Carlos desenrolló el póster de Jorge. No sabía por qué lo había recogido, por qué había decidido restaurarlo y ofrecérselo a Marga como un regalo para dejar clara su postura incondicional pasara lo que pasase. Lo habían desgarrado, pero el dibujo mantenía la misma fuerza, tal vez con más intensidad ahora, cuando los desgarrones pintados en la mirada del mulato encadenado se habían trasladado al cartón.
—Sería un gran artista.
Casi de inmediato se dio cuenta de que hablaba de Jorge como si ya no habitara entre los vivos. Una parte de sí mismo lo había deseado sin atreverse a formularlo. Escondido en su falsa generosidad, podía resultar incluso peor que los brutos con pasamontañas, porque mantenía ocultos sus peores deseos tras la normal apariencia de un chico bueno, de un chico respetable y con futuro asegurado. Resulta fácil ser una buena persona cuando eso reporta beneficios inmediatos. Jorge deseaba romper las cadenas de un papel impuesto como una cárcel en un deseo por ignorar que, en su mundo, la normalidad no reportaba beneficios.
La bondad, las formas exquisitas, incluso la ternura, necesitaban recursos para sobrevivir.
—¡Dios mío, qué impresionante!
No había notado la llamada de su madre en la puerta del cuarto ni oído sus pasos hasta que la tuvo detrás, sosteniendo una bandeja y mirando, por encima de su hombro, el póster roto dibujado por Jorge.
—Lo hizo Jorge.
—¿El chico nuevo?
—El mismo.
—Debe de ser terrible para él todo lo que ha pasado.
A punto estuvo de contarle a su madre que la realidad superaba la impresión del dibujo y su autor yacía herido y abandonado en una chabola mientras él miraba aquel dibujo al abrigo de todas sus seguridades cotidianas. No abrió la boca. Durante meses, pasó las noches en una pesadilla interminable en la cual se veía perseguido e interrogado por desconocidos acusándolo por su silencio. ¿Por qué no lo comentó con su madre? Se dijo a sí mismo que por lealtad a los deseos de Jorge, pero, muy en el fondo, tal vez sólo evitaba resultar salpicado. Si Jorge desaparecía, los antiguos días regresarían como si nunca se hubieran ido. Se odiaba por descubrir sus deseos de borrar los problemas y regresar al paraíso.
—¿Tú estás bien, hijo?
—A mí no me ha pasado nada, mamá, ni siquiera un rasguño.
—Las peores heridas no están a la vista, esas que no logramos ver pueden matarnos en silencio.
—No tengo heridas, mamá.
—Y si las tuvieras, yo no sería la persona más adecuada para curarlas, ¿no? —Carlos miró a su madre y sintió una lástima vaga, tal vez estuviera tan perdida como él—. No te imaginas lo difícil que resulta ver cómo los polluelos abandonan el nido, cómo caen en el intento de aprender a volar… Y hay que dejarlos romperse la cabeza. Mira, Charly, no seré yo quien te obligue a contarme nada, pero, aunque no te lo creas, estaré siempre, en algún lugar de la retaguardia, con las vendas dispuestas para curarte. Y sin juzgarte.
Con las vendas dispuestas. Recordó a Marga ejerciendo de enfermera. Tal vez las mujeres guardaran en su memoria recuerdos de cuidados que los hombres, cazadores de bisontes, no habían heredado. Nunca había pensado en ellas de aquel modo; las mujeres eran madres demasiado preocupadas por los catarros, hermanas pequeñas que incordiaban, compañeras de clase obsesionadas por la marca de los vaqueros y la subida de la aguja en la báscula. Ahora, Marga y hasta su madre, le mostraban un rostro de mujer nunca imaginado, y nadie le contó cómo tratar a ese nuevo ser recién descubierto.
Hacía mucho tiempo que no abrazaba a su madre.
Le salió de su alma de niño, en dura batalla con su parte de adulto, y no quiso contenerse. Resultó agradable volver a estar entre los conocidos brazos, recibir las vendas imaginarias de su cariño como una caricia capaz de curar lo invisible. Jorge no podía contar con semejante consuelo, y eso era mucho peor que la herida de su hombro, que la miseria de la chabola. Que todo.
—Gracias, mamá.
Sandra tenía una lágrima rodando por su mejilla. Aquél seguía siendo su niño, en cierto modo, pero también alguien en larga pelea con todos y todo para transformarse en adulto. Sintió lástima, impotencia y orgullo: Carlos estaba aprendiendo bien.
—Procura comer algo. Y si necesitas lo que sea, a la hora que sea, grita, forastero, que el Séptimo de Caballería acudirá para defender el fuerte.
—¡Qué gansa eres, vieja!
—Eso de vieja te juro que me llega al alma. La semana que viene me hago un arreglo general.
Al menos había conseguido sonreír. El dibujo rasgado permanecía sobre la mesa. Jorge estaría pasando la noche en aquella chabola, con el hombro herido y tal vez la mandíbula apretada, sin contar con el incondicional apoyo del Séptimo de Caballería. No podía meter nada en el estómago, aún lo sentía anudado por aquel olor a humo, desperdicios y miedo que rodeaba el camastro del herido. El miedo también tenía olor, corrosivo como un ácido.
Se quedó dormido sobre la cama y las pesadillas decidieron hacerle compañía.
Alguien llamaba a la puerta y entraba un conejo con un reloj, «Vamos, muchacho, arriba que llegamos tarde». Se quedó con las ganas de preguntar adónde y se dejó arrastrar por el conejo que corría como si lo persiguiera el cocinero. Una gran gota de agua salada cayó sobre su cabeza: una lágrima, pero no podía ver el rostro de quien lloraba. Entonces fue a parar a un jardín donde las flores tenían un olor espantoso, a cadáveres. El conejo, de vez en cuando, se acercaba al muchacho, reloj en mano y metiéndole prisa… Corría y corría hasta que tropezó con unas cadenas con apariencia de seres vivos, que lo atraparon. No podía moverse y las cadenas lo apretaban cada vez más…
Despertó empapado en sudor. Temblando y con el cuerpo agarrotado. Una luna enorme se asomaba a la ventana de su cuarto y lo bañaba todo con una claridad de noche blanca. Todo era blanco y azul: blanco y gris; blanco y negro.
—He soñado con el conejo de Alicia. ¡Acabaré como una cabra!
Recordó un libro que su madre solía leerle cuando era pequeño, Alicia en el País de las Maravillas, aunque a él siempre le había parecido un país de pesadillas, habitado por un montón de lunáticos. Se miró las manos, temblorosas como si tuviera fiebre; había atravesado el espejo de alguna infancia perdida y contemplado un futuro no deseado.
Ya no podía dormirse. Estuvo a punto de llamar a Su madre, de buscar en ella el refugio seguro de todas las pirexias. Después pensó que había llegado el tiempo de enfrentarse a las dificultades solo, aunque resultaba tranquilizador saber que tras él estaban otros: sus padres, Bea, los amigos…
—Eso de ser adulto debe de ser cosa de aguantar el tirón.
La frase casi le hizo sentirse orgulloso de sí mismo. Buscó el viejo libro tan releído. Lo encontró escondido entre mil cosas inútiles que se resistía a tirar. Allí continuaba la niña rubia, la misma que tantas noches de su infancia corría por el jardín de la Reina de Corazones en la voz de su madre, aunque él imaginó que el viaje, el auténtico viaje tal vez sin retorno, lo estaba haciendo Jorge. Ellos —Marga, Dani, el colegio— habían sido parte de un jardín en el cual le permitieron pasear una breve temporada para hacerle aún más duro regresar al otro lado. De pronto, en medio de las ilustraciones, sus ojos cayeron sobre unas frases del libro que parecían esperarle:
Si yo o ella nos viéramos
por azar implicados en el caso,
él confía en que tú la dejes libre,
exactamente como éramos.
Implicados por azar… Nunca volverían a ser como antes. Pensó en Marga, en aquella chica de melena roja y preciosos ojos verdes actuando como una leona adoptando a un cachorro abandonado. ¿Volvería a ser la vida algo parecido a lo que conocían?
—«Confía en que tú la dejes libre» —repitió a media voz—. Es posible que todos estemos prisioneros de algo, del lugar en que nacimos, del cuerpo que nos tocó en suerte, de los recuerdos… Es como si nosotros tuviéramos la posibilidad de elegir entre varios caminos y Jorge sólo uno que ni siquiera ha elegido, al que lo obligan a regresar aunque no quiera…
Sonó el teléfono y sintió un sobresalto. Miró el reloj: las seis y media. ¡La noche se le había escapado de las manos! Descolgó.
—¿Charly? —susurró una voz conocida.
—¿Marga?
—Espero no haber despertado a tus padres. No podía dormir.
—Yo tampoco. Tranqui.
—No hago más que darle vueltas a qué podemos hacer. No puedo quedarme quieta, Charly, no puedo dejar que las cosas sucedan fatalmente. Jorge intenta jugar a ser un héroe, aunque sólo sea por un día, y eso puede ser peligroso.
Carlos recordó de nuevo la conversación en penumbra del hospital, el beso recibido como un caballero a punto de partir en busca del dragón intuyendo que no podrá regresar. Un beso que hubiera deseado haber recibido él.
—Ya, podría ser un héroe muerto.
—Hoy es sábado, tenemos todo el día para hacer algo.
—¿Como qué? —Carlos veía, de alguna manera, al conejo del sueño señalando un reloj.
—¿Se te ocurre algo?
—Desaparecer.
—Cojonudo. Pero no creo que sirva de nada.
—Podemos llamar a la policía.
—Eso sería traicionar a Jorge.
—¿Lo prefieres traicionado o muerto?
—Tampoco es seguro que sean las dos únicas alternativas. Es posible que todo haya terminado con el enfrentamiento que tuvieron.
Creer que nada malo podía suceder era una forma de esconder la cabeza. Carlos lo pensó pero no dijo nada. Nadie les había enseñado a enfrentarse con situaciones como aquélla, ni siquiera sus padres tenían muy claro si optar por la seguridad de sus hijos o por la justicia solidaria de ayudar a un desconocido en apuros.
—¿Cómo supo Jorge dónde localizarlos?
—Ni puñetera idea, pero imagino que habrá gente en aquel lugar capaz de saber más que la propia poli. —Yo también intento creer que no pasará nada, Marga, pero todo ha empezado ya a girar en un tiovivo incontrolado que sólo parará cuando cumpla sentencia. Se nos ha escapado de las manos.
—A mí también me queda esta historia demasiado grande. Mi madre se huele algo y desde que estuve en el hospital me mira como si me fuera a romper en cualquier momento.
—Ya sabes cómo son las madres. A la mía le gustaría ser el Séptimo de Caballería.
—No estaría mal.
Carlos notaba cómo flotaba una ausencia en aquella conversación. Marga lo llamaba porque no se atrevía a marcar otro número de teléfono. Fue entonces cuando ella hizo la pregunta.
—¿Sabes algo de Dani? —No.
La negativa sonó como una bofetada. Su amigo se colaba en medio de una historia que no le correspondía. A Dani no le había regalado Marga un beso.
—Bueno, podemos vernos esta tarde, ¿vale?
—Marga. —Necesitaba sentirse cómplice de su amiga, seguir siendo algo muy especial para ella, con Dani o sin él—. He traído a casa el póster que dibujó Jorge.
Hubo un silencio al otro lado del auricular. Ya no había luna en el cielo, los objetos iban recobrando la normalidad, los colores conocidos.
—Charly, eres único. Y colgó.
Aquél fue un fin de semana largo y tedioso. Todo sucedió a cámara lenta. Acabaron todos escondiéndose de sus miedos, de su inercia, en el cuarto de Carlos. Incluso la casa estaba silenciosa, como si sus habitantes anduviesen con cuidado sobre el tiempo, y los minutos fueran a tener el sonido de las olvidadas campanadas de luto. Ni siquiera en la habitación de Bea se oyó música. Todos trataban de evitar ser localizados por la desgracia.
Habían cruzado al otro lado del espejo, como Alicia, y la Reina de Corazones aún guardaba su último as escondido en la manga.