El lunes regresaron a las clases. Con ojeras y el aspecto de soldados que han pasado jornadas sin descanso en medio de una batalla. Todo fingía normalidad: el guardia de seguridad frente a la puerta, las carreras de los que llegaban con el minuto contado, las caras de lunes y las prisas por pasarse los últimos apuntes antes del examen. Sin embargo, todo era diferente, al menos para ellos. De alguna manera, ya no pertenecían al mismo grupo, lo miraban todo sin reconocerse, pero, aunque les pesara, no contaban con otro club donde los recibieran como socios reconocidos.
Carlos y Dani caminaban sin hablarse, Marga no los había esperado donde siempre, a la hora de siempre.
—¿Le pasará algo?
—¿Tú qué crees, Dani, que ha estado en una fiesta?
—Estás de un borde que no hay quien te sople, tío. Pues a mí, a veces, me carga bastante la chica. Es como si no tuviera miedo, como si fuera superior a nosotros.
—Tiene el mismo susto metido en el cuerpo que nosotros, colega.
—Pues lo disimula bien.
—¿Quién disimula?
—Hola, Marga —saludó Carlos—. Dani decía que disimulas muy bien el miedo, si lo tienes, claro.
—Estoy muerta de miedo.
Aquello terminó por desarmar a Dani. Marga llevaba el pelo suelto, contra su costumbre de no lucir melena, y Dani la miró como sólo miraba a las niñas Barbie del colegio. Carlos sintió ganas de partirle la sonrisa. Ni siquiera el golpe en la nariz había logrado estropearle su cara de niño guapo. Dani siempre salía bien parado de cualquier situación, protegido por un halo invisible. Carlos imaginó la buena suerte de su amigo asociada con la belleza.
—Pues nada, hermanos en el miedo —soltó Dani como si le hubieran dado una alegría de aprobados generales.
«Gili total», pensó Carlos, y bajó la cabeza para esconder sus mejillas enrojecidas.
En clase les esperaba la rutina de siempre, pero flotaba entre ellos una suerte de complicidad, como si los tres aguardaran algo que habría de llegarles notificado justo aquella mañana. Ninguno se enteró de nada y sonó el timbre del descanso.
Lo primero que vieron tras la reja fue la cazadora de falso cuero del Mono. Corrieron para evitar que, en la próxima ronda, el vigilante lo descubriera y lo expulsara del lugar. Estaban tan hambrientos de noticias que no repararon en el susto grabado en sus ojos de niño mal alimentado.
—No tendría que haber venío —dijo el Mono por todo saludo.
—Pero, por suerte, estás aquí —aseguró Marga mostrando la mejor de sus sonrisas para tranquilizar al chico—. ¿Qué sabes de Jorge?
—Que la ha cagao.
—¿Que la qué? —preguntaron casi a la vez los tres.
—Se lo tenía prevenío, que son mu bestias pa ti sólo, que se afanase ayuda, pero en cuantis se le mete algo en la chola al Jorge, no hay civiles que lo paren. Una mollera mu dura…
—¿Dónde está? —preguntó Marga—. ¿Cuándo largáis de la trena?
—¿De dónde? —preguntó Dani.
—A las dos —contestó Carlos ignorando la cara de pasmo de Dani.
—Pos estaré aquí.
Y se esfumó sin darles tiempo ni a cogerlo por la solapa, con todas las preguntas amontonadas en la garganta y el estómago encogido por el susto de las noticias del Mono. La espera supuso una tortura muy superior a los largos minutos de todo el fin de semana. La suerte estaba echada, y no se presagiaba buena.
El conejo ya no miraba el reloj colgado de su chaleco. La hora había sonado.
Las dos horas que faltaban para salir de clase gotearon sobre los tres como balas de plomo rebotando contra su mala conciencia por no haber intentado nada. Cuando sonó el último timbre del día, salieron como almas perseguidas por el Juicio Final y frenaron al llegar a la puerta buscando la cara sucia o la cazadora de falsa piel del Mono.
—¿Dónde se habrá metido? —preguntó Dani mirando en todas direcciones.
—No te preocupes. Si dijo que vendría, vendrá —aseguró Marga.
—Eso es, palabra de caballero. Pareces tener más confianza en esa gente que en alguno de nosotros. —En primer lugar, sobra lo de «esa gente». Según la Constitución todos somos la misma «gente», salvo que tengas el cerebro tan reblandecido como el de Roberto. Para seguir, no tenemos ninguna otra posibilidad, listillo…
—Oye, no te pases ni un pelo…
—Bueno, ¡ya basta! Todos estamos nerviosos y pelearnos ahora no serviría de mucho. Creo que lo primero que deberíamos hacer es llamar a casa y buscarnos una disculpa para lo de la comida que nos incluya a los tres, porque si no, los que acabaremos siendo buscados por toda la poli de la ciudad seremos nosotros, ¿hace?
—Tienes razón, Charly —dijo Marga—. Perdona, Dani, supongo que tengo los nervios como si me los hubieran metido en una batidora.
—Yo también parezco un burro.
—¿Buscamos un teléfono y una excusa? —A Carlos lo ponían nervioso cuando los dos salían de una disputa para casi entrar en una escena de romance.
—Podemos decir que comemos en mi casa, que tenemos un examen y que lo preparamos juntos.
—Mis padres, lo de irme a tu casa a preparar un examen se lo creen, siempre dependo de ti —aseguró Carlos—. No está mal, pero los míos no están acostumbrados a que prepare materias en tu casa y se les puede ocurrir llamar.
—Pues corremos el riesgo. Yo diré que como en casa de Charly… ¡Y que haya suerte!
Se fueron hasta la cabina que estaba cerca de la parada del autobús. Justo detrás estaba el Mono mordiéndose las uñas. Le pidieron que esperara el tiempo justo de tres llamadas a casa.
—¿Ya? —preguntó el chico, con cara de matón pero con pánico en los ojos.
—Cuando quieras —dijo Marga.
El chico se metió dos dedos en la boca para lanzar un silbido y apareció un coche que alguna vez debió de ser verde y ahora tan sólo un muestreo de parches en todos los colores posibles. Puro saldo de una chatarrería, con ruidos de congestión pulmonar en el motor. Pese a las apariencias, se movía. Frenó delante de ellos en puro estilo de competición.
—¡Venga, rápido, tíos!
El que daba la orden era el Mono. Por suerte, él no conduciría. Se metieron en la parte trasera los tres juntos y el Mono como copiloto de alguien camuflado bajo un pañuelo rojo colocado al modo de los piratas caribeños y gafas de sol negras como la noche.
—El Rambo, un colega.
—Nosotros somos… —empezó a decir Marga ejerciendo como portavoz del trío, pero no pudo terminar la frase.
—No quiero nombres. El menda lleva un coche con tres julais de los que no sabe media leche. A mí, ni me habéis junao en vuestra vida. ¿Vale?
—Vale.
Carlos recuperó la impresión de haber cruzado la frontera de la normalidad para entrar en el espejo de Alicia; por desgracia aquello no se solucionaría despertando. «Sin guión», pensó, sintiendo el pensamiento como un puñetazo en el estómago.
Repitieron las vueltas para que no lograran ubicarse ni por pura casualidad. Creían que iban al mismo barrio de chabolas donde habían visto a Jorge herido, pero al cabo de tres rodeos con el coche provocando más ruidos que un elefante en una cacharrería, descubrieron que el paisaje, tan desolador como el barrio sin nombre, era diferente.
La ciudad lucía gris, repitiendo el gesto de una larga sombra persiguiendo sus pasos. Se puede ser fuerte en el lugar conocido, cobijados en el paisaje y las referencias cotidianas; cuando uno deambula entre esquinas desconocidas, la fuerza se diluye por entre la desolación y el desamparo. Dani estaba pálido como si le hubieran robado la sangre. Marga fingía un rostro sereno pero sus mandíbulas muy apretadas parecían a punto de partirse. Carlos mantenía los puños cerrados, en el mismo acto reflejo de la infancia, cuando subía en alguna de las atracciones de feria y temía verse estampado contra el suelo. Esta vez su madre no estaba cerca para intentar una llamada al Séptimo de Caballería.
Un frenazo desmesurado los lanzó contra los atrotinados asientos delanteros y sirvió para dar por terminado el laberíntico viaje. El coche hizo casi un trombo en un viraje más peliculero que necesario. El conductor tenía ganas de lucirse como un matón de Tarantino. —Es aquí— soltó el improvisado taxista. Hablaba manteniendo los ojos ocultos tras las gafas y mirando algún punto difícil de distinguir entre la suciedad del cristal.
—¡Es un basurero! —exclamó Dani, tratando de taparse las narices.
—Sacto —contestó Rambo.
Por primera vez, podían ver al guía de pocas palabras de cuerpo entero, porque decidió estirar las piernas fuera del coche. Vestía totalmente de negro, era largo y delgado, con movimientos compulsivos en cada gesto, como si su cuerpo hubiera crecido más de lo previsto y no supiese manejarse bien dentro de sus huesos. Su cara lucía llena de cicatrices parecidas a pequeños socavones y con un par de ligeros costurones cruzando casi su mejilla izquierda. En la boca, un palillo verdoso giraba a ritmo de rap.
—Joder, qué pinta de matón se gasta el tío —murmuró Carlos.
—¿Qué buscamos aquí? —preguntó Marga conteniendo un escalofrío. Todos habían seguido a Rambo y esperaban tensos alguna orden.
—Al Jorge —respondió Rambo sin moverse un milímetro ni mirar a nadie.
Como si ése hubiera sido el santo y seña necesarios, el Mono se separó del grupo y comenzó a bajar por una de las laderas del basurero. El chofer con pinta de pirata no mostraba intención de intervenir en más escenas de la película. Los tres amigos siguieron los pasos del chiquillo sintiendo cómo sus pies se hundían en un suelo fabricado a base de capas de todos los desperdicios posibles. Vagamente, recordaban los reportajes sobre niños viviendo de las basuras. No era lo mismo, jamás habían pisado un lugar parecido. Y olía. La realidad apestaba.
A medida que descendían, el hedor se volvía insoportable y los zapatos se hundían hasta que les quedaba cubierta parte de los pantalones. Carlos sintió pánico imaginándose engullido por la basura.
Trataron de ignorar la multitud de roedores que deambulaban por el lugar sin inmutarse por la visita. En algunas partes incluso parecía levantarse del suelo algo parecido al humo de una hoguera, como si el conglomerado de desperdicios hubiese entrado en combustión.
—Voy a vomitar —susurró Carlos.
—Sólo nos faltaba eso —dijo Dani, disimulando el pánico.
El descenso, apenas diez minutos, les pareció que había durado la mitad de sus vidas. Al final de la ladera artificial, el Mono, con las manos metidas en los bolsillos rotos del pantalón, se quedó parado, con las piernas abiertas y el aspecto de un capitán bucanero capaz de soportar, sin moverse, los vaivenes del oleaje.
—Aquí —señaló con la barbilla en un gesto hacia delante.
Los tres amigos siguieron la dirección de la señal. Al principio, les costaba distinguir algo entre aquel bazar de detritus. Fue Marga quien primero se tapó la boca y avanzó unos pasos. Los otros dos se quedaron paralizados.
Transcurrió medio minuto entre el gesto, acercarse y reaccionar. Sólo pudieron oír un grito terrible, capaz de rasgar las negras nubes que los cubrían y que hizo chillar a unas cuantas ratas. Después vieron cómo Marga caía de rodillas y se cubría la cara con las manos. Avanzaron hacia ella como si llevaran plomo en los zapatos. Medio cubierto por una loneta de plástico, podía verse el cuerpo tendido de alguien.
—¿Jorge? —preguntó Dani, esperando que alguien lo sacara de su error.
Carlos notó cómo una argolla invisible apretaba su garganta y le impedía hablar. Marga, con manos temblorosas, descubrió parte de la loneta. La cara de Jorge los saludaba desde un silencio de siglos.
—Tieso.
El Mono, al igual que si fuera un médico, certificaba la muerte de Jorge desde una aparente indiferencia, incapaz de exteriorizar otra señal de dolor que su quietud.
—Hay que llamar a la poli —dijo Dani.
—Pos el menda se larga —aseguró el Mono, pero sin moverse.
—Después —intervino Marga. Tras el grito, parecía haber encontrado la misma frialdad de aquella tarde, cuando curó las heridas de Jorge en la chabola.
—¿Después de qué?
—Dani, ¡cállate! —No se movió ni una rata—. Jorge ya no tiene prisa y hay que pensar.
—¿Pensar en qué? —A Dani el miedo le agarrotaba las tripas.
—Mono, ¿sabes quién fue? —preguntó Marga ignorando a Dani.
—Yo no he junao na, tía. —Era tu amigo.
—Está tieso y yo no quiero acabar aquí. —¿A qué tienes miedo?
—A espicharla, tía, que tos los ricos parecéis lelos. —¿No vas a ayudarnos?
—¿A qué? —Esta vez fue Carlos quien hizo la pregunta y el Mono lo miró mostrándose de acuerdo. Marga acarició la cara fría y sucia de Jorge. Una despedida. Carlos la imaginó como la leona comprobando la ausencia de latidos en el cachorro muerto. Hasta el basurero lo había llevado el beso de aquella noche. Ella actuaba como si su cabeza estuviera en otra parte. Volvió a cubrir con la loneta la parte descubierta del cadáver y se levantó; parecía una diosa antigua capaz de realizar la gesta imposible para un guerrero cuando ha llegado el peor momento de la batalla. Para Carlos, las mujeres estaban hechas de otra pasta.
—Bien, con vosotros o sin vosotros, yo voy a tomar medidas. Por lo pronto nos volvemos…
—¿Y Jorge? —preguntó el Mono, decepcionado. El chico había pensado que los niños ricos darían sepultura decente a Jorge y ahora se sentía traicionado porque lo abandonaban en aquel basurero, a merced de todos los roedores.
—Jorge puede esperar un par de horas. No creo que tenga prisa por largarse —dijo Marga con la autoridad de quien conoce la tarea impuesta—. Por lo pronto, tu amigo tiene que llevarnos de nuevo a donde nos recogió.
—Te aviso que nosotros no…
—Sólo estoy pidiendo que nos llevéis, no que intervengáis, ¿vale?
—Vale —dijo el Mono bajando la cabeza. Volvieron a subir la loma de desperdicios. Ninguno abrió la boca hasta llegar a donde Rambo aguardaba con el mismo palillo verde bailando rap entre sus labios cerrados.
—¿Nos puedes llevar hasta donde nos recogiste? —preguntó Marga.
Rambo miró al Mono, que bajó la cabeza. Se encogió de hombros y volvió a subir al coche. Los otros cuatro se situaron en los mismos lugares de la ida.
La mala suerte estaba echada. Todos habían transitado bajo la larga sombra del destino anunciado para Jorge, tal vez elegido, de alguna manera, por él. Las alas de la mariposa habían llegado al puerto señalado.
El viaje les pareció mucho más corto.