III

ME ENAMORO DE LA HERMANA SAN SULPICIO

OS días después, el señor Paco, yendo conmigo de paseo otra vez, me reveló la mitad de su secreto. Los alemanes no podían vencer porque tenía pensado ofrecer a la Francia un sistema de cañones que daba al traste con todos los inventos que hasta ahora se habían realizado en materia de artillería. Era un cañón el suyo extraordinario, mejor dicho, maravilloso; un hombre lo podía subir a la montaña más alta.

—No será de hierro.

—No, señor.

—¿De madera?

—Tampoco.

—¿De papel?

—No, señor.

Quedeme reflexionando un instante.

—¿Y tiene el mismo calibre que los demás?

—Cuanto se quiera.

—¡No comprendo!…

El señor Paco me miraba con sus grandes ojos inocentes, donde brillaba una sonrisa de triunfo.

—No puedo decirle ahora, D. Ceferino, de qué está hecho; pero no tardará usted en saberlo… Dentro de pocos días empezará a construirse el modelo en París… Ya verá usted, ya verá adónde llega mi nombre… Por supuesto que si Bismarck supiese lo que tiene encima, ya estaría ofreciéndome el dinero que quisiera… Pero yo no le vendo el secreto así me entierre en oro, ¿está usted?… Aunque sea de balde se lo doy yo al francés primero que al pruso… Cada hombre tiene su simpatía, ¡vamos!… Usted tiene más aquel por una persona, y le da la sangre del brazo, y a otro ni el agua…

—Tiene usted mucha razón —repuse. —El asunto es tan serio y trascendental que los intereses particulares de una persona, siquiera sean los del mismo inventor, deben posponerse a los de tantos millones de seres…

El inventor quiso conmoverse.

—Sí, señor; primero me quedo con él en el cuerpo que se lo dé al príncipe de Bismarck… y eso que mire usted, D. Ceferino, yo no tengo motivo para estar agradecido de los franceses. Aquí ha venido uno hace dos años, un monsieur Lefebre, que me ha quedado a deber quince días de pupilaje.

—Doblemente le honra a usted esa generosidad.

Se enterneció el señor Paco, y si hubiera insistido un poco, tengo la seguridad de que llegaría a revelarme la primera materia de su famoso cañón; pero tenía yo prisa en aquel momento y no abusé de su blandura.

Las monjas, como me había dicho el patrón, ocupaban dos habitaciones no lejos de la mía. En una de ellas dormía la madre y en la otra las hermanas San Sulpicio y María de la Luz. No bajaban a comer en la mesa redonda, sino que lo hacían en su cuarto. Lo mismo los suyos que el mío, tenían la salida a un corredor abierto que daba sobre el patio.

La tarde del mismo día en que llegué, volví a verlas en la galería de las aguas, y las saludé con mucha cortesía. Me contestaron igualmente, y observé que la hermana San Sulpicio me dirigió una franca sonrisa muy amable. Tuve tentaciones de acercarme a ellas y entablar conversación, pero vacilé durante tres o cuatro vueltas, y cuando iba a decidirme a ello, se fueron a buscar la calesa para trasladarse a casa. Al día siguiente por la mañana no las vi. El que escanciaba el agua me dijo que habían estado. Por el patrón supe que se levantaban con estrellas e iban a la iglesia a oír la misa de alba y hacer sus oraciones: después bebían el agua y se retiraban a sus aposentos. Sólo una que otra vez tornaban al manantial antes de almorzar. No sé por qué me molestó un poco no haberlas tropezado; tal vez por ser las únicas personas que allí conocía. Porque D. Nemesio, que me acompañaba bastante, a fuerza de atenciones se me había hecho antipático, abrumador. No podía asomar la cabeza fuera de mi cuarto sin que me invitase a una partidita de billar o de tresillo, o a ir de paseo o a beber una botella de cerveza. Y su conversación interminable, prosaica, me aburría tan extremadamente, que ya le huía como al sol del mediodía. Luego aquella curiosidad maldita, aquel afán inmoderado de saber la vida de uno con todos sus pormenores, lo que había hecho y lo que pensaba hacer, era para desesperarse.

Cuando hube leído algún tiempo tumbado sobre la cama (después de haber rechazado la invitación de D. Nemesio para jugar unas carambolas), salí con objeto de dar un paseo hacia el manantial. La hermana San Sulpicio cruzaba al mismo tiempo por el corredor, y cruzaba tan velozmente que el vestido se le enganchó en un clavo de la pared y se rasgó con un siete formidable.

—¡Jesús, qué dichosos clavos! —exclamó con rabia, dando una patadita en el suelo y mirando con tristeza el desperfecto.

—Ahora me toca a mí reír, hermana.

—Ríase usted, ríase usted sin cumplimientos —me respondió con viveza, riendo ella la primera.

—No soy rencoroso —repuse en tono dulzón y galante; y acercándome al mismo tiempo, me incliné y besé su crucifijo.

—¿Y por qué había de guardarme rencor? ¿Por la risa del otro día?… ¡Pues, hijo, si yo nací riendo, y hasta es fácil que me ría cuando esté dando las últimas boqueadas!

—Hace usted bien en reírse, y aunque sea de mí se lo agradezco por el gusto que me da el ver una boca tan fresca y tan linda.

—¡Oiga! ¿No sabe que es pecado echar flores a una monja, y mucho más que ésta las escuche?

—Me confesaré, y en paz.

—No basta; es necesario arrepentirse y hacer propósito de no volver a pecar.

—¡Es difícil, hermana!

—Pues yo no quiero darle ocasión. Adiós.

Y se alejó corriendo; mas a los pocos pasos volvió la cabeza, y haciendo una mueca expresiva, sin dejar de correr, me dijo:

—Tenemos a la madre enferma, ¿sabe?

—¿Qué tiene? —pregunté avanzando muy serio, con el objeto de no espantarla y obligarla a detenerse.

—No sé… Cosas de mujeres cuando nos hacemos viejas, ¿sabe usted? —respondió con desenfado.

—Pues dígale que si necesita mis servicios, tendré mucho gusto en prestárselos. Soy médico.

—¡Ah! ¿Es usted médico? Pues ya tiene obra en que poner las manos. En cuantito lo sepa la madre, ya le está a usted llamando… váyase, váyase, criatura, si no quiere que le secuestren.

—Le repito que tendré mucho gusto en ello. Aquí aguardo a que me llame.

La hermana entró en el cuarto, y salió a los pocos momentos.

—¡No se lo decía! —exclamó. —Entre, entre, pobrecito, y no eche la culpa a nadie, que usted se la ha tenido.

Y al mismo tiempo me empujaba suavemente.

Estaba en lo cierto. La buena madre era una fuente de chorro continuo para describir las mil y una enfermedades que padecía.

En aquellos momentos decía sentir una gran bola en el vientre, tan fría que la helaba; al mismo tiempo se quejaba de dolor de cabeza. Para ponerme en antecedentes de la dolencia empleó cerca de media hora, con una prolijidad tan fatigosa que a cualquiera desesperaría. Pero yo me hallaba en tan buena disposición de espíritu, que la escuchaba sin disgusto. La hermana San Sulpicio me miraba en tanto con ojos de compasión: parecían decirme: «¡Pobre señor! Conste que yo no tengo la culpa». De vez en cuando fijaba los míos en ella, y también procuraba decirle tácitamente: «No me compadezca usted; me encuentro muy bien. La molestia de los oídos se compensa muy bien con el placer de los ojos».

Cuando la madre hubo concluido su relación, o al menos cuando creí que la había concluido, tomé la palabra y, recordando medianamente las lecciones de mi profesor Tejeiro, comencé a soltar por la boca una granizada de términos técnicos, que yo mismo quedé asombrado. A la paciente debió de hacerle un gran bien, a juzgar por la expresión feliz con que me escuchaba, tanto que estuve ya por no recetar y darla por curada; pero en cuanto terminé comenzaron las preguntas:

—Diga usted, señor, ¿y esta bola fría cree usted que algún día la arrojaré?

—Esa bola no es más que una sensación: no tiene realidad; es un fenómeno nervioso. Porque los nervios, que son los que transmiten nuestras sensaciones al cerebro, a veces nos engañan, son falsos corresponsales… Verá usted; nosotros tenemos un centro nervioso en el cerebro, de donde parten…

Y me enfrasqué en una descripción anatómica, procurando ponerla al alcance de las inteligencias femeniles a quienes iba dirigida. Después me preguntó si tenía algo que ver con el corazón, y le expliqué largamente lo que era esta víscera y sus relaciones con las otras de nuestro cuerpo. Luego tocó el punto del estómago, y no con menor erudición expuse mis conocimientos acerca de este importante órgano, que denominé, muy ingeniosamente, «el laboratorio químico de la vida».

La madre estaba encantada, escuchándome con verdadero arrobamiento. El médico del convento era un buen señor, pero no debía de saber gran cosa, porque apenas les decía nada de sus enfermedades ni se producía tan bien. Según me dijo el patrón más tarde, opinaba que yo era un verdadero sabio y se alegraba en el alma de haber tropezado conmigo, porque tenía muchas esperanzas de curarse con mis recetas. ¡Pobre señora!

Héteme aquí, pues, en relación amigable, y bastante íntima, con aquellas monjas, gozando bien gratuitamente de opinión de médico sapientísimo. No me pesaba de ello, por más que desde entonces saliese a cuatro o cinco consultas por día. Pero era mucho lo que me placía la vista de la hermana San Sulpicio, y mucho lo que me hacía gozar su carácter resuelto, desenfadado, tan poco monjil que verdaderamente en ocasiones asombraba. Por la tarde de aquel mismo día las acompañé mientras paseaban el agua por la galería, y charlamos animadamente con la mayor confianza, lo mismo que si nos conociésemos desde larga fecha. Tal milagro en cualquier otro punto del globo, es cosa corriente en Andalucía, donde el trato y la confianza son cosas simultáneas. No dejaba de sorprenderme que la hermana San Sulpicio me hablase ya en tono festivo y me dijese algunas bromitas delicadas, porque en mi Galicia las mujeres son más reservadas: sobre todo si visten el hábito religioso, por milagro se autorizan el departir con un joven. Pero como me agradaba, dejábame llevar por la corriente, aceptaba las bromas, y las devolvía, procurando, por supuesto, que no traspasasen los límites en que debían mantenerse tratándose de una religiosa, y hacía todo lo posible por mostrarme ingenioso y bien educado, a fin de inspirar cada vez mayor confianza.

Al día siguiente hice que me despertasen muy temprano, y fui a misa de alba. La madre tenía tan buena idea de mí, que no le sorprendió nada encontrarme en la iglesia; pero la hermana San Sulpicio me dirigió una mirada de curiosidad que me puso colorado. La verdad es que nunca he sido muy devoto, y debo confesar ingenuamente que en aquella ocasión me llevó a la iglesia, más que el deseo de asistir al santo sacrificio, la esperanza de ver a la graciosa hermana. Sin embargo, es bien que se sepa al propio tiempo que no soy ateo ni participo de las ideas materialistas del siglo en que vivimos, las cuales he combatido en verso varias veces. Soy idealista, y protesto con todas mis fuerzas contra el grosero naturalismo. Además, a un poeta lírico no le sienta mal nunca un poco de religión.

Al salir de la iglesia vino hacia mí la madre, me hizo la consulta matinal, y no tuve más remedio que acompañarlas a beber el agua, subiendo con ellas a la misma calesa. En los días que siguieron nuestra confianza y amistad crecieron extremadamente. Era su acompañante obligado en los paseos, y también en casa departíamos a menudo, ora en el cuarto de la superiora, ya sentados algún ratito en el patio. Observaba que la gente, al pasearnos en la galería o en el parque, nos miraba con curiosidad. Sobre todo a las jóvenes les llamaba mucho la atención que acompañase a unas monjas, y me dirigían miradas maliciosas y sonrisas, por donde vine a comprender que sospechaban la admiración que las virtudes y los ojos de la hermana San Sulpicio me inspiraban.

Pertenecía ésta, lo mismo que las otras, a una congregación denominada el Corazón de María, que estaba destinada a la enseñanza de niñas y habitaba un convento de Sevilla. Esta congregación era francesa y tenía varios colegios, lo mismo en España que en Francia. El superior de todos ellos era un clérigo viejecito que constantemente los estaba recorriendo para inspeccionarlos. Los votos que hacían duraban cuatro años, al cabo de los cuales se renovaban. A la tercera vez era necesario hacerlos perpetuos o salir de la congregación. Lo mismo la hermana San Sulpicio que su prima, la hermana María de la Luz, se habían educado desde muy niñas en aquel convento, del cual no habían salido más que para ejercer su ministerio en dos o tres puntos de España.

Cada momento me seducía más la gracia y el carácter campechano de la primera; y eso que más de una vez se reía, según sospecho, a mi costa. A los dos o tres días de tratarla me preguntó:

—¿De dónde es usted?

—De Bollo.

Me miró con sorpresa.

—Un pueblecito del partido judicial de Viana del Bollo, en la provincia de Orense —añadí con timidez.

Por sus ojos pasó entonces un relámpago de alegría y observé que se mordió los labios fuertemente, volviendo al mismo tiempo la cabeza.

—¿Qué? ¿Le hace a usted gracia el nombre de mi pueblo, verdad? —le pregunté, comprendiendo lo que pasaba en su interior.

—Pues sí, señor… dispénseme usted… me hace muchísima gracia —repuso, tratando de reprimir en vano las carcajadas que fluían a su boca. —Dispénseme, pero tanto bollo… vamos… es cosa que a cualquiera se le atraganta.

Después que rió cuanto quiso, me dijo:

—No creí que era usted gallego.

—¿Pues?

—No se le conoce a usted nada.

—¿Y en qué distingue usted a los gallegos, hermana?

—Pues en lo que les distingue todo el mundo… Está bien a la vista —replicó con algún embarazo.

Yo me eché a reír, adivinando que se figuraba que todos los gallegos eran criados o mozos de cuerda. Se puso un poco colorada y dijo:

—No es por nada malo… no crea usted que yo quiero rebajarlos.

En los días sucesivos observé que el sentimiento de conmiseración por la desgracia de haber nacido en Galicia no se desvanecía, mostrándome cierta simpatía y benevolencia no exentas de protección. Cuando le hice algunas preguntas acerca de Sevilla, me habló con entusiasmo y orgullo. Se sorprendía de que no hubiese estado allí. Para ella era el paraíso; un lugar de delicias, de donde nadie podía irse sin sentimiento. Apenas salía del convento, y sin embargo, el apartarse de Sevilla considerábalo como un destierro penoso. Dos años había pasado en Vergara, donde la congregación tenía colegio, y en los dos años no había hecho más que suspirar por su patria. Y eso que para la salud le probaba muy bien el país. Pero ¡qué tristeza asomar la frente por las rejas de la ventana y ver aquel cielo siempre encapotado, dejando caer, sin cansarse nunca, agua y más agua! ¡Y luego aquel modo de graznar que tiene la gente para decir lo que se le ocurre! Parecen todos algarabanes. Lo único que había sentido al dejar a Vergara fue una niña con quien se había encariñado mucho, llamada Maximina. Se habían escrito durante una temporada. Después supo que se había casado; después no supo más de ella.

—Ha muerto —le dije.

—¿Ha muerto? —repitió toda turbada. —¿La conocía usted?… ¿Dónde ha muerto?

—La conoce hoy todo el mundo. Ha muerto en Madrid. Su historia sencilla, escrita y publicada recientemente, ha hecho derramar muchas lágrimas. Aún tengo media idea de que se menciona en ella el nombre de usted.

La hermana quedó silenciosa, inmóvil. Estábamos sentados en un banco del parque, a la orilla del río, que corría triste y fangoso a nuestros pies. Delante, a corta distancia, se extendía la cortina sombría de la sierra cerrándonos el horizonte. Al cabo de algunos momentos advertí que la monja estaba llorando.

—Dispénseme usted que le haya dado la noticia así tan de repente… Yo no pensaba…

—¡Pobrecilla! ¡Si usted supiera lo buena que era aquella criatura! —dijo llevándose el pañuelo a los ojos. —Luego ha sido uno de los pocos seres que en el mundo me han querido de veras…

—¡Pocos seres!… Yo creo que se equivoca, hermana. A usted deben quererla todos los que la traten… Al menos por lo que a mí se refiere, hace poco tiempo que la conozco y ya se me figura que la quiero…

Después de decir esto comprendí que era algo descomedido y quedé confuso. Traté de atenuarlo siguiendo:

—Tiene usted un carácter abierto, campechano, que la hace muy simpática. Yo creo que la virtud y la piedad no exigen por precisión ese retraimiento, ese silencio y rostro severo y adusto que suele verse en muchas religiosas, en casi todas. Imagino que la alegría debe ser la compañera de la virtud; lo mismo opinaba Santa Teresa, como usted debe de saber. Además, un rostro sereno, risueño, una palabra cortés, indican en cualquier estado, cuando no es hipocresía, un corazón bondadoso.

Levantó la mirada húmeda hacia mí, diciendo con graciosa severidad:

—Mire que las religiosas no podemos escuchar requiebros: ya se lo he dicho.

—Éstos no son requiebros: no he dicho nada de su figura.

—Pero lisonjea usted mi carácter, que es lo mismo.

Aquella tarde estuvo triste y taciturna, lo cual me dio buena idea de ella, porque, a no dudarlo, la tristeza provenía de la noticia que le acababa de dar. Me vi precisado a conversar exclusivamente con la madre Florentina; porque pensar que se le podía sacar alguna palabra del cuerpo a la hermana María de la Luz, era pensar lo imposible. Cuando llegamos a casa, al tiempo de separarnos, la hermana San Sulpicio me dijo:

—Oiga: ¿podría proporcionarme esa novela de que me hablaba?

—¿La de Maximina?

—Sí: pediré permiso a la superiora y al confesor para leerla. Creo que me lo concederán… Y si no me lo conceden, la leeré de todos modos, aunque me cueste una severa penitencia.

Me hizo reír aquella desenvoltura, y le respondí:

—Sí, se la puedo dar a usted. Hoy mismo escribiré a Madrid pidiéndola.

La casa del famoso inventor, la Fonda Continental, se había llenado por completo. En la mesa redonda comíamos ya doce, y además había que contar las monjas, que comían en su cuarto. Por la noche, aquél me vino a pedir que consintiese poner en mi cuarto otra cama para un joven que acababa de llegar de Málaga.

—¡Pero, hombre de Dios, si apenas puedo revolverme yo!

Pues no había más remedio. El inventor tenía o decía tener con aquel joven un compromiso ineludible, y se empeñaba, con humildad, sí, pero también con firmeza, en que se pusiera la cama. Yo me indigné muchísimo y le dije algunas palabras pesadas. Por lo visto, aquel loco sabía barrer para dentro. Su mirada de perro fiel había llegado a causarme repugnancia. La verdad es que si no hubiera sido por la simpatía invencible, que ya no podía ocultarme a mí mismo, que me inspiraba la hermana San Sulpicio, aquella misma noche me habría mudado de casa. Sufrí a regañadientes la introducción de la cama, y no pude menos de dirigir al intruso, que se paseaba solo por el patio, algunas miradas coléricas. Me dispuse a estar con él lo más grosero posible.

Cuando llegó la hora de acostarse, fuime hacia el cuarto, me desnudé y me metí en la cama. Poco después de estar allí, cuando aún no me había dormido, llegó el intruso. Fingí que dormía para no saludarle. A la mañana siguiente levanteme temprano y fui a misa, según costumbre. Él no se despertó.

Era un joven de veintiséis a veintiocho años: tuve ocasión de verle bien paseando por la galería. Bajo de estatura y de color, cara redonda con ojos pequeños y vivos de una expresión firme y aviesa que le hacía desde luego antipático; pelo negro y lacio que ofrecía al descubrirse una leve y prematura calva en la coronilla. Vestía de un modo semejante a los chulos, como sucede ordinariamente con los señoritos en Andalucía; pantalón muy apretado, chaqueta corta y apretada también y hongo flexible. Aprovechando un momento en que nos encontramos al pie del manantial bebiendo el agua, me creí ya en el caso de dirigirle la palabra.

—Tengo entendido que es usted mi compañero de cuarto, caballero.

—Eso parece —me respondió en tono resuelto no exento de impertinencia.

Un poco picado por él, le dije sonriendo:

—Por cierto que ha sido bien a mi pesar. No tenía ninguna gana de compañía.

—¡Pues qué había usted de hacer! ¿Quién tiene gana de que le introduzcan una cuña?

Puesta la conversación en este terreno de franqueza un poco ruda, seguimos platicando amigablemente mientras dábamos vueltas por la galería. Mi compañero era un malagueño tan cerrado, como lo era sevillana la hermana San Sulpicio. Hablaba de la zeda, mientras ésta hablaba de la ese. Fumaba sin cesar pitillo sobre pitillo y sin cesar también escupía lanzando el chorrito de saliva por el colmillo, como sólo lo había visto hacer hasta entonces a la plebe. No obstante, era de una familia muy distinguida, hijo de un cosechero y exportador de pasas, y se llamaba Daniel Suárez. Hablamos del artículo en que su padre y él comerciaban, y observé que poseía ideas bastante prácticas, pero no muy escrupulosas, en asuntos mercantiles. Tenía un modo de producirse resuelto, serio, un poco malhumorado y desdeñoso. Jamás reía, ni sonreía siquiera. A pesar de esto no acababa de hacerse antipático. Su franqueza era un poco cínica; pero sus ideas siempre prácticas y razonables. Aquel tono malhumorado que usaba se veía bien que procedía de su temperamento, no de un espíritu vanidoso. Le pregunté por el patrón y le hablé de su invención famosa.

—Sí; es un loco mientras no se llegue a los céntimos —me respondió. —En cuanto llega a los céntimos su razón se aclara de repente, y no hay hombre más lúcido en media legua a la redonda. No tenga usted cuidado de que se equivoque cuando le ponga la cuenta.

—Más vale así, porque de otro modo, sus hijos…

—No tiene hijos. No tiene más que a su mujer y una sobrina a quienes hace trabajar como mulas de alquiler. A mi padre y a mi nos ha escrito ya más de cincuenta cartas pidiéndonos dinero para construir su cañón. No se nos ha pasado por la tela del juicio dárselo, por supuesto; pero si se lo diéramos, se quedaría con ello, y pediría en seguida a otra persona.

—Ayer, cuando me vino con la embajada de meter la cama de usted en mi cuarto, estuve a punto de incomodarme de veras y dejar la casa.

—Hubiera usted hecho bien. Si usted se incomoda de veras, le deja en paz a escape. Iría recorriendo todos los huéspedes, hasta tropezar con el tonto que necesitaba.

No me hizo maldita gracia lo del tonto; pero me callé, esperando ocasión de demostrarle que no lo era.

Cruzamos cerca de una joven elegante que venía paseando con un viejo. Mi compañero la saludó con mezcla de cortesía y displicencia, que era lo que le caracterizaba. La joven, que era lindísima, aunque un poco marchita ya, le clavó una mirada dulce y risueña, como si le quisiera fascinar.

—¿Quién es esta joven? —le pregunté.

—Pues esta joven —me contestó lanzando el chorrito de saliva por el colmillo— es hija de ese señor viejo, que se llama D. Serafín Blanco, y viven en Málaga, aunque son de Granada.

—Parece, a juzgar por la mirada que le ha echado, que no le es usted enteramente antipático.

—Ni usted tampoco, si es soltero…

—¿Tanta gana tiene de marido?

—Una mijita. Cuando su padre fue a establecerse a Málaga, hace siete u ocho años, era un hombre rico: esta niña podía tener entonces diez y seis años, lo más. Entonces era otra cosa. Con aquello de que su papá tenía cinco vapores en el muelle y arreaba cuatro jacos de primera cuando salía a paseo, y en todas partes se presentaba soplando por la trompeta, estaba la chica que cualquiera se acercaba a ella. El papá, que la quería tanto como Dios quiere a su madre, la cumplía todos los gustos, y, claro, la niña decía ¡pa riba! Llegó a tener más humo que echa una locomotora. Se acercaron tres o cuatro muchachos, hijos de labradores bastante acomodados, y… ¡de codo!… Pero ese tío ha dado de c… hace dos años. Todo aquello de los vapores y los jacos y los bailes lo llevó el aire: se quedaron con el día y la noche: los pretendientes desaparecieron, los años aumentaron, y naturalmente, la niña, en vez de decir ¡pa riba!, dice ahora ¡pa bajo!… Conque si usted quiere picar, ya sabe…

—Gracias.

—¡Phs!, la niña, aunque madurita, no tiene mal aquel… vamos… Me parece, sin embargo, que la pobrecilla irá a sentarse en el polletón.

—¿Qué es eso?

—¿No sabe usted lo que es el polletón? —preguntó, haciendo una mueca rara y dejando escapar de la garganta un sonido más raro aún, que debía de equivaler a una carcajada. —Pues es un lugar muy alto que hay allá en el cielo, donde van a sentarse las que mueren solteras.

Dimos algunas vueltas por el parque y observé que conocía mucha gente, porque al parecer era mucha la que había a la sazón, de Málaga. Lo que más me sorprendía era la seguridad y precisión con que determinaba la hacienda de cada uno de sus conocidos. Veíamos, por ejemplo, una señora con su hijo.

—El marido es comerciante en sederías. Tiene unos cuarenta mil pesos.

Encontrábamos a dos niñas con sus novios respectivos.

—Ni una peseta; el palmito y nada más.

Pasábamos cerca de un caballero anciano.

—Adiós, D. Juan… Propietario rico; su labranza vale más de cien mil pesos.

Parecía que estaba dedicado exclusivamente a tasar los bienes ajenos.

Me repugnó algo aquella sórdida cualidad. A las pocas más vueltas que dimos acerté a ver a las monjas, a quienes acababa de dejar el padre Talavera, y me despedí para acercarme a ellas.

—Vaya usted con Dios —me dijo con un acento donde creí advertir cierta burla. Al mismo tiempo observé que se fijaba descaradamente, deteniendo el paso para ello, en la hermana San Sulpicio.

La primera vez que volví a encontrarle, cuando íbamos a sentarnos a la mesa, me preguntó en tono frívolo y burlón:

—¿Qué tal la monjita?

—¿Qué monjita? —pregunté a mi vez secamente, presto a irritarme.

—¿Pues cuál ha de ser? Esa chatilla de los ojos negros que le trae a usted dislocado.

—¿Que me trae a mí dislocado? —repetí, poniéndome como una cereza. —Vamos, usted está loco o quiere quedarse conmigo… y conmigo no se queda nadie, se lo advierto. Yo conozco esas monjas desde hace cinco o seis días. He sido llamado como médico por la madre superiora, después las he acompañado alguna vez por cortesía. Nada más que esto. Ni yo estoy dislocado por nadie, y mucho menos por una monja, lo cual sería un absurdo, ni tengo con ellas más que un conocimiento superficial, como los que aquí se engendran, ni he reparado si tiene los ojos negros o azules, ni tiene sentido común semejante cosa.

Dije estas palabras con energía y mostrando demasiado claramente mi irritación.

Suárez me miró con sorpresa y respondió con acento mitad afectuoso, mitad despreciativo:

—¡No se apure usted, buen hombre! Déjelo usted correr, que ya parará. Me han dicho por ahí que le gusta a usted esa morena. ¿No le gusta a usted? Pues corriente. A mí sí; porque es una mujer castiza, ¿sabe usted?, de esas que al llamarlas dicen con la mano ¡vuelvo!

—A mí no me apura una broma de ese género —dije sosegándome y un poco acortado. —Pero se trata de una monja, y ya comprenderá usted que los que tenemos creencias no podemos tolerarlo. Sería feo y repugnante hablar de una religiosa como de una mujer cualquiera.

—Pues mire usted, amigo —me respondió con mucha calma, soltando el consabido chorrito por el colmillo, —al verle a usted tan bravo, cualquiera diría que le han tocado en lo vivo. Si es así, ¡a ello! Yo le doy la absolución… Oiga usted: le prevengo que no ha sido ocurrencia mía. Todo el mundo dice por ahí que le hace usted la rosca a la monjita: ¡conque ojo!

Respondí con un gesto desdeñoso; pero en realidad me puso inquieto la noticia.

—¿Esas monjas hacen voto de castidad para siempre?

—No, señor; los renuevan cada cuatro años.

—¡Toma! Pues ya sé yo de una que al tocar a renovar va a decir ¡hasta luego!

No quise recoger la alusión, y encaucé la conversación por otros sitios. Cuando quedé solo después de esta plática, me sentí fuertemente desasosegado. Por un lado la noticia de que mi amistad con las monjas llamaba la atención de los bañistas hasta el punto de juzgarme enamorado de una de ellas, me molestaba de un modo indecible. Renegaba en mi interior de la suspicacia malévola que parece inherente al corazón humano en todos los países, y protestaba con irritación de esa tendencia a ver el lado malo en las acciones de los demás, y atribuirlas siempre un móvil interesado o mezquino. Después de todo, ¿qué tenía de particular, vamos a ver, que yo, siendo amigo y médico a la sazón de la madre superiora, viviendo en la misma casa que ellas, las acompañase alguna vez en el paseo? Si fuesen viejas las tres, ¿dirían algo aquellas malas lenguas?… Pero en tal momento cruzó por mi mente un pensamiento contestando a esta reflexión: «Si fuesen viejas las tres, ¿las acompañarías tú tan asiduamente?». Tuve que confesarme que no. Si las tres fuesen viejas las acompañaría menos, y si fuesen todas como la madre Florentina casi nada.

Luego no había duda; a mí me gustaba la hermana San Sulpicio. «Pero, hombre, ¿ahora estamos en esas?, me dijo el pensamiento respondón al llegar a este punto. ¡Cuánto tiempo hace que estás enamorado de ella! —¿Cómo enamorado?… ¡Alto, alto!… no transijo… —¡Sí, sí, enamorado! Pues si no estuvieses enamorado, ¿por qué te habías de levantar a las cuatro de la mañana? ¿Por qué habías de ponerte de un humor tan endiablado cuando no la encuentras en el paseo? ¿Por qué, en fin, sientes ahora tal regocijo al escuchar de otros labios lo que tú has pensado más de quinientas veces en seis u ocho días, que la hermana no está atada para siempre por un voto?».

¡Tendría gracia!, exclamé después de haber meditado un rato, sonriendo a una idea que me asaltó de pronto. Me propuse, sin embargo, ser más cauto, procurando aparecer las menos veces posible en público con las monjas. En cambio me esforzaba por que los ratos de conversación dentro de casa se prolongasen. Aun escuchando las fastidiosas disertaciones de la madre sobre sus múltiples enfermedades, me placía permanecer en su cuarto. ¡Los ojos de la hermana San Sulpicio disertaban en tanto sobre cosas tan lindas!

Un día, poco después de llegar del manantial, estando sentados un momento en el patio, le pregunté:

—¿Cuál es la verdadera gracia de usted?

—¡Jesús, la verdadera! ¿Pues tengo alguna falsa?

—Nada de eso —respondí riendo. —Toda la que usted tiene (y tiene usted muchísima) es legítima, de pura raza andaluza.

—Vaya, vaya, ya se ha callado usted; si no, me levanto y le dejo en poder de la madre, que se encargará de ponerle menos alegrito.

—¡No, por Dios!

—Pues callando.

—Dígame usted cómo se llamaba antes de ser religiosa.

—¿Para qué quiere usted saberlo? De todos modos, no puede llamarme de ese modo, ni yo puedo responderle.

—No importa, lo guardaré en el fondo del pecho y allí lo tendré sin comunicárselo a nadie, como un recuerdo precioso de usted.

—¡Anda! ¡Cualquiera diría que es usted gallego! Con esas palabritas gitanas, más parece usted un gaditano.

—¿El nombre?

—Nada, no quiero que se lo guarde usted en el pecho. Le va a producir catarros.

—Guasitas, ¿eh?

—Además, ¡quién sabe los que tendrá usted ya ahí almacenados! Una religiosa tiene que mirar mucho la compañía…

Después, quedándose un momento pensativa, sugerida la idea sin duda por la asociación, me preguntó:

—¿Va usted al baile esta noche?

—¿Al baile del Casino?

—Sin duda.

—Pues sí, señora, tal vez dé una vuelta por allí… En estos sitios de baños hay tan pocos recursos para distraerse, que si uno no aprovecha las fiestas… Sin embargo, si usted no quiere, no iré.

—¿A mí qué me importa que usted vaya o no vaya? —respondió con viveza; pero volviendo sobre sí de repente, añadió: —Digo, no, perdóneme usted y que me perdone Dios; he dicho una necedad. Los bailes son lugares de perdición y debemos desear que no vaya a ellos nadie.

—Entonces no los habría… De modo que no quiere usted que vaya.

—Si usted me consulta, tengo el deber de aconsejarle que no vaya —me respondió adoptando por primera vez un tono sumiso y monjil que no le cuadraba.

—Bien, puesto que usted no quiere, no iré; pero en cambio me va usted a decir cómo se llamaba.

—¿Ya pide usted réditos? Las buenas acciones las premia Dios en el cielo.

—Y a veces en la tierra, por conducto de sus elegidos. Sea usted el conducto de Dios en este momento, hermana.

Me miró con la misma expresión curiosa y burlona de otras veces, bajó después la vista y, trascurrido un momento de silencio, levantose de la silla para subir al cuarto. Con el mayor disimulo la retuve suavemente por el hábito, diciendo al mismo tiempo en voz de falsete:

—¿Cómo se llamaba usted?

—¡Chis, suelte usted!

Y dando un tirón se alejó, no sin dirigir una rápida mirada de temor a la madre.