UNA CONVERSACIÓN PRIVADA

—Charly, eres muy amable quedándote, cielo, pero no es necesario —aseguró la madre de Marga saliendo del cuarto de su hija.

—No importa, no tengo mucho que hacer. —Por un momento pensó que ya no tenía importancia casi nada, que nada decisivo lo esperaba lejos de aquella habitación—. Además, mañana es sábado. Si quieren pueden bajar a tomar algo a la cafetería. Yo espero a que regresen y luego me despido de Marga, ¿puedo?

—No creo que le haga ningún daño. —Era su padre quien hablaba, desde un cansancio caído encima como los golpes a su hija: de repente y sin aviso—. Está despertando del efecto de los calmantes, tiene sueño, pero controla bien, se dice así, ¿no?

—Bueno, pero sin que los médicos se enteren. Ellos tienen razón en que lo más conveniente es que descanse, aunque por un saludo no pasará nada.

—Gracias.

—De nada, Charly, si casi eres de la familia. Según Basi, meriendas más veces en nuestra casa que en la tuya.

—Soy un gorrón.

—¡Ojalá todos fueran como tú! —A Carmen se le llenaron de nuevo los ojos de lágrimas.

—Venga, Carmen, vamos a la cafetería, aprovechando el ofrecimiento de este buen mozo. Necesitas tomarte algo.

Carlos se quedó solo en la pequeña sala situada justo frente a la habitación de Marga. Miró el reloj: las siete y media. Todo parecía haber quedado paralizado. Faltaba una hora para servir las cenas, se había terminado el tiempo de las visitas y el lugar parecía vivir en un paréntesis de silencio expectante. No los oyó llegar hasta verlos parados a la puerta de la habitación donde descansaba su amiga. Uno era Jorge, el otro era un niño, al menos por la estatura, mal vestido y cuyo olor a humo de hoguera y mugre lo rodeaba como un aviso anterior a su presencia. Se quedaron escuchando tras la puerta, luego Jorge habló algo con el que parecía un niño, éste se encogió de hombros, esperó a que Jorge entrara en la habitación y se metió en la misma sala de espera donde estaba Carlos.

El chico lo miró con recelo, preparándose para escapar si atacaban. Debía de estar acostumbrado a las huidas y a ser recibido con golpes. Charly miró su cara sucia, los bolsillos rotos de sus pantalones, sus camisetas superpuestas y con restos de difícil identificación, la cazadora de falsa piel, tres o cuatro tallas superiores a la suya y desgarrada en un hombro. Le hubiera gustado saber qué relación lo vinculaba con Jorge, pero resultaba mayor la curiosidad por saber qué estaba pasando en la habitación de Marga. Salió y fingió dirigirse a los lavabos para que el chico no diera la alarma a Jorge. Cuando creyó que el otro estaría confiado, se fue acercando hasta la puerta de la habitación.

Abrió intentando no hacer ruido. La estancia estaba en penumbra, tan sólo un par de luces muy tenues. La cama de su amiga permanecía rodeada por una cortina y tras ella podía verse, además de la cama, una figura de pie, a su lado, tan absorta que no se percató de la entrada de Carlos.

—Te empeñaste en convencerme de que era posible…

—La voz de Jorge estaba quebrada, como si contuviera las ganas de llorar y no lograra conseguirlo. —Estuve a punto de creerte, tía. ¡Joder, a quién no le gustaría darle una buena tunda al destino que le tocó en mala suerte!

—Jorge, no puedes darte por vencido, porque entonces ganarían ellos.

La voz de Marga sonaba muy débil, como si luchara contra un sueño que aplastaba las palabras.

—¿Ganarían? ¡En qué planeta vives, tía, ellos ganan siempre! Esto no es una película, y tú no eres la Pfeiffer…

—Ya, soy sólo una imbécil con buena voluntad, ¿no?

—Eres una buena chica que se equivocó de rollo.

—¿Y cuál es mi rollo, Jorge? No, espera, no me lo digas, que esa lección me la sé. Soy una niña pija que vive en una urbanización de ricos, que no tiene problemas y que mata su aburrimiento y redime su mala conciencia jugando a ser algo parecido a una monja laica.

¿Voy bien?

Se creó un silencio denso. Carlos comenzaba a sentirse culpable por estar allí, agazapado como un mal espía. Aquello era como introducirse en una conversación telefónica privada, leer una carta de otro, o espiar por la mirilla. Le parecía justa la rabia de Jorge. Tal vez todos fueran «buenos» porque no costaba demasiado serlo, porque incluso te daba buena imagen. Ni Dani ni él se habrían ocupado del chico nuevo llegado para poner a prueba un plan de inserción escolar, de no andar mediando en la historia Marga. Incluso para su amiga podía ser más fácil jugar a buena samaritana que comportarse como una Ana cualquiera. Ellos podían elegir, otros caminaban sobre marcas decididas de antemano. Jorge podía ser injusto con la chica, pero había mucho de cierto en sus palabras.

—Te puedes enfadar si quieres…

La voz de Jorge sonaba ronca, como si le llegara desde muy lejos, desde algún cansancio antiguo.

—Lo más chungo de todo es que estoy aquí, peleándome contigo porque no puedo hacerlo con quien debiera…

—Déjalos, Jorge, no pueden traerte nada bueno.

—A mí ya nadie me puede traer nada bueno.

—¿Y para qué nos esforzamos los demás? Todo resulta inútil porque tú eres el primero en rendirte.

—Pero, tía, ¿no te das cuenta de que nací pringao, vivo pringao y moriré pringao? Con suerte, tendré un minuto de gloria para mí solito…

—Un héroe de película, ¿a cambio de qué?

—Marga, vamos a ver si te enteras. Según los informes, mi viejo era un borracho sin trabajo, un pendejo, vaya. Y es cierto que estaba colgao como un mono del árbol, pero ¿sabes lo que recuerdo de mi viejo?

El chico hacía ruidos con la nariz tratando de sorber las lágrimas para impedir que la chica lo viera llorar. Claro que, con aquella escasa luz y los efectos de los sedantes, probablemente Marga no lograra distinguir los ojos llorosos de Jorge.

—Lo recuerdo llorando sobre la mesa porque a mi madre le había dado uno de aquellos ataques que no atendía ningún médico porque hasta eso era un lujo, y que le hacían echar espuma por la boca como si fuera un caballo reventao… No había nada en la chabola, salvo piojos y mucha hambre y una mujer tumbada soltando espuma por la boca y un hombre que lloraba porque no sabía que yo lo miraba.

Carlos tuvo la impresión de haber pasado al otro lado del espejo, a ese lugar de la realidad para la cual nadie le había dado billete de entrada.

—Ése era mi viejo, el mismo que en los informes consta como alcohólico sin trabajo fijo y atracador de tiendas…

—Lo siento.

—¿Qué sientes, tía?

—¿Sientes que la vida de otros sea una mierda o que toda tu buena voluntad no sirva para nada? Nunca hubo buena voluntad capaz de salvar a mi madre de aquella locura con espuma, ni de la muerte; nadie libró a mi hermano pequeño de un orfanato y ningún juez encontró atenuantes para evitar la cárcel a mi viejo.

—Estoy muy cansada, Jorge.

—Tienes razón. Este rollo es sólo mío. En realidad venía para despedirme…

—¿Adónde vas?

—Eso ya no te concierne. ¿Has visto qué bien hablo después de tus clases?

—Jorge, por favor, ¡no hagas ninguna locura!

—Ya las he hecho todas.

Carlos temblaba escondido en un rincón. Todo parecía perdido de antemano, como los gestos necesarios para evitarlo, aunque alguien tuviera fuerzas para intentarlos.

—Marga, ¿puedo pedirte un favor? —Sabes que sí.

—Recuerdo un cuento en que un príncipe cobarde recibía el beso de una princesa y se volvía valiente y fuerte de golpe… Yo no soy un príncipe, pero me gustaría darte un beso…

—Ven.

Carlos notó dos lágrimas corriendo por sus mejillas, no eran celos sino piedad por el triste guerrero de la chabola que lanzaba insultos a las sombras o al destino, y miedo, mucho miedo. Pasaron un par de minutos eternos hasta que oyó los movimientos de Jorge. Temió que lo viera escondido y lo tratara como a un espía escuchando algo prohibido. Lo vio pasar junto a él; por un momento se creyó sorprendido cuando el perfil de Jorge se volvió hacia el rincón donde estaba escondido…

—¡Adiós, Marga! Pagarán por lo que te han hecho, aunque sea lo último decente que haga en mi puñetera vida.

—¡Jorge!

El grito de Marga hizo que el cuerpo alto y flaco del chico temblara, pero no retrocedió, ni siquiera se cuestionó lo que iba a hacer. Carlos cerró los ojos en un intento infantil por no ser visto. Por no ver.

La habitación quedó poblada de malos presagios. A Carlos se le habían dormido las piernas y le costaba moverse. Medio a gatas, se acercó hasta la cortina que cubría el lecho de su amiga, la apartó lentamente y pudo verla, con los ojos cerrados y los puños apretados. Le resbalaban por el rostro lágrimas de impotencia. Aquél debía ser el momento del llanto que ni siquiera se compartía.

Esperó fuera a que regresaran de la cafetería los padres de Marga para marcharse. Estaba tan cansando como si hubiera luchado contra un ejército de fantasmas. Le dolía la mandíbula de tanto apretarla y las piernas aún no le respondían con firmeza.

—Gracias, Charly, ¿alguna novedad?

—No, ninguna, señora.

Ninguna. Nadie tenía derecho a entrar en la privada escena del guerrero harapiento solicitando un beso de alivio. Jamás contaría el encuentro de un príncipe desahuciado con la princesa herida, ni hablaría de la ternura capaz de rescatar el valor perdido.

Siempre se preguntó si su postura de dejar pasar, de no querer enterarse, había servido como cómplice para todo lo que vino después. Jorge había tomado su propia decisión y todos tenemos algún destino señalado del cual nadie puede redimirnos. Al menos eso parecía decirle al oído ese sentido común donde habitaba con relativa tranquilidad. Otras veces, las palabras que no dijo en su momento, las de todos los avisos que debió dar, se transformaban en una bola de fuego atenazando su garganta.

Hubiera bastado un gesto para convertir el futuro inmediato en una posibilidad incumplida. El póster de Pfeiffer, arrugado y olvidado, le recordaba la imposibilidad de borrar el tiempo, la evidencia de que los caminos decididos una noche jamás pueden retrocederse.

Al día siguiente, cuando Dani fue a buscarlo a su casa para acercarse juntos a ver a Marga, bastó una frase de su amigo, una frase intrascendente, para enzarzarse en una pelea a puñetazo limpio, como las primeras palizas en la guardería por la propiedad de algún juguete.

—¡Eres un pijo, Dani, un pijo egoísta de mierda!

—¿Se puede saber qué pulga te ha picado, enano? Los dos se miraban sin reconocerse, Dani con las narices goteando sangre por debajo del vendaje y Carlos con una ceja hinchada. Trabados en mitad de una pelea cuyo origen no entendían porque Dani ignoraba lo sucedido en el cuarto de Marga.

—Tendrás que ir a cambiarte. No creo que te guste aparecer con esta pinta delante de Marga.

—¿Tienes celos?

—¿De ti? No me jorobes, chaval. Por mí como si os hacéis novios formales. Lo que me revienta es esa postura tuya de rey del mambo con que vas por la vida, como si fueras el mejor producto del mercado.

—¡Déjalo, Dani! —Bea apareció sin ser vista y trataba de contener la rabia de su hermano—. Mejor habláis cuando todo esto haya pasado.

Ayer Charly estuvo en el hospital y parece que Marga no se encontraba demasiado bien.

—¿Ha empeorado?

—No, hombre, pero parece que será más largo de lo previsto. Anda, ve a casa a cambiarte. Charly y yo iremos juntos al hospital más tarde.

—¡Que te den morcilla, guaperas! —gritó Carlos soltándose de su hermana y entrando en casa.

En realidad, hubiera querido lanzar puñetazos al mundo entero, a todo cuanto había sido su mundo hasta entonces y que parecía haber entrado en un cataclismo. No había sido justo con Dani, pero la vida tampoco se mostraba muy justa con casi nadie.

No hacía pie, se hundía en algún pantano desconocido y notaba el cuerpo cansado. «Yo también necesito un beso de la princesa», murmuró mientras subía la escalera de dos en tres y recordaba la escena espiada en el hospital.

Se encerró en su habitación y lloró toda la impotencia anudada en su estómago. No logró sentirse mejor, pero al menos la rabia había cedido.