V

A SEVILLA

RANDE fue la tristeza y desconsuelo que sentí al tener noticia de la marcha precipitada, o más bien fuga, de las monjas. Bien imaginé que debió de ser causada por la indiscreción y necedad de D. Nemesio, a quien dediqué desde entonces en mi pecho tanto odio por lo menos como debía de profesarle el juez catalán que con nosotros había viajado. Nunca más quise jugar al billar con él; y eso que llegó a ofrecerme el mísero cuatro rayas. ¡Cuatro rayas a mi, que, dando un trallazo, me salen palos por todos lados!

En cambio, me sentí más inclinado desde entonces al malagueño, o para hablar más propiamente, me fue menos antipático. Después de todo, si a él le gustaba también la hermana, nuestra desgracia era común. Verdad es que la soportaba con más filosofía. Cuando supo la ocurrencia de D. Nemesio, rió largamente y la glosó con muchos y sabrosos comentarios; pero no volvió a acordarse de las monjas. Si yo le sacaba la conversación me respondía en un tono tan frívolo y aun se corría a veces a tan libres y groseras frases que me herían. Debo confesar que allá, en el fondo, el disgusto se mezclaba con la satisfacción de advertir que la graciosa hermana sólo pasajeramente había impresionado su corazón.

Pasaron los días, y llegó el de mi marcha. El malagueño se había ido el anterior para su tierra. Yo, en vez de irme a Madrid, tomé el tren de Sevilla. Porque es bien que sepan ustedes que desde el instante mismo en que tuve conocimiento de la huida de las monjas concebí el proyecto y aun formé propósito de ir a esta ciudad en cuanto pudiese hacerlo sin ser advertido. No lo comuniqué absolutamente con nadie, mucho menos, por supuesto, con Suárez; antes procuraba mañosamente despistarle hablándole de mis quehaceres en Madrid y la necesidad que sentía de terminarlos pronto para restituirme a mi país, donde mi padre reclamaba mi presencia inmediata para otros asuntos urgentes. En fin, que en cuanto llevase los quince días justos de aguas iba a Andújar a tomar el expreso de Madrid para llegar más pronto. Tuve la suerte de que él se fuese primero, y así lo hice a mi salvo.

Cuando el tren arrancó y me vi caminando a gran velocidad hacia el Mediodía, experimenté viva y dulce agitación; sacudió mi cuerpo un estremecimiento deleitoso. Siempre que camino con rapidez en cualquier vehículo me sucede algo semejante. El movimiento me embriaga y me comunica instantáneamente la sensación de la fuerza y el triunfo. Por eso he pensado muchas veces que los carros de los héroes griegos, arrastrados por veloces corceles, debían contribuir no poco a aumentar su esfuerzo y coraje en las batallas. Pues a esta sensación perturbadora añadíase al presente una inquietud vaga, no exenta de voluptuosidad, que me apretaba la garganta y me producía un cosquilleo grato. Pensaba en los ojos de la hermana San Sulpicio. Y como si el tren, con su marcha pujante y vertiginosa, me dotase del poder que me faltaba para hacerla mía, sentíame feliz hasta llorar. Una angustia deliciosa me oprimía el pecho blandamente. Sentía escalofríos de anhelo y voluptuosidad, cual si me hallase a las puertas mismas de la dicha. Pasado aquel extraño transporte, que debe achacarse en gran parte a la material impresión del movimiento, me sentí tranquilo; pero me confesé ingenuamente que estaba enamorado de la monja sevillana mucho más aún de lo que había imaginado. Cruzó por mi mente la idea de lo que debía hacer cuando llegase a Sevilla; pero súbito la aparté con miedo de la imaginación. En realidad, ése era un problema insoluble en tal momento. Más valía entregarse a la esperanza consoladora de que todo saldría a medida de mis deseos, pensar en las gracias de mi hermoso dueño, recrearse rumiando los dichosos instantes que a su lado había pasado, y cuando llegase a la capital de Andalucía, ya veríamos lo que se había de hacer. Me puse a componerle unos versos, unas quintillas; mas a la segunda tropecé con un consonante difícil, labios; resabios no pegaba, ni menos los otros poquísimos que hay. Así que un poco irritado rasgué el papel y lo arrojé por la ventanilla.

La locomotora corría por los campos de la provincia de Córdoba. Cubiertos de tiernos trigos se extendían en planicie de un verde pálido, cortados bruscamente por el muro sombrío y adusto de la sierra. Cuando nos acercamos a la ciudad, me sentí impresionado vivamente por la grandeza de sus recuerdos. Aquel montón de casas que se alzaba pardo y melancólico entre el río y la montaña había sido la gran ciudad del Occidente, la capital del mundo civilizado. Al ruido, a la alegría que en otro tiempo reinaran en ella, habían sucedido años y años, siglos y siglos de silencio y tristeza. Veíala con la imaginación hermosa y feliz enmedio de una comarca fértil, risueña, abundante en toda clase de cosechas, ocupando una vasta extensión con sus murallas resplandecientes, provista de puertas monumentales, de infinitas calles donde las máquinas de riego abatían el polvo. Innumerables transeúntes discurrían por ellas, entrando y saliendo de sus bazares a cuyas puertas pendían ricos damascos y tapices. En todas partes se alzaban suntuosos palacios, más bellos y suntuosos por dentro que por fuera: en todas partes bosques y jardines públicos donde sus felices moradores se solazaban con el aroma del azahar, del cinamomo y almoraduj. En torno de ella los amenos vergeles o almuzaras se extendían a lo lejos, poblados de arboledas umbrías, de fuentes murmuradoras, de pájaros parleros. Enhiesta sobre el alminar de la mezquita la media luna elevaba sus cuernos poderosos protegiendo a la ciudad. El ruido de los carros, de los escuadrones que a todas horas entraban y salían por sus puertas, de las máquinas de guerra, el gozoso rumor que se elevaba de sus talleres, donde fabricaban la inmensa variedad de artefactos que exigía su refinada cultura, la hacían bulliciosa y resonante. Veía la falda de la sierra cuajada de casas de campo, retiros deleitosos donde los caballeros árabes iban con las bellas de la ciudad a celebrar sus orgías. Vínome a la memoria cierta confidencia de un escritor del tiempo del califato, acaso la única que exista de este género en su literatura. Porque esta raza grave y melancólica no gustaba de entretener al público con las propias tristezas o alegrías.

El poeta Ibn-Hazm conoció a su amada, siendo niña, en el palacio de su padre, donde estaba recibiendo educación. Su amada era hermosa, discreta y modesta; pero orgullosa y reservada. Su modo de pensar era muy severo y no mostraba inclinación por los vanos deleites, aunque tocaba el laúd admirablemente. El poeta, de la misma edad que ella, buscaba en vano ocasión de hablarla sin testigos. Una vez, en cierta fiesta que se daba en su palacio, las damas se reunieron por la tarde en un pabellón desde donde se gozaba una magnífica vista de Córdoba. Ibn-Hazm fue con ellas y se acercó al hueco de una ventana donde se encontraba la joven. Apenas le vio ésta a su lado, se huyó con graciosa ligereza hacia otra parte del pabellón. Él la siguió, y se escapó de nuevo. La hermosa niña se había hecho cargo de los sentimientos que inspiraba al hijo de su amo; pero ninguna de las otras mujeres notó nada de lo ocurrido. Cuando más tarde bajaron todas al jardín, rogaron a la amada del poeta que cantase, y él unió también sus ruegos. Cediendo a estos ruegos, comenzó tímidamente a pulsar el laúd y entonó una canción, una sentida y melancólica canción. «Mientras cantaba —dice Ibn-Hazm en su deliciosa confidencia, —no fueron las cuerdas de su laúd, sino las de mi corazón lo que hería con el plectro. Jamás se ha borrado de mi memoria aquel dichoso día, y aun en el lecho de muerte he de acordarme de él. Pero desde entonces nunca más volví a verla en mucho tiempo. Sucedió que tres días después que Mahdi subió al trono de los califas, abandonamos nuestro nuevo palacio, que estaba en la parte oriental de Córdoba, en el arrabal de Zahira, y nos fuimos a vivir a nuestra antigua morada, hacia el Occidente, en Balat-Mogith; pero por razones que es inútil exponer, la joven no se vino con nosotros».

Luego cuenta el poeta las desgracias que pasaron a su familia cuando Hischam II subió otra vez al trono. Una sola vez vio a su amada, en las exequias de un pariente; pero no la habló. Poco después tuvo que abandonar a Córdoba. «Cuando al cabo de cinco años volví a Córdoba —dice— fui a vivir a casa de unos parientes, donde la encontré de nuevo; pero estaba tan cambiada que apenas la reconocí; tuvieron que decirme quién era. Aquella flor, que había sido el encanto de cuantos la miraban, estaba ya marchita, por la necesidad de acudir a su subsistencia con un trabajo excesivo. Sin embargo, tal como estaba, aún hubiera podido hacerme el más dichoso de los mortales si me hubiera dirigido una sola palabra cariñosa; pero permaneció indiferente y fría, como siempre había estado conmigo. Esta frialdad fue poco a poco apartándome de ella. La pérdida de su hermosura hizo lo restante. Nunca dirigí contra ella la menor queja. Hoy mismo no tengo nada que echarle en cara. No me había dado derecho alguno para estar quejoso, ¿de qué la podía yo censurar? Hubiera podido quejarme de ella si me hubiera halagado con esperanzas engañadoras; pero nunca me dio la menor esperanza, nunca me prometió cosa alguna».

Busqué, en vano, con la vista el jardín donde aquellos tristes amores habían comenzado, busqué el palacio del noble poeta. ¡Cuánta alegría desvanecida! ¡Cuánta actividad aniquilada! ¡Cuánta palabra de amor, cuánta lágrima, cuánto afán, cuánto suspiro disipados para siempre!

¿Para siempre? ¿Por qué? El amor, que es la vida misma, no muere, se traslada. ¿Por ventura las golondrinas que vienen a anidar en los balcones de la Córdoba actual no aman como las que anidaban en la Córdoba antigua? ¿Y dentro de aquel montón, oscuro y melancólico, de casas no hay risas, no hay suspiros, no se vierten lágrimas de amor? El fuego que ardía en el pecho del poeta Ibn-Hazm no se había extinguido: yo lo sentía en el mío. Los hermosos ojos aterciopelados de mi graciosa sevillana valían, por lo menos, tanto como los de su bella cordobesa. Y como si la naturaleza quisiera responder con un signo afirmativo a mis reflexiones, al salir de la estación, de pie sobre un verde campo de trigo, vi una linda zagala de trece a catorce años y a un zagal de la misma edad, enlazados con un brazo por la espalda y saludando con el otro al tren que se alejaba rápido.

Según nos aproximábamos a la provincia de Sevilla, el paisaje adquiría tonos más secos y calientes. La comarca se desenvolvía ondulante como un mar de olas inmensas, petrificadas, hasta los últimos confines del horizonte. Era una tierra roja, sangrienta, que infinitas hileras de olivos rayaban de verde gris. Y posados entre ellos como blancas palomas, veíanse de vez en cuando algunos molinos donde la amarga aceituna fluía su licor. Sólo rara vez ya el verde pálido y tierno de algún sembrado despedía una nota pacífica en aquella tierra ardiente de una vitalidad feroz.

A medida que avanzábamos, el firmamento se elevaba y su azul se iba haciendo más intenso y profundo. Lucía el sol de un mediodía abrasador. La implacable intensidad de la luz me ofuscaba, haciéndome ver los términos lejanos como masas violáceas envueltas en una gasa blanca. La línea del último más bien se adivinaba que se percibía en los confines del horizonte luminoso. La naturaleza africana anunciaba ya su proximidad con los setos de pita y de higos chumbos erizados de púas. Los olivos se retorcían con furia, adoptaban posturas grotescas, chupando con ansia de aquella tierra roja las escasas partículas de agua; árboles tristes, ridículos, donde alguna vez, como en todos los seres feos de la tierra, brilla un relámpago de hermosura, cuando el viento arranca de sus pobres hojas algunos reflejos argentados.

¡Nos acercábamos a Sevilla! Sentía mi corazón palpitar con brío. Sevilla había sido siempre para mí el símbolo de la luz, la ciudad del amor y la alegría. ¡Con cuánta más razón ahora, que iba hacia ella enamorado! Veíanse ya algunas huertas de naranjos, y entre sus ramajes de esmeralda percibíanse como globos de rubíes, según la expresión de un poeta arábigo, las naranjas que de puro maduras se derretían. En las estaciones próximas, Brenes, Tocina y Empalme, observaba cierta animación, que no podía achacarse al número, harto exiguo, de viajeros. Algunas muchachas de ojos negros, con claveles rojos en el pelo, de pie sobre el andén, sonreían a los que nos asomábamos a las ventanillas. Todas las casetas de guardas tenían ya en sus ventanas macetas con flores. Hasta las guardesas, viejas y pobremente vestidas, que, con la bandera recogida, daban paso al tren, ostentaban entre sus cabellos grises algún clavel o alelí.

Por fin nos apartamos del Empalme. Debíamos parar en Sevilla. Me asomé a la ventana, y escruté con ojos ansiosos el horizonte, que ya no era ondulante, sino llano y dilatado, cubierto de sembrados, de olivos, de naranjos, cuyos distintos verdes lo matizaban alegremente. Los setos azulados de pita contribuían poderosamente a embellecerlo, y le daban ya un carácter enteramente meridional. El río se desplegaba majestuoso por medio del extenso valle. Allá en el confín del horizonte percibí una torre elevada, y al lado de ella otras varias más chicas.

—¡Sevilla! ¡Sevilla! —grité con voz recia, sin poder reprimir la extraña y viva emoción que me embargaba.

Y avergonzado en seguida de aquel grito, me volví para ver si mis compañeros se reían. Mas, contra lo que esperaba, no sucedió; antes se abalanzaron todos hacia las ventanillas, con la misma curiosidad y anhelo que si nunca la hubieran visto. Y eso que la mayor parte eran naturales y vecinos de la provincia.

—Zeviya es —dijo gravemente, después de haber sacado la cabeza por la ventanilla, un viajero de cuarenta a cincuenta años, con patillas hasta la nariz y vestido con chaqueta corta, corbata de anillo y sombrero de amplias alas.

—¿Usted la ha visto? —le pregunté con solicitud.

—¿Que zi la he visto? Veinte años he paseao por la calle de las Sierpes, y veinte mil cañas he bebío del lado de acá y otras veinte mil del lado de allá del río… Pero la suerte mía, que es más negra que un sombrero de teja, hablando con perdón, hace tiempo que me ha botado fuera… En fin, paciencia, que más pasa un cornudo…

Me admiró la tristeza del acento con que pronunció estas palabras.

—¿Ahora no vive usted en Sevilla?

—No, señor; hace seis años que estoy establecido en Cantillana.

Recordé entonces el antiguo adagio español, y le dije sonriendo:

—«Anda el diablo en Cantillana»…

—¡Ca, hombre! Ya hace mucho tiempo que no anda… Se ha marchao aburrío.

Volví a sacar la cabeza por la ventanilla riendo, y sumergí mi vista extasiada en el radioso espectáculo que delante de mí se ofrecía. Aquel panorama despertaba en mi alma una gozosa emoción. Todo parecía reír. La luz caía como una gloria del cielo sobre los campos. El aire vivo que me hería las sienes, el aroma penetrante del azahar, los olores cordiales del campo que a él se mezclaban, la caricia ardiente de aquella naturaleza poderosa que sentía en el rostro me embriagaban, me causaban escalofríos de dicha. La torre que había visto se acercaba, elevándose cada vez más a mis ojos. El blanco grupo de casas yacente a sus pies se extendía.

El tren retardó su marcha: el tic tac de las ruedas llegó más fuerte y acompasado a nuestros oídos. Entramos en la estación. Después de saludar cortésmente al desterrado de Cantillana, y sostener con esfuerzo y coraje una lucha empeñadísima con más de veinte ganapanes que trataban de arrebatarme la maleta, tomé un coche y di al cochero las señas de una casa de huéspedes situada en la calle de las Águilas, que mi sabio patrón de Marmolejo me había recomendado. Y a propósito de mi patrón, no he referido que al tiempo de partir, dándome un apretado abrazo, y sin duda para ofrecerme un testimonio maravilloso de su cariño y estimación, me reveló al oído que su famoso cañón estaba hecho de amianto. Ruego al lector que no divulgue el secreto.

El coche marchaba por una serie de calles estrechísimas, bailando muy más de la cuenta para mis huesos; pero como yo venía dispuesto a admirarme de todo y hallarlo de perlas, lejos de quejarme, sacaba a menudo la cabeza por la ventanilla y echando una ojeada a las casas de pobre apariencia que íbamos pasando, me dejaba caer otra vez sobre el asiento, exclamando lleno de gozo: «¡Oh, qué árabe, qué árabe es todo esto!».

Paramos delante de una casa, como todas las demás, pequeña, de un solo piso, con dos balcones y dos grandes ventanas enrejadas al nivel del suelo. Enrejada era también la puerta, por la cual se veía un patio con pavimento de azulejos y columnas de mármol, donde había grandes macetas con flores y plantas. «¡Qué árabe!», volví a exclamar para mis adentros, mientras buscaba por todas partes el llamador. Di por fin con un cordelito, tiré de él y sonó la campanilla. El joven que atravesó lentamente el patio y se acercó a la cancela mirándome fijamente no tenía nada de árabe, si bien se reparaba: flaco, largo, pálido, con una nariz ¡qué nariz, cielo santo!, que merecía los honores de trompa, los ojos pequeños, el pelo lacio. Vestía decentemente, por lo que vine a entender que no era criado; pero traía los pantalones cinco dedos lo menos más cortos de lo justo. Me preguntó con voz débil, como si quisiera exhalar con aquella pregunta el último aliento, qué se me ofrecía. Cuando le dije que venía en busca de alojamiento y recomendado por el dueño del Hotel Continental de Marmolejo, abrió la puerta diciendo: «¡Ah!». Después, haciendo otro supremo esfuerzo sobre sí mismo, dijo: «Matilde, Matilde», dos veces consecutivas. La chiquilla que se presentó acto continuo dando saltitos como una urraca tampoco tenía gran cosa de árabe. Representaba unos trece años, aunque después supe que contaba diez y ocho, y era de una estatura inverosímil: poco más de un metro levantaría del suelo. Con esto, la carita redonda y no desgraciada, los ojillos vivos y a medio cerrar, los ademanes resueltos y petulantes.

—¿Qué deseaba usted, caballero? —me preguntó comiéndose, como andaluza de sangre, la mitad de las letras. Al mismo tiempo cerró aún más los ojillos para mirarme, levantando la cabeza y ladeándola, como un pájaro que escucha ruido.

Volví a repetir mi demanda y la recomendación que traía. El mancebo de los pantalones cortos, tan pronto como se acercó la niña, habíase retirado majestuosamente, proyectando con su nariz en las paredes una sombra gigantesca.

—¡Ah! ¿Una habitación? Venga usted conmigo… Felicia, Felicia, ven a recoger la maleta de este caballero… Por aquí…

Después que solté el equipaje en manos de una criada que se presentó al reclamo de mi diminuta huéspeda, me condujo, sin subir escaleras, a una cámara bastante capaz y medianamente amueblada, que tenía ventana con rejas a la calle.

—¿Le gusta a usted ésta?

Como en realidad no necesitaba otra cosa mejor, dije que sí; pero la chica, temiendo no haberme dejado satisfecho, se apresuró a manifestar que había otra en el piso de arriba, que si deseaba verla…

—¿Es usted el ama? —le pregunté, convencido de que no podía serlo.

—No, señor; soy su hija… pero como si lo fuese —respondió con cierto énfasis.

Y en efecto, tan pronto como me determiné a quedar en aquel cuarto, llamó otra vez a la doméstica y comenzó a dictar una serie de disposiciones respecto al aseo del pavimento, a la cama, al lavabo, etc., en un tonillo despótico, que no dejó de causarme gracia por venir de tan microscópica persona. Observé que la criada la obedecía con prontitud y respeto, y lo mismo un criado a quien llamó para colocar la cómoda que hacía falta.

—¿El joven que salió a abrirme es pariente de usted? —le pregunté.

—¿Eduardito?… Es mi hermano.

Raro me pareció que llamase Eduardito a aquel mastuerzo, y más ella que podría pasar sin inclinarse por debajo de sus piernas.

—¿Pues sabe usted que tienen ustedes bien poco parecido?

—¿No es verdad? A todo el mundo le sorprende… Pues tan poco como en la figura nos parecemos en el carácter. A él se le pasea el alma por el cuerpo…

—Y a usted no le cabe dentro.

—Cierto —respondió riendo. —Vaya, le dejo a usted, que tengo mucho que hacer… ¿Quiere usted tomar algo?… Pues cuando me necesite no tiene usted más que dar una voz… La hora de comer a las siete… ¿Quiere usted que le limpien las botas?… Gervasio, Gervasio, ven aquí… Limpia las botas de este señor en un momentito… ¡Vivo!, ¡vivo!… Vaya, hasta luego… ¿Su gracia de usted, caballero?

—Ceferino Sanjurjo.

—Mil gracias. Hasta luego.

Así que me hube lavado y aliñado un poco, viendo que aún no eran más de las cuatro de la tarde, salí a dar un paseo por la ciudad. No tengo para qué advertir que la idea que me embargaba totalmente en aquel momento era la de hallar y ver el convento o colegio del Corazón de María, donde tenía el mío prisionero. No quise llamar a Matilde; pero espié sus pasos, y, cuando la vi en el patio, salí de mi cuarto metiéndome los guantes y me hice el encontradizo.

—¿Va usted a dar un paseíto? —me preguntó como si nos tratásemos hacía años.

—Voy a ver un poco las calles hasta la hora de comer… ¿Usted sabe dónde está un convento que se llama, según creo, del Corazón de María? —le pregunté afectando gran indiferencia.

—Del Corazón de María… del Corazón de María —respondió llevándose el dedito a la frente como para recapacitar. —Aguarde usted un poco… ¿No es un colegio de niñas?

—Creo que sí.

—Pues debe de estar, me parece, en la calle de San José… ¿Sabe usted allá?

—¡Si no he estado jamás en Sevilla!

—¡Ah! Bien. Pues es muy fácil. No tiene usted más que seguir esta misma calle hasta la Alfalfa, ¿sabe? Allí tuerce usted a la izquierda por una calle que se llama de Luchana; ve usted una iglesia, la de San Isidoro; en seguidita otra, la de San Alberto; baja usted un poco, y a la derecha encuentra usted una calle que se llama de la Perla; entra usted en la calle de la Carne, y allí está la de San José… ¿Ha comprendido usted?

—Perfectamente —respondí, convencido de que sería inútil hacérselo repetir.

Y salí a la calle dispuesto a llegar allá a fuerza de preguntas. El aspecto de la ciudad me sorprendió y cautivó al mismo tiempo. Aquellas calles estrechísimas, tortuosas, desiguales; aquellos patios de jaspeadas columnas atestados de flores, que se divisaban al través de las cancelas, formando contraste con la modesta apariencia de las casas; el filete de cielo azul resplandeciente que se veía allá arriba, forzando con su viva luz irresistible la angostura de las calles; la animación y el ruido que por todas partes reinaban, despertaron en mi alma una alegría que jamás hasta entonces había sentido: la alegría del sitio. Había visto en mi país hermosos paisajes rientes como no es posible verlos en ningún paraje de la tierra, había asistido al levante del sol en la playa de Vigo, había escalado y hollado con mi pie las famosas montañas de Asturias. En todas partes, el espectáculo de la naturaleza, aun en sus momentos risueños, me había empujado blandamente a la meditación y a una dulce melancolía. Nada de esto sucedía ahora. El cielo comunicaba su alegría a la ciudad y la ciudad la comunicaba al corazón del que la recorría. Por las grandes ventanas enrejadas mis ojos exploraban sin obstáculo lo interior de las viviendas. En una cosían dos jóvenes vestidas de blanco, con rosas en el pelo. Al observar la mirada insistente que les eché, sonrieron burlonamente. En otra, una joven tocaba el piano, de espaldas a la calle: me paré un instante a escucharlo, y conmigo una mujer del pueblo que, metiendo la cara por las rejas, dijo:

—Señorita, señorita.

La joven se volvió preguntando:

—¿Qué se ofrece?

—Na, señorita; que me gutaba uté por etrá y quería ver si po elante…

—¿Y cómo soy por delante? —replicó la chica sin turbarse.

—Como un botón de rosa, mi corasón.

—Muchas gracias.

Y se volvió tranquilamente para seguir tocando.

Yo me alejé riendo de aquella singular escena.

En otra, un padre o preceptor estaba enseñando el abecedario a un chicuelo de doce a catorce años; en otra se merendaba; en otra se tocaba la guitarra, digo, en otras, porque fueron bastantes las en que oí los acordes suaves del instrumento nacional. Cuando venía algún coche o carro, era menester que los transeúntes nos metiésemos en un portal para no ser atropellados, porque la calle, a duras penas, dejaba paso al vehículo. Todos los balcones y ventanas estaban adornados con tiestos que rebosaban de flores: los claveles de una ventana besaban muchas veces las rosas de la de enfrente. Las mujeres que encontraba, jóvenes y viejas, las traían asimismo en el pelo. El piso no era terso ni cómodo: los pies bañaban sobre los guijarros y pseudoadoquines, con grave detrimento de los callos: además, se corría peligro inminente de resbalar en alguna corteza de naranja o de sandía o de tomate, de que había buena copia: de los balcones las dejaban caer sin aprensión ninguna sobre los que pasábamos. De vez en cuando llegaban a la nariz fuertes tufaradas de azahar, que casi le suspendían a uno los sentidos.

Pues no hallé, como digo, medio mejor para llegar a la calle de San José que ir preguntando a los que cruzaban. Y cierto que no me pesó de ello. Todos me respondían con extremada cortesía y se paraban a darme cuantas noticias juzgaban necesarias. Algunos llevaban su amabilidad hasta el punto de acompañarme un buen trecho de camino para dejarme bien encaminado. Y aquí debo advertir que, así como en Madrid la expresión peculiar y nativa de los rostros es la hostilidad, en Sevilla es la benevolencia. Quizá será porque aún no han alcanzado ese grado supremo de la civilización en el que un saludable desprecio de todo es el fundamento de las virtudes públicas y privadas.

—¿La calle de San José?… ¿Me hace usted el favor?…

—Tá uté en eya, cabayero.

—¿Sabe usted dónde se encuentra el convento o colegio del Corazón de María? —pregunté a la buena mujer, viendo, al echar una mirada a la calle, que había tres o cuatro edificios de aspecto eclesiástico.

—No puedo desirle… Pero aguárdeme uté un momentito, que voy a preguntarlo.

Se fue calle arriba y entró en una tienda. A los pocos segundos salió de nuevo y vino a decirme que el colegio estaba próximo a la iglesia.

—En esa casa que hase rincón, ¿sabe uté?

Le di las gracias y me dirigí hacia allá a paso lento. Por si acaso la mujer me estaba mirando, entré en el portal, aunque sin ánimo alguno de llamar a la puerta. Era un edificio viejo sin fachada regular. No tenía más que unas cuantas ventanas distribuidas caprichosamente por ella, lo cual me hizo presumir que lo principal de él debía dar a algún jardín. El portal grande, cuadrado y feo, extremadamente limpio. Empotrada en la pared una hornacina con cristal donde se veía la imagen de la Virgen, a la cual alumbraba una lámpara de aceite colgada del techo. La puerta era de roble viejo, labrada como las de las iglesias: a su lado había una ventanita sin rejas. Al poner allí el pie me sentí fuertemente conmovido. La idea de que detrás de aquella puerta estaba mi dueño querido, la saladísima hermana, hacía brincar mi corazón. Pegué el oído a la cerradura por si lograba escuchar algo, y en efecto, oí voces y risas. La ilusión me hizo creer que la hermana San Sulpicio era la que gritaba reprendiendo a una niña. Mas las voces y las risas se aproximaron repentinamente, y apenas tuve tiempo a ponerme en la calle de dos saltos, cuando se abrió la puerta con estrépito y aparecieron hasta media docena de niñas y detrás de ellas dos criadas que se alejaron calle arriba. Por no exponerme a otro susto, y por considerar que nada adelantaba con quedarme en el portal, también me aparté del colegio echándole, sin embargo, miradas codiciosas y tristes.

Llegué a casa, después de caminar entre calles algún tiempo, a la hora precisa de comer. Mi diminuta huéspeda me salió al encuentro y me abocó con familiaridad no exenta de protección.

—Se habrá usted perdido, por supuesto.

—Alguna vez; pero he preguntado y fui saliendo adelante.

—Pues hijo, como usted tardaba tanto, ya creía que se nos había extraviado. Estaba pensando en poner un anuncio en los papeles… Buena carpanta traerá ya, ¿verdá uté?

—Así, así.

—Pues a comer, hijo, ¡andandito!

Y se alejó como un jilguero que va a posarse en otra rama.

En el comedor, y sentados a la mesa, estaban cuatro señores con los cuales cambié un ceremonioso saludo. Uno de ellos era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía simpática, facciones correctas y barba castaña recortada. Supe después que se llamaba D. Alfredo Villa, nacido en Cádiz y comandante de infantería. Otro de los comensales era un señor de patillas blancas, rostro atezado y expresivo, que me dijeron era alcalde de uno de los pueblos de la provincia, no recuerdo cuál: se llamaba Cueto. Otro un jovencito rubio, estudiante de Derecho. Otro, por fin, un catalán de rostro anguloso y escuálido, ojos saltones y bigotes largos y caídos como un chino, a quien llamaban Llagostera. Así que me hube sentado apareció Eduardito, que también tomó asiento, o por mejor decir, se dejó caer exánime en la silla al lado de nosotros. La comida principió silenciosa, pero no tardó en animarse generalizándose la conversación; y ¡caso extraño!, a pesar de tanto andaluz como allí había, el que llevaba la voz cantante era el catalán. Y más extraño aún que lo hiciera ordinariamente para decir pestes de Andalucía, y en especial de Sevilla. Siempre se sentaba a la mesa furioso, según pude observar en los días sucesivos. Generalmente su mal humor principiaba adoptando la forma irónica.

—Don Alfredo (dirigiéndose al comandante), ¿no sabe que ma ancargado unos patines?… ¿Para qué?… Pues para andar por las calles. ¿Le parese no estar bien lisas con los cascos de pimientos y naranjas que hay por todas partes?

Abría extraordinariamente las vocales y cerraba los ojos y alargaba los labios para dar realce gracioso a su humorismo.

—Disen, don Alfredo, que es magnífica la enstalasión que el munisipio de Sevilla ha dadicado an la asposisión da Barselona a las cañas da mansanilla. Supongo que no dajarán ustedes de mandar alguna bailaora… Y qué tal, don Alfredo, ¿no ha venido todavía ningún inglés que compre la Giralda?

El comandante y los demás comensales eran de buena pasta y respondían sin incomodarse pizca a estas bromitas. Llagostera pensaba que eran la flor y la suprema expresión del humorismo y la sal ática. Por supuesto que, al cabo de algunos dimes y diretes, salía siempre con las manos en la cabeza.

—Oiga, comandante: no habrán dajado de mandar a la asposisión una buena partida de naranjas y melones…

—Melones, no —respondió Villa. —Con los catalanes no hay competencia en ese ramo.

Los demás reían y Llagostera se amoscaba inmediatamente, y principiaba a poner a la Andalucía y a los andaluces como hoja de perejil.

—Aquí no hay formalitat, ¿sabe?, (dirigiéndose a mi). Busté va, pongo por caso, a un café y pide media copa de cognac, y le cobran treinta santimos. Pues al día siguiente pide busté lo mismo, y le cobran treinta y sinco. ¿As esto formalitat? ¿As esto desensia?… Luego busté va al teatro, y por ver una mala comedia le llevan tres pesetas… An Barselona, por una peseta ¿sabe?, está toda la noche muy arrellanado en una butaca y oye una ópera cantada por los mejores artistas catalanes, con cuerpo de baile, y además, si quiere, ve también volatines, ¿sabe? Si va a un restaurant, no as como aquí, no le dan camarones y naranjas, y l'assan luego en la cuenta. Allí, buen solomillo, buenas rajas de salchichón, pedasos de ternera como alpargatas… Mire, an el restaurant del Comersio, por una peseta y media ¿sabe?, se dan cuatro platos fuertes y vino del Priorato. Si busté porta el pan, antonses son sinco reales…

No se cansaba jamás Llagostera de enumerar las ventajas positivas de Barcelona sobre Sevilla, y sobre el resto del mundo. Además, lo que le ponía fuera de sí era la holgazanería de los andaluces.

—Aquí busté no pida trabajo (siempre dirigiéndose a mí). No hay una mala fábrica. A las cuatro de la tarde ¿sabe?, los hombres astán santados a la puerta de casa tocando la guitarra. Cuando les cae del sielo una peseta van al café, piden unas cañas y dan al moso un real de propina. An Barselona ningún moso puede tomar propina. ¿El café cuesta un real? Pues sa deja el real sobre el platillo y sa va…

Esto de la propina lo tenía sobre el corazón. Era, en su concepto, uno de los vicios que roen el corazón de la sociedad contemporánea.

Pues además de la supremacía de Barcelona sobre todas las cosas creadas, Llagostera tenía otra aún mucho más notable especialidad, y era la de haber estado en todos los sitios que se mencionaban en la conversación, haber presenciado todos los sucesos notables e intervenido casi siempre en ellos directa o indirectamente. Había ejercido profesiones tan heterogéneas como las de militar y contratista de obras públicas, inspector de policía y periodista, etc. Si se hablaba de la cuestión de Oriente, él había estado en los principados de la Moldavia y la Valaquia, hoy Rumania, construyendo unos ferrocarriles, y contaba anécdotas más o menos interesantes, describía el carácter de los príncipes rusos con quienes había tratado familiarmente y las costumbres feudales de aquellos países.

—Una tarde iba yo con el prínsipe de Golitchof an una briska, un carruajito, ¿sabe?, y ancontramos unos carros que impedían el paso; los carreteros astaban dormidos allí serca. El prínsipe saltó del coche, y a latigaso limpio los fue despertando. ¿Busté cree que sa quejaron siquiera? Nada, sa fueron a los carros y los apartaron sin desir palabra.

Hablando de América, la había recorrido de un cabo a otro, había cazado tigres con el presidente de Guatemala y se había batido en calidad de coronel contra el ejército de San Salvador. Saliendo a cuento el asesinato del general Prim, nos dijo que pocos momentos antes había escuchado en una taberna la conversación de los asesinos, y que no había ido a dar parte porque, advirtiendo que los escuchaban, uno de ellos le había seguido durante varios días después, sin duda para asesinarle en el caso de que los denunciara. Por último, habiendo sacado el estudiante de Derecho la conversación de toros, nos explicó cómo en Burdeos le habían tomado a él por un torero, y con tal motivo le habían agasajado muchísimo. El alcalde de las patillas blancas, que hasta entonces había guardado silencio, sin levantar la cabeza del plato, alzola ahora con sorpresa, y echándole una mirada de sorna y cólera al mismo tiempo, le atajó diciendo:

—¡Compare, no diga uté por ahí que le han tomao por un torero, porque le van a dar un tiro!

El catalán sostuvo con brío lo que había dicho; pero viendo que todos reíamos y que Cueto no respondía, se calló por algunos instantes, con señales de enojo.

Villa comenzó a embromar a Eduardito. Al parecer, este lánguido mancebo estaba perdidamente enamorado de una vecina amiga de su madre y hermana, lo cual era causa de haber perdido el apetito casi enteramente. Lo original del caso es que, según me dijeron, la vecinita contaba más de veintisiete años, y él no había cumplido diez y nueve aún.

—Eduardito, ¿pongo para usted?

—Muchas gracias, señor Villa… Basta… basta.

—Vamos, joven, ¡valor! Este aloncito nada más. Me ha dicho Fernanda que le desagrada muchísimo que usted no coma.

—Ya empieza la guasa, ¿eh? —respondía Eduardito, mostrando síntomas de temor.

—Palabra de honor. Me ha dicho que si usted continúa enflaqueciendo de ese modo, se va a ver en la precisión de darle calabazas… Dice ella, y a mi ver tiene razón, que quiere casarse con un hombre, no con un pájaro disecado de la calle de la Mar.

—Vaya, don Alfredo, no la tome usted siempre conmigo.

—Pues a comer. Tengo encargo de cuidarle a usted… y las órdenes de las damas son sagradas.

El cómo le había entrado el amor a Eduardito nadie lo sabía. Fernanda frecuentaba la casa hacía ya bastantes años: les había visto criarse, lo mismo a él que a Matilde, les había vestido y peinado infinitas veces, les llevaba a su casa a pasar el día, y se divertía en cortar y coser casullas para el primero (que en sus primeros años mostraba decidida vocación por el estado eclesiástico) y en aderezar vestidos para las muñecas de la segunda. Andando el tiempo, como Matilde era precoz, y despierta de inteligencia, Fernanda la hizo confidente de sus secretos, y, poco a poco, a pesar de la diferencia de años, se fue trabando estrecha amistad entre ellas. Es más, como Matilde tenía un carácter más firme, o era más tiesecilla, según la expresión vulgar, pronto llegó a dominar a su dócil y bonachona amiga. Mas por lo que respecta a Eduardito, nunca había cesado aquel sentimiento de protección maternal con que Fernanda le trataba. Cuando iba a la escuela, ella era quien le recosía los sietes de los pantalones, para que su padre, que entonces vivía, no se los abriese en la piel, le limpiaba los mocos con su propio pañuelo, y le pasaba una toalla mojada por la cara cuando ésta venía demasiadamente puerca. Después que entró a cursar la segunda enseñanza, si ya no ejercía estos mismos oficios con él, los desempeñaba análogos. Lavábale y planchábale los pañuelos del cuello, le hacía el lazo de la corbata, ocultaba con alguna piadosa mentira sus fechurías, y de vez en cuando le metía en el bolsillo alguna peseta. Eduardito, como niño mimado, la trataba sin pizca de miramiento, desvergonzándose con ella en cuanto le reprendía cualquier travesura.

Mas hete aquí que a lo mejor nuestro mancebo comienza a estar serio y taciturno delante de ella, y a clavarle a hurtadillas unos ojazos que daban susto. Con esto, en vez de pasear todo el día por las calles con sus amigos, o ir a la puerta de Jerez a echar flores a las cigarreras, o a esperar por la tarde la vuelta de las operarias de la Cartuja, le gusta quedarse en casa cuando Fernanda va a pasar la tarde con su hermana y visitar con frecuencia la casa del padre de aquélla, que era maestro tornero en bronce y marfil. ¿Y todo para qué? Para estarse quieto en una silla las horas muertas sin chistar, como si asistiera a un duelo. A pesar de que las señales eran manifiestas y que las mujeres, sobre todo si son andaluzas, saben leer pronto y bien en el pecho de los galanes, tardó bastante tiempo Fernanda en darse cuenta de la afición de Eduardito. Tan asombroso y extravagante era aquel amor, que aun después de advertido no quería creer en él, y no dio parte a nadie, porque a la verdad le parecía ridículo.

Fernanda era una morena de facciones incorrectas, nada bonita y poco graciosa. Tenía siempre desmesuradas ojeras, que con la edad se iban acentuando, y le faltaba un diente de los más principales, lo que le hacía silbar las palabras de un modo nada grato. Además, estaba bastante ajada, como que ya iba traspasando los límites de la juventud. Pero el amor es ciego, y donde los demás veíamos insignificancia y fealdad, él veía hermosura simpar y perfección. La primera que lo observó, después de la interesada, fue su hermana. Luego fue del dominio público. Eduardito descaecía a ojos vistas; la nariz, siempre protuberante, se le había pronunciado de tal modo insólito y bárbaro, que más parecía accesorio defensivo de algún animal extraño, que parte integrante del organismo humano. Todos deseaban que aquello se resolviese de alguna manera. Porque les dolía la consunción de un joven tan notable en su aspecto físico como en el moral, según tendremos ocasión de ver.

Sin embargo, la protección que los huéspedes le dispensaban, lejos de satisfacerle, le disgustaba, y hasta llegaba a enfurecerle. No podía resistir que hablasen de él a Fernanda y le pintasen su amor y sus penas. Así que manifestó claramente su desabrimiento cuando Villa le dijo que por la tarde había charlado un rato con aquélla a la reja, y que el tema de su conversación había sido él.

—Yo creo, don Alfredo —profirió el mancebo muy amoscado, —que no había necesidad de que usted se metiese en cosas que no le importan.

—Pero, criatura, si usted no acaba de declararse. ¿Quiere usted que tengamos el cargo de conciencia de verle escaparse por la corbata el día menos pensado por falta de cuatro palabritas?

—Bueno, pues déjeme usted escaparme. Ni a usted ni a nadie le ha de venir ningún perjuicio por eso… Acaso valdría más que sucediera —añadió por lo bajo, con voz conmovida y pugnando por detener las lágrimas.

—Vamos, don Alfredo, no le maree más… Mire que yo también voy a poner sus trapiyos sobre la mesa —dijo la brevísima Matilde, que mientras comíamos se movía espiando nuestros deseos, satisfaciéndolos o haciéndolos satisfacer por Gervasio.

El comandante se puso un poco colorado.

—Vaya, vaya, a callar, Colibrí. Más te valiera tener cuidado de que este arroz estuviese sabroso.

—Es que, hijo mío, el arrós es muy ladrón; toita la sustansia se traga.

—Pues avisa a la guardia civil, porque yo no tolero más robos de esta clase… Y diga usted, señor Cueto —añadió cambiando de conversación, por temor sin duda de que Matildita cumpliese la amenaza, —¿piensa usted quedarse muchos días entre nosotros esta vez?

—No, señor. Me voy mañana.

—Prontito. ¿Han ganado ustedes al fin las elecciones?

—¡Pues qué íbamos a hasé! Eso me trae todavía. Nunca farta un enrediyo.

—Aquel escribano que tanto les combatía a ustedes estará furioso.

—El pobresito ha fallesido.

—¡Hombre!…

—Sí, antes de las elecsione… Verá usté qué cosa más rara. ¿Se acuerda usté de cuando estuve aquí, hase un mes? Pues bueno; hablando con el señor gobernaor de nuestros asuntos, le dije con franquesa lo que había, que el escribano tiraba de mucha gente y que la madeja estaba muy enredá; hasía farta que él pujase desde arriba hasta echar los hígados para que saliésemos adelante. «¿Sabe usté, alcarde, lo que se me ha ocurrío hase un momento?, me dijo. Me ha dao de repente en el corasón que a ese escribano le va a pasar argo antes de las elecsione… Es un presentimiento… vamos… y mire usté, cuando yo he tenío alguno casi siempre se ha realisao. Ese hombre, para mí, no hase las elecsiones». No me acordé más de aquel dicho, y me fui al pueblo. ¿Querrá usté creer que a los ocho días justitos, al retirarse por la noche a su casa, le dejaron tendío de un tiro en la cabesa? ¡Y luego dirán que no debemos creer en las corasonadas!

Sentí un leve escalofrío y cambié una mirada significativa con Villa.

—He venío —continuó— porque el jues se ha empeñao en procesar a un pobresiyo, que enjamás ha matao una mosca. Ya ve usté, antes que yeven al palo a un inosente, ¿no es mejor que nos boten ese jues y nos pongan otro?

A pesar de la entonación seria con que pronunciaba estas palabras y del gesto triste y compasivo con que las acompañaba, creí advertir debajo de ellas una ironía feroz que me causó miedo y repugnancia.

—Para elecciones reñidas, las que yo he presenciado en Jerez a raíz de la restauración —dijo Villa.

—Durante los años de la revolución, parece que la gente tomaba menos interés en ellas. Sin duda fiaba más en los motines y algaradas que a cada momento había —manifesté yo.

El catalán, que hacía lo menos cinco minutos que no hablaba y estaba pesaroso, cogió la ocasión por los cabellos para interrumpirnos diciendo con sonrisa entre humilde y petulante:

—¡La restaurasión! ¡Je, je! La restaurasión; aquí donde ustedes ma ven, si no es por mí no sa hase.

Todos levantamos vivamente la cabeza y le miramos, y nos miramos después con estupor.

—Sí, señor; si no es por mí no sa hase —repitió acentuando la sonrisa y gozándose, sin duda, en nuestra sorpresa. —Atiendan un poco. Yo escribía los sueltos antonses en El Tiempo, y hasía, además, la confecsión, ¿sabe? Todos los personajes de Madrit ma quitaban el sombrero y venían a buscarme para que les pusiera algún sueltesito dándoles bombo. Llagustera para aquí; Llagustera para allí; Llagustera, venga a almorsar conmigo; Llagustera, suba al coche, le llevaré a su casa. An fin, poco faltaba para que ma limpiasen las botas, ¿sabe? Uno de los más amigos era el general Martínez Campos. Muchas tardes echábamos grandes párrafos en el Salón de Conferensias. Pocos días antes del golpe de Sagunto, le ancontré tumbado an un diván dormitando. ¡Hola, mi general! Está usté descansando, ¿verdat?, le dije poniéndole la mano en el hombro. —Dájeme usted, Llagustera; ando muy preocupado estos días; los compañeros ma ampujan a que saque los soldados a la calle, y ya ve usté, eso es más fásil desirlo que haserlo. Por otra parte, Cánovas no quiere por ahora, y el elemento sivil tampoco… Así que, a la verdat, no sé qué haser… ¿Busté qué me aconseja, señor Llagustera? —Hombre, yo no conosco bien el espíritu del ejérsito, pero a mí me parese ¿sabe?, que no debe busté intentar nada en Madrit; debe trabajar el ejérsito del Norte o el del Sentro. Después que le dije esto, sa quedó muy pensativo, y a los pocos días fue cuando sa escapó a Sagunto a ponerse al frente del ejérsito del Sentro, y ya saben lo que pasó.

El catalán sonreía de un modo beatífico, acabando de decir esto. Un silencio lúgubre siguió a sus palabras. Quién más, quién menos, todos estábamos irritados de tal desvergüenza, y teníamos los ojos puestos en el plato. Al cabo de algunos segundos, Cueto levantó la cabeza, y encarándose con él, le preguntó con impertinencia:

—Oiga usté, señor Llagostera, ¿su padre de usté era de Cabra?

—No, señor; ¿por qué lo pregunta?

—Por na… Es que a los de Cabra los suelen llamar cabrones.

Quedé espantado. Creí que aquella agresión brutal iba a producir una escena trágica. Pero afortunadamente no fue así. El catalán dijo que aquel insulto no se lo diría fuera. Cueto respondió que se lo repetiría donde y cuando gustase. Llagostera replicó que él no era hombre de navaja, sino de pistola y espada, y que ventilaba los asuntos de honor como un caballero, y que mirase por sí, pues en el Perú (donde había sido hombre de Estado y coronel) había tenido tres desafíos, uno de ellos con rifle, al estilo americano. Cueto manifestó que él se pasaba todos los estilos por tal y por cual, y que para zanjar asuntos semejantes no había más que dar solitos una vuelta por la orilla del río. A todo esto, sin embargo, ninguno de los dos se levantaba de la silla, y seguían engullendo lo que les ponían delante, sin ánimo declarado de tomar el fresco; por lo cual nos sosegamos todos. Villa, guiñándome el ojo, entabló nueva conversación, y a los pocos momentos nadie se acordaba de tal desagradable incidente.

Dormí bastante mal aquella noche. De un lado, la incertidumbre sobre lo que debía hacer para ponerme de nuevo en relación con mi adorada monja, de otro, la dureza bravía de la cama, me hacían dar más vueltas que un argadillo. Por la mañana, la microscópica Matildita vino a preguntarme cómo había dormido.

—Muy mal —le respondí.

—¿Y eso?

—No sé… me parece que la cama es algo dura.

—Pues, hijo mío, si tiene uté tres colchones. Esta noche le pondré a uté otro.

—No; mejor será que me quite usted los tres y ponga uno blando.

Más de una docena de veces entró y salió aquella mañana en mi cuarto. Los múltiples quehaceres de la casa la obligaban a cada momento a interrumpir la conversación y marcharse. Por último se decidió a sentarse en una mecedora, diciendo:

—De aquí no me levanto ya lo menos en un cuarto de hora… Digo, a no ser que uté quiera quedarse solo…

Le expresé mi placer en verme tan gentilmente acompañado, y no fingía; porque además de no tener en qué ocuparme, me recreaba al mirar aquella figurita meciéndose en la butaca con gran cuidado para no mostrar las piernas.

—¿Es usted viajante de comercio, don Ceferino? —me preguntó.

—No, señorita; soy poeta.

—¡Ah, poeta! ¡Qué bonito! ¿Hace usted versos? ¿Me leerá usted algunos?, ¿verdad?

—Con mucho gusto —respondí, sintiendo súbito por aquella niña ardiente simpatía.

—A mí me gustan muchísimo los versos, ¡me encantan!, ¿sabe uté? A casa venía un chico que los hacía, ¡tan bonitos!, ¡tan bonitos! Vamos, eran preciosos. Otros los hacían bonitos también, pero como Pepe Ruiz, ninguno. Verá uté, a mí me dedicó unos que tengo arriba guardados… Principiaban… Hojas del árbol caídas —juguete del viento son

Las ilusiones perdidas —hojas son ¡ay!, desprendidas— del árbol del corazón —concluí yo.

—¡Toma! ¿También usted los sabe?

—Sí, señorita; son de Espronceda.

—No, hijo mío, que no son de ese caballero, que son de Pepe Ruiz; yo misma se los he visto escribir —replicó con energía.

—Entonces serán de los dos —repuse. —No hay nada perdido.

—Vamos, dígame usted algunos suyos. Si usted es poeta estará enamorado, ¿eh? ¡A que sí! Todos los poetas son muy enamorados. Pepe Ruiz ¡uf!, a todas cuantas veía les pedía la conversación.

Yo, que sentía la comezón de todos los que aman por explayarme y narrar las menudencias de mis amores, respondí sonriendo:

—Pues sí… creo que lo estoy un poco.

—Una mijita, ¿eh? ¿Ve uté como a mí no se me escapa nada? —exclamó, rebosando de alegría y triunfo, como si hubiera descubierto un tesoro escondido.

Me obligó a contarle, con todos los pormenores posibles, la historia de mi incipiente pasión. Por cierto que, al decirle que el objeto de ella era una monja, se asustó; pero le expliqué cumplidamente el caso y volvió a sosegarse. No conocía a Gloria, aunque había oído hablar de ella a sus amigas y tenía noticia de su familia. Sabiendo que no había rechazado mis instancias (creo que mi vanidad me hizo correrme un poco en este punto) y que tenía deseos de salir del convento, me brindó su protección, con la misma autoridad y firmeza que si fuese el capitán general del distrito y pusiera a mis órdenes las fuerzas de la guarnición, para sacar a la hermana de su celda y volverla al mundo.

—Nada, nada, ya verá uté cómo eso se arregla y le casamos en seguidita. ¡Vaya con don Ceferino, llegar a Sevilla enamorado ya de una sevillana!

—Ya ve usted… y siendo yo gallego.

—¿Cómo gallego? —exclamó cambiando repentinamente de expresión, en el colmo del estupor. —¿Pues no me había dicho hace un momento que era poeta?

—Bueno, soy poeta y gallego a la vez.

Me costó trabajo hacerle entender cómo podían aliarse estas dos cualidades en una misma persona. Creía que ser gallego y llevar baúles al hombro era todo uno. Hasta se me figuró que, para darse cuenta cabal del caso, se puso a recordar que yo había entrado en casa con la maleta entre las manos. Destruida a medias esta original concepción de mi procedencia natal, me volvió a pedir que le recitase algunos versos, y yo, con la buena voluntad que en este particular nos caracteriza a los poetas, lo mismo líricos que dramáticos, le dije un número considerable de sonetos, después otro aún mayor de quintillas, luego algunos romancitos. En fin, que estuve soltando versos a chorro más de una hora. Matildita, en quien encarnaba dichosamente el espíritu amplio y receptivo del Ateneo de Madrid, los encontraba todos deliciosos, insuperables; batía las diminutas manos contra los brazos de la mecedora, y en sus ojillos, medio cerrados siempre, chispeaba un gozo vivo y sincero. Tuve que prometer dedicarle unos, y ella me aseguró noblemente que los guardaría siempre al lado de los inmortales de Pepe Ruiz.

La verdad es que me caía muy en gracia aquella chiquilla, con su entonación protectora y su modo de hablar breve e imperioso. Parecía cansada de la vida y muy experimentada en todos sus casos y circunstancias. A cada paso me llamaba hijo, hijo mío, y por lo que pude colegir, se pagaba mucho de ser una inteligentísima e inapreciable consejera, sobre todo en negocios de amor. Por varias reticencias que le escuché en sus discursos, entendí también que Cupido le había sido adverso, y que sólo después de una dolorosísima experiencia había llegado a adquirir un conocimiento exacto y completo de las tretas de este dios, lo cual la ponía ahora en situación de aleccionar a los neófitos como yo y prevenirles. Después de repetidas instancias por mi parte, me confesó que el dios alado se le había presentado hacía tres años en forma de aspirante a telégrafos.

—¡Tres años! Sería usted una criaturita.

—No, hijo, que tenía ya cerca de quince años… Era guapo, buen mozo, y tenía unos ojos muy pícaros… Venía mucho por casa, porque era amigo de Eduardito. Una mañana que me encontró sola barriendo, me pidió conversación. Yo le di… con la escoba en la cabeza; pero otra me quedaba dentro, porque ¿sabe uté? Felipe me gustaba… nada más que por el aquel que tenía… Cantaba los tangos ¡que había que oírle! Le digo a uté que había que oírle. Bailaba panaderos como un gitano de la Macarena. ¡Y luego tan guasón! Nunca se sabía cuándo hablaba formal. Verá uté. Un día le preguntamos por su hermano, que estaba en Cádiz, y nos respondió, con una cara muy larga, que se había muerto. Todos lo creímos. Uté también lo creería, ¿verdad? Pues nada; por la tarde se dejó entrar diciendo que todo era mentira. Tenía el muchacho la sal de María Santísima… No sé quién le sopló a mi padre (q. e. g. e.) que estábamos en relaciones, y le echó de casa a pescozones… sí, señor, a pescozones… y creo que también le dio algún puntapié… Pero como yo estaba ya metida en el querer, ¿sabe uté?, no importó na. Le hablaba por la reja. En esta misma ventana, ¡cuántas horas habré pasado hablando con él! ¡Me tenía encandilaíta aquel gitano! Yo no salía a paseo porque él no quería; me obligó a no dar la mano a ningún hombre, me quitó el flequillo del pelo, me quitó el corsé…

—¿Cómo el corsé? —pregunté sorprendido.

—Sí, señor; el corsé… ¿Uté no sabe? Aquí hay muchos que no quieren que sus novias gasten corsé… porque así gustan menos a los otros…

Los amores de Matildita habían terminado de un modo tristísimo. El aspirante guasón «le había dado el pego» con una amiguita que vivía por allí cerca. Pero como todos los traidores tienen su recompensa, a los pocos meses tronó también con ella.

—Ahora será ya telegrafista.

—No, señor; es soldado de caballería. Salió reprobado en los exámenes, ¿sabe uté?, y su padre le echó de casa. El pobre chico, aburrío, sentó plaza… Y le está muy bien el uniforme, no crea uté, con su chaquetilla azul y su sable arrastrando…

—Vamos, eso prueba que si quisiera otra vez volver sumiso a sus pies…

Matildita frunció la frente con severidad, y con su manecita hizo un ademán dignísimo.