EL REGRESO DE JORGE

Carlos recuerda aquella tarde como una pesadilla incompleta, como si le faltaran datos del sueño que no sabe si desea recordar o trata de olvidar como se olvida un suspenso en mitad del verano. La vida comenzó a funcionar a velocidades vertiginosas, incontroladas. Nada volvió a ser como antes, ni siquiera cuando sus vidas recuperaron la apariencia normal.

Las alas de la mariposa habían llegado al tranquilo lugar donde habitaban, convirtiendo el aire en un tornado que los envolvía y les impedía ver dónde se encontraban realmente.

Habían entrado en el colegio diez o doce, nunca quedó muy claro el número, escondidos tras los uniformes de camuflaje y los pasamontañas, seguros dentro de sus botas, armados con porras y navajas. Aprovecharon los primeros momentos de sorpresa y antes de que nadie pudiera reaccionar, mucho antes de que aparecieran los primeros coches policiales, todo se transformó en una pesadilla.

Preguntaron por Jorge. Estaba claro que venían a buscarlo. Pero también pretendían hacer pagar la osadía de Marga. El grueso de la furia lo descargaron sobre los muebles, los carteles de las paredes, los cristales y hasta el ordenador del despacho de tutoría que encontraron abierto. Dani recibió un puñetazo y algunos otros chicos recibieron un impacto de porra o algo parecido a un golpe de kárate, pero a quien realmente machacaron fue a Marga. Y si en aquel momento no hubieran entrado el director y dos profesores, la paliza habría resultado mortal.

Carlos se recordaba a sí mismo aporreando, con más rabia que fuerza, la espalda de aquella mole que golpeaba a su amiga, recordaba la rabia estrangulando su garganta y casi cegándolo. Recordaba que Marga, en lugar de quejarse, aún tenía agallas para insultar al encapuchado y pedirle que mostrase «su cara de gallina». Tan sólo por momentos pensaba que aquello no estaba pasando, que él no era Charly, el estudiante de aprobados por los pelos, fanático coleccionista de carteles de motos mientras soñaba con un permiso para tener una Honda-500 en propiedad. Aquello correspondía a otra vida, a otra película en la que alguien lo había introducido por error, pero de la cual no encontraba salida.

Se recordaba gritando insultos. Recordaba haber visto a su amiga demasiado quieta y al director comprobando sus latidos. Recordaba haber hecho promesas a algún Dios de la infancia, ofreciendo pequeños sacrificios ingenuos para que ella siguiera viva, para que todo fuera un mal sueño. Recordaba, sobre todo, la sensación de impotencia, de hoja suelta navegando entre corrientes de aire.

«Tengo que despertar. ¡Que alguien me despierte, por piedad, que se termine la pesadilla!».

Y las horas que siguieron se sucedieron como imágenes de una película descontrolada. Marga herida, Marga sin hablar. Y Dani despertando, con el tabique nasal roto y sin entender. Como dos ciegos que, al abrir los ojos, no acaban de cuadrar lo visto con lo recordado.

Acabaron en el hospital, con los padres alarmados, preguntando qué había pasado, reclamando atenciones inútiles. Carlos apenas tenía un par de moretones y lo de Dani se solucionaba con un vendaje y un par de semanas. Mucho peor diagnóstico merecía lo de Marga.

—No puedo entenderlo. No es posible que esto nos esté sucediendo a nosotros… —repetía el padre de la chica como si también él hubiera sido sorprendido en medio de una pesadilla ajena. ¿En qué se equivocaron para que su hija terminara atendida en la sala de urgencias de un hospital?

Carlos sintió, por primera vez, que los adultos, los conocidos desde siempre: sus padres, los padres de sus amigos, el director del colegio…, no servían, al menos esta vez, como muro contra las desgracias. Se les había colado la vida real por entre las rendijas de tanta seguridad comprada y no sabían qué hacer con ella.

Durante unos días, el furor de la fama alcanzó al tranquilo colegio. Alfonso Gránate, el periodista invitado a las jornadas, dio buena cuenta de la agresión. Se mantuvo bajo los focos de la actualidad tres o cuatro días, luego llegaron otras noticias de primera página. Pero, para los tres amigos, los hechos se archivaron en la primera página de sus vidas durante mucho tiempo.

La burbuja había roto sus paredes de cristal y no contaban con instrumentos capaces de guiarlos en mitad de la tormenta.

—Las ideas y las fórmulas, al igual que los recuerdos, conviene dejarlos en reposo…

Carlos se quedó mirando a Mariano. El profesor se había sentado a su lado, limpiaba sus gafas y hablaba como si él pudiera entenderlo. Se sorprendió mirando de forma diferente al «tipo raro» que había sido siempre el profesor de matemáticas.

—Pero esto no es una idea, ni una fórmula, ni siquiera un recuerdo… ¡Ella está ahí, llena de tubos, y no sabemos si volverá a ser la misma alguna vez!

Necesitaba enfadarse. Necesitaba que las palabras rompieran el dique levantado en su interior. De alguna manera, el profesor sentado a su lado le servía de blanco a los disparos de toda la ira contenida.

—Esto ya es un recuerdo. Lo que vivimos se convierte en recuerdo un segundo después de vivirlo…

—¡Y una mierda!

—Está bien, enfádate. Eso es bueno, muchacho.

—¡No me venga con monsergas!

—Eres demasiado joven para entender que todo sucede por alguna razón, que nada de lo que hemos vivido ha sido gratuito.

—¡Ah, sí! O sea que han machacado a una chica estupenda para que aprendamos algo. No era necesario, todos sabíamos que hay grupos de skins en la calle.

—Sí, lo sabías tú, lo sabían tus compañeros, incluso tus padres. Pero eso sucedía «en la calle», es decir, en otro lugar, ¿verdad? Verás, muchacho, la vida es algo muy parecido a un pespunte…

—¿Un qué?

—Puntadas de hilo cosidas de forma alterna. Somos incapaces de ver la anterior y la siguiente porque hay un vacío entre ambas, pero todo sucede porque es necesario, porque necesitábamos vivir esa experiencia.

—No me lo creo.

—Has vivido poco. La vida es un enigma que sólo a ratitos logramos entender medianamente.

Como en una película, estuvo a punto de contestar. Se parecía a contemplar en las noticias escenas de violencia en África. Se sabía, pero se desconocía el olor del miedo, del hambre, de la violencia ejercida sobre alguien querido. La vida contenía olor, y se trataba de un olor que producía miedo, mucho miedo.

—Las fotografías no huelen, Charly, y la vida, para entenderla, hay que olfatearla.

Y apestaba. La vida olía fatal. Ellos crecían excluidos de ese perfume, rodeados de árboles, vigilados por las ardillas inquietas y custodiados por coches de seguridad guardias uniformados que los saludaban al reconocerlos. Ellos eran hijos de padres capaces de levantar un cristal antibalas delante de sus adolescencias para evitar cualquier rozadura.

—¡Jorge!

Se levantó de golpe. Jorge estaba allí, con la mandíbula apretada y aquella mirada fría que helaba la sangre. Estaba solo, tal vez fugado del centro de acogida.

—¿Cómo sabes…?

Jorge sí conocía el olor de la vida, contaba con la capacidad de escuchar el ruido de la desgracia, de ventearla, a varios kilómetros de distancia. Al igual que los animales aprenden a barruntar los huracanes, Jorge había aprendido a presentir peligros y desgracias para poder defenderse. O al menos para hacerles frente con los puños apretados.

—¿Cómo está? Sobraban las palabras.

—Los médicos tienen esperanzas, muchacho —aseguró Mariano rodeando con un brazo los hombros de Jorge.

—¿Puedo verla?

No movía un músculo más de los necesarios para que sus palabras salieran por su boca como disparos secos. No rechazó el brazo del profesor, pero la tensión mantenida por sus músculos servía como suficiente barrera.

—Nadie puede verla, Jorge. Al menos de momento.

Carlos había olvidado los celos sentidos en algún momento. Por primera vez desde que lo conoció, desde que se obligó, por amistad a Marga, a ser cortés con el chico nuevo, se sintió cerca de aquel dolor sólo manifestado por su rigidez.

—Bien.

Y se fue. Sin prisas, sin despedirse. Caminaba con la seguridad de quien sabe exactamente adónde va. Nadie intentó detenerlo.

Carlos siempre se preguntó si hubiera sido posible evitar lo que vino después.

—¿Qué hace ése aquí? —preguntó Dani acercándose a Carlos y Mariano.

—Ha venido a saber cómo estaba Marga —dijo Carlos.

—Estaría bien si no fuera por su culpa.

—¡Eres un estúpido! —Carlos miró a Dani, el chico guapo del colegio, como si lo viera con ojos diferentes. Deseaba que, al menos, el golpe en la nariz le hiciera perder algo de su viejo encanto—. ¿Acaso fue él quien le sacudió la paliza, cretino?

—Si él no hubiera venido no habría sucedido nada. —Claro, y si construyéramos una ciudad para nosotros solitos, tampoco tendríamos que soportar la presencia de tanto miserable… ¡Como ellos no usan el mismo perfume que tú!

—¿Qué coño te pasa, chaval? ¿Te pones de su parte? ¿Tú de qué vas, tío?

—De nada. Ni siquiera llevo calcetines blancos. Carlos salió corriendo de allí. Le dolían las palmas de las manos: había apretado tanto los puños que las uñas le habían provocado heridas. Se sentía mal. Todo le daba vueltas. Dani había sido su amigo desde el parvulario y sin embargo, en esos momentos, sentía que aquel chico de nariz vendada le parecía un extraño. Marga estaba llena de tubos y se desconocía lo que pasaría con su cabeza. Y él, ni estaba en el bando de Jorge ni quería estar en el de Dani. Navegaba a la deriva y sólo tenía ganas de correr, de gritar…

—¡Charly!

Había tropezado con Beatriz, su hermana pequeña. Casi la tira al suelo y ahora la miraba como si tampoco lograra reconocerla.

—¿Se sabe algo nuevo de Marga?

—Aún no.

—Ven, vamos a tomar un refresco.

Y se dejó llevar. Beatriz tenía trece años, pero en aquel momento, mientras lo tomaba del brazo y lo sacaba de aquel lugar como si conociera la salida del laberinto, le pareció mucho mayor. Se sentaron en una cafetería llena de enfermeras y familiares de pacientes. Su hermana no dijo nada. Lo miraba y esperaba.

—¡Ese tío es un imbécil!

—¿Dani?

La miró sorprendido. ¿También ella sabía cosas que él desconocía? ¿En qué burbuja de cristal había vivido hasta entonces para no enterarse ni siquiera de cómo era su hermana?

—Ni más ni menos que todos los compañeros del colegio, Charly. Tú y yo incluidos.

—A mí no me mezcles.

—¿Has tomado conciencia en unas horas o sigues siendo el chico que colecciona pósters de motos, está enamorado de la Pfeiffer y me mira como si fuera una mocosa?

¿Quién era él para juzgar a Dani? Miró a su hermana como si la descubriera. No se deja de ser de golpe lo que uno ha sido durante diecisiete años.

—A veces se cambia en un minuto, Charly.

—¿Me lees los pensamientos?

—Tal vez estemos pensando lo mismo, ¿te sorprende?

—Pues sí.

—Ya, las hermanas pequeñas sólo sirven para molestar. Dani no es mal chico. Es como tú, como yo. Ni somos unos skins ni unos santos. No hemos vivido la vida de Jorge ni hemos elegido la nuestra.

—¿A ti quién te enseñó todas esas cosas?

—¿Qué sabes realmente de mí? Aparte de lo mucho que te incordio cuando me cruzo contigo por los pasillos de casa, claro.

—No estoy para más monsergas, Bea.

—Pues yo diría que estás en el mejor momento. En eso tiene razón mamá cuando dice que si nos colocamos al borde de un precipicio y detrás hay un incendio, no queda más remedio que aprender a volar.

Carlos miró a su hermana como si no la hubiera visto jamás. Era cierto que su madre decía eso, pero no solía prestar demasiada atención a cuanto decían en casa. A fin de cuentas, los padres son un poco rollo y se pasan la vida dando consejos y preocupándose de dónde has pasado la tarde del sábado.

—Aprender a volar —murmuró a modo de conjuro.

No tenía ganas de volver a casa. En realidad no tenía ganas de tropezarse con aquella imagen de sí mismo que hasta su hermana pequeña podía ver. Buscó una cabina telefónica y llamó a casa.

—Mamá, soy Charly.

—¿Has visto a tu hermana, cómo está Marga, estás bien…?

—Las preguntas de una en una, por favor, que tengo la cabeza muy espesa. Acabo de estar con Bea, se iba para casa. Marga sigue en observación, pero no creen que sea grave. Me gustaría quedarme un rato más con ella. Bueno, cerca, porque no dejan entrar en la habitación. Están aquí sus padres, les hago compañía y después voy a casa. ¿Vale?

—No tardes mucho, cariño.

—No, seguro que no.