Dos semanas más tarde, Jorge apareció en el colegio. Nadie dio ninguna información especial sobre él. El director se había limitado a poner en manos de Marga los hilos que facilitaran su integración. La mejor estrategia para el chico consistiría en no dar explicaciones sobre su situación de adolescente recogido por la Comunidad.
En Biología, el día anterior, hablaron de comportamientos animales. Casi una premonición. Tal vez el Profesor hubiera adelantado la lección para preparar la llegada del nuevo. No todos los profesores auguraban un buen resultado.
—Los orangutanes adoptan al pequeño que queda huérfano y otra hembra del clan decide hacerse cargo del mismo como si fuera su hijo… —¿Y si ninguna se hace cargo del gorilita?— preguntó Roberto.
—Hombre, si resultase igual de feo que tú… —Paula, no hagas chistes.
—Pero, profe, si Roberto es como un chiste él solito.
Carcajada general. Roberto nunca calibraba su capacidad para resultar blanco de las burlas, incluso parecía propiciarlas.
—A veces, los animales, sin que esté muy clara la razón, rechazan a algún miembro…
—Eso, que también ellos tienen sentido de la estética, vaya.
—Paula, el cachondeo cuando suene el timbre. Decía que uno de los miembros puede resultar rechazado, es decir, lo marginan y evitan incluso la caza con él. Por ejemplo, en un grupo de leones, donde las leonas son las cazadoras y, en definitiva, las que hacen posible la supervivencia del grupo, alguna vez rechazan a una de las hembras y llegan a impedirle que se acerque a los cachorros y al propio grupo, bajo amenaza de muerte…
—Pues espero que no se dé en el caso de Jorge —susurró Carlos al oído de su amiga.
—Charly, no seas negativo.
Resultaba fácil decirlo, pero Marga también temía por aquel grupo de leones capaz de poner las cosas muy difíciles al nuevo.
—¿Y qué hace entonces la leona rechazada? —preguntó Dani.
—Sobrevivir, si puede.
—A ti te haríamos siempre un huequecito, Dani.
—Gracias, Paula.
Marga no sabía dónde meterse. Se arrepentía de haber dado cancha a Dani en el grupo de apoyo a Jorge. ¿Por qué lo había hecho? Prefirió no darle más vueltas por si su propia imagen no salía del todo indemne de la respuesta.
El nuevo apareció y no fue difícil sospechar que no provenía de la misma manada. Jorge no vestía el mismo tipo de ropa, moderna e informal pero cara, y llegaba al colegio acompañado por otro chico, como de unos veintitrés años, que lo dejaba en la puerta y rea; parecía cuando terminaban las clases. Para ser un amigo, resultaba un poco rara tanta compañía de horario fijo.
—¿Quién es el chico que lo acompaña?. —Preguntó Dani, ahora inseparable de Marga. Dani, Carlos y la chica parecían, desde hacía días, una versión moderna y mixta de los tres mosqueteros.
—Un voluntario.
—¿Y por qué no viene solo?, preguntó Carlos. Jorge tuvo problemas. Bueno, toda su vida es un gran problema. Intentó escaparse alguna vez del centro de acogida y ahora lo tienen en período de observación.
—Como a los mutantes de un laboratorio —dijo Carlos.
—No, hombre, como a los presos a quienes conceden la libertad condicional —corrigió Dani.
—Debe de ser bastante humillante para él —terminó Marga.
No se equivocaba la chica acerca de los sentimientos de Jorge, porque no daba muestras de sentirse en la compañía elegida cuando el voluntario aparecía, puntualmente, a recogerlo. Jorge tenía diecinueve años; esos dos años más de diferencia con el resto de los alumnos del curso lo convertían en un ser extraño, en una especie de repetidor sin relación con ninguno de los compañeros. Se mostraba huraño, a la defensiva, manifestando incluso reacciones físicas ante el más simple gesto de aproximación.
Actuaba como un animalillo introducido en un hábitat desconocido y para el cual nadie le había proporcionado los códigos de comportamiento. Se defendía porque se sentía diferente y porque siempre había necesitado defenderse. Necesitaba ser adoptado como un huérfano, aunque él mismo se negara tal condición.
—No nos lo pone fácil. Da la impresión de que preferiría que lo dejásemos en paz —aseguró Dani, que había intentado acercarse varias veces en los dos días que el chico llevaba con ellos—. Parece que es a él a quien le molesta nuestra compañía.
—Además, es mucho mayor que nosotros. A mí me hace sentir como un crío.
—Carlos, tú eres un crío.
—Gracias, Marga, con amigas como tú no necesito enemigas.
—No seas tonto, todos nosotros somos unos críos al lado de alguien como Jorge.
—¿Y eso por qué? —preguntó Dani.
—Pues porque nosotros siempre hemos vivido protegidos, como entre algodones. ¿Cuál ha sido vuestro mayor problema?
Y se quedó mirando al dúo de amigos mientras caminaban hacia sus casas. Habían decidido no tomar el autobús escolar, aún había días como aquél de buen tiempo y el paseo resultaba relajante. Dani parecía haberse olvidado de su pasión por las motos y seguía a Marga a donde lo llevase. Fingía no darse cuenta de la influencia que la chica tenía sobre él. «Está más colgao que una percha», pensaba Carlos, y sentía definitivamente perdida la oportunidad de su vida por haber decidido ayudar a su amigo cuando el follón de la moto.
Ninguno de los dos se atrevió a contestar. Si lo pensaban con calma, en sus vidas no había sucedido nada realmente grave. En el caso de Marga, podía decirse que el divorcio de sus padres suponía, cuando menos, un trastorno diferente en su vida, pero la chica se llevaba muy bien con el padre, que ahora vivía en el centro de Madrid, se había vuelto a casar y tenía un hijo de su nueva mujer. No le destrozó la vida, ella siempre aseguraba que sus padres se dieron cuenta una mañana de que sólo la tenían a ella en común y se merecían la oportunidad de volver a emocionarse al lado de otras personas. Al principio, los dos la envolvieron con muestras de un cariño casi asfixiante, hasta que los convenció de lo innecesario de «pasarse», porque estaba segura tanto de su amor como de quererlos.
—¿No hay respuesta, chicos?
—Hombre, al lado de la vida de Jorge, la nuestra es casi un manual de la felicidad —dijo Dani.
—Pues a mí no me parece que la felicidad, así toda ella contenida en una palabra, exista. Diría que vivimos tranquilos y con las necesidades básicas cubiertas…
—Y las no básicas también, Charly. Nos quieren, nos cuidan, tenemos la posibilidad de no ser unos ignorantes… Podemos decidir sin tener que partir de cero, o de algo peor.
—Vale, Marga, pero no creo que eso te haga saltar de alegría cada día cuando despiertas.
—Será porque nunca has pasado hambre, ni frío, o porque no te has sentido excluido de la manada. —Pues será por eso, chica, pero no me parece que la vida sea una juerga estupenda.
—Estarás en la edad del pavo, colega.
—¡Mira quién fue a hablar! Dani, te recuerdo que hasta hace unos días, el que estaba en las puras nubes y haciendo el ganso eras tú, que tu «gran problema» era la moto de Fredo escojonada y haber llevado calcetines blancos a tu cita con una de las niñas más gansas que se recuerdan.
A Dani se le pusieron rojas las orejas. Mencionar su fallida historia con Ana no le parecía lo más apropiado ante Marga. El simple hecho de haber intentado ligar con la chica-Barbie del colegio, podía significar que jamás lo mirase como a otra cosa que a un «buen voluntario para la causa de Jorge». Carlos decidió no herir a su amigo donde más daño podía hacerle y dejar zanjado el asunto.
—Yo creo que lo nuestro es un simple problema de madurez —aseguró Marga.
Por suerte para Dani, Marga, al no darse por enterada del intento de ligue con «la niña boba», impidió una conversación con derivaciones peligrosas.
—Para nuestros padres —prosiguió la chica— seguimos siendo sus niños pequeños. Estarían dispuestos a pagar para que no creciéramos, porque no tienen muy claro cómo tratarnos y, sobre todo, cómo protegernos. Los profes tampoco se atreven a mirarnos como adultos salvo cuando nos hablan de ese futuro para el que nos preparan y en el cual no siempre creen. Y nosotros estamos en mitad de un río, hemos abandonado una orilla y aún no hemos llegado a la otra.
—Y Jorge nos gana la partida porque ha cruzado ese río y está en el lado de los adultos.
—Mira, Dani, yo creo que Jorge, donde está es en la orilla de la marginación. Y no es el puerto mejor del mundo. Créeme.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Carlos.
—No lo he vivido en propia carne, pero he conocido la historia de Basi desde que llegó a casa. Todos hemos vivido el drama de una mujer abandonada y con dos hijos que no consiguieron superar el modo de vida de un barrio donde no hay demasiadas posibilidades para nadie. Además, trabajo como voluntaria…
Parecía avergonzarse de esa otra parte de su vida. Dani la miró como si fuera un bicho raro.
—¿Voluntaria de qué?
—De lo que puedo. Tampoco es tanto. —¿Y de dónde sacas el tiempo?
—Venga, Dani, a todos nos sobra un montón de tiempo. Es cuestión de organizarse. Además, sólo dedico dos tardes a la semana, una para ir con una viejecita que no tiene familia y le encanta jugar a las cartas, tanto que me he hecho experta en chinchón y tute….
—¡Lo que te faltaba! —dijo Carlos—. ¿Y la otra?
—Recojo a la salida de la guardería a un niño y me quedo con él hasta las ocho de la tarde, en que vuelve su madre del trabajo.
—¿Podría acompañarte algún día?
Carlos no daba crédito a lo que estaba oyendo, Dani el guapo, el ligón oficial del curso, ofreciéndose para acompañar a Marga en una de esas tardes dedicadas a los demás. Estuvo a punto de soltar una barbaridad, pero le bastó ver cómo miraba Marga al transformado Dani para cambiar de opinión.
—¿Y qué hacemos con Jorge, que lo tenemos más cerca?
—Tienes razón, Charly, tú tan práctico como siempre. —Le dedicó una sonrisa que para sí quisiera la Pfeiffer, y Carlos hubiera cruzado el Amazonas si se lo hubiera pedido por recibir otra parecida—. Mañana empiezo a darle clases extra, en la biblioteca del colegio, para ver si consigue ponerse medianamente al día, aunque el curso lo tiene chungo, pero al menos trataré de que no le suene todo a chino…
—Pues no creas que a mí me suena demasiado a cristiano…
—Charly, lo tuyo es pura pereza. Pero, si quieres, puedes apuntarte. Nos quedaremos dos tardes a la semana hasta las siete en la biblioteca.
—Total, que tienes todas las tardes ocupadas —dijo Dani.
—Los fines de semana libro.
—Pues podríamos ir al cine —atajó Carlos temiendo que lo marginaran definitivamente del trío.
—¡Estupendo! Hablaré con el voluntario que acompaña a Jorge para que lo dejen venir con nosotros.
«Al menos seremos multitud», pensó Carlos. A Dani no le hizo mucha gracia saberlo añadido a la sesión de cine.
—¿Qué vamos a ver?
—En el centro cívico reponen Mentes peligrosas, y la prota es la Pfeiffer de vuestros amores; parece ser que le dedican un ciclo…
—¡Bah! —exclamó Dani, y Carlos casi le salta a la yugular recordando la cantidad de fotos que su amigo tenía colgadas en la habitación de la rubia de sus sueños, y la cantidad de veces que habían alquilado El regreso de Batman para ver a la rubia ejerciendo de gato.
—¡No disimules, chaval, que nos gusta a todos!
—«Enamorados de Pfeiffer». Podría ser el título de una novela.
La novela la vivirían ellos en breve. Por suerte siempre se ignora la catástrofe. Para empezar, los dos se apuntaron a las clases extra que Marga daba a Jorge en la biblioteca. El director del colegio creyó que había dado con la solución mágica al haber contado con la chica; había sido capaz de integrar en el plan al bueno de Carlos, que no pasaba del aprobado por pura pereza, y a Dani, el chico líder sin necesidad de imponerse a los otros. Con suerte, la llegada de Jorge resultaría beneficiosa para todos.
Y lo fue, pero no por donde imaginaron. Por lo pronto, la desocupada biblioteca se habitó con la presencia de cuatro estudiantes. Los cuatro mosqueteros.
El chico no era nada tonto, se le notaban las lagunas de no haber asistido a clase con regularidad, pero aprendía rápido. Y trataba de quedar bien con aquella chica con una mirada mucho más hermosa que la de Pfeiffer. Dani comenzó a sentir celos de Jorge; Jorge, que aprendía rápido; Jorge, que tenía un cuerpo musculoso y bien trabajado por el gimnasio de la calle; Jorge, tan adulto con el conocimiento de otro mundo más allá de las vallas de seguridad; Jorge, que sólo tenía ojos para Marga. Y ella, que parecía mirarlo como si no hubiera nadie más en la biblioteca… Dani comenzó a vivir en un pequeño purgatorio de celos y Carlos se sintió medio consolado. Al menos había otro sufriendo por Marga.
—Bueno, pues mañana quedamos en recogerte nosotros a las cinco y nos vamos a ver a la guapa Pfeiffer.
Prometo no sentir celos —chispeaba el verde de sus ojos—. Además, reponen la que más os mola. Claro que, estando ella…
Jorge se sentía humillado. No podía salir solo del centro de acogida y eso le hacia sentirse como un preso vigilado. Le dolía, sobre todo, no poder jugar el papel de hombre fuerte capaz de vencer en cualquier pelea para ofrecérsela en bandeja a la chica maravillosa capaz de convertir en fáciles incluso los problemas de matemáticas, y el rollo de la historia en algo parecido a una película.
Carlos oteaba la situación como un espectador privilegiado. Notaba los celos de su amigo, vivía sus propias emociones contradictorias y empezaba a comprender que también para Jorge la situación resultaba difícil: tampoco a él le habían pasado el guión de esta película.
Pensaba en lo complejo y espinoso de actuar como un adulto. «Todos esperando que nos portemos como personas mayores, pero no hay manera de saber en que rayos consiste esa nueva forma de reaccionar. Y, lo mas chungo es que nadie tiene la formula mágica para salir del apuro. Ni siquiera Marga, que parece llevarnos varias zancadas de ventaja. Los profes no intervienen demasiado, los padres no se enteran d la mitad de nuestras movidas y los amigos están tan pulpo en un garaje como uno mismo».
Aun no lograban calibrar cuanto habían ganado gracias a Jorge: se habían convertido en amigos que comenzaban a quererse mientras aprendían a mirar más allá de su propio ombligo. Tendrían la suerte de ir haciéndose adultos sintiendo la certeza de otros hombros en los que apoyarse. Jorge no sospechaba la suerte de haberse ganado, sin buscarlo, el mejor equipo de amigos.
—¿Crees que saldrá bien el plan de Marga?
Carlos no esperaba la pregunta de su amigo. Se habían quedado en silencio después de dejar a Marga en su casa y caminaban hacia las suyas cada uno sumergido en sus propios pensamientos.
—¿A qué te refieres?
—A lo de Jorge. A mí ese chico me ralla bastante, cosa de malas vibraciones…
—Será que no usa tu mismo perfume.
—¡No seas borde!
En realidad, lo que le hubiera gustado confesar a Dani se refería a los celos espantosos que le retorcían el estómago porque «el nuevo» acaparaba casi todo el tiempo libre de Marga.
—Pues a mí me parece un tío con más agallas que nosotros. ¡Ya me gustaría ver cómo respondíamos nosotros al reto de entrar en un colegio lleno de niños bien, sin controlar las asignaturas, sin amigos, sin familia y vigilado por un voluntario como si fuera un delincuente!
—A lo peor, sí lo es.
—O nos lo parece a nosotros porque nos resulta más cómodo meterlo en alguna casilla ya definida.
—¡Cómo te pones, Charly!
—Es que todavía no sé qué pinta un tío como tú metido en semejante labor evangélica. Lo tuyo son las motos, las niñas tontas y ver cómo pasas el curso sin dar golpe…
Lo dejó con la boca abierta. Se lanzó a una carrera que evitase mostrar su lado más débil ante Dani. Casi se le habían saltado las lágrimas. Lo que había dicho a su amigo, se lo podía decir también a sí mismo. No le gustaba lo que Jorge le mostraba de sí mismo.
«Uno se cree el ombligo del mundo, que todo ha de girar en torno a ese pequeño centro de ti mismo, hasta que un día llega un Galileo que demuestra que tú, como el resto de los mortales, giras en torno a una pesadilla común».
No sabía si agradecerle el descubrimiento o desearlo de regreso a su mundo para volver a recuperar la tranquilidad de su dulce y sonrosada visión de la vida.
El sábado por la tarde, la sesión de cine, con Pfeiffer incluida, sólo sirvió para empeorar la imagen que Carlos se iba forjando de sí mismo. Por primera vez, lo menos importante fue embobarse con el adorado rostro de su actriz favorita. Mentes peligrosas ya formaba parte de sus clásicos privados. Aquellos chicos defendiéndose como gatos en un basurero podían ser un retrato de Jorge. Se notaba incómodo, como si uno de los personajes hubiera saltado de la pantalla para sentarse a su lado. Se pasó casi toda la película mirando de reojo al intruso, intentando, en medio de la oscuridad, descubrir qué emociones despertaba la película en el chico. No pudo descifrarlo, Jorge no movió un músculo de su rostro.
A Carlos le seguirían rebotando dentro de la cabeza y durante muchos meses las letras de Coolio, el grupo que había puesto la banda sonora a la película, como si ahora las descubriera realmente:
Ellos dicen que tengo que aprender pero no hay nadie aquí para enseñar. Si no pueden entenderme
¿Cómo pueden ayudarme?
Salieron del cine sin encontrar un tema de conversación capaz de romper la tensión. Jorge parecía flotar en otro lugar y los tres amigos se debatían entre el complejo de culpa por vivir bien y la rabia por no entender su parte de responsabilidad en la desgracia de Jorge. Tan sólo unas semanas atrás, la película hubiera servido para discutir si Pfeiffer estaba mejor o peor que en Batman, para no llegar jamás a un acuerdo sobre si la boca era operada o era así de nacimiento.
No faltaba mucho para que las cosas se complicaran y tuvieran que aprender a tomar decisiones diferentes. Las más importantes de su vida. Habían prometido ayudar a Marga para integrar en el grupo a un desconocido arribado de otro mundo, casi de otra galaxia, y ahora se veían implicados en un juego capaz de cuestionar todo cuanto habían creído hasta entonces.
¿Quién era Jorge? ¿De qué mundo venía, tan desconocido para ellos?
—¿Qué pasa, chaval?
A Carlos le sorprendió ver a su padre entrar en la leonera, nombre familiar de su habitación; traía lo que el chico llamaba «cara de padre que intenta entender a su hijo». Eso supondría la obligación de responder a un interrogatorio casi conocido de memoria.
—Pues ya ves.
—Hombre, lo que veo no es a alguien muy feliz. ¿Problemas?
—Todo bien. —Pues no lo parece.
Se le notaba desconcertado, deseando acercarse a ese hijo del cual cada día sabía menos y no encontraba ninguna puerta abierta. Carlos levantaba un muro sin fisuras. Con todo, no quería que su padre acabara sintiéndose mal, así que optó por contar lo de Jorge.
—Tenemos un chico nuevo en clase.
—¿Ah, sí? ¿Vecino de la urbanización?
—No precisamente.
Carlos miró a su padre, lo imaginó preocupado, viendo al chico nuevo como a un agente desestabilizador. Sintió, de golpe, por dónde podrían venir los primeros palos para Jorge: por las buenas y protectoras intenciones de los padres, unos padres capaces de pagar un plus de comunidad para aumentar la seguridad de la urbanización, de consentir fiestas en sus casas para controlar su bienestar; intentando, contra toda lógica, mantenerlos alejados de todo aquello que pudiera, simplemente, provocarles un rasguño. Par eso el director había guardado un discreto silencio, por eso pidió ayuda a Marga y dejó que el intruso encontrara un hueco en sus manos para protegerlo, para casi adoptarlo y alejar la sombra de la expulsión cuando algún adulto responsable se enterase y decidiera que la compañía de Jorge resultaba peligrosa para los chicos del colegio. Marga había respondido como una leona protectora y había adoptado al nuevo. En eso no se había equivocado el director.
Aún ignoraba Carlos que esa oposición no resultaría la peor para Jorge. Ni sospechaba el director lo débil de semejante protección, ejercida como una misión novelesca por Marga y sus dos espadachines.