SE BUSCAN PRUEBAS

—Para empezar, necesitamos certezas y no sospechas.

Alfonso había llegado con un fotógrafo del periódico. Recordaba perfectamente el asalto de la banda de neonazis al colegio, él mismo había cubierto la noticia.

—Podemos ir a buscar al Mono —dijo Marga.

—Oye, niña, esto ya no es cosa de menores —aseguró su madre.

—El Mono sólo nos conoce a nosotros, con un extraño no abrirá la boca. Y te recuerdo que el muerto también era un «menor», al menos según las leyes.

—En eso tienes razón. No te preocupes, Carmen, irá bien protegida. Te lo juro.

—No seas payaso, Alfonso, que esto no es un juego.

—Ni tu hija una niña. Ni sus amigos tampoco.

Los padres de los aludidos se guardaron el espíritu protector y el deseo de evitar la intervención de sus hijos en semejante aventura.

—Es justo —dijo Rafael, y Carlos se sintió orgulloso de su padre—. Ellos se han visto envueltos en este asunto sin querer, pero ya forman parte del mismo. Y es cierto, ya no son unos niños, aunque nos cueste reconocerlo.

—¿Y si vamos con ellos? —propuso Juan.

—¡Papá, no seas rollo, hombre! —protestó Dani, a quien la idea de ser tratado como un adulto por el periodista le había infundido valor para volver al basurero.

—Venga, que hoy os convierto en reporteros de sucesos a todos.

Tal vez en ese momento Carlos decidió optar por el periodismo. Las decisiones que transforman la vida suelen iluminarse en apenas unos segundos. Entonces sólo fue consciente de no ser ya el niño a quien sus padres miraban como a un ser tan frágil como el cristal. Subieron al coche de Alfonso Gránate. Un Patrol capaz de afrontar cualquier camino. Se sentían importantes, y tal sensación logró borrar parte de la angustia por la suerte de Jorge. Flotaban bajo los efectos de la adrenalina generada por la acción, que sirve para ignorar los riesgos porque existe algo más importante: cubrir la noticia.

—¿Sabes dónde quedan los billares de Floro? —preguntó Marga.

—¡Jo, niña, no sabía que conocías ciertos lugares! —No los conozco, pero es allí donde encontraremos al Mono.

—Eso cae por el barrio de San Blas —aseguró el fotógrafo.

—Menos mal que llevamos un fotógrafo que se conoce esta ciudad en todos sus rincones, y cuanto más cutres más recorridos los tiene —aseguró Alfonso—. Por cierto, no os lo he presentado, se llama Javier Buyo y tiene un montón de premios en su currículum.

El reloj digital señalaba las diez de la noche. Iban a buscar las pruebas que, de alguna manera, hicieran justicia a Jorge. Le devolverían el minuto de gloria que salió a buscar para justificar su falta de futuro. En pocas semanas, habían mudado sus pieles infantiles. Les quedarían cicatrices y una secuela de pesadillas.

El billar de Floro ofrecía un aspecto siniestro. Se ubicaba en un callejón donde no entraban los coches, ni siquiera los municipales, a partir de ciertas horas. Unos cuantos chiquillos de la edad del Mono apuntalaban los muros del edificio con sus cuerpos desgarbados, fumando y apoyándose en litronas como si fueran biberones. Miraron al grupo de tres chicos y dos adultos con la misma extrañeza con que otearían a un grupo de extraterrestres, sin saber muy bien qué postura tomar frente a ellos.

—Tienen casi tanto canguelo como nosotros —susurró Carlos al oído de Marga.

—Nos relacionamos casi siempre desde la sospecha y el recelo. Menos mal que estás conmigo.

El chico sintió que la noche se llenaba de luces.

Dani jamás podría competir con la vieja amistad que los unía, pasara lo que pasase, Carlos seguía siendo alguien importante en la vida de Marga.

Durante un segundo, Carlos conjugó el verbo amar sin palabras.

Dentro del local sus pulmones sufrieron la falta de ventilación, el humo condensado, la mezcla de olores irreconocibles e incluso la desesperación. Sus ojos tardaron unos minutos en acostumbrarse a la penumbra.

—¿Qué pasa?

—Hola, veníamos a buscarte —contestó Marga saludando al Mono, que llevaba una colilla en la boca y se acercó a ellos sintiéndose el personaje más importante del local.

—¿Puedes acompañarnos? —Depende.

También él quería disfrutar su pequeño momento de gloria. Todos los ocupantes del local miraban con curiosidad la escena y hacían conjeturas sobre los «contactos» de aquel mocoso.

—¿Tienes precio? —preguntó Alfonso.

—Pué, pero no creo que tengas parné suficiente.

—Te necesitamos —dijo Marga.

Aquél fue el importe necesario para convencer al Mono.

—Mejor nos piramos, tíos —decidió el chico tirando la colilla al suelo en un gesto de matón casi profesional.

Y salieron del local sintiendo sobre ellos las miradas de todo el grupo de chicos, casi niños, que poblaban los billares de Floro durante las primeras horas de la noche. Subieron al Patrol.

—Primero vamos a ver el cadáver —dijo el fotógrafo—. Necesitamos unas cuantas fotos.

Actuaban sintiéndose figurantes en un escenario irreal. Cuando, tiempo después, intentaban recrear lo vivido, les costaba identificar las calles y las horas, como si formaran parte de una pesadilla. Deambulaban por algún lugar desconocido para ellos de Madrid. Aquélla no se identificaba con la ciudad que ellos habitaban; ni el fotógrafo ni el periodista parecían sentirse incómodos. Hasta el Mono se contagió de su seguridad. Aquel mundo lleno de peligros del que hablaban los periódicos y la tele, que sus padres trataban de alejar de sus vidas poniendo vallas y árboles, no parecía mortal para los viajeros de aquella noche, tan sólo diferente.

El Mono dio unas cuantas explicaciones sobre la ubicación del basurero, suficientes para el fotógrafo, que cabeceó diciendo «vale», y tomando el control del volante. Tardaron media hora en llegar.

—¿Y si no está el cadáver? —preguntó Marga.

—No creo que lo afanase naide —aseguró el Mono, con las manos en los bolsillos rotos del pantalón y aparentando el aplomo de un veterano.

—¿Tú sabes quién lo trajo aquí? —preguntó Alfonso.

De momento no hubo respuestas y continuaron el descenso por la ladera del basurero, aún más tenebroso a la luz de las linternas. Un grito de Marga hizo que todas las linternas la enfocaran.

—Lo siento. He notado cómo una rata me subía por las piernas.

—No me extraña, han olido carne fresca…

—¡Coño, Javier, no seas bestia, que no estamos en un frente de curtidos combatientes! —gruñó Alfonso.

—Lo siento, chica, pero muchas veces, sólo un poco de humor negro puede quitarte el miedo.

Carlos le dio la mano a Marga y sintió sobre la nuca una mirada de odio de Dani. No importaba, no había llegado el tiempo de algunas decisiones.

Continuaron bajando, con el Mono al frente de la comitiva, quien se paró justo donde Jorge continuaba cubierto por la loneta de plástico. Los tres chicos miraron esperando que todo hubiera sido un equívoco y aquel bulto tan sólo los restos de una lavadora. No fue así. El rostro de Jorge, más pálido a la luz de las linternas, y su cuerpo, quieto y sin quejas, los aguardaba. Para Jorge ya no habría más sensaciones.

Periodista y fotógrafo actuaron con la pericia de un oficio ejercido durante muchos años. Colocaron focos extraídos de sus mochilas, montándolos y disponiéndolos como en un estudio improvisado al aire libre. En diez minutos, el chico estaba preparado para ser fotografiado desde todos los ángulos. Fue entonces cuando vieron las heridas de arma blanca en su pecho; también los restos del vendaje que Marga había puesto sobre su hombro.

—Jorge —musitó Marga temblando sin control.

Sus piernas se doblaban, y se habría derrumbado sobre el cadáver de no haber tropezado con los brazos de Dani.

Cuando Javier consideró suficiente el número de fotos, recogieron los instrumentos y repitieron el camino de vuelta.

Nadie abrió la boca hasta encontrar de nuevo calles asfaltadas y una ciudad medianamente reconocida. Llegaban a otra capa de la cebolla.

—Tenemos que hablar, Mono —dijo Alfonso—, así que nos vamos a tomar algo y nos cuentas.

Los tres amigos creyeron que el chico se negaría, pero la presencia de personas tan importantes, e incluso el deseo de un momento de gloria como testigo, lo incitaron a envalentonarse y colaborar.

—¿Os llevamos a casa? —preguntó Alfonso dirigiéndose a los tres amigos.

—No. Es justo que nosotros también sepamos, ¿no crees? —dijo Carlos, debatiéndose entre el dolor de volver a ver el cuerpo inmóvil de Jorge y la rabia de que Marga y Dani no se hubieran separado desde aquel abrazo en el basurero.

—Tienes razón, chaval. Javier, vamos a un lugar tranquilo.

—Conozco uno.

Al menos no resultó tan agobiante como el billar Floro. Carlos se dio que cuenta de que andaban ya por el barrio de Conde Duque. Estacionaron el Patrol en la plaza de las Comendadoras y entraron en un cafetón con toda la pinta de estar a punto de cerrar. Javier conocía al dueño y le pidió unos minutos más, unos refrescos y café para los dos reporteros. El fotógrafo actuaba como invitado en todos los lugares.

—Bueno, chico, tenemos las fotos, los antecedentes y las sospechas. Nos falta un testigo. —Alfonso, con los brazos apoyados en la mesa, miraba al Mono como si fuera el único habitante de aquel lugar.

—¿Por qué yo?

—Porque conocías el lugar en que estaba el cadáver. Mira, voy a echarte un cable: imagino que seguiste a Jorge cuando fue al encuentro de esos bárbaros, y buscaste un buen lugar desde el que poder espiar qué pasaba. Lo viste todo, por suerte sin ser visto, y te has convertido en la mejor baza para empapelar a esos bestias.

—O pa que me rajen a mí.

—No si cuentas con protección.

—Ah, no, el menda no se va a ningún reformatorio.

—Tú no has cometido ningún delito, que yo sepa… El chico no se atrevería a jurar que así era. Ahora parecía haber vuelto a la realidad, ya no formaba parte de una película importante, estaban en la calle y su integridad peligraba si añadía más problemas a su vida.

—A mí la bofia no me mola nada, tío.

—A mí tampoco —aseguró Javier.

—Pos eso.

—Lo malo, Mono, es que esos bárbaros acabarán atando cabos y será peor que te localicen ellos. Por una vez sé más listo que ellos, utiliza las leyes como defensa.

—¿Cómo?

—Para empezar, yo respondo de ti, y mientras dure todo esto, yo me ocuparé de que estés en un lugar mejor que ningún «reformatorio»…

—Incluso podrás ducharte —dijo Javier, y el chico tembló ante la idea de imaginar agua sobre su cuerpo—. Y comer todo lo que quieras…

—No me fío. A mí lo de abucanar no…

—¿Lo de qué? —preguntó Marga.

—Abucanar —dijo con firmeza el Mono.

—Chivarse, Marga —aclaró Alfonso.

—Eso —dijo el chico.

—Hombre, yo entiendo que seas legal con los tuyos, pero no debes lealtad al grupo que se cargó a Jorge. —Alfonso lo miró para acentuar el efecto de sus palabras—. No creo que sean de los tuyos.

—No —murmuró el chico.

—Pues por eso mismo.

Aún dudó un rato. Se rascaba la cabeza como si pudiera encontrar entre su pelo largo y sucio la respuesta más adecuada. Carlos lo miró por primera vez como lo que era: un niño solo en mitad de un mundo duro con reglas bien definidas e imposibles de saltar si no quería hacer su vida más breve.

—Tampoco quiero a ninguna de las asistentas sociales metidas en esto.

Dejaba a salvo su dignidad imponiendo leves condiciones: contaría lo que había visto si se lo facilitaban un poco. Daría los nombres de quienes habían terminado con la vida de Jorge, aunque el peor, todos lo conocían de antemano: Ignacio.

—Fue la banda del «Lanzas» —aseguró como si hubiera destapado un secreto.

—¿Quién es ése? —preguntó Carlos.

—Un tío bastante listo, demasiado para estar metido en esto. Es vecino vuestro —dijo Alfonso mirando a los tres amigos.

—¿Vecino?

—En realidad se llama Narciso Pita Domínguez.

—¡El hermano de Ana! —gritó Dani.

—Vaya, la que te miraba los calcetines blancos. ¡Joder, chaval, qué bien buscas tus ligues! —Carlos pudo comprobar el gesto de Marga separándose de Dani como si le hubieran soltado una descarga eléctrica, al tiempo que el chico guapo del colegio enrojecía.

—También estaba «el Buitre» —dijo el Mono.

—Otro vecino. Chicos, los teníais en casa —dijo Alfonso—. Se trata de Ignacio Andrade.

—¡El que entró en el colegio! —casi gritó Marga—. Lo sabía, sabía que irían a por él.

—En realidad fue Jorge a por ellos —continuó el Mono—. Los fue a buscar al garaje donde se ajuntan. Se lo avisé, que la cosa no era pa meter las narices, pero andaba como lelo desde que lo llevaron al colegio…

—¿Cómo sabes quiénes son? —preguntó Carlos mirando a Alfonso. No quería que el Mono continuara el discurso por aquellos derroteros.

—Llevo años trabajando, buscando documentación sobre las bandas de neonazis que circulan por la ciudad.

—Un experto en fachas, el hombre —dijo Javier.

—Como tú. No os podéis hacer una idea de las ganas que tenía de encontrar algo concreto contra ellos. ¡Mono, eres lo más grande!

A partir de ese momento, vivieron en una bola de nieve que creció durante días hasta casi ahogarlos para ir derritiéndose al sol de otras noticias, al sol de otras necesidades, como si la memoria de Jorge se fuera diluyendo, borrando despacito de sus vidas.