Durante tres semanas todo transcurrió sin problemas, tan sólo unos cuantos compañeros, con Roberto a la cabeza, intentaron alguna vez hacerle la vida imposible a Jorge. Pero nadie iba contra Marga, que lo mismo te resolvía un examen que daba la cara por cualquiera en dirección; a Dani se lo rifaban las chicas, y era capitán del equipo de fútbol, o sea, popular entre todos. Carlos, el amigo de Dani, normal: uno más.
Lo único capaz de alterar tanta armonía se agazapaba en los celos a dúo con respecto al tiempo dedicado por Marga a Jorge. Carlos no recordaba a su amiga disponiendo de tantas horas desocupadas. Marga solía vivir colgada de una agenda repleta de compromisos parecida a la de una ejecutiva y «recibía» a los amigos en fines de semana, siempre que no coincidiera viajando a Estrasburgo con su madre. Ahora, o había estirado el tiempo, o había quemado la vieja agenda.
—Cada día me gusta más tu amiga.
—Y tuya —dijo Carlos sobresaltado por una confidencia de Dani sin preámbulos.
No quería saber. Prefería instalarse en la duda la certeza de haber perdido todas las papeletas con la chica. La estrategia del caracol casi siempre resultaba eficaz.
—No me importaría nada que fuese algo más que amiga.
—¡Venga ya, Dani! Nunca te has tomado en serio a, ninguna y las cambias a más velocidad que los calcetines.
—Me cambio más a menudo los calcetines, enano.
—¿Y son blancos?
Dani dibujó un gesto como si fuera a darle un puñetazo, pero acabó abrazando a Carlos y soltando una carcajada. Ana, la preciosa Ana, naufragaba en el olvido. Dani había cambiado y parecía capaz de realizar cualquier hazaña para lograr de Marga una mirada diferente, para dejar de ser el chico guapo cuyas neuronas sólo dibujan motos y caras bonitas. En el fondo, Carlos se engañaba al imaginar que debía proteger a Marga de aquel irresponsable capaz de hacerle daño.
La oportunidad para mostrar el cambio le llegaría pronto a Dani y tendría sus orígenes en la idea propuesta por el director de organizar unas jornadas sobre la tolerancia. El colegio dedicaría dos semanas, después de los exámenes del primer trimestre, a debatir entre todos, y contando con determinados conferenciantes, el problema de una convivencia capaz de respetar a todos en sus diferencias. Cada año se organizaban dos semanas en torno a algún asunto de interés. En principio, no sorprendió a nadie.
—¡Fíjate, Charly, vendrá Alfonso Gránate, el reportero que estuvo en Bosnia! —exclamaba Marga leyendo el folleto de actividades.
—Pues qué bien, y nosotros obligados a hacer cartelitos y tonterías similares como buenos niños que defienden la peregrina idea de que todos somos iguales. —Roberto, eres una mala bestia.
La sombra de Roberto reflejaba un armario ropero. En el interior de su cabeza no lograba penetrar la idea de mirar a los demás como semejantes. Desde que Jorge había llegado al colegio se había dedicado a boicotearlo en todo cuanto estuvo a su alcance. Le hubiera gustado ser el jefe de una brigada de primates para imponer sus caprichos a fuerza de puños. Por suerte para el chico no había logrado oportunidades para darle gusto al boxeo, ni había contado con el apoyo de demasiados compañeros. Dani iba con el nuevo y, para empezar, ninguna chica de todo el curso cuestionaría las elecciones de Dani.
Pasaron los días anteriores a las jornadas trabajando hasta que cerraba el colegio. Los dos paladines se quedaban fundamentalmente para estar cerca de Marga. Ella había conseguido que Jorge colaborara en los carteles. Dibujaba casi como un profesional: resultaba original, un poco trágico y con marcada preferencia por los colores llamativos.
—¡Chico, eres mejor que Andy Warhol! —sentenciaba Marga mirando el último cartel colgado en la pared mientras se apoyaba en el hombro de Jorge, el cual no sabía muy bien cómo reaccionar.
Aquella pelirroja lo desconcertaba. Ni siquiera se atrevió a preguntar quién era el tal Warhol; para él, pintar paredes siempre había sido un modo de descargar parte del nudo que atenazaba su estómago casi desde el primer llanto.
—Mejor dejas a nuestras mujeres, ¡rata de chabola! Todos se volvieron para ver al chico que había soltado semejante improperio. Todos menos Jorge, que permaneció sin moverse, pero cuyos músculos se tensaron de tal modo que Marga pudo sentirlos de acero en el hombro sobre el que inclinaba su cabeza. Fue ella quien miró al chico del insulto, caminó tres pasos hacía él con lentitud, lo repasó desde las botas hasta la cabeza rapada y le dijo.
—Ignacio, sigues siendo el mismo energúmeno que dejó el colegio el año pasado. Lo tuyo no han sido nunca las neuronas. —Bajó los ojos hasta las botas reforzadas con metal—. Y de tu fuerza física habría mucho que decir si te quedaras sin botas.
—Mira, mocosa…
No tuvo tiempo de continuar. Jorge se había colocado tras Ignacio y ahora tenía su brazo derecho rodeándole el cuello. Ignacio resultaba aparatoso por el corte de pelo, la guerrera militar cubierta de insignias y, sobre todo, por las botas reforzadas con metal, pero era Jorge quien parecía imponente sin necesidad de ningún uniforme. Mantenía la boca apretada y miraba con tanta intensidad como para paralizar cualquier movimiento defensivo.
—Jorge, créeme, no merece la pena. Lo de este fantasma es pura fachada y fanfarronería —atajó Marga.
—Ni te atrevas a insultarla.
Lo dijo en voz baja, pero con un tono tan grave que resultaba más amenazante que un grito. No escuchó ni a Marga ni a ninguna otra cosa salvo su propia rabia sorda. Ignacio sudaba y, tratando de que no se le notase, intentaba hacerse con la navaja escondida en un bolsillo de su chaquetón.
—Si sacas la perica te abro como a un cerdo.
Todos quedaron suspendidos de la escena, mirando sin atreverse a intervenir. Hipnotizados. Carlos y Dani no estaban y Marga lamentó no tenerlos cerca.
—Me parece, chaval, que te has equivocado de lugar. Tú ya no eres alumno.
Mariano, el profesor de matemáticas, hablaba desde la puerta mientras caminaba hacia los dos contendientes. Jorge mantenía su brazo derecho sujetando el cuello de Ignacio, quien había dejado de buscar la navaja y nadaba en sudores.
—Jorge, chico, mejor lo sueltas, sólo es un bocazas y tú podrías tener problemas.
—Siempre los tengo —aseguró el chico soltando, muy despacio, el brazo que parecía habérsele agarrotado.
—Sal de aquí, antes de que se me ocurra algo peor —aseguró Mariano mirando a Ignacio.
Éste se había puesto rojo como un tomate, se tocaba el cuello comprobando posibles lesiones mientras caminaba hacia la salida, de espaldas y sin dejar de mirar a Jorge. Cuando se supo suficientemente lejos, levantó el puño y gritó:
—Mi hermano Roberto estudia aquí, y no me gusta que se mezcle con gentuza peligrosa que huele a carroña. Yo sigo perteneciendo a esta comunidad y no dejaremos que vengan yonquis, gitanos, negros o cualquier otra rata a contaminarla. Y tú, ratero de mierda —dijo señalando a Jorge—, me pagarás esto.
Mariano abrió la boca, pero Ignacio salió corriendo. Cuando el ruido de sus botas dejó de oírse todos parecieron despertar del trance y se acercaron a Jorge y Marga, que le tomaba la mano. Una mano de acero, fría y húmeda.
—No te preocupes, siempre hay algún loco suelto.
—Mejor continuáis con lo que estabais preparando… Por cierto, ese cartel es una auténtica obra de arte, ¿quién es el artista? —preguntó Mariano.
—Jorge —dijo Marga sintiéndose orgullosa como si, a su vez, Jorge fuera una obra suya.
—Deberías estudiar arte.
En ese momento, Jorge soltó su mano de la mano de Marga y salió corriendo. No tuvieron tiempo ni de retenerlo ni de comprobar que lloraba.
Al día siguiente, Jorge no apareció por el colegio. El director había hablado con los responsables del centro de acogida, relatando la provocación sufrida. Jorge no quería volver y decidieron concederle unos días de tregua.
—¿Y si hablo con él? —preguntó Marga.
—Déjalo un par de días. El chico tiene su orgullo y necesita un poco de tiempo —opinó el director.
—Pues tiene gracia que salga él perjudicado cuando quien debería estar en un correccional es el bruto de Ignacio.
—Ése ya no está bajo nuestra responsabilidad, Marga.
—No, él no, ha dejado a su hermanito, que lleva camino de convertirse en una fotocopia del skin ese.
—Verás, somos los demócratas quienes tenemos que tener calma, por nosotros y por ellos. Hay gente que se siente demasiado insegura como para soportar a los demás en igualdad de condiciones, que necesitan un chivo expiatorio que cargue con sus culpas. Ignacio sólo sirve para dar patadas a otros más débiles que él… —Y lo dejamos actuar con total impunidad—. Tampoco es eso. Ignacio ha venido a provocar, a buscar una justificación para que todo se vuelva contra Jorge…
—Pero Jorge es inocente.
—Sí, aunque en una posición delicada. Si vuestros padres se enteran de que ha habido una pelea en el colegio, no tardarán ni dos horas en llenarme el despacho de protestas.
—Mi madre, no.
—Y algunos otros tampoco, Marga, pero no son mayoría.
—O sea que Jorge saldría perjudicado por simple mayoría. No está mal esa ley democrática.
—Marga, no trates de construir Roma en un par de horas. Destruir es sencillo y rápido, lo difícil es construir. Y ésa es la tarea de los demócratas: no responder a las provocaciones, ser un ejemplo de cordura…
—A mí eso de la otra mejilla nunca me pareció una postura demasiado inteligente.
—Aquí nadie ha puesto todavía ninguna mejilla. Que yo sepa.
—De momento. Pero a Jorge lo han amenazado y puede que Ignacio sea un pelele voceras, pero tiene amigos peligrosos, de esos que van en grupo haciendo ruido y que actúan por la noche. No sería su primera víctima.
Y salió del despacho sintiendo que todo aquello era demasiado injusto; estaban preparando unas jornadas sobre la tolerancia y el primer resultado era que Jorge había sido insultado y amenazado. Herido en algún lugar no visible.
—¡Menuda gaita la coña de la democracia!
—¿Hablas sola?
—Más bien me cabreo sola, Charly, ¿qué haces aquí?
—Esperarte.
—Pues ya me tienes frente a tus narices, ¿qué quieres?
—Oye, oye, que yo no fui el que amenazó a Jorge. Te recuerdo que formo parte de sus escasos amigos.
—Perdona, pero estoy de un humor de perros.
—¿Dónde está Jorge?
—En el centro de acogida. Le han dado unos días de permiso. ¿A que tiene gracia?
—Ninguna.
—¿Dónde anda el guaperas de Dani? —Había rabia disfrazada de ironía en su pregunta—. Por lo visto, cuando tocan problemas, el niño se esfuma.
Carlos estuvo a punto de callarse. Era un buen momento para dejar a su amigo fuera de juego a la hora de conquistar a Marga. Tardó un minuto en sentirse como un gusano y otro más para explicar dónde estaba Dani.
—Está en el médico. Le tocaba revisión por lo de aquella enfermedad que tuvo, ¿recuerdas?
—¡Qué oportuna soy! Lo siento, Charly, supongo que me cabreo con quien no debo. Estoy preocupada.
—¿Por Dani?
—No, por ése no, nuestro amigo es como un gato con todos los boletos en el sorteo de la buena suerte; es por Jorge. Ignacio se marchó amenazándolo…
—No creo que pueda hacer nada.
—Esperemos que no.
A Carlos todo aquello le parecía desproporcionado. Jamás se había visto en una situación semejante. Las peleas que recordaba se vinculaban a los campeonatos de fútbol del colegio y eran puras bravuconadas con los chicos de otros centros. Amenazas, skins, chicos sentenciados… Era como haber entrado en la película de aquel sábado. Y ni siquiera estaba Pfeiffer para echar una mano.
Marga aprovechó la cena en su casa para soltar un mitin a su madre, que, aunque le daba la razón en el hecho de sentirse indignada, apoyaba la postura del director: la paciencia de los demócratas como ejemplo para los violentos.
—Sabes, mamá, me temo que nuestra calma sólo sirve para que esos cabezas rapadas se sientan seguros, se crezcan y refuercen sus botas.
—¿Prefieres actuar como ellos? Porque no veo ninguna otra salida.
—Prohibirlos.
—Pues mira, ya puestos, prohibimos la envidia, la mezquindad, la soberbia… Podemos empezar por prohibirlos a ellos para convertirlos en héroes y más tarde prohibir a las pelirrojas porque son un peligro para la moral. —Intentó hacer un chiste que no encontró eco en su hija—. Es muy difícil no caer en la trampa de ser como ellos, Marga. A mí también me apetece, más veces de las que piensas, volverme radicalmente intolerante con determinados asuntos.
—A ver si hacéis algo en Estrasburgo.
—Algo hacemos, pero lo más complicado queda siempre para el ciudadano de a pie, chiquitina, para gentes como tú y tus compañeros… Por cierto, ¿qué tal Dani?
—¿A qué viene eso?
Y Marga se puso más roja que un tomate maduro.
Lo de su madre, algunas veces, parecía cosa de brujería. Ni ella misma quería reconocer que Dani empezaba a ser mucho más que un amigo y se descubría pensando en él en medio de cualquier cosa. Su madre hacía la pregunta del modo en que las madres inquieren cuando sólo desean confirmar sus sospechas. No dejaba de resultar revelador que, al echarlo en falta, hubiese querido imaginarlo escurriendo el bulto del problema. El chico guapo y frívolo parecía cambiado y no encontraba el modo de volver a encajarlo en la casilla de impresentable sin neuronas. Incómodo; así se había vuelto Dani para ella.
—A nada, es sólo que me parece un chico muy guapo —respondió su madre.
—Y más bien tonto —casi se arrepintió de decirlo.
—¿De verdad?
—Ay, mamá, no tengo ganas de hablar de tonterías. En realidad no soportaría descubrir que Dani alteraba sus nervios. Había caído en el hechizo del chico que miraba como Brad Pitt y actuaba convencido de ser el mejor partido para una cita. Justo lo que ella más detestaba.
—Estaría bueno que yo cayera en la misma trampa que todas.
Nadie era tan diferente como imaginaba. Todos se parecían, incluso en los prejuicios. ¿No era mucho más atractivo Jorge? Seguro. Pero le faltaba ese encanto indefinido reservado para los pillos de buena crianza. Ella no rechazaba a Jorge, pero, a veces, pensaba que tanta buena voluntad por integrarlo podía vincularse con cierto complejo de culpa por no mirarlo en igualdad de condiciones.
—¡Con un poco de mala suerte, acabaremos siendo todos racistas en algún grado!
Decidió darse una buena ducha.
Cuando Marga se metió en la cama, sus pensamientos no fueron para Jorge, ni para las amenazas, ni para el cartel impactante que colgaba en la sala que se llenaría de conferenciantes, donde estaría Alfonso Gránate, el periodista que se parecía a Harrison Ford cuando actuaba de Indiana Jones. Fueron para Dani, el chico de ojos impresionantes y sonrisa de cine. Ni quería ni podía pensar en otra cosa.
—¡Pues sólo me faltaba haber caído en las redes del ligón ese!
Y había caído, pero dejó de rebelarse contra algo por primera vez no controlado y capaz de romper todos sus viejos y seguros esquemas.
Al día siguiente, tras las clases, los grupos de trabajo continuaron con la preparación de las jornadas. Marga miraba el póster dibujado por Jorge y pensaba que había en él más de artista que en muchos reputados pintores asiduos invitados en su casa, siempre dando lecciones sobre arte y modernidad. El dibujo resultaba turbador: un chico mulato trataba de soltar sus manos de unas argollas mientras tres muchachos, que parecían tres copias de Ignacio, se reían. Pero había algo más en el dibujo, algo inexplicable con palabras, que iba más allá de los cuatro protagonistas. Jorge había logrado plasmar la desolación del muchacho que intentaba liberarse, como si hubiera algo en su mirada y en el aire anaranjado que lo rodeaba capaz de explicar mucho más que un largo discurso sobre la desesperación. Justo eso: desesperación, la de alguien que ignora las razones de las cadenas y no consigue librarse de los grilletes.
—Es un autorretrato —murmuró Marga mirando aquel póster. Una acusación en toda regla.
—Lamento no haber estado aquí ayer.
—Caray, Dani, avisa cuando te acerques.
—Estabas demasiado ensimismada mirando el dibujo.
—Es muy bueno.
—Reconozco que sí. —Se mordió la lengua para no soltar los celos que le provocaba aquella admiración—. ¿Qué pasó?
—¿No te lo contaron?
—Sí, pero me falta tu versión.
—Pues nada, que hemos de aprender a ser tolerantes con los violentos para que Jorge no tenga problemas, porque, por mucho que intente evitarlo, los problemas lo persiguen como una maldición…
No pudieron continuar. Se oían ruidos, golpes y gritos. Parecían las hordas de Atila entrando en el colegio sin bajarse de los caballos.
—¿Qué demonios…?
Dani no pudo terminar la pregunta: uno de los encapuchados que entraba en ese momento le dio un puñetazo en la nariz que lo tumbó y lo dejó fuera de combate.
—A ver cómo te defiendes ahora, zorrita protectora de marginados —amenazó, dirigiéndose a Marga.