EL PÓSTER DE PFEIFFER

Carlos miró su habitación sin atreverse a entrar. Le pareció verla por primera vez. Fue como si no se reconociera entre los objetos que habían compartido sus horas de tantos años, como sentir de golpe la certeza de haberse mutado en un extraño.

Temió regresar a la pesadilla que consumió sus noches durante meses, retornar a la vieja agonía de adentrarse en un mar de plata vieja adonde lo arrastraban sus pies mientras intentaba pronunciar un nombre y su boca se llenaba de plomo y el rostro de Marga se iba borrando entre la bruma.

Había decidido hacer limpieza. El nuevo ordenador regalo de sus padres por cruzar la frontera de tercero de Periodismo y su promesa no dicha de airear su vida, fueron la excusa para encerrarse aquel sábado de agosto y liquidar trastos inservibles, esos que llevaban cuatro años almacenados en cajas.

—Se acabaron los recuerdos.

Lo dijo en voz alta para darse ánimos y comenzar a desembalar. El póster apareció con el sobresalto de aquello condenado a desaparecer y por tanto, al olvido. Carlos lo examinó como si fuera la encarnación de una complicada fórmula de fusión nuclear. Siempre estuvo convencido de que el azar no era ni casual ni caprichoso.

—¡Pfeiffer! —susurró reconociendo en ella el rostro de su primer amor.

Alguien dijo que el aleteo de una mariposa en China acababa con un tornado en México. Incluso había visto una película, El efecto mariposa, que dejaba dudas sobre si las alas eran de acero o de frágil materia convertible en polvo.

La vida era una pura y complicada fórmula matemática, aunque sin aclarar quién había diseñado ese proceso y, sobre todo, si era posible modificarla con la simple voluntad. Tal vez fuera mejor creer que todo estaba escrito, como aseguran las modernas brujas lectoras de futuros a 60 euros por sesión; con todo decidido de antemano podía sentirse menos culpable por no haber intervenido en el aleteo de la invisible mariposa que zarandeó sus vidas aquel curso.

—El curso en que me enamoré de ti.

No encontró fuerzas para nombrarla. Aún le dolía demasiado el recuerdo de su sonrisa. También de su mirada de desprecio. Marga, retumbó el silencio.

El rostro de Michelle Pfeiffer estaba cuarteado por las arrugas de su encierro y el peso de todos los inservibles recuerdos que cayeron sobre él como si trataran de ocultarlo para siempre. Pese a todo, seguía siendo el hermoso rostro de la chica que Carlos, que todos, habían amado aquel curso del 2000, el curso en que batieron el récord de ver más veces la misma película, como aquella de Mentes peligrosas, en la que la rubia angelical de extraña boca y ojos de cielo, parecía tan delgada como un suspiro. O El regreso de Batman, tantas veces alquilada en el videoclub que se la dejaban a precio de saldo. Sobre todo ésas, como si después, Pfeiffer hubiera perdido cierto aire de adolescente desvalida.

Lo que no sospecharon entonces, ni Carlos ni sus amigos, ni los compañeros de colegio, era que aquél sería el curso capaz de marcar sus vidas y dividirlas en un antes y un después.

«Pura fórmula desconocida», pensó, sentándose sobre la alfombra y dándose un respiro antes de convertir su habitación de adolescente en la de un joven que pronto sería licenciado en Periodismo. «Menuda locura de profesión, Charly», solía repetir su padre. También esos estudios habían sido decididos aquel curso: quería aprender a mirar el mundo, no volver a sentirse asaltado por una realidad que lo desbordaba.

—Cambio de milenio, revolcón de hormonas… ¡Menudo curso!

Ya no le dolía con la misma intensidad, incluso podía notar cierta nostalgia por aquellos días.

—Tienes para rato, hermanito. Es increíble la cantidad de cosas inútiles que se van almacenando con los años.

Bea, la hermana pequeña, se había convertido en una joven del mismo corte que sus compañeras del curso del 2000.

También aquél fue el año en que la descubrió como hermana y no como a una pequeña chinche molesta.

—No se te ve muy dispuesta a echar una mano. —¡Ni lo sueñes! Además, hay cosas que es necesario tragarlas en solitario, por lo que pudieras encontrar— añadió Beatriz guiñando un ojo.

—¡Menudo cuento!

Sin embargo, prefería hacer limpieza sin testigos de sus posibles secretos. Había entrado en la leonera decidido a expurgar sus últimas espinillas morales, dejar un hueco al ordenador regalado por sus padres, y tirar a la basura todo el pasado comprimido en su vieja afición a las motos.

Cuando su hermana cerró la puerta, pasó las yemas de los dedos por la imagen de papel desteñido. Durante años se había olvidado de Michelle Pfeiffer.

Había borrado los duros meses de aquel invierno, el curso del primer amor, de la amistad, de las películas de la rubia con piernas arqueadas y maravillosas… Sobre todo, el curso en que ellos, los dulces chicos de la urbanización, descubrieron que la vida tenía otras caras, que habitaba muy cerca de su tranquilidad la zozobra, el miedo y el odio. Que la vida tenía olores desagradables y reales. La vida, aquel año, dejó de ser una fotografía.

La noticia del horror sucede en otra parte, para hacerse carne y adquirir olor, un tufo demasiado fuerte para sus pituitarias de niños bien cuidados, alimentados y protegidos.

—El curso en que vivimos sin conocer el guión —dijo en voz alta para ser su propio confidente. Ahora, todo parecía lejanísimo, algo ocurrido cientos de años atrás y los protagonistas, la feliz y despreocupada pandilla, unos extraños unidos por un parentesco remoto.

¿Cómo había empezado todo? Carlos decidió limpiar los recuerdos, airearlos, examinarlos desde la distancia de los casi cuatro años transcurridos. Recordó a su profesor más querido durante años, Mariano, profesor de matemáticas, descuidado en su atuendo, viviendo como si la mitad de su cabeza habitara en otra esfera del universo y le costara ubicarse en el mundo real con su cuerpo desgarbado. Un hombre extraño que manejaba los ordenadores como un experto y hablaba de Galileo, Paracelso, incluso Averroes, como si fueran vecinos cotidianos.

«Las ideas y las fórmulas, al igual que los recuerdos personales, conviene dejarlas en reposo, que se llenen de telarañas. Después, cuando hayamos olvidado los principios que nos llevaron a imaginarlas o concebirlas, desempolvarlas y mirarlas como si no fueran nuestras. Sólo entonces seremos capaces de valorarlas en toda su amplitud».

Carlos recordaba cada palabra de aquel consejo repetido con tanta frecuencia que constituía uno de sus mandamientos científicos y personales. Tal vez, sin Pfeiffer, sin Marga y sin aquella muerte, hubiera elegido la carrera de Química.

—Llegó la hora de desempolvar el curso de las pesadillas —dijo, intentando transformarse en otro. Colocó un viejo CD de Héroes del Silencio en el compact y decidió que estaría bien perder una tarde haciendo un barrido por el pasado. Sus amigos se reían de las fidelidades musicales de Carlos: el único del curso aún convencido de que la mujer más hermosa del cine era Pfeiffer y Héroes del Silencio el mejor grupo. Bueno, admitía a Maná como herederos. Por lo demás podía pasar de Bach a Lacrimosa o Helium Vola sin inmutarse, porque «lo bueno no respeta etiquetas», repetía convencido—. Todo comenzó el día en que se estropeó la moto… Sí, fue ese día. No hubo signos especiales y nuestras mentes, que no eran peligrosas, como en la película, ni se imaginaban la que nos caería en plenos morros a la vuelta de la esquina. En la vida no te ponen música, como en el cine, para avisar.

Carlos, Daniel, Margarita y todos los amigos conocidos desde el parvulario, vivían en la urbanización de Somosaguas, donde las ardillas correteaban con relativa tranquilidad y los tres coches de los guardias de seguridad daban la sensación de que nada malo podía entrar en sus vidas. Ninguna mariposa oriental había dirigido sus aleteos contra los hermosos árboles de los cuidados jardines.

Existían normas claras: había que ir a clase, aprobar en junio, llegar a la hora convenida a casa y no abusar del teléfono. A cambio, gozaban de una paga aceptable, un horario con suficiente flexibilidad, una habitación propia y una vida en la cual el mayor problema era sacar el curso para no estropear el verano y ganarse una «charla» con unos padres convencidos de la inutilidad pedagógica de los castigos. Una ventaja para los chicos. El colegio, los padres, los vecinos, hasta los perros vacunados y limpios, conocían perfectamente su papel y lo cumplían con relativa exactitud. Las mayores broncas solían tener que ver con la larga factura del teléfono. «Te juro que voy a poner uno a tu nombre y lo pagas de tu bolsillo», amenazaba, con frecuencia y sin convicción, Sandra, la madre. Los cursos se iban salvando por los pelos, gracias a Marga y alguna que otra chuleta bien camuflada.

Todo resultaba fácil y se deslizaba sin demasiado ruido.

La máxima aspiración de Carlos, por aquellas fechas, se cifraba en lograr que su madre, porque son siempre las madres las dueñas de la última palabra, diera el sí definitivo para comprar una moto. Para Daniel, Daniel Guapo, conseguir una cita con Ana la chica más perseguida de segundo de BUZ casi una copia de la Pfeiffer, según algunos. La de Margarita, convencer a sus padres para que el verano siguiente optasen por Perú para sus vacaciones y poder convertir en realidad su sueño de visitar Nazca.

Por entonces, ser amigos no resultaba complicado, bastaba con ser tolerante con las pequeñas manías del otro, prestarse dinero en momentos de crisis por reducción de paga paterna o acontecimiento no previsto, pasarse los apuntes, compartir cine y los últimos CD del grupo de moda.

—Conocíamos el guión, vaya.

Hablaba con las sombras que la tarde iba dibujando sobre las paredes, ahora desnudas de pósters, de su habitación. Pensó en llamar a Dani; después decidió que determinados viajes deben realizarse en solitario. Tampoco el amigo de la infancia logró salvarse de la quema que supusieron aquellos meses. Aquel curso se transformó en una hoguera de San Juan fuera de temporada, y ellos vieron cómo las llamas redujeron a cenizas todas las verdades anteriores.

Amanecí con los puños bien cerrados

y la rabia insolente de mi juventud.

Carlos escuchaba la música y recordaba haber visto a Jorge con los puños apretados y la rabia dibujada en su rostro, pero sin insolencia, con miedo, con mucho miedo. Jorge había sido la pieza clave para todos.

Jorge, y rebota el nombre y su mirada furiosa contra la tarde.

Éste es mi sitio

y ésta mi espina.

Cerró los ojos e imaginó si podría vivir la vida de Jorge. Seguro que no. Nunca lo habían preparado para sobrevivir en medio de la desgracia. Nadie escoge el lugar donde nace; con suerte, puede elegir el lugar para quedarse… Y no siempre.

Decidió dejarse arrastrar por los recuerdos aún dolorosos en algún lugar olvidado del corazón.

—Todo comenzó con la puñetera avería de la moto y con Dani pidiendo ayuda.

En realidad, todo había comenzado en algún despacho que jamás conocerían, cuando alguien tomó una decisión sobre un adolescente y señaló un colegio como el más adecuado para su inserción. Las alas de la mariposa se desplegaron por entre las paredes de aquel despacho.