UNA VISITA AL INFIERNO

Pasaron dos semanas durante las cuales todos trataron de reencontrar el perdido camino de la normalidad. Las paredes del colegio fueron convenientemente limpiadas y pintadas, los muebles y cristales rotos sustituidos. Al principio, todos hablaban de la tarde y las horas dedicadas en los medios de comunicación como de una hazaña colectiva. Después, la normalidad, o al menos algo parecido, se instaló de nuevo con la rutina. La dirección, de acuerdo con los padres, acordó contratar a una empresa de seguridad que enviaba un guardia jurado para comprobar la entrada sólo autorizada a personal y alumnos del centro y evitar así futuras sorpresas.

Todos trataban de reforzar las barreras para proteger a los privilegiados adolescentes de una realidad cercana físicamente pero la cual trataban de imaginar en las mismas antípodas. A Carlos, las nuevas medidas lo crispaban.

—Es como tratar de contener un río, Bea. —Ahora hablaba más con su hermana.

—Hasta que un día de lluvia lo desborda y asalta los cuidados jardines. Pero gentes como nuestros padres están tranquilos así. En realidad, no saben nada de ríos.

—Ya.

Marga salió del hospital con el único recuerdo de un collarín que aún debía llevar un par de semanas. Carlos sintió cómo la tensión acumulada tras aquella conversación de Jorge con la chica se disolvía. No había pasado nada. Tal vez todo hubiera sido una fanfarronada del chico para evitar el ridículo frente a Marga. Tal vez tardara años en llover lo suficiente como para desbordar las aguas del río contenido.

Los sucesos de aquella tarde parecían haberse esfumado de la memoria colectiva. Tan sólo Roberto se dio de baja en el equipo de fútbol porque Dani, delantero centro del mismo e ídolo indiscutido, consiguió volver a todos contra él y a los pocos minutos de cualquier partido terminaba con una pierna dolorida por una patada y con una recomendación susurrada mientras fingían ayudarlo a levantarse.

—Y mejor te callas, sabandija, porque si te chivas, lo de la patada será poco para lo que te haremos.

No fue fácil para Carlos y Dani recuperar la vieja amistad. Entre los dos parecía haberse abierto una grieta imposible de cerrar ni con la mejor voluntad por ambas partes. Aun ahora, años y vivencias después, su relación oscilaba entre algo parecido a la cortesía y la añoranza por lo que fueron. Algunas amistades se refuerzan con los años; otras, se van distanciado como caminos divergentes.

Ninguno encontraba razones con suficiente consistencia para romper su vieja camaradería, pero los dos notaban que nada era como antes. Mientras se compartieron vídeos, pósters o confidencias menores, todo marchó sobre ruedas; enfrentados a algo diferente, cada uno se limitó a ser quien era y eso fue suficiente para separarse. Quedaba el viejo cariño, incondicional y para siempre.

Jorge no regresó. El director se limitó a decir que, de momento, quedaba suspendido el plan de integración. Jorge necesitaría un período de reflexión indefinido antes de poder regresar.

—¿Por qué? Él no hizo nada.

—Las normas no son mías, Marga, vienen directamente de los responsables del plan de integración. —O sea que una pandilla de brutos que debería estar en un correccional montan un gran bollo, y quien paga el pato es alguien sin pizca de culpa.

—Podría ser peligroso para él.

—¿Y por eso nos ponen guardias de seguridad a nosotros? ¿De quién nos protegen, de la pandilla esa de violentos o de la miseria de Jorge?

—No seas drástica. Yo dirijo un colegio, ni un correccional ni una ONG.

—Tengo la sensación de estar siendo cómplice de algo que apesta.

Carlos padecía la misma sensación, pero a él no le salían tan bien los discursos como a Marga. La había acompañado hasta el despacho del director, más por limpiar su conciencia que por creer en posibles soluciones. Jorge tenía razón: a él siempre lo señalarían como culpable. Dani se limitaba a ser una sombra silenciosa, como si temiera que una frase o incluso una sonrisa, pudiera separarlo definitivamente de Marga. Colaboraba boicoteando a Roberto en el equipo de fútbol, pero no estaba enteramente convencido de que el regreso de Jorge a su mundo fuera la mejor solución.

Trataban de dar por pasada la tormenta y se instalaba de nuevo la normalidad, pero las cosas no volvieron a ser las mismas. Los padres protestaban y parecían vigilar las decisiones del centro con lupa, dispuestos a que sus hijos no volvieran a convivir con un chico capaz de causar problemas. No tenían nada contra él, aseguraban, pero sí a favor de la tranquilidad de sus hijos. Jorge había sido una vacuna de realidad en el organismo de sus retoños, pero no estaban dispuestos a que lo padecieran como una enfermedad crónica. El director se negó a expulsar oficialmente a Jorge y trató de convencer, a los demás y a sí mismo, de que sólo se trataba de un tiempo para olvidar la intromisión de los violentos. Marga no lo creía, no por falta de buena voluntad en el director, sino por las numerosas presiones; con mucho, la peor de todas radicaba en la presencia de los guardias de seguridad.

—¡Y llevan armas! —casi gritaba cada mañana Marga, alérgica a los uniformes y a sentirse vigilada—. Se supone que ellos nos protegen —contestaba Dani—. Después de lo que pasó no pretenderás que nos quedemos de brazos cruzados.

—Ya puestos, podrían darnos a todos permiso de armas, ¿no te parece?

—No seas drástica.

—Eres el segundo que me lo dice en poco tiempo, chaval. Llegarás lejos.

—Tiene madera de yuppie —soltó Carlos, que no podía evitar las pullas contra Dani—. Incluso podría llevar pistola, porque al chico jamás se le cruzan los cables y no resultaría peligroso.

—Pero, bueno, ¿qué tripa se te ha roto conmigo, tío?

—Mejor dejarlo. Lleváis una temporada como dos gatos peleados por un lugar en el tejado.

—¡Eh, tú, alto, aquí no puedes entrar!

El grito del guardia de seguridad hizo que los tres amigos se volvieran para ver justo cómo éste trataba de impedir la entrada de Jorge.

—Él es un alumno —gritó Marga totalmente enfurecida—. ¿Tiene pinta de no serlo?

El hombre uniformado miraba a los cuatro sin saber muy bien qué hacer. Carlos se sintió aliviado: si Jorge regresaba no cumpliría la amenaza de vengar la paliza recibida por Marga. Dani dudaba entre saludar al chico o hacerle frente, entre alegrarse o desear que lo partiera un rayo. Lo que más le molestaba era la muy acogedora sonrisa con que lo recibía aquella chica de la cual él hubiera querido ser más que amigo. ¿Qué tenía Jorge que no tuviera él?

—Huelo diferente. —El chico parecía estar respondiendo a la pregunta silenciosa de Dani—. Los pringaos tenemos un olor especial, aunque nos duchemos todas las mañanas —dijo Jorge, soltándose del brazo del guardia y caminando hacia la chica—. Sólo he venido a devolverte los tres libros que me prestaste…

—No corrían prisa.

—Yo sí tengo prisa.

Los dejó sin tiempo para reaccionar. Una vez entregados los libros, salió corriendo con la rabia de una bengala. Carlos tuvo entonces la certeza de que algo muy grave flotaba sobre ellos; se lo decía su estómago, pero sus neuronas no acababan de traducir el mensaje. Dani suspiró aliviado.

—Me siento como una niña pija metida a redentora. Marga lo dijo bajito, sorbiendo dolor en las palabras.

Ellos dicen que tengo que aprender

pero no hay nadie aquí para enseñar.

Si no pueden entenderme

cómo pueden ayudarme.

La canción de la película Mentes peligrosas revoloteó por la cabeza de Carlos como la presencia de un cuervo anunciando la desgracia. Durante muchos meses, si sonaba cerca de él, sentía escalofríos y recordaba escenas que deseaba borrar para siempre.

Tres días más tarde, a unos metros de la puerta del colegio, una sombra en forma de niño, al menos por el tamaño, se acercó hasta ellos. Carlos reconoció de inmediato al acompañante de Jorge aquel día en el hospital. Vestía la misma ropa y tan sólo parecía haber aumentado la mugre sobre su cara. Guardó el secreto y jamás habló de aquella entrevista clandestina en el hospital.

—¡Oye tú! —gritó en dirección a Marga. Los demás no parecían existir.

El niño se acercaba a ella, con las manos en los bolsillos desgarrados del pantalón y todo el aire de falsa seguridad callejera, mientras vigilaba sus costados para controlar las amenazas.

—¡Eh, pelirroja! —volvió a gritar al comprobar que ella no le hacía caso.

—¿Qué quieres?

—Tengo un recao del Jorge.

—¿Dónde está? —preguntó Carlos como si fuera necesario salir corriendo a su encuentro.

—El recao es pa la jai. —Te escucho.

—Si me sigues, te llevo a donde está tapao. Tú solita —añadió levantando su dedo índice y dejando ver una uña más negra que la noche.

—Ellos también son amigos de Jorge.

—Por si las moscas.

—No, ellos vendrán también. Te guste o no. ¿Qué razones tengo para fiarme de ti?

—Por mí.

Y se encogió de hombros, pero parecía darle vueltas a la pregunta de la chica. Además, cada vez se sentía más inquieto, como un animalito lejos de su guarida. No jugaba en territorio conocido y tampoco buscaba problemas. Hubo un minuto de silencio en el cual Marga y el niño se miraron manteniendo un duelo de pupilas.

—Más te vale que sean de fiar, tía —dijo al fin. Cedería fingiendo indiferencia, para no mostrarse vulnerable. Los tres lo escoltaron en busca de Jorge. El mensajero no tendría más de nueve años; parecía un ratón asustado jugando un papel equivocado. Ninguno pensó en avisar de su falta a clase, en llamar a la familia o en buscar coartadas. Los acuciaba ver a Jorge y siguieron en silencio al niño. Cruzaron la Casa de Campo hasta llegar al metro de Lago. Demasiado temprano para los habituales del lugar, tan sólo se tropezaron con tres chicos corriendo. Carlos hubiera preferido tomar medidas antes de seguir los pasos de aquel heraldo sucio, pero Marga no estaba para razonamientos y Dani la seguía sin preguntas.

Subieron al metro, hicieron varios trasbordos, hasta que ninguno de los tres logró identificar el lugar adonde habían llegado, salvo por el nombre de la estación: Aluche. Al salir del metro, comenzaba lo que Dani llamaba «territorio extranjero». Faltaba una caminata de media hora, hasta perder de vista los bloques de viviendas con aspecto pobre pero aún dentro de cierta normalidad, y entraron en algo parecido a un desierto de desperdicios. Tras escalar una pequeña loma, divisaron una especie de valle, pero sin vegetación, donde se apelotonaban unas veinte chabolas, cuatro coches en bastante buen estado y dos en puro esqueleto de chatarra. Una pandilla de niños hacía novillos entre las ruinas sin escandalizar a nadie.

—Abur, Mono —saludó uno de los chiquillos al guía de tan extraño grupo. Recibió el saludo sin inmutarse; parecía acostumbrado al nombre, posiblemente fuera el único que le resultase familiar. Llegaron al final de algo parecido a una calle de barro y entraron en una de las chabolas de cartón y latas que se mantenía en pie atentando contra todas las leyes de la física. No había puerta, bastó correr una cortina estampada para entrar.

—Aquí está la jai —soltó el chico antes de salir y dar por concluida su misión. De la presencia de Carlos y Dani no dijo nada.

Al principio no pudieron ver nada. Luego, cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad del lugar, sin más aberturas que la cubierta por la cortina estampada, pudieron distinguir una pequeña cocina de gas, una bombona, unos cuantos cacharros colocados sobre una caja de refrescos, una mesa cojitranca, dos sillas diferentes pero igualmente estropeadas y un camastro donde algo se movía.

—¿Por qué no has venido sola?

Era la voz de Jorge y provenía del camastro. —¿Jorge?— preguntó Marga mientras se acercaba—. Ellos también son tus amigos. Y no sabía si el chico era de fiar…

—Dudo que sean «mis amigos». Pero está bien que no te fíes de los desconocidos.

Su voz destilaba amargura y también aquel cansancio arrastrado desde muy atrás y que Carlos detectara ya en el hospital. De nuevo la oscuridad, como aquella noche. De nuevo Jorge. De nuevo todos en torno a Marga, que se había acercado hasta tocar al dueño de aquella voz amarga.

—¡Estás herido!

—Nada importante. Me confié y el mierda ese acercó demasiado su cuchillo a mi hombro.

Nadie preguntó quién era «el mierda», les podía el miedo a saber, miedo a conocer datos, como si, ignorándolos, dejaran de existir.

Dani encendió una cerilla. Apenas se podía distinguir nada, tan sólo la cara asustada de Marga y el rostro esquinado de Jorge. Llevaba el hombro vendado con un trapo no demasiado limpio y la sangre renovaba un cerco rojo brillante sobre la enorme mancha que casi lo cubría por encima de la suciedad.

—¿Dónde hay luz? —preguntó Marga, recuperando cierta serenidad y su sentido más práctico.

Jorge encendió una linterna. El cuadro se mostró mucho peor de lo sospechado en la penumbra. Olía muy mal, sin precisar exactamente a qué. Carlos recordó que la diferencia entre la vida real y los reportajes radicaba ahí: en el olor. Los chicos sintieron ganas de vomitar y salir corriendo, pero los frenó la sangre fría de Marga, dispuesta a examinar la herida como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

—Debería verte un médico.

—¡Ni lo sueñes! Si me cogen, esta vez me mandarán, como mínimo, a un correccional duro. Y eso es peor que la trena. Me he saltado todas las normas… —¡No seas imbécil! Siempre podrás dar una explicación.

—Mira, niña buena, a ti seguro que te escuchan, pero al menda lo sentencian antes de que pueda abrir la boca. Si no me la parten antes.

Carlos recordó de nuevo la noche del hospital, las confidencias de un Jorge asustado que saltaba hacia adelante para no caer en algún pozo sin fondo. Recordó a Bea, «entre el abismo y un incendio sólo te queda aprender a volar». Parecían dar vueltas ciegas a la misma piedra de molino sin que ninguno lograra encontrar la salida. Tal vez ni siquiera existiera.

—Todos tenemos derecho a ser escuchados —dijo Dani.

—Dile al guapo de tu amigo que sus leyes no cuentan en este territorio.

Había rabia, celos, recelo. Por primera vez, Carlos se sintió cerca de Jorge, se sintió cerca porque entendía la rabia que producía Dani cuando había una chica de por medio.

—Eso es filosofía derrotista, chaval.

Estaba claro que Dani no iba a dejarse apabullar fácilmente por ninguno de los dos. A Carlos le entraron ganas de repetir la pelea de aquel sábado por la mañana.

—¿Tuya, de los compañeros que entraron a dar la paliza a Marga, del director del colegio…?

—¡Maldita sea, tío, estamos aquí! —¡Y os vais a callar todos!

Marga se impuso a los tres. No podían permitirse malgastar el tiempo con discursos ni con celos. Si ella sospechaba algo de cuanto flotaba por debajo de aquellas disputas, se lo guardó. No tocaba poner sentimientos sobre el tapete. Urgía curar a Jorge.

—Lo primero que necesitamos es desinfectante, vendas, esparadrapo… Y mucha suerte para no llegar demasiado tarde. ¿Quién de vosotros busca una farmacia?

—¿Dónde? —preguntó Carlos, que tenía la impresión de estar en Júpiter—. ¿No será mejor buscar un médico?

—De momento, Jorge ha decidido seguir escondido. Ya veremos después. Hablaré con el voluntario que lo acompañaba. —Jorge intentó protestar, pero Marga le puso uno de sus dedos en los labios y resultó más efectivo que una mordaza—. Eso después, ahora, mejor buscas al chico que nos trajo…

—El Mono —dijo Jorge.

—Pues ése, y que te acompañe a una farmacia. ¿Tienes dinero?

—Algo.

—Toma, algo más —casi ordenó, sacando de la mochila su monedero.

—Voy contigo —propuso Dani.

—¿No tiene nombre cristiano ese chico? —preguntó Marga.

—No creo que lo hayan bautizado —contestó Jorge—. Basta con llamarlo Mono y aparecerá.

—Como el genio de la lámpara —susurró Carlos dudando entre el miedo a dejar a solas con Jorge a su amiga y las ganas de largarse para evitar el vómito revoloteando en su estómago.

Dejaron a Marga ya aprovisionada con agua y saliendo de la chabola en busca de algún vecino que la hirviese. Recorrieron a la inversa el camino de las chabolas, subieron la loma y regresaron al lugar donde los edificios fingían cierta normalidad. Allí encontraron una farmacia. Por suerte, nada de lo que necesitaban se vendía con receta.

—Nos va a caer una buena bronca —soltó Dani—. ¡Eres un egoísta de mierda!

Carlos mordía las palabras. No lograba entender cómo había sido amigo de aquel chico desde que tenía memoria. En el fondo trataba de colocar en el otro sus propios defectos para no dirigir los golpes de tanta rabia contra sí mismo.

—Pues yo llamo a casa.

Pasaron por una cabina y Dani dio una disculpa aceptable a su madre. Habló de un examen, de la ayuda de Carlos y Margarita para prepararlo… No lo creerían pero tampoco andarían preocupados.

—He dicho que estaba con vosotros para que corra la voz. No te molestes en agradecérmelo. Te has vuelto un cafre total, tío.

La furia y la impotencia lo llenaban todo, sin dejar huecos ni para el pensamiento. Le hubiera gustado tener algo parecido a una moviola mágica capaz de rebobinar todo lo vivido, justo hasta el momento en que anunciaron la llegada al colegio de un chico nuevo y con problemas. Deseaba haberse desentendido, haber continuado con la vida conocida, con el guión escrito para él desde siempre. Entonces, Dani seguiría siendo el buen amigo de toda la vida y ésta el lugar cotidiano donde se conocían las normas de antemano.

Marga terminó sus tareas de enfermera. Ellos la miraban como a un pozo sin fondo e imposible de conocer totalmente. Viéndola moverse con tanta seguridad, Carlos la imaginó como una de aquellas leonas que encuentran al cachorro huérfano, hambriento de comida y ternura, y lo cargan entre sus fauces para protegerlo. Pero ni la más aguerrida de las leonas podría impedir el disparo del cazador, incluso podía acabar muerta sobre el cadáver del cachorro. Un escalofrío le recorrió la espalda como un relámpago.

—¿Cuándo sabremos de ti, Jorge?

—Cuando sea necesario.

—¿Seguirás recurriendo a nosotros?

—Seguro.

—¿Te meterás en líos?

—He nacido en medio de uno. Y no se sale casi nunca, Marga. Siempre habrá perdedores natos para que la gente normal se sienta feliz y satisfecha.

—No seas masoca, hombre.

Carlos abandonó la chabola sin despedirse y empujó a Dani. Aquellos dos necesitaban un último minuto de intimidad. No le resultó desagradable la generosidad en aquellas circunstancias.

Aguardaron a que Marga saliera de la chabola. El Mono los esperaba con las manos perdidas en los bolsillos rotos de su pantalón: toda su escasa vida parecía reducirse a semejante tarea. Esta vez se limitó a dejarlos en el metro.

Los tres pudieron escuchar el crujido de su mundo saltando en mínimos trozos irreconocibles. Regresaban a los lugares conocidos, pero llevaban el olor de otro lugar donde las reglas, si las había, nos les fueron traducidas.