El coche se llenó de silencio. Sobraban las preguntas aunque pronto se verían sometidos a un interrogatorio a varias bandas. Lo más duro fue soportar su propio sondeo interior, mudo y a solas, dentro de aquel coche. Marga recordaba aquella conversación a medias velada por los calmantes, la petición de un beso para salir a buscar la muerte, y no encontraba el punto en el cual una palabra suya, un gesto, hubiera evitado encontrar el cuerpo frío y pálido del muchacho. Carlos no acertaba a ver claro si su mutismo había sido complicidad o deseo dé ver consumada la tragedia anunciada. Dani, tal vez él menos implicado en toda aquella aventura, se sentía culpable por haber despreciado al chico nuevo capaz de atraer todas las atenciones de Marga.
¿Había buscado Jorge aquel final como una salida al insondable muro levantado frente a un futuro sin salida? ¿Sirvió la muerte de recurso para señalarlos como culpables por vivir en un paraíso prohibido para muchos? ¿Recuperarían la tranquilidad anterior a la llegada de quien ahora era un mártir?
Para el Mono, la única pregunta que martilleaba sus sienes era si aquellos tres niños ricos acabarían metiéndolo en problemas y, además, dejarían a Jorge pudrirse en aquel basurero.
Carlos recordaba la conversación escuchada en la habitación del hospital, «Dame un beso para que el príncipe pueda encontrar el valor». Tal vez los modernos príncipes no llevasen ropajes de seda y terciopelo ni montaran corceles briosos, es posible que habitaran en los márgenes de la realidad, a medio camino entre la pesadilla, la supervivencia y la promesa de poder escapar algún día. Un minuto de gloria para morir del modo elegido, o cuando menos del modo menos indigno para salir del atolladero. A veces, Carlos también pensaba en algo que le sirviera de transporte, capaz de ayudarlo a cruzar unos años incomprensibles y ubicarlo en el lugar donde lo esperaba su destino de adulto. Lo pensaba en vísperas de exámenes, sin el sentido trágico que tenía ahora la palabra «escapar», y hubiera querido ser un personaje de videojuego, el compañero de Batman o cualquier cosa capaz de saltar los muros de la responsabilidad. Luego, llegaba siempre la voz de su madre, o la del profesor, o la de Marga al otro lado del teléfono y volvía a acomodarse al día a día de la rutina.
Jorge estaba muerto, y la palidez casi feliz de su rostro tardaría apenas unos días en descomponerse.
Como su memoria. ¿Quién recordaría al chico nuevo, silencioso y diferente que llegó al colegio el curso en que algunos recreaban a la hermosa Michelle Pfeiffer en sus viejas películas? El curso en que Carlos supo, con la fiera certeza de los adolescentes, que amaba a Marga. Casi nadie y casi nunca.
Sin embargo, las pesadillas de un mar de plata vieja donde se hundían los años de la inocencia, persiguieron a Carlos y ahora, años más tarde, aquel tiempo vivido entre sombras cruzaba de nuevo la línea del olvido e invadía su cuarto, le sonreía a través de la imagen polvorienta de un póster, del rostro de otra princesa, a la cual nunca podrían pedirle el favor de un beso.
¿A quién le importaba la vida truncada de Jorge? Tal vez a ese padre que acabó en la cárcel porque no encontró otro modo de resolver su impotencia. Sí, alguien lloraría la muerte de Jorge y sentiría que el mundo era muy injusto, demasiado injusto con los más débiles.
El coche frenó y los tres amigos tuvieron la impresión de aterrizar en tierra tras una visita al planeta del horror. Rambo dejó a los tres niños ricos donde los había recogido. El Mono los miró como si le quedaran pendientes preguntas que nunca saldrían de su escondite.
—¿Dónde puedo localizarte? —preguntó Marga poniendo una de sus manos en el hombro del chico con los bolsillos del pantalón rotos.
—¿Pa qué?
—Tendremos que vernos, chico, aunque no te guste mi jeta de niña pija.
—Jorge estaba colao por tus huesos.
Carlos miró el rostro de su amiga: la única princesa que Jorge había conocido; pero el beso, el primero y el último, le había servido como despedida del mundo.
—Entonces hazlo por él, dime dónde puedo localizarte.
—En los billares de Floro. —¿Dónde…?
Pero Rambo ya había pisado el acelerador y si hubo respuesta, nadie pudo oírla. Carlos y Dani no hicieron ningún comentario sobre la confesión del Mono. Nunca mencionaron el enamoramiento de Jorge, aunque a Marga siempre le quedó un punto de duda sobre si las cosas no hubieran sucedido de otra manera si ella fuera otra. Durante mucho tiempo, la chica recordó el beso furtivo y febril que él depositó sobre sus labios cuarteados. Tal vez, Jorge había confundido su interés con otros sentimientos y había jugado el papel de héroe para estar a la altura de una princesa que jamás desencantaría con su beso al sapo del cuento.
—¿Qué vamos a hacer, Marga? —preguntó Carlos.
—Vosotros lo que queráis, yo voy a localizar a Alfonso Gránate.
—¿Se puede saber por qué rayos nos marginas en esto? Estás actuando como si sólo fuera contigo, como si fuéramos imbéciles o tontos útiles. ¿Acaso nos has consultado?
Toda la rabia y el miedo de Dani pugnaban por salir de cualquier modo. La muerte de Jorge no era justa, pero tampoco la postura de Marga con ellos. Con él, que se sentía como un niño de párvulos frente al cadáver con aspecto heroico de Jorge en mitad de aquel basurero.
—Dani, ¿cuántas veces te has arrepentido de haber aceptado mi invitación para ayudar a Jorge?
—Unas cuantas, y por motivos que no son para contar ahora, pero el caso es que estoy, estamos, metidos en esto a partes iguales. Eso, me guste más o me guste menos, es lo único cierto, pero tú actúas como si quisieras ser la protagonista de la película, la chica lista y con agallas que se salta todos los miedos y actúa como la novia de Batman…
—Estoy asustada. Aún no me creo lo que acabo de ver. Pero no quiero meter en mis líos a nadie.
—No son tus líos. A ver si te vas enterando… Aquellos dos podían acabar a bofetadas antes de echarse uno en brazos del otro. Carlos se sentía más desplazado de todo y de todos que nunca.
—¡Dejad de pelear como gallitos de una puta vez! —gritó.
Se volvieron para mirarlo: rojo como un tomate, impostado en el papel de alguien a punto de traspasar la barrera de la cordura.
—Está bien. Vamos a calmarnos todos. —A Marga le temblaba ligeramente la voz y las manos bailaban solas un rock—. He pensado… —¡Ella siempre piensa!
—Dani, ¡cállate de una jodida vez! —Carlos sentía ganas de partirle la boca a su amigo.
—Por favor…
A Marga le resbaló una lágrima furtiva, Dani pegó una patada a una piedra inocente y Carlos abrazó a la chica, que se apretó contra él como si temiera ser levantada por un huracán. Lloró un buen rato y las lágrimas la calmaron, como a los niños pequeños, cobijada por el pecho de Carlos, el cual hubiera querido seguir así el resto de su vida. «Que lo paren todo, que me quedo». Al final, los tres tenían los ojos irritados y la voz ronca de contener los gritos.
—Creo que deberíamos buscar ayuda de alguien que pueda contar esta barbaridad…
—Nosotros no sabemos lo que ha pasado —dijo Dani.
—No lo hemos visto, chaval, pero saber, lo sabemos casi tan bien como si hubiéramos sido testigos. Y esta vez no podemos quedarnos cruzados de brazos.
—Gracias, Charly. Por favor, vamos a mi casa, los tres —dijo tendiendo el brazo libre hacia Dani, como los tres mosqueteros. Creo que sé quién puede ayudarnos.
Hicieron el trayecto desde la parada del autobús hasta la casa de Marga caminando. Hablaron poco. Les bastaba sentirse la piel. El contacto les calmaba un frío mucho más hondo que el de la tarde gris.
—¡Niña, pero…!
—Hola, Basi. No te preocupes, no pasa nada. Al menos a mí. ¿Está mamá?
—Pues sí, y más preocupada que nunca. Han llamado los padres de estos dos señoritos y tenéis montada una buena.
Después de lo que pasó en el colegio andan todos…
—¡Hija!
Marga se tiró literalmente en brazos de su madre. No era tan fuerte como pretendía, y ahora tampoco jugaba a parecerlo. Carlos pensó que los padres, los de ellos, siempre eran el Séptimo de Caballería.
—Lo han matado, mamá, lo han matado… Carmen acunaba a su hija como a un bebé de meses y miraba a los dos chicos haciéndoles preguntas con la mirada mientras Marga se calmaba.
—Bueno, antes de nada, llamad a vuestras casas. Si ha sucedido algo grave, será mejor que lo hablemos todos juntos. Preguntad a vuestros padres si pueden venir aquí.
En quince minutos, la casa de Carmen se llenó de padres angustiados que miraban a sus hijos y los abrazaban para constatar que estaban enteros y nada irreparable les había sucedido. No pudieron palpar el interior roto que los tres sentían crujir. Algunas heridas ni siquiera los padres pueden curarlas.
Todos rebosaban preguntas. Nadie lograba encontrar el modo de entenderse y los chicos se limitaban a mirarlos, incapaces de contar nada.
—Bueno, así no vamos a llegar a ninguna parte —dijo Rafael; tal vez porque su oficio era el de abogado, intentó poner un poco de lógica a tanta angustia acumulada—. Carlos, hijo, podrías empezar tú.
—Han matado a Jorge.
¡Así de fácil! Se necesitaban tan pocas palabras para contarlo que casi parecía vacío de contenido.
—¿Qué?
Todos los adultos se quedaron paralizados, mirando a sus hijos como si hubieran crecido en unas horas unos cuantos años y no lograran ubicarlos. Hablaban de un muerto, de un chico, con nombre y rostro, compañero del colegio, a quien le habían arrebatado la vida. ¿En qué extraño mundo habían aterrizado sus protegidos cachorros? Los habían defendido, desde su primer latido, encerrándolos en un jardín privado; y un día, sin aviso, un flautista los había arrastrado lejos y se los devolvía desconocidos y malheridos.
Tardaron rato, mucho, en lograr entender cuanto había pasado: el coche que los recogió, el Mono, Rambo, la visita al basurero… el cadáver de Jorge. Relataban un mundo desconocido en el cual tampoco los adultos conocían el guión. Un laberinto sin mapas.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo Sandra con un escalofrío.
—Sí, pero antes tenemos que hacer algo por Jorge —repuso Marga.
—Claro, la familia. Hay que avisar a la familia —concluyó Sandra.
—Casi no tenía, mamá. Bueno, le quedaba su padre, que está en la cárcel.
—Es increíble, te pasas años protegiendo a tus hijos de las cosas que pueden dañarles la vida, intentas alejarlos de las drogas, del alcohol, del fracaso… —Sandra hablaba más para ella que para todos los presentes en el abarrotado salón de Carmen—. Y un buen día descubres que la vida es un riesgo viscoso, ya sabéis, como un líquido pegajoso que se cuela por debajo de la puerta y contra el cual no puedes hacer nada porque no estabas prevenida…
—Tal vez sea que no debemos «proteger» tanto a nuestros hijos, ¿no crees? —aseguró Carmen acercándose a Sandra.
—Ya, entonces ¿los dejamos solos como dejaron a Jorge? —preguntó Rafael.
—Supongo que habrá un término medio —intervino Juan, el padre de Dani.
—Bueno, mejor dejáis la discusión sobre qué hacer con nosotros y pasamos a ver qué hacemos por Jorge —casi ordenó Marga.
—Ya deberíamos haber llamado a la policía —terció Rafael.
—Mamá, seguro que tienes el teléfono de Alfonso Gránate, ya sabes, el periodista del Universo.
—Pues sí, pero…
—Vamos a llamarlo.
—¡Sólo nos faltaba publicidad en prensa! —exclamó Sandra.
—A nosotros no, pero Jorge va a necesitar que se hable de él si queremos llegar a quienes lo asesinaron —aseguró Marga.
—Estoy de acuerdo —dijo Carlos, mientras sus padres lo miraban como si fuera un extraño.
—Quizá tengáis razón —convino Carmen—. Yo lo llamo, hace años que lo conozco.
—Gracias, mamá —dijo Marga.
Ninguno de los presentes encontró argumentos para negarse a esa llamada. Suponían que como periodista, la madre de Marga dispondría de mejores recursos para la ocasión. Decenas de preguntas flotaban sobre la reunión. Cada uno repasaba sus viejas certidumbres, tan desgastadas en unas horas que naufragaban flotando en torno al cadáver de Jorge.