SE NECESITA DINERO Y UN PAR DE FAVORES

—Carlos, tu amigo al teléfono. Parezco la telefonista de mis hijos.

En los últimos tiempos, el teléfono se había convertido en una cuestión de honor para su madre. De cada cinco veces que sonaba, cuatro eran para Carlos o para Beatriz, la hermana pequeña, la cual, a sus doce años, encontraba más divertido chismorrear por el aparato que hacerlo en persona. No se habían puesto de acuerdo. Su padre lo llamaba «coincidencias de la edad». De cualquier modo, Sandra no soportaba tener casi siempre la línea ocupada por sus hijos. Por suerte, existían los móviles para estar siempre localizable ante las urgencias del hospital.

—Procura no enrollarte.

—Sí, mamá, por si llaman del hospital.

«¿Para qué querrá el móvil?», pensó Carlos, convencido de que una vez cruzada la frontera de los cuarenta años, los padres se convertían en unos desconocidos plagados de manías.

—Hola, Charly, necesito que me ayudes. ¡Urgente!

—Hombre, esta vez te ha dado tiempo a saludar antes de ir al grano… —No seas plasta, que estoy metido en un buen lío.

—No me digas más: Ana ha vuelto a darte calabazas.

—¡Ojalá!

—Vaya, la cosa debe de ser grave. ¿Qué se te ha roto?

—La moto de mi hermano.

—¡No jodas!

—Mira, mejor te dejas caer por el garaje que está al lado del centro comercial y tráete tus ahorros. No tardes.

Esta vez su madre no podía quejarse: la conversación había sido breve. ¡Sus ahorros! A Carlos casi le da la risa. Todo su capital se cifraba en la ridícula cantidad de cuarenta y cinco euros, incluido el adelanto de una paga semanal.

—¡Este tío está como una cabra! Se debe de creer que soy un banquero con sucursal abierta para sus desaguisados. ¡Menudo morro le echa a la vida! ¡Y encima, siempre le sale bien!

Para eso estaban los amigos. Ellos se regían por un principio irrenunciable: un colega es un hermano elegido a quien nunca se deja en la estacada. Ganas no les faltaban alguna que otra vez, pero, en general, siempre se inclinaba a favor del amigo. Aquel curso su amistad con Dani se puso más a prueba que nunca, pero eso aún lo ignoraba Carlos. Eso, y la velocidad con que aprenderían a vivir.

El dinero no era un problema, salvo cuando necesitaba comprar una revista sobre motos con el póster que faltaba en su colección. Sus gastos estaban cubiertos y, en casos de emergencia, bastaba una «charla de hombre a hombre» con su padre, explicándole su ruina en euros y la imposibilidad de salir con los colegas, para que su padre aflojase un par de billetes, de veinte con suerte, «pero ni una palabra a tu madre que luego tengo bronca». A su madre la hacía feliz que sus hijos la reclamasen para ir de tiendas: se derretía y era capaz de comprar más de lo solicitado, «así nos vemos y hablamos», decía durante la obligada merienda al terminar la tarde y las compras, cargados con bolsas repletas de muchas más cosas de las previstas. La merienda: el mejor momento para su madre, que entonces creía recuperar a su hijo casi perdido. Carlos no solía abusar. Su vicio casi en exclusiva lo constituían los pósters de motos y el cine.

La pasión por Pfeiffer.

En su casa, el dinero nunca había sido un problema. Al menos que él o Bea recordaran. La posible racanearía paterna estaba más bien vinculada a una cuestión de principios, aquello de «aprender lo que vale un peine», aunque no acababa de tener muy clara la cuestión porque él no se encargaba de las compras.

—Mamá, me voy al centro comercial.

—No tardes, ya sabes que a tu padre le gusta cenar con todos a la mesa.

—¡Si son las seis de la tarde!

—Claro, y como los deberes se hacen solitos, pues la casa sólo para dormir y comer.

—Mamá, estamos a principios de octubre, a los profes no les ha dado tiempo ni a mirarnos.

—Ni falta que les hará. Memorizados os tendrán después de años soportando espinillas y hormonas sueltas como vacas locas.

De todas formas, antes de las diez en casa.

—Vale.

A Carlos todas aquellas formalidades le molestaban, pero también formaban parte de las reglas, del código que daba cuerpo al guión de sus vidas. No podía quejarse de sus padres, incluso tenía la impresión de que ellos acababan sintiéndose culpables de invisibles delitos cometidos contra los hijos. Tanta tertulia en todas partes acerca de la educación les tenía comida la moral y parte de la vieja autoridad. Cogió la bicicleta y llegó al garaje en diez minutos.

—¿Trajiste las pelas?

—Hola, Dani, estoy bien, gracias. He traído mis ahorros. Todos.

Y me temo que ascienden a la ridícula cantidad —dijo mirando el estado de la moto— de cuarenta y cinco cochinos euros.

—¡Fredo me mata! ¡De ésta me empapela para los restos!

—No me extrañaría.

Se quedaron mirando la moto, una Honda-500. Fredo, Alfredo, era el hermano mayor de Dani, un universitario de segundo que solía mirarlos como si fueran párvulos. La moto era sagrada, mucho más que el ordenador, y su amigo se la había cargado.

—¿Qué ha pasado? —¿Importa?

Dani estaba a punto de estallar y Carlos conocía esos momentos: su amigo era un pedazo de pan con los nervios tranquilos, pero cuando se ponía nervioso y se sentía como un animal atrapado en un cepo, se convertía en un ser impredecible, capaz de cualquier tontería. Hacía dos años había tenido problemas, una depresión con trastorno de lenguaje, y desde entonces no había vuelto a ser el mismo. Lo peor reventaba cuando no encontraba el modo de solucionar el problema, cuando no dependía de sus fuerzas, entonces comenzaba a tartamudear y podía llegar, incluso, a resultar violento. Había que calmarlo, hacer que soltara aquella rabia por la boca para evitar que empleara los puños.

—Lo arreglaremos, Dani. Yo me ocupo. —Lo decía, pero ni podía imaginar cómo—. Ahora cuéntame cómo es que tienes la moto de tu hermano y qué ha pasado para darle semejante leche…

—Tenías razón, colega, Ana es una Barbie estúpida…

¡Acabáramos! Carlos estuvo a punto de alegrarse. No soportaba a la tal Ana, rubia, impecable y tan creída que le resultaba totalmente imposible imaginar que alguien en todo el curso no perdiera los papeles por una cita con ella. Incluso se permitía el lujo de ponerse dura con Dani, el guapo oficial del colegio. En el fondo notaba alivio al comprobar que también los chicos guapos lloran de amores alguna vez. Se mordió la lengua para no soltar una carcajada.

—Conseguiste una cita y querías fardar con la moto de Fredo.

¿Me equivoco?

Dani bajó la cabeza y pateó el suelo. Incluso se había puesto zapatos. Aquella chica había armado un buen revuelto con sus neuronas.

—¿Calabazas, tío?

—Peor, aceptó dar una vuelta. Le moló el paseo en moto. En realidad le chifla lucirse. Dimos vueltas por el centro comercial para que todos la pudieran ver bien, y cuando iba a proponerle algo serio, como un paseo por la Casa de Campo, sin moto, para perdernos entre los árboles, la tía va, me mira y suelta una carcajada…

—¿Le pareció raro?

—El paseo no lo sé, pero mis calcetines sí. —¿Tus calcetines?

—Son blancos. Y según esa pijolinda, llevar calcetines blancos es cosa de macarras…

—No sabía que los vecinos de Somosaguas teníamos prohibidos ciertos colores en nuestra ropa interior…

—¡Menos cachondeo, Charly!

Pero ya se había calmado. Zanjado el primer momento de rabia, lucía de nuevo su cara de chico guapo sin problemas. Ahora faltaba por resolver el asunto de la moto. «Y para eso estaba el tonto útil de Carlos», pensó, sintiendo cierta envidia. Los sentimientos nunca brotaban puros del todo: quería al amigo, estaba con él siempre que lo necesitaba, algo muy frecuente, pero no lograba evitar un punto de celos porque para Dani todo parecía mucho más fácil. O al menos eso creía entonces. Aún desconocía las situaciones realmente difíciles.

—Aquí me conocen y me la arreglarían en un par de días.

Justo a tiempo, porque Fredo regresa del curso que está haciendo en Londres pasado mañana…

—¿Y cuánto…?

—Ciento cincuenta euros. —¿Cuánto tienes tú?

—Estoy a cero, Charly, a mis viejos no les sacaré un euro ni contándoles que me estoy muriendo: este mes ya llevo tres pagas de adelanto y varios «sobornos».

—Estamos por un estilo. Yo podría sacarle a mi padre unos treinta con una de «nuestras charlas de hombre a hombre», aunque la última está recientita, pero si pido un céntimo más los mosqueo. Ya sabes cómo andan los viejos de pendientes por el rollo de la droga y esas cosas.

—¿No dijiste que me ayudarías?

—Y aquí tienes todo mi capital… Claro que tenemos a alguien que nos puede ayudar. —Charly miró a Dani sintiéndose dueño de la situación—: Marga.

—¿Esa estirada?

—Dices eso porque es la única que no se muere por tus huesos —por suerte para Carlos, que estaba colado por Marga—, y porque te da cien vueltas en clase, y… —¡Corta el rollo! De acuerdo. En estos momentos, le pediría dinero al mismo diablo.

Durante el resto del curso, Carlos se arrepintió de haber facilitado que Dani, desde aquel día, mirara a Marga de otro modo; entonces ni se imaginó que aquel guapo oficial del curso, el chico con sueño perdido por Ana, se fijara en su mejor amiga. Para llegar hasta Marga se necesitaba mirar dos veces, entonces tropezabas con sus hermosos ojos verdes, con su sonrisa; no provocaba silbidos como Ana, aunque tampoco los buscaba. Era pelirroja, pero no llamativa, tal vez porque ella se empeñaba en no serlo. Marga destacaba «en las distancias cortas». Le gustaba estudiar y mantenía muy claras sus prioridades, entre las que no figuraba conseguir que todos volvieran la cabeza al verla pasar. Y mucho menos, hacerle guiños al guapo capitán del equipo de fútbol del colegio.

Por suerte, todos vivían relativamente cerca y llegaron en quince minutos a casa de Marga. Carlos estaba tan seguro de su ayuda, que había recomendado a su amigo pedir en el garaje que arreglaran la famosa moto de Fredo.

—Hola, veníamos a ver a Marga, Basi.

—La niña está en su cuarto, que se me pasa los días encerrada, a ver si me la distraen. ¿Subo unos refrescos?

—No Basi, de momento no.

—Pues bueno.

Basi, Basilia, era una mujer de cincuenta años que trabajaba en casa e Marga desde su nacimiento y cuando sus padres se divorciaron, pasó a ser algo así como la gran madre de Marga y de Carmen, una abogada de causas perdidas que se pasaba media vida en Estrasburgo, sabiendo que Basi ejercería de abuela, madre, curandera y lo que hiciera falta. Basi no tenía hijos, los dos que tenía varones murieron. Su familia eran ahora Carmen y Marga.

—¿Interrumpimos?

Marga estaba ordenando sus tesoros. No le sorprendió ver a Carlos allí, era bastante frecuente, pero no esperaba ver allí plantado al guapo oficial del curso.

—¿Pasa algo?

—Cualquiera diría que sólo recurro a ti cuando pasa algo.

—Podría decirse que sí, Charly.

En un primer momento, su amiga mostraba una imagen de lo más antipático. Pura máscara defensiva, Marga era tímida hasta lo patológico, se necesitaba conocerla para entender esas primeras reacciones. A Dani comenzaban a ponérsele coloradas las orejas, síntoma inequívoco de tormenta cercana.

—Cierto, tenemos problemas.

—¿Dani también?

Puso todo el acento en el adverbio. Se cruzó de brazos y lo miró como un juez dispuesto a condenarlo a cadena perpetua. Urgía mejorar la situación cuanto antes. Carlos conocía la fama de guaperas insoportable que rodeaba a Dani, y él respondía generosamente a la misma, pero también era su amigo y, en el fondo, otro pedazo de pan. Los amigos son como la escarlatina: tienen momentos en que te ponen realmente mal, pero uno ha decidido que forman parte de su vida y no se les deja en la estacada.

—Es un ser humano, Marga. —Dani aún no había despegado los labios—. Y es mi amigo.

Lo dijo como si fuera la mejor garantía de Dani para ser admitido por Marga.

—¿Qué problemas? —preguntó la chica bajando un poco la guardia.

—Oye, yo no pido limosnas de atención a quien tiene tantos prejuicios…

Se ha cargado la moto de su hermano. —Carlos cortó el discurso de Dani antes de añadir más veneno al ambiente—. Y entre los dos no reunimos el dinero suficiente para arreglarla antes de que Fredo regrese de su curso en Londres. Vamos, que necesitamos unos setenta euros. Ahora mismo.

Mejor soltarlo de golpe y de corrido. Ignoraba cómo podría reaccionar Marga. Era una buena chica, siempre dispuesta a echar una mano y no sólo con los problemas de clase. Incluso sacaba tiempo para trabajar como voluntaria en algún lugar que Carlos no lograba ubicar; su amiga llevaba una doble vida y a él sólo le interesaba la que conocía. Por si algo faltaba, había sido elegida como delegada de curso porque todos sabían que era la mejor oradora y con las mejores notas, lo cual servía de garantía con los profesores. A Dani, por guapo que fuera, o a él, con sus aprobados pelados, ni los escuchaban.

—Setenta euros —murmuró. Pareció pensar en otra cosa. Dani empezaba a estar arrepentido de haber pedido ayuda a la empollona del curso…

—De acuerdo.

—¿Tienes la pasta? —preguntó Dani cambiando de inmediato toda opinión sobre la chica.

—La tengo. Pero tiene un precio.

—El que sea. Te lo devolveremos con intereses…

No terminó la frase porque, si las miradas pudieran convertirse en acero, la que Marga le lanzó hubiera atravesado de parte a parte a Dani.

—El señorito lo resuelve todo con dinero, ¿de papá o propio? Hay más cosas en este mundo, chico. Incluso alguna que no podrías comprar…

A Marga le brillaban los ojos; de tan verdes parecían un par de esmeraldas húmedas por la rabia. Carlos pensó que se ponía realmente guapa cuando se enfadaba y su amigo debió de empezar a notarlo, porque la miraba de un modo diferente. Enfadada, hasta la melena, suelta sólo en privado, como si fuera un lujo para la intimidad, se le transformaba en fuego. En ese momento se dio cuenta de que una relación iniciada con una bronca podía terminar en puras mieles, sin que él pudiera evitarlo, ni lamentarse siquiera: sus sentimientos hacia Marga se mantenían en secreto incluso para su mejor amigo.

De momento, se enfrentaban como dos gatos disputándose el territorio; sin embargo, Dani había conseguido lo que Carlos no había logrado en varios años de tranquila amistad: despertar un violento interés en Marga.

—Bueno, ¿cómo podríamos pagarte el favor?, preguntó Carlos, sobre todo para que aquellos dos no siguieran mirándose como dos tigres midiendo fuerzas antes del combate, ignorando su presencia como si se hubiera transformado en humo.

—Hoy me ha dicho el director del colegio que la semana próxima tendremos un compañero nuevo. Necesitará nuestra ayuda y —miró a Dani—, sobre todo, tener amigos con suficiente crédito en el colegio para que nadie se meta con él.

—¡Pues vaya!, todos los años entra alguien nuevo y el director no se molesta en avisar.

—Este caso es especial, Charly. Se trata de un chico que lleva tres años viviendo en centros de acogida para menores abandonados…

—¿En dónde? —preguntó Dani.

—Sí, chico guapo, no todos tienen casa con jardín, ni siquiera casa. Jorge no tiene nada.

—¿Y sus padres?

—El padre está en la cárcel, le quedan varios años para salir, y la madre murió. A los dos hermanos lo adoptaron, Jorge era mayor para que alguna familia lo quisiera, así que pasó a depender de la Comunidad.

—¿Y porqué lo envían a nuestro colegio?

—Oh, qué incordio, ¿verdad? ¡Con lo guapos que somos y nos meten un pringao en la urbanización!

—Bueno, vale, ¿qué quieres de nosotros?

—Está visto que tus neuronas van lentas, Carlitos. —Quiere que nos convirtamos en sus amigos, Charly, que apoyemos su entrada en el colegio para que nadie se burle de él, porque imagino que se le notará que no es de los nuestros.

—Yo tampoco soy de «los vuestros»; te advierto —aseguró Marga.

—Mira, necesito ayuda. —Dani tenía cubierto el cupo de paciencia—, si no, no estaría aquí. Eso para empezar. Para seguir, no tengo ningún interés especial en ese novato, ni para bien ni para mal, mi lema es «vive y deja vivir», así que yo no sería de los que le hicieran la vida imposible. Con tu dinero o sin él. No ser un santo no quiere decir que se tenga que ser un diablo. Y, además, bastaba con que lo hubieras pedido, sin chantajes, para que contases con mi apoyo. ¿Te enteras?

A Carlos le zumbaba la certeza de sobrar en aquella habitación. Entre Marga y Dani había comenzado a fluir una corriente de química que ni ellos mismos controlaban. De momento medían sus fuerzas, se tanteaban. Acabarían teniendo un romance, se lo decía su estómago, y no solía equivocarse, aunque la razón estuviera en contra de aquella relación. Miraba a su amigo y le parecía un desconocido: jamás lo había visto apasionarse por algo más allá de las motos o las chicas monas. Y tampoco acostumbraba a soltar un discurso que sobrepasase dos frases.

—Me doy por enterada.

Marga se levantó y fue como si una llamarada le cubriera la cabeza, fuego que se grabó en la pupila de Dani y sangró la herida de los celos en Carlos. Abrió una caja de madera con dos tucanes grabados y pintados con fuertes colores y volvió con ciento veinte euros. Cincuenta euros más de los solicitados.

—No tengas prisa para devolvérmelos. Sin intereses. Y perdona. Tiendo a pensar que todos los chicos de la urbanización son tontos y egoístas. No he sido muy justa. De todas maneras, Jorge, el chico nuevo se llama Jorge, necesitará algo más que indiferencia, Dani, necesitará que alguien como tú lo ponga entre los suyos, pero tienes razón en que esto no debe hacerse por chantaje. No necesito el dinero; si te soluciona un problema, me alegro, y si no quieres ayudarme con el chico nuevo, pues también.

Carlos casi grita que había sido muy justa, que todos eran unos egoístas y su amigo, el guapo Dani, el más egoísta de todos. Como siempre con aquella carita de niño bueno que le salía de algún lugar desconocido de sus entrañas, era capaz de engañar a la propia Marga.

Decidió no decir nada. Al final, como era habitual, Dani se salía con la suya y transmutado en el héroe de la película. En momentos como aquél, deseaba estrangularlo.

—Jorge contará con nuestro apoyo, Marga. Y no como pago a tu préstamo. Bastaba con que me lo hubieses pedido. Charly y el «guaperas», o sea, un servidor —e hizo una inclinación tan graciosa que hasta Carlos hubo de reconocerle el encanto—, trataremos de ser amigos de verdad de ese chico.

De golpe, Dani se convirtió en portavoz de los dos y chico interesado por los problemas de un marginado. Desde aquel día se metamorfosearía en muchas cosas nuevas para su amigo. Todos se transformarían en chicos diferentes. Jorge era un desconocido, pero su sombra ya ondeaba por la tranquilidad de sus vidas y pronto llegaría la tormenta.

La mariposa había desplegado las alas en algún remoto lugar.

Sí, así habían comenzado las cosas en aquel curso del noventa y nueve: con un golpe en la moto de Fredo y la necesidad de contar con la ayuda de Marga. La gran rueda del destino había comenzado a mover su maquinaria. Carlos siempre pensó que en la vida, a diferencia de las películas, no sonaba una música diferente capaz de señalar los momentos decisivos y tampoco se podían ver las escenas vividas, paralelamente, por los otros personajes. Lo único que se oyó fue a Basi, quien, pese a la negativa, entraba en el cuarto con unos refrescos.

De momento, a Carlos sólo le hacía daño la idea de imaginar a Marga atisbando en Dani lo que todas las chicas del curso veían, mientras él, como siempre, acababa arrinconado entre las sombras de una amistad a secas.

Cogió uno de los refrescos y se regodeó en su papel de coprotagonista no elegido por la estrella. Ellos ni siquiera parecieron enterarse.