… y porque se lo merece… y porque usted tiene buen aquel… ¡y porque me ha dado la gana, vamos!… ¿Verdá uté que apetece comérsela? —añadió tomando la barba de su hermanita con dos dedos y sacudiéndole la cabeza. —¿No sería una pena que esta naranjita de la China se fuese a sentar en el polletón?
—¡Qué tonta! —exclamó Joaquinita, pareciendo que se ruborizaba.
—Vaya, dígame con franqueza, ¿qué le parece a usted de la soirée de Cachupín? —me preguntó, cambiando con afectada volubilidad de conversación.
—¿Qué soirée?
—Esta en que usted se encuentra. ¿Ha estado usted en su vida en otra más cachupinesca?
—¡Oh! —exclamé apresuradamente. —¡Nada de eso! Es una tertulia muy agradable y distinguida.
—Con poca luz, ¿verdad? —dijo sonriendo maliciosamente.
—Así está mejor. La media luz en un patio de éstos hace muy bien; le da un carácter misterioso y poético.
—Pues mire usted, nosotras no hemos querido hacerlo más poético, sino gastar menos, ¿sabe usted? —repuso con desenfado, mirándome a los ojos con tal expresión burlona que me inquietaba. —Antes teníamos cuatro quinqués encendidos; pero, hijo, se gastaba un Potosí, y nosotras estamos más pobrecitas que las arañas. Nos hicimos partidarias del obscurantismo… Hay que tener mucho ojo, por supuesto, porque ¡viene aquí cada gachó!… No paro de un lado a otro, como usted ve. Parezco una maestra de escuela… ¿No ha pasado usted al buffet?
—No —dije sencillamente.
Soltó una carcajada.
—Pues allí lo tiene usted, en aquel rinconcito.
—¡Qué loca eres, Pepita! —exclamó Joaquinita, riendo también.
En el rincón que señalaba con la mano había una mesilla, y sobre ella una botella de agua con algunos vasos.
—En nuestros buenos tiempos, poníamos azucarillos. Era el siglo de oro de la casa de Anguita. Ahora, hijo mío, estamos en plena decadencia. Ni la casa de Austria ha venido nunca tan a menos. Fuera los azucarillos, que gravan el presupuesto. Luego, no crea usted, había aquí muchos que se los comían secos por golosina. ¡Una ruina, hijo, una ruina! ¿Ve usted aquel pollito que parece un lenguado gaditano en tartera, aquél que se mete el dedo por la nariz en busca de los sesos? Pues ése se ha comido trece una noche, y no le pasó nada. Por supuesto, yo le eché de casa inmediatamente; pero volvió al día siguiente pidiendo perdón y que no lo haría más. Le abrimos otra vez la puerta, y le guardamos los panalitos… En fin, cuando se vuelva a Madrid, ya puede usted decir que ha estado en una reunión cursi, ¡pero cursi de verdad! No le falta a usted más que conocer a Cachupín. En seguidita va a salir… ¡Mire usted qué mono! —añadió dirigiendo los ojos al otro extremo del patio, donde conversaban, al lado del piano, el cura y su discípula. —Allí está don Alejandro hecho un caramelo con Elena. ¡De todos los gorros, los que más me sublevan son éstos de iglesia! Voy allá ahora mismo.
Y partió como una saeta hacia ellos.
—Márchese usted —me dijo Joaquinita, dirigiéndome una mirada impregnada de simpatía. —Márchese usted, para que no digan. En cuanto estemos separados un ratito, ya podemos juntarnos otra vez y disfrutar otro cuarto de hora de seguridad. Hasta luego.
Aparteme de ella y di una vuelta por el patio, observando la algazara que reinaba. Me llamó la atención una joven bastante linda que, mientras hablaba con don Acisclo, dirigía miradas de amor al través del follaje de una hortensia al lenguado gaditano, que le correspondía por el mismo conducto, sin dejar de meterse el dedo en la nariz. Los lienzos de las paredes estaban llenos de cuadros al óleo. Me acerqué a examinarlos y, aunque disto de ser inteligente en pintura, me parecieron horrendos mamarrachos. Por una de las puertas vi salir a Villa, y me acerqué a él.
—¿Al fin pudo usted llegar a la cocina? —le pregunté riendo.
—Al fin. Nada más que un achuchón rápido ahí en el pasillo, ¿sabe usted? Aproveché el momento en que Pepita hablaba con ustedes.
—Estuve largo rato con Joaquinita. Es una chica muy amable.
—¿Cree usted?… —respondió dirigiéndome una mirada risueña y burlona.
—Hombre… así me lo ha parecido —repliqué un poco acortado.
—Bueno, bueno; por mi parte que se le expida el título.
Como estuviésemos en un rincón y nadie nos observase, quise enterarme mejor de la vida de aquella familia. Villa me puso al corriente de todo. Las de Anguita eran hijas de un médico ya anciano, que había gozado de mucha clientela en Sevilla en otro tiempo. O por su edad avanzada, o porque hubiesen llegado otros médicos jóvenes de valía, o por las irregularidades de las hijas, es lo cierto que poco a poco se le había ido marchando la parroquia, quedándole en la actualidad muy contadas familias. Su mujer había muerto hacía bastantes años. Las niñas, educadas sin la vigilancia materna, habían dado siempre bastante que decir por sus extravagancias. Mientras las ganancias del papá fueron crecidas, en la casa se gastaba por largo, se vivía con desahogo y con lujo; hasta tenían coche. Nadie pensaba en mañana. El señor Anguita, un viejo maníaco, que había gozado fama de excelente médico, aunque en realidad nunca se hubiese cuidado gran cosa de los enfermos, dejaba a sus hijas la dirección económica de la casa, que no podía ser más desastrosa. La pasión del viejo era el arte, y su orgullo ser inteligente en pintura. Que le dijesen que había hecho tal o cual cura maravillosa, le tenía sin cuidado. En cambio, si le venían a consultar sobre el mérito de un cuadro, o le nombraban jurado en los exámenes de la escuela de Bellas Artes, le causaban vivo placer. No le molestaba su decadencia profesional más que por el momentáneo disgusto que sentía cuando sus hijas le pedían dinero y no podía dárselo. Éstas la soportaban también o aparentaban soportarla con filosofía, y en vez de retraerse del trato social, que origina gastos, preferían exhibir y burlarse de su propia pobreza, asistiendo a todos los sitios donde no costase dinero, haciendo diariamente un número incalculable de visitas y dando reuniones del jaez de la presente. Villa suponía que en estas burlas había cierta afectación y que era un procedimiento ingenioso para poder seguir tirando sin desdoro. Por lo demás, no se pasaba mal a su lado. Admitían cualquier broma sin enfadarse, y eran caritativas y serviciales. No ocultaban su afán por tener marido, y aun hacían chistes bastante graciosos sobre esta su manía con el mayor descaro. Antes que el ridículo viniese a ellas, iban a su encuentro. Ramoncita, la primera, se había echado ya en el surco, y sólo vagamente pensaba en la posibilidad de atrapar un esposo. Mantenía amistad íntima, estrechísima, con dos de las damas que allí estaban, de su misma edad, poco más o menos, y entre las tres no solo sabían lo que pasaba en Sevilla, sino en todo el reino de Andalucía. Dedicábase también a leer por los libros de medicina de su papá, y estaba tan enterada del organismo humano como un médico, particularmente de determinadas funciones. Sin embarazo alguno, en términos técnicos, hablaba de las materias más escabrosas de la medicina. Su hermana Joaquina se caracterizaba por un deseo furioso, frenético de casarse. Según ella misma confesaba, le habían entrado las «ganazas». Porque al decir de Ramoncita, el deseo de hallar marido en una mujer podía dividirse en tres etapas. Desde los quince a los veinte debía llamarse el período de las «ganitas», de los veinte a los veinticinco, el de las «ganas», y de los veinticinco a los treinta, el de las «ganazas». Pepita, la última, era una chica sin atadero. Sin embargo, Villa creía que era la mejor de las tres, a pesar de que en su locura entraba un poco de farsa, o lo que es igual, se hacía más loca de lo que era.
—La broma que le he dado no vaya usted a creer que es enteramente infundada. Esa muchacha está empeñada a sangre y fuego en que le haga el amor.
—¿Y es verdad que le espera por la noche para verle pasar cuando usted se retira?
—¡Tan cierto! Y lo gracioso es que vengo de dar algunas vueltas por delante de la casa de Isabel, que esta aquí cerca, en la calle de Trajano.
—¡Pobrecilla! Pues si es así, mucho debe de padecer con sus bromas.
—No lo crea usted. Cuando usted la trate más, ya verá adónde llega su despreocupación.
Justamente en aquel momento se acercó a nosotros Pepita, diciendo:
—¡A que están ustedes hablando de mí!
—¡A que sí! —respondió el comandante riendo. —Estaba enterando a mi amigo de los secretos de la casa y descubriéndole el carácter y las mañas de cada una de ustedes. Se hallaba usted sobre el tapete.
—Le diría usted alguna sandez, como si lo viera.
—Muchas gracias; le estaba diciendo ahora mismo que sentía en el alma no poder corresponder al amor de usted. Si usted hubiera llegado antes…
—Pero ¿ha visto usted en su vida —dirigiéndose a mí— un hombre más simple y más retontísimo? No crea usted que es broma. Todo eso se lo cree. ¡Y mire usted que el bocado es apetitoso! Un señor que ya no puede con la fe del bautismo en papeles. ¡Repare usted qué patas…! ¡Qué pies! Con dos juanetes que parecen dos flanes.
—Bueno; insulte usted cuanto quiera. Cuanto más feo sea yo, peor gusto será el de usted.
La entrada, por una de las puertas que comunicaban con las habitaciones interiores, de un caballero anciano nos interrumpió.
—Aquí tiene usted un Cachupín —me dijo Pepita—. Voy a presentarle a usted. Papá —dirigiéndose al anciano—, te presento un nuevo amigo, el señor Sanjurjo, un joven muy guapo, muy simpático y además un gran poeta. ¿Eh? ¿Qué tal?
—Muy señor mío, muy señor mío —respondió el anciano, inclinándose.
He visto en mi vida pocas cosas tan estrafalarias como el señor de Anguita. Era alto, enjuto, rasurado, dejando solamente unas cortas patillas blancas; los ojos, grandes, apagados, vidriosos; la tez, pálida, y los dientes, largos y amarillos. Traía gorro de terciopelo azul en la cabeza, bordado probablemente por sus hijas; bata de color de canela, y sobre la bata, dejándola al descubierto por debajo, un gabán de verano.
—Conque poeta… poeta —murmuró con voz opaca y acento fatigado. —Yo soy muy aficionado a la poesía. En mis buenos tiempos también escribí versos.
—Muy lindos, por cierto —interrumpió Pepita. —Mi papá, ahí donde usted le ve, ha sido el gallito de Sevilla. Traía dislocadas a las niñas con sus chalecos y sus palabritas.
—¡Picaruela! —murmuró el anciano, tocándole la cara con manifiesta ternura. —La poesía es cosa superior, superior… ¡Pero como la pintura!… A la pintura no llega nada en el mundo.
—Ya sé que es usted aficionado, y muy inteligente —le dije.
—Aficionado solamente —repuso sonriendo con beatitud. —No le diré a usted que a fuerza de ver y observar no sepa distinguir un poco; pero eso no vale nada.
Villa, para darle por el gusto, le invitó a que nos mostrase su galería de cuadros, a lo cual accedió inmediatamente. La mayor parte estaban colgados debajo de los arcos del patio. Pepita encendió una bujía y la fue acercando a cada uno para que le viésemos bien, mientras el señor de Anguita, que traía constantemente las manos atrás, separaba de vez en cuando la derecha para señalarnos los primores de ejecución que abundaban en casi todos. Cuando era una marina, el agua se transparentaba, parecía que «podía meterse la mano en ella»; si se trataba de un paisaje de montaña, «apetecía triscar por las praderas, se sentía casi el olor del heno»; las figuras «estaban todas hablando, no les faltaba más que moverse». En fin, el señor de Anguita creía que su galería podía competir con las mejores de Madrid. Pepita aplaudía también calurosamente, con su habitual exageración, en cada obra que examinábamos. Los apellidos de los artistas eran totalmente desconocidos. La mayor parte jóvenes que, según el dueño de la casa, darían mucho que decir y echarían pronto la pata a Fortuny y a Rosales. Cuando hubimos terminado, Villa y Pepita se unieron a la tertulia, y observé que el comandante estaba jacarero y guasón hasta lo sumo, haciendo reír con sus bromas a todos, menos a D. Acisclo, que no debía de ver con buenos ojos que se riesen otros chistes más que los suyos. El anciano médico me llevó a un rincón, y allí, de pie, con las manos cruzadas siempre sobre los riñones, siguió hablándome de pintura. Confesaba que su galería no era de las más ricas y, sobre todo, carecía de firmas acreditadas; pero estaba seguro, en cambio, de poseer obras notabilísimas, dignas de inmortalizar a sus autores. Por más que éstos no fuesen exagerados en el precio de sus cuadros, una colección como aquélla sólo podía adquirirse a fuerza de tiempo y serios dispendios.
—¿Cuánto calcula usted que llevo gastado en cuadros? —me dijo mirándome a los ojos fijamente.
—Phs… Yo no soy perito en la materia…
—Vamos, una cifra aproximada…
—Nada… no puedo calcular…
—Pues llevo sacados del bolsillo más de cinco mil reales —manifestó solemnemente, separando una mano de la espalda y poniéndomela sobre el hombro.
—Pues son caros… digo, son baratos… Porque los hay magníficos.
—¡Maravillosos!
Poco después, el señor de Anguita me manifestó que sentía frío, lo cual me sorprendió casi tanto como el coste de su galería. No estaba por la vida en los patios. Ni en el mes de Agosto entraba en el suyo sin ponerse gabán. Sus hijas se empeñaban en anticipar la estación porque aún no hacía calor, ¿verdad? Yo, que sudaba por todos los poros, convine con él en que más bien hacía fresco, y con esta respuesta le confirmé, al parecer, en la idea que había concebido de retirarse. Lo cual puso en práctica, no sin ofrecérseme mucho y poner su casa a mi disposición. Pero éste no era un favor muy señalado, porque, según Villa, no había perro ni gato en Sevilla que no entrase allí como Pedro por su casa.
Elena, la discípula del presbítero, se marchaba en aquel momento, aunque no eran más de la diez. Su tío, un señor viejo, bajo y regordete como ella, de labios abultados y fisonomía riente, que andaba por los rincones solitario, no consentía retirarse después de esta hora. La niña, que era vivaracha y traviesa, al despedirse con ruidosos besos de sus amigas, procuraba ponerle en ridículo: «Qué quieres, hija; mi tío se empeña en hacer competencia a las gallinas. Voy a leerle la vida del santo del día. No puede dormirse sin enterarse de los martirios de Santa Irene o San Lorenzo. Adiós, adiós; pedid a la Virgen que sane mi tío de la cabeza». Éste, fuertemente amoscado, habiéndose desvanecido la sonrisa que constantemente brillaba en su rostro, se despedía también sin encontrar palabras con que disculpar su extravagancia. Procuraba poner prisa para librarse de las risas de los tertulios. Al salir al portal, llamaba a la cancela una joven con la cabeza rebujada en toquilla de color rosa, acompañada de un criado con librea. Elena y ella se tropezaron y se saludaron con efusión, besándose repetidas veces. Oí las carcajadas de la recién llegada, sin duda producidas por las bromitas de la amiguita contra su tío. El clérigo de las granadinas no tardó mucho en despedirse también. La joven que entraba era la condesita del Padul, la adorada de mi amigo Villa. Y en verdad que tenía excelente gusto. Por la tarde, al cruzar rápidamente por la calle de las Sierpes, no había podido apreciar bien la belleza singular de su rostro, la gracia y esbeltez de su figura. Era una mujer hermosa de veras. El color de oro de sus cabellos formaba contraste delicioso con el negro de sus ojos. La expresión de su fisonomía suave y atractiva; los ademanes nobles. Toda su gentil persona revelaba bien claro la egregia cuna en que había nacido. Vestía con sencillez y elegancia, denunciando el corte parisién las prendas que llevaba sobre sí. Saludó a todas las damas con efusión cariñosa. Después la vi dirigirse sonriente a Villa y apretarle la mano. Su presencia causó en la tertulia alguna turbación, y eso que ella procuraba con familiar amabilidad que nadie se moviese de su sitio. Me pareció que no estaba orgullosa de su elevada alcurnia, o que, si lo estaba, sabía disimularlo perfectamente. Como me dirigiese algunas miradas de curiosidad, sin duda por no haberme visto nunca en la tertulia, Joaquinita se apresuró a presentarme. Me dio la mano con suma cortesía y me dirigió una sonrisa tan amable que me sentí cautivado. Y como yo, al parecer, todos los demás, porque desde su entrada las miradas de los pollastres se dirigían a ella y las de las muchachas también. Lisonjeada con el afecto que la demostraban, la gallarda condesa se esforzaba en aparecer más llana y más amable aún.
Me sacó de mi contemplación admirativa Joaquinita, que me invitó de nuevo a sentarme a su lado en la mecedora. «Ya tenemos otro cuarto de hora para hablar», me dijo. En esta segunda conferencia me pareció la segundogénita de Anguita un poquito pesada y dulzona. Se enteró de mi patria y familia, y me hizo que le narrase algunos pormenores de mi existencia. Claro que no le dije una palabra del asunto que a Sevilla me trajo. Venía sólo a dar una vuelta por Andalucía y a conocer unos parientes que tenía en Sanlúcar. Semejaba interesarse en todo lo que me atañía, de un modo tan vivo que me causaba sorpresa y alguna inquietud. Entre col y col me dirigía frases lisonjeras, aprovechando cualquier ocasión para enaltecer mi carácter (¿cuándo lo habría conocido?), y el ingenio que se revelaba en mis palabras. En suma, era como el dulce de piña, que al principio gusta mucho, y cansa pronto. Deseaba ya dejarla, pero no era empresa fácil. No consentía que se hiciera pausa en nuestra conversación. Me acordé entonces de la sonrisa de Villa cuando le hablé de ella y empecé a explicármela. Observando mi distracción, me dijo:
—¿Qué es eso? ¿Repara usted en la seriedad de Villa? Siempre le pasa igual. En cuanto llega Isabel, concluyen las guasitas. Se queda con una cara larga, larga, que da pena mirársela… ¡Pobrecillo! Está enamorado hasta las cachas.
Yo, que no había reparado en ello, me convencí, mirando al comandante, de que la observación era tan fina y maliciosa como exacta. Desde la entrada de la condesita no se mostraba como antes alegre y desenfadado. Las frases jocosas que aún soltaba iban claramente impregnadas de la preocupación de su espíritu. Isabel, en cambio, se mostraba cada vez más amable y afectuosa con él y con todo el mundo, particularmente con él. Estaba rodeada de pollos que la incensaban sin descanso. A todos contestaba con la misma sonrisa candorosa, enloquecedora. Si a alguno distinguía, era a Villa, en quien posaba a menudo con amorosa expresión sus grandes ojos inocentes y límpidos. Y yo, desde lejos, notaba el estremecimiento que aquella mirada clara producía en mi amigo, y le envidiaba.
La tertulia se deshizo tarde. Algunos criados entraron a buscar a sus señoras y aguardaron largo rato allá dentro, en la cocina. A las doce y media vino el conde viudo del Padul a recoger a su hija, y ésta fue la señal del desfile. Llegaba del Círculo de Labradores, donde, según me dijo uno, iba dejando ya, sobre el tapete verde de la mesa de juego, una fortuna. Era hombre de media edad aún, vigoroso, en quien los excesos de su vida disipada no se reconocían más que en la mirada vaga y perezosa. Reconocíase en él a un mismo tiempo al caballero y al calavera. Sevilla entera recordaba todavía sus aventuras galantes, sus orgías, sus duelos singulares y temerosos, la barbarie inconcebible de algunos actos ejecutados en el frenesí de la embriaguez. Saludó con amabilidad caballeresca, no exenta de protección, a todo el mundo, y se llevó a su hija. En pos de él nos marchamos todos. Las de Anguita salieron hasta el medio de la calle a despedir a sus amigas. Pepita me preguntó si volvería al día siguiente, y como le respondiese que no sabía si me sería posible, dijo haciendo un mohín de enfado que yo era «tan chinchoso y tan apestoso» como mi amigo Villa. Salimos formando grupos, que se fueron dispersando por las laberínticas encrucijadas de las calles. Villa iba delante dando vaya a unas muchachas, alegre otra vez y despreocupado. Yo le seguía, llevando a mi lado al humorista D. Acisclo. No sabiendo cómo entablar conversación con él, le dije:
—Es muy amena la tertulia de estas señoritas… y muy original… Se pasa bien el rato.
—Usted es forastero, ¿verdad? —me preguntó gravemente.
—Sí, señor; hasta ahora no había estado en Andalucía.
—Pues ha hecho usted bien en venir, porque en Sevilla sólo hay tres cosas dignas de verse: la catedral, el alcázar y el patio de las de Anguita —repuso con graciosa solemnidad.