I
Á LA…
Verificábase la Distribución de premios y reparto de dignidades, junto con una Concertación ó certamen científico de la clase de Física, y declamación de odas. Los alumnos vestían el uniforme por primera vez en el curso: un uniforme de traza militar, con gorra y calzones galoneados, luenga y entallada levita de botones metálicos y fajín de seda azul. A los nuevos, el uniforme les traía extraordinario contentamiento. Los antiguos, mayorcicos ya, avergonzábanse de él como de una librea vilipendiosa, testimonio de esclavitud, y los días señalados para vestirlo procuraban arreglárselas de suerte que sus inspectores no los llevaran de paseo á la ciudad, sino al campo.
La ceremonia se celebraba en el gran salón de actos del colegio. Comenzó á las diez y media de la mañana. Los alumnos de Física y los recitadores ocupaban el estrado. Al pie de éste, y á su derecha, detrás de amplísima mesa, aderezada con rico tapiz, donde se apilaban rimeros de cartulinas, entorchados, cruces y otros objetos varios, enhiestábase el seco torso del Padre Rector, entre dos Padres graves.
La orquesta del colegio ejecutó, en el riguroso sentido de la palabra, la marcha de Tannháuser. Don Manuel, profesor de música, cuyo rostro era como una masa informe de pudding de sémola, tal le habían roído las viruelas, llevaba la batuta, entregándose á las más desatentadas contorsiones, con lo cual daba á entender que sentía mucho la música.
Los alumnos de Física ostentaron su conocimiento en la materia é hicieron diferentes experimentos, entre otros el de asfixiar en la máquina neumática á un gorrioncillo.
Entremesó la orquesta con la serenata de Schubert, que cantó Lezama, alardeando de aquella cristalina voz asexual con que Naturaleza le había compensado de otras deficiencias.
Luego, uno por uno, los recitadores fueron adelantándose al proscenio. Bertuco declamó una oda á la Estrella Polar, parto doloroso y frígidísimo del Padre Estich. Comenzaba:
Reluciente lucero que sobre el Polo
Estás inmóvil, triste, plateado y solo.
A tu lumbre, en tormentas rudas y graves,
La proa hacia la ruta ponen las naves…
Se le congratuló con aplausos repetidos. Los niños murmuraban: «La escribió el Padre Estich», profundamente admirados, y el esquelético jesuíta, autor de los versos, sentía como si la satisfacción se le hiciese carne y cubriéndole los huesos le otorgara más espesor y corpulencia.
A seguida, se pasó á la imposición de dignidades, ó sea jerarquías nominales con que se galardona la buena conducta. Duraban todo el curso, como el dignatario no incurriera en demasías, y consistían en entorchados y galones que se aplicaban á la bocamanga del uniforme.
Conejo, en pie, leía la proclamación:
—Brigadier: Don Segismundo Bárcenas de Toledo y Fernández Portal.
El niño se acercaba á la mesa del Rector, el cual prendía con alfileres los entorchados, que después habían de coser los fámulos, y enderezaba unos cuantos plácemes al recipendiario.
—Regulador: Don José Forjador y Caicoya.
Esta dignidad era muy envidiada; su misión consistía en tañer la campana que escande la distribución de horas, y, consecuentemente, junto con los galones se le entregaba… ¡un reloj!
—Primera división. Subrigadier: Don…
Y así con los bedeles de estudio, bedeles de juegos y jefes de filas, para cada división.
Bertuco nunca había obtenido una dignidad, ni por ellas se le daba una higa. Buena conducta y talento son incompatibles, pensaba. Dignidades eran siempre muchachos de inteligencia roma y prematuro apersonamiento, para quienes las abundantes horas de estudio resultaban escasas aún, y así, tras de voluntarioso machaqueo, llegaban al aula con las lecciones á medio saber. Además, la buena conducta, la quietud sin reproche durante todo el día suponía un esfuerzo, y Bertuco consideraba que el esfuerzo estigmatiza con caracteres asinarios. A Bertuco bastábale y sobrábale, para ir á la cabeza de sus compañeros, con la explicación previa que el profesor hacía después de haber señalado la lección. Aun la demostración de los más inextricables teoremas y fórmulas algebraicas, en oyéndola una vez, la repetía seguidamente, con gentil desahogo y firmeza. En virtud de esta vivacidad de su inteligencia las horas de estudio, siéndole superfinas, le pesaban en términos que, por llevarlas más levemente, no había travesura que no inventase. De ordinario le colocaban en el último banco, por que no distrajera á los demás, y le consentían satisfacer libremente sus inclinaciones: hacía versos, dibujaba, leía libros de literatura que subrepticiamente el Padre Estich le daba.
Después de la imposición de dignidades se otorgaron los premios de aplicación. Bertuco ganó la excelencia primera, la cual acredita el mejor aprovechamiento en un grupo genérico de asignaturas, y tres primeros premios en las mismas. De consiguiente, le colgaron en el pecho la cruz de emperador. Cuando el Padre Arostegui se la prendía, le dijo:
—Bien está, Alberto; pero no olvides que el infierno está empedrado de cabezas de hombres de genio. Por mucho que sepas, más tienes que aprender de tus compañeros á quienes hemos hecho dignidades.
¡Bah! La dignidad… Harto adivinaba Bertuco que la dignidad no la da el empleo, sino el mérito; no la otorga la voluntad ajena, sino que es virtud inmanente: se tiene ó no se tiene; nunca se recibe.
El acto terminaba. Don Manuel conducía desaforadamente la desmedrada orquesta en un himno final. Eran las doce menos cuarto.
Las divisiones bajaron á los patios de recreación. Antes de romper filas, á la señal de unas palmadas de los inspectores, desglosábanse los que sintieran necesidad de evacuarse, é iban á los lugares excusados, los cuales, en el uso del colegio, se acostumbran llamar lugares, á secas. Bertuco fué, entre otros. Bajo el brazo llevaba las cartulinas. ¿Para qué las quería él? Su padre… Dios conocía por dónde andaba… En todo el curso no había recibido noticias suyas. La vieja Teodora no sabía leer. Años anteriores había enviado sus premios con gran entusiasmo, y luego, en las vacaciones, había tropezado con ellos en un desván, desdeñados, sucios, rugosos. ¡Puaf! Hizo un rollo y los arrojó desdeñosamente por el agujero, al depósito excrementicio.
II
EL HOMBRE DE LAS CAVERNAS
Coste dijo á Pajolero, el alumno más aventajado en años, en cuerpo y en fuerzas físicas:
—Tú podrás ganarme á todo, pero lo que es comiendo…
—Y comiendo también, Coste; no seas mazcayo[14].
—Quita pa allá, hom.
—Quítate tú.
—Pues á verlo.
—Cuando quieras.
—¿Qué apostamos?
—¿Esta pala contra esa pelota?
—Apostao. ¿A chuletas? ¿A huevos? ¿A cocletas? ¿A tortilla?
—A lo que se presente.
Coste y Pajolero comían en la misma mesa y frente á frente. De esta manera, el singular y cavernario desafío podía celebrarse con algún rito, oculares testimonios de jueces íntegros y garantías de probidad.
Lo primero que se presentó fueron huevos fritos, los cuajes hinchen harto rápidamente el bandullo y oponen tenaz indiferencia á los ácidos estomacales. El espectro de la indigestión, dénominada familiarmente en el colegio triponcio, se cernía en el refectorio. Pajolero y Coste pensaban en los aprietos de la noche, dentro de la camarilla; y en el inexorable Mur, realizando investigaciones estercolarías y arrojándoles el peso de la ley. No embargante esto, entrambos contendientes se desplomaron sobre los indefensos huevos fritos, y, par por par, deglutieron cinco cada uno. En lo engallado del cráneo y lo insolente de la pupila echábase de ver que se hallaban en buena disposición para ingerir otros tantos pares. Pero el abrutado fámulo Zabalrazcoa, con malos modos y añadiendo una expresión torpe, les manifestó que se habían acabado los huevos. El tribunal, atendida la carencia de armas de combate, declaró tablas.
Presentáronse los huevos por segunda vez, á la vuelta de tres días. Pala y pelota pasaron á poder de Pajolero. Después, con ocasión de unas chuletas, pala y pelota retornaron á Coste. A la cuarta vez surgieron croquetas, una de las pasiones más ardientes del mofletudo gallego, quien, contemplando con sorna á su adversario, parecía decirle: «¿Para mí tú, con las cocletas delante? Tendría que ver…». Y, en efecto, tuvo que ver. Los vecinos estaban deslumbrados ante la delirante celeridad con que Coste obligaba á las croquetas á escabullírsele, gaznate adentro. Ya iba por las dos docenas, cuando Mur, atraído por la expectación que se advertía en aquella parte del refectorio, acudió, interrogó, y logró noticias cabales del heroico hecho. A la salida, llamó aparte á Coste, y luego á Bertuco, en calidad de ejecutor de la vindicta que meditaba; los condujo á una clase y allí les hizo esperar unos momentos. Coste, abarrotado de croquetas, no osaba moverse por temor de que se le extravasase el estómago. Reapareció Mar con un libro abierto en las manos; dióselo á Bertuco. El niño conocía bien el volumen: era la Diferencia entre lo temporal y lo eterno, por el Padre Juan Ensebio Nieremberg.
—¿Sabes de qué se componen las croquetas, guarro, glotón?
Coste, congestionado, defendiéndose del sopor que le invadía, no prestaba atención á Mur.
—Y tú, Bertuco, ¿lo sabes?
—Yo creo que de gallina, cuando son buenas…
—Como lo son las que os dan en el colegio. ¿Lo oyes, gorrino? Pues bien; Bertuco, lee. Por aquí.
Las ventanas estaban entornadas. En el recinto había penumbra. Bertuco se acercó á una rendija, de donde manaba la luz. Y leyó:
«Los regalos, ¿qué son sino cosas viles y sucísimas? Por cierto, que si se considera lo que es un capón ó gallina, que es el pasto más ordinario de los ricos y regalados, que se había de hacer mil ascos de ellos; porque si cociéndose la olla echaran dentro gusanos, lombrices y estiércol de la caballeriza, nadie comiera de ella; pues la gallina, ¿qué es sino un vaso lleno de estiércol, gusanos, lombrices y otras cosas asquerosísimas que come, como son flemones, excrementos de las narices, y otras más asquerosas del cuerpo humano? Y si sólo el sonarse el cocinero ó escupir un flemón en el guisado…».
En llegando á este punto, el pobre lector, lívido, estomagado, desfalleciente, se dejó caer, arrojando cuanto había comido. Coste roncaba, sentado en actitud canónica y profunda.
III
EL SISTEMA DEMOCRÁTICO
El Padre Urgoiti tenía á su cargo las clases de Historia de España é Historia Universal. Su bondad y candidez eran tantas, que así que un alumno, sorprendido absolutamente in albis acerca de la lección del día sacaba el morrito simulando sollozar por salir con bien del trance, ya estaba el Padre Urgoiti atribuladísimo, dispuesto á encontrar disculpable y hasta meritoria la ignorancia, y pasaba á otro alumno, y luego á otro, hasta uno que atinase á urdir cuatro paparruchas, y si no daba con ninguno no se encolerizaba ni repartía denuestos y amenazas, pero volvía á explicarles la lección, y en viendo gestos distraídos ó de cansancio, les leía versos del duque de Rivas ó de Zorrilla, y libros amenos. Se le burlaban en las narices, campaban por sus respetos, ideaban los más caprichosos abusos, prostituían la austera dignidad histórica; y el Padre Urgoiti, en su bienaventuranza perennal, dulce y casi sonriente con aquel su rostro correcto de piel mate, como tallado en marfil.
Una mañana empezaba el Padre Urgoiti á referir por lo menudo curiosas particularidades de la vida espartana, cuando á las pocas frases se detiene, algo pálido, y recorre la casta y elevada frente con la diestra mano, así como si pretendiera ahuyentar un desvanecimiento del sentido. Al reanudar la plática, se advierte que la voz le tiembla un poco. Nueva pausa, acompañada de más intensa palidez. Es evidente que el Padre Urgoiti hace esfuerzos por seguir hablando de manera que no se trasluzca cierta inquietud que le acosa. Tercer alto en el discurso. Ahora se enjuga el sudor que constela su ebúrnea frente.
—¿No creéis sentir que la tierra oscila, hijos míos? Los niños se ríen.
—Sí, sí; oscila, sin duda alguna. Quizá un terremoto. No; más bien es el púlpito, que se mueve. Fijad la atención.
Los niños miran de hito en hito. Sí, el púlpito se estremece. Los ensamblados tablones hacen: crac, crac. Desciende el Padre Urgoiti, y abriendo la portezuela que hay en la base, descubre á Alfonso Menéndez, Patón de apodo, con los miembros ensortijados, cadavérica la faz. El Padre Urgoiti retrocede dos pasos, santiguándose. Luego extrae al niño de aquella cavidad poliédrica en donde lo habían vaciado, tomándolo por el pestorejo, á la manera maternal con que la gata transporta sus cachorrillos, y lo deposita sobre el pavimento. El niño permanece algún tiempo enmadejado, inhábil para la moción. Algunos compañeros comentan con vayas la extravagante estructura á que el tormento lo constriñó: como manifiesta un perspicuo psicólogo: «La crueldad es connatural del hombre; los niños son crueles, los salvajes son crueles».
—¿Quién te ha metido aquí, infortunado?
—El Padre Mur.
—No puede ser.
—Pues es, sin embargo, Padre Urgoiti.
—¿En qué tremendo pecado has podido caer, Patón?
—Eso sí que ya no lo puedo decir.
—Tan vergonzoso es…
—No. Es que yo mismo lo ignoro.
—Imposible, Patón, imposible.
Entonces los niños desarrollan ante los espantados ojos de Urgoiti el repertorio de temas penales inventado por Mur, sus infinitas variantes y las innumerables infracciones leves á pretexto de las cuales sobrevenían.
El Padre Urgoiti quedó aterrado. Al salir de la clase corrió en busca de su amigo Ocaña.
—¿Sabes, Ocaña, lo que ocurre? El Padre Rector lo ignora, de seguro. —Y le traslada, ce por be, las noticias que de sus alumnos ha recibido.
—Conocía algo —le respondió el Padre Ocaña—, sospechaba más aún, pero nunca creí que llegase a tanto. Es indecoroso, no encuentro otra palabra.
—Fuerza, es que nos resolvamos á hacer algo.
—¿El qué?
—Decírselo al Rector.
—Y ¿quién le pone el cascabel al gato? Mur es su ojito derecho.
—También á ti te mira bien…
—Yo no me atrevo.
—Una idea. Al recreo hablaré con algunos otros; de esta suerte nos presentamos varios.
—¿Quién ha de hablar?
—Viniendo ustedes, yo mismo. Su presencia me prestará alientos.
—Pues entonces, á ello.
En el recreo reclutaron á Estich, Numarte y al deforme Landazabal. Convinieron en reunirse á la caída de la tarde é ir conjuntamente á la celda de Arostegui. Mas, habiéndose traslucido algún síntoma de la conspiración, adelantóseles Mur, y, cuando daban unos golpecitos en la puerta del Rector, ya estaba éste al cabo de que un grupo de Padres venía á él en son de queja, y en cuanto á los hechos y razones en que la asentaban Arostegui aceptó como óptimos aquellos que su valido le ofreciera.
—Tan, tatatán, tan… —los golpecitos. En el silencio, los corazones batían sonoramente. Y el silbo, desde el fondo de la guarida:
—Adelantee…
A la cabeza de los quejosos caminaba el bienaventurado Urgoiti, todo candor y mansedumbre. Como el pasadizo que la camarilla hace no consentía otra cosa, fueron penetrando de uno en uno, de modo que el Superior pudo elevar su mueca de asombro hasta la quinta potencia, é ir apartando en cinco veces las posaderas del asiento, según aparecía un jesuíta más, hasta quedar en pie. Y ya cuando los tuvo á todos presentes, afilando los sutiles labios, les envió estas someras palabras, antes de que ellos pudieran hablar:
—¡Una comisión…! ¡Una comisión…! En la milicia de Ignacio nacen los retoños primeros del sistema democrático… Y á ustedes cinco corresponde la honrosa empresa… Retírense, retírense por Dios vivo, y hagan por aliviarme de esta pesadumbre que me imponen. ¡El sistema democrático!
En el tránsito no osaron cruzar una palabra, sino que huyeron á su rincón, ruborosos, abochornados.
IV
EL COLILLERO, EMPUÑANDO EL CETRO
Bertuco llevaba quince días de malestar, disimulando. Estaba inapetente, insomne, laxo y con fuertes jaquecas. Ahiló y empalideció.
Una noche, después de la cena, Conejo le ordenó que no se levantara al día siguiente.
—Estás enfermo, Bertuco.
—No me encuentro bien.
—¿Por qué no lo has dicho?
—Creí que pasaría.
A las seis de la mañana oyó cómo sus compañeros salían de la cama, se lavoteaban, partíanse á las faenas habituales. A poco de quedarse solo llegó el Hermano Echevarría, enfermero, el cual le hizo varias preguntas, inquiriendo los síntomas de la dolencia; le pulsó, le tocó las sienes, por ver si tenía calentura, y, á la postre, introduciendo la mano por debajo del embozo, le tanteaba con dos dedos el vientre, punto por punto, é interrogaba: «¿Te duele aquí? ¿y aquí?», bajando siempre, con tendencia á la coyuntura de los muslos, hasta llegar á lo que Celestina denominó graciosamente el rabillo de la barriga, al cual tomó por la base, así como al descuido y á manera de accidente en el examen facultativo; entretúvose con él un buen espacio de tiempo, que fuera de cierto más largo si la manifiesta inquietud y turbación del muchacho no le hubieran obligado á abandonar la débil presa.
Dieta, purgantes, lavativas, y á los tres días ya estaba Bertuco en la sala de convalecencia, una habitación clara, con dos luces y diferentes juegos en que pasar distraídamente las horas los enfermitos. De los muros pendían carteles en colores, explicando la nutrida variedad de hongos y setas, comestibles y venenosos. El deforme Padre Landazabal solía acompañar á los niños convalecientes; era uno de sus mayores placeres. Les narraba historias curiosas y milagreras de sus años de misiones; describíales ridículas costumbres de los países salvajes y mil amenas curiosidades. Otras veces jugaba con ellos al asalto, á las damas ó al billar romano. No era raro tampoco que se hiciera servir sus modestas refecciones junto con sus amiguitos. A eso de las once llegaba á la enfermería, después de muchas peripecias, porque á tal hora los fámulos barrían los tránsitos y el Padre Landazabal no pisaba las barreduras por nada del mundo. Era una reliquia de su vida de misionero; él evangelizaba á los salvajes, y los salvajes, á trueque de esto, le infundían innumerables supersticiones. En el colegio barrían con aserrín húmedo, y Landazabal había aprendido en el Perú que pisar aserrín ó despojos de madera es causa de desgracia. Saltaba por encima de las barreduras; mas, como según sabemos, este excelente jesuíla no se sostenía en pie si no era afianzándose en las propias nalgas, acontecía que por el aire olvidaba el equilibrio y venía á tierra sonoramente. Era un espíritu débil y candoroso. Los demás Padres no se cuidaban de él; vivía vagando por la casona inmensa con la timidez y el apocamiento de una criatura de tres años. Cuando había algún niño convaleciente Landazabal se consideraba feliz. A Bertuco le inició en varios curiosos enigmas de la Naturaleza; por ejemplo: matando una golondrina se originan lluvias durante cuatro semanas; los huevos de gallina puestos los días de Jueves y Viernes Santo extinguen el incendio en donde se arrojen; cuando un grano de polvo entra en el ojo, sale por sí mismo, escupiendo tres veces en el brazo derecho; no se deben romper á la mesa cascaras de huevo, daría fiebre; no se debe señalar con el dedo al cielo, á la luna ó á las estrellas, es ponerlo en los ojos de los ángeles.
Landazabal era singularmente dado á hacer la apología del tabaco, viniera ó no en oportunidad.
Una tarde de domingo hablaban Bertuco y el deforme jesuíta, apoyados en el alféizar de una ventana. Caía el sol, dorado y melancólico. Los alumnos estaban de paseo. Veíanse al pie de la ventana los senderitos que conducen al colegio. Iban y venían devolas enlutadas.
—Tú no sabes, Bertuco… Aquello es gloria. Cuba ha sido el país que más me gustó. ¡Qué cigarros! Si vieras… Aquellas mulatazas se dan un arte para hacerlos… Te advierto que andan desnudas.
—Ave María Purísima. ¿Usted qué dice, Padre?
—Son como demonios: no te exagero.
—¡Calla! ¿Usted ve?
—¿El qué?
—Ruth.
—¿Ruth?
—Sí, señor.
—¿Quién es Ruth?
—Aquella señora que viene hacia el colegio… Ahora entra.
—Bueno, ¿qué?
—Pero ¿usted no sabe?
—¡Yo qué he de saber, Bertuco!
—Es una señora guapísima, inglesa, no se sabe si protestante ó judía, casada con Villamor, el ingeniero. El Padre Sequeros nos profetizó que se convertiría…
—Eso son cuentos.
—Entonces, ¿á qué viene?
—¡Yo qué sé!
Un silencio.
—A propósito, Bertuco: ¿no fumas?
Bertuco oprimió instintivamente con el codo una cajetilla que guardaba oculta.
—Vamos, Padre… ¡Qué bromas! Tan prohibido como está…
—Vaya… vaya… Si yo no te he de reñir… Confiesa… —El jesuíta amabilizaba la voz, una voz extraña, vacilante.
Bertuco pensaba: «Quiere tenderme una añagaza. ¡Pobre hombre!».
—¿Por qué callas? ¿No tienes confianza conmigo? ¿Crees que soy malo? Me gustaría que dijeses la verdad. De seguro tienes pitillos. Y si no los tuvieras y yo sí, te los ofrecería de buen grado…
Bertuco pensaba: «Para quien te crea, viejo».
—Vaya, Bertuco: dame esa prueba de que eres mi amigo. Supon que yo te pido un pitillo, que quiero fumar… —La voz era por momentos más vacilante.
Bertuco pensaba: «Nunca pude imaginar que fuera tan astuto este Padre».
—Mire usted, Padre Landazabal: no fumo fuera del colegio ¿y quiere que fume dentro?
—¡Qué lástima! El tabaco es lo mejor que hay. El tabaco y el café.
El deforme jesuíta fué á sentarse, abatido y evidentemente triste. Bertuco enviaba volando el pensamiento hacia Ruth. ¿Qué haría? ¿A qué vendría? ¿En dónde la habrían recibido?
El lunes, Bertuco, restablecido ya, ingresó de nuevo en la monótona disciplina escolar. En la recreación, sus amigos acudieron á saludarle.
—Una semanita así nunca viene mal —dijo Ricardín Campomanes.
—¿Fué maula? —preguntó el carrilludo Coste.
—Maula… Anda allá. Me mandó Conejo. Voy á daros una noticia tremenda. La señora de Villamor estuvo ayer en el colegio.
—¡Bah! Noticia fresca —exclamó Ricardín—. Ayer, cuando volvimos del paseo, nos la encontramos en la portería. El Padre Sequeros asegura que viene á convertirse.
Formaban grupo Gampomanes, Coste, Rielas y Berluco, apartados un trecho de la división.
—Y el Hermano Echevarría, ¿qué tal? —Rielas guiñaba el ojo, afanándose en apicarar el gesto.
—Es un gran médico. Examina con mucho cuidado á los enfermos —afirmó Campomanes, socarronamente.
Coste acudió á opinar.
—Yo nunca os hablé de ello; pero, vamos que, cuando me disloqué el pie, empezó á palparme la barriga y… —Los carrillos se le arrebolaron.
Los mancebos enmudecieron unos minutos. Estaban cohibidos luchando entre el deseo de descubrir algo y la dificultad de expresarlo en términos convenientes. Bertuco se adelantó:
—Y… te empuñó el cetro, ¿eh?, lo mismo que á mí.
—¡Reconcho! Has acertado.
—Y á mí.
—Y á mí.
—¡Qué bárbaro!
Muequeaban de asombro y proferían risotadas. Añadió Bertuco:
—Ahora viene lo bueno. Trátase del Padre Landazabal. El muy picaro quería sonsacarme si fumaba ó no. Hasta un pitillo llegó á pedirme… Qué tal, si me dejo engañar…
—No te hubieras engañado, es decir, no te hubiera engañado.
—¿Qué quieres decir, Ricardín?
—Que el pobre jorobeta se perece por afumar. Los demás Padres lo reputan idiota, no le hacen caso y lo dejan abandonado á su suerte. El infeliz no se atreve á pedir de fumar al Rector, como hace el Padre Iturria, y se sirve de estos medios, cuando no de otros. Un día salí yo á lugares, en el estudio de la tarde. Pues bien, me encontré al Padre Landazabal buscando por los retretes las colillas que nosotros dejamos. Cuando lo sorprendí se echó á temblar y me rogó que no contara nada á nadie. Luego me pidió, por amor de Dios, un pitillo. Yo le di los que tenía.
—¡Jesús!
—¡Jesús!
—¡Pobre corcovado!
Llegó en esto el Padre Sequeros.
—¿Qué concilios hacéis? ¡A jugar, á jugar!
Y dispersó á los niños, dando palmadas, como se hace con las aves de corral[15].