Dos eran las cosas que Mur abominaba sobre toda ponderación; la primera, que yendo en filas, como siempre iban las divisiones al trasladarse de un punto á otro del colegio, se tararease por lo bajo; la segunda, que en caso de acometer al alumno, en las altas horas de la noche, una necesidad, aun siendo acosadora é inaplazable, se satisficiera haciendo uso del bacín que para casos de menor entidad había en la mesilla de noche. Es decir, que Mur se había propuesto luchar con dos fuerzas naturales. Una, porque estando los alumnos en punto de crecimiento y con gran remanente de actividad que no hallaba medio fácil de explayarse, la energía les rezumaba por todas partes y en toda ocasión, siendo la forma preferente el canturreo en que, á compás del paso en las filas, incurrían sin darse cuenta y á pesar de los castigos. La segunda, porque permaneciendo cerrados por de fuera en sus camaranchones durante la noche, y no acudiendo el sereno á los toques por hallarse monolíticamente dormido, no les quedaba otro recurso decoroso á los alumnos, caso de apretarles la urgencia, que aprovechar el único recipiente idóneo que á mano tenían. Mas, por lo mismo que era físicamente imposible corregir uno y otro fenómeno, Mur exteriorizaba particular enojo ante su frecuencia, y era que ello le daba pie para imponer penas y para imaginar los más absurdos procedimientos de tortura, con lo cual se refocilaba tan por entero que le salían á la cara las señales del goce entrañable y cruel que esto le traía.
Era cosa de verle ante el niño penado, cuando le hacía sustentarse en posturas forzadas é inverosímiles, durante minutos eternos. Su fría carátula tomaba calor de vida, los labios se aflojaban, la nariz trepidaba y la siniestra verruga se henchía de sangre, se esponjaba, lograba expresión.
Su indiferencia aparente era tanta que desconcertaba á los alumnos. Caminaba entre las filas como absorto en sus propias cavilaciones. Un niño, creyéndole ausente de las cosas externas, volvíase para decir cualquiera paparrucha á un amigacho; no había pronunciado tres palabras, y ya tenía sobre la mejilla la mano huesuda de Mur, impuesta en el tierno rostro con la mayor violencia. Era especialista en los pellizcos retorcidos, que propinaba con punzante sutileza, poniendo los ojos en blanco y sorbiendo entre los apretados dientes el aire, cual si le transiera un goce venusto. En el castigo de la pared, el más benigno y corriente, Mur lograba poner un matiz propio. La pena consistía en estar cara al muro y espalda á los juegos, diez ó quince minutos, durante la recreación. Mur se encaraba con el reo, engarabitaba los dedos y los iba plegando sucesivamente, trazando esa seña que en la mímica familiar expresa el hecho de hurtar alguna cosa; al mismo tiempo decía: Apropíncuale, con lentitud, mordisqueando las letras como si fueran un retoñuelo de menta ó algo que le proporcionara frescura y regalo. Y estando ya el niño de cara á la pared, le aplicaba un coscorrón en el colodrillo, de tal traza, que las narices del infeliz chocaban despiadadamente contra el muro.
—En sorprender á los cantores tengo un raro tino —solía exclamar.
No tan raro, si se tiene en cuenta que el que más y el que menos no conseguía abstenerse de esta discreta expansión lírica. Ninguno, en verdad, tan canoro como Ricardín Campomanes; ninguno, tampoco, más distraído. Mur le aborrecía, entre otras razones, cuyo peso específico ignoramos, por ser uno de los favoritos de Sequeros. También lo era Bertuco; no embargante esto, Mur mostraba para con él expresiva lenidad y le hacía objeto de pegajosas asiduidades, que el chico repugnaba: hubiera preferido el odio del jesuíta, sobre todo por asco á las caricias de sus manos, calientes y ásperas como la lengua de un buey.
Una tarde salió Ricardín de las clases más contento que nunca: había sabido la lección de geometría y, en consecuencia, Ocaña había celebrado lo estupendo del caso prodigándole honores y plácemes sin cuento. Las entrañas del niño eran un puro ímpetu de saltar, de gritar, de hacer zapatetas y lanzar la gorra al aire. Iba en las filas como ajenado, positivamente perdido en fantasmagorías y quimeras; pensaba que ascendía ya á los puestos más relevantes de la clase, á centurión, al consulado cartaginés, al romano; componía, en su imaginación, con animada plasticidad, el cuadro del desafío desaforado, descomunal que había de reñir con el simiesco Benavides, temible empollón, y con Bertuco, disputándoles y arrancándoles de los hombros la investidura imperial; veíase emperador, caminando mayestáticamente á la Salve, entre marchas é himnos triunfales; ¡tra, la, li, lara, pon, pón! En efecto, en las filas, que silenciosamente se encaminaban al refectorio, hubo un movimiento de estupor al ver á Ricardín entregado de lleno al vértigo musical, agitando el brazo derecho, con el cual empuñaba una supuesta batuta, rígidas las piernas, taconeando á paso de procesión.
¿Quién describirá la cólera disimulada, recóndita, de Mur y la espantable lividez que invadió sus mejillas? Se acercó ágil y elásticamente, como bestia de presa, tiró un zarpazo á Ricardín en el brazo de la batuta, arrancándole así del seno de los sueños en donde reposaba y forzándole á prorrumpir en un grito de sorpresa y dolor. Por las orejas le separó de las filas, calificándole con voz severa y potente que de todos fuese oída:
—¡Títere! ¡Mameluco! ¡Imbécil! ¿Qué dices? ¿Que no tienes ganas de merendar? Si ya lo sé; probablemente no la tendrás en quince días.
Y lo arrastró por un estrecho pasadizo, que conducía á los patios exteriores.
Después de la merienda había un recreo de media hora. Llegaban las divisiones á sus patios respectivos, rompían filas en oyendo la palmada del inspector, y dos niños, que éste mismo designaba, corrían en busca de los balones y maromas de saltar, a una de las clases, en la cual y dentro de un pequeño receptáculo al pie del púlpito, se guardaban. Aquel mismo día fueron designados Coste y el orejudo Rielas. Coste movíase con embarazo, sin apartar la mano del bolsillo del blusón, evidentemente congestionado con algún objeto pecaminoso y de bollo.
—Eh, tú, Coste, acércate —gritó Sequeros.
Le tentó el bolsillo, por fuera, reconociendo una manzana y un trozo de pan. Sequeros comprendió.
—Vaya, hombre… tú, tan glotón. Eres bruto, pero eres bueno. Dios te lo pagará. —Y le golpeó afectuosamente el cogote.
El carrilludo Coste partió de nuevo, resplandeciente. Interpúsosele Mur:
—¿A dónde vais?
—A por los balones —respondió Rielas.
—Pues no están en la clase del pasillo de los lugares, que los he cambiado yo á la del Padre Urgoiti. Ya lo sabéis.
Y sabían más con esto.
—¿Has oído? —mugió sordamente Coste, en habiéndose alongado un trecho de Mur—. Tiene allí encerrado á Ricardín.
—¡Qué bruto! Le habrá puesto en la butaca[11].
—Sabe Dios. ¿Quieres que veamos?
Se acercaron al aula. Inquirieron, á través del ojo de la cerradura.
—No se ve nada. Mira tú, Rielas.
—No hay nadie. Como no esté escondido…
Examinaron precavidamente la cerradura. La puerta cedió. Metieron la cabeza, husmeando, fruncido el morro.
—¡Canario! ¿Dónde lo tendrá?
Se oyó un susurro tenue: «Pss… Coste, ¿vienes solo?». Coste y Rielas retrocedieron, sobresaltados.
—¿Has oído, Rielas?
—Sí.
—Pero si no había nadie.
—Vamos á ver, antes de que noten nuestra falta. Oyóse de nuevo la voz incorpórea: «Pss… Coste, ¿quién viene contigo?».
—¿Eres tú, Ricardín? —Sí.
—¿En dónde estás?
—Debajo del púlpito, en el sitio de guardar los balones.
—Si no puede ser; si no cabes.
—¿Que no? Me han embutido. ¡Ay! Tengo una pierna dormida, y el brazo como un sacacorchos. Oye, ¿qué os han dado de merendar?
—Espera… Pues ha dejado abierta la puertina. ¡Reconcho! ¿Cómo pudiste entrar?
—No entré, me metió á puñadas. ¿Qué tal? Parezco un contorsionista de circo. ¿Eh?
—No sé lo que es un contorsionista, Ricardín.
—Sí que lo pareces —afirmó Rielas.
En efecto, el niño aparecía con los miembros enmadejados; no conservaba la más lejana apariencia racional, como no fuese por la angustiada carita que surgía inadecuadamente de entre las piernas.
—¡Pobriño! ¡Pobriño! —suspiró Coste.
—No, tonto; si es muy entretenido. ¿Cuándo creéis que me sacará?
—Toma.
—¿Qué traes ahí?
—Mi merienda.
—Tú eres bobo; ¿por qué no la comiste?
—No tenía gana.
—Bueno; escribiré á mi hermano José María para que me traiga bombones y los repartiré contigo. ¿Sabes que tengo mucha sed?…
—Con la manzana se te pasará.
—Por si acaso luego te escapas, humedeces bien el pañuelo en la bomba del patio y me lo traes para que yo lo chupe. No estéis más tiempo, que os pueden sorprender.
El hallazgo de esta mazmorra halagó el orgullo de Mur, induciéndole á admirarse de su propia inventiva. Después del ensayo de Ricardín lo puso en práctica muy á menudo. No llegó el castigo á conocimiento de otros jesuítas porque los niños, presumiendo las feroces represalias de Mur, se guardaron mucho de exteriorizar sus quejas. A algunos los sacaba medio tullidos, y yacían algún tiempo sobre las losas del pavimento antes de que con la circulación se renovase la actividad de los miembros. A Coste, en razón de su desarrollo nada común, la compresión le originaba peculiares agonías. El pobre muchachote hacía buen blanco á las cóleras de Mur. El jesuíta, como dispépsico que era, se revolvía en aborrecimiento á la vista de aquellos mofletes túrgidos y bermejos, le odiaba la buena salud y el apetito insaciable de que hacía gala entablando apuestas con los más alampados gañotes de la división. Por escarmentarle en su voracidad, hizo que el abrutado fámulo Zabalrazcoa preparase una mixtura con cierto purgante violentísimo y la derramase en el guisado que Coste había de deglutir. Contaba al propio tiempo con que, acosado de subitáneas torsiones intestinales, había de acudir al orinal, sin vado para otras diligencias, porque la pócima había de servirse en la cena; y de esta suerte, junto con el sufrimiento físico, se acarrearía la afrenta pública de un escandaloso castigo. Mas quisieron los hados benignos de Coste que Zabalrazcoa se equivocase, y en lugar de servirle á él el pérfido condimento, se lo adjudicase á Abelardo Macías, el místico, quien, embebecido siempre en sus célicas musarañas, fué trasladando lentamente al estómago el corrosivo guisado, sin advertir ningún gustillo delator de la ponzoña. Rezó más tarde sus acostumbradas oraciones y se durmió pensando en el venerable Riscal y en la túnica inconsútil de las once mil vírgenes. Ya en sueños, antojósele que por obra de sus pecados era conducido al infierno, en donde una falange de feísimos demonios le desgarraban la tripa con garfios candentes. Cuando despertó, la turbulencia tempestuosa de su vientre amenazaba romper con las esclusas que la sabia providencia colocó en el organismo humano en previsión de nauseabundos derrames y destilaciones. En vano se encomendó al venerable Riscal, rogándole de todas veras bajara en su ayuda, otorgándole unos minutos de energía muscular con que resistir el ímpetu de las rugientes oleadas que por dentro le invadían. Saltó de la cama; intentó llamar á la portezuela; discurrió vertiginosamente y no se le ocurrió cosa mejor que servirse de la jofaina que, promediada de agua, tienen los alumnos en la camarilla para su aseo matutinal. Al hacerlo se echaba la cuenta de que quizá á la mañana siguiente los fámulos atribuyeran la abundante porquería á un prurito general de limpieza, ya que pasaban semanas y aun quincenas sin que Abelardo, absorto en sus oraciones de comienzo del día, dispusiera de un corto vagar en que lavarse cara y manos; era una compensación verosímil.
A la mañana siguiente, Mur andaba por el tránsito de los dormitorios, con su nariz de rata de alcantarilla más vibrátil que nunca, venteando y sonriendo. Tomó por el brazo al fámulo Babzola, uno de los que hacían las camas:
—Oye, Babzola; por aquí huele que apesta. Alguno ha hecho una gorrinada. Mira bien y baja á decirme el número á mi celda.
Aquel día, cuando los alumnos salían del estudio de la mañana para ir á desayunar, en mitad del claustro se dieron de cara con un espectáculo repugnante. Había una mesilla de noche con la tapadera abierta; en el agua turbia de la palangana flotaban excrementos; el hedor se prolongaba espesamente, atacando el sentido. Detrás de la mesilla de noche estaba en pie Abelardo Macías, con los brazos cruzados y los ojos puestos en la techumbre, como ofreciéndose en holocausto á una justicia invisible.
¡Cuán inocente estaba Coste de sospechar el riesgo que había corrido, y cómo aquella deshonrosa exhibición á él estaba destinada! A Mur no le apesadumbró gran cosa el inesperado error de Zabalrazcoa. Como quiera que tenía por la más necia presunción la de santidad, agradeció al capricho de la suerte que le colocara en coyuntura de infligir á Macías público correctivo. Y ya satisfecho en este punto, aplicóse á sorprender á Coste en alguna falta flagrante y á inventar nuevas penas, del linaje de las infamantes y aflictivas, que eran las únicas que le parecían saludables. La empresa no presentaba dificultades; la conducta de Coste tenía tantos lunares como pulgas un gozque aldeano.
A los pocos días de haber evitado Coste milagrosamente las asechanzas del purgante, en la postrera media hora de estudio de la noche, encomendada á la vigilancia de Mur, cayó dormido y dióse á roncar en forma que simulaba con cierta propiedad los tanteos preliminares del rebuzno. Le despertó Mur, le alabó sus aficiones y le prometió cumplida satisfacción para el siguiente día, como lo hizo. Para ello, presentóse en el recreo con una cabezada en la mano, que aplicó al cráneo de Coste, conduciéndole luego, entre la alborotada chacota de los alumnos, á la cuadra de Castelar.
Castelar era el burro de que se servía el Hermano cocinero para traer las provisiones de la plaza. El acto de caracterizar al animal con un nombre había sido asunto de seria deliberación entre los Padres. Convenían todos en que fuese el de algún hombre célebre, hostil á la Iglesia. Se pensó en Voltaire, en Renán; luego, la preferencia se inclinó hacia los nacionales. Salmerón, era sonoro y expresivo; pero hubo de rechazarse porque así se apellidaba un compañero de San Ignacio. Pí, demasiado breve y anfibológico. Pí Margall, no sonaba bien. Entonces, el Padre Estich, que á la sazón leía una diatriba contra D. Emilio Castelar, escrita por el Padre Alarcón, propuso el nombre de este glorioso tribuno. Se aceptó al punto, con gran algazara. Y, desde aquel instante, el pollinejo fué Castelar.
Castelar era rucio, sociable, bondadoso y melancólico. Sobre la frente le caía, con mucha gracia, espeso flequillo. No incurría en vanagloria, y rara vez alborotaba sus hermosas orejas, suaves, velludas, como de terciopelo.
Mur introdujo á Coste en la cuadra, y lo ató corto al pesebre, de manera que le fuera imposible distraerse cabalgando el asno, y en tal guisa, que la cabeza del niño quedaba en una alarmante vecindad con la del pollino. Estando todo dispuesto, los dejó solos. En un principio, Coste permaneció mustio y receloso, con la vaga sospecha de una coz ó de una dentellada. Luego, mirando de reojo, tropezó con las pupilas afables y meditabundas del burro, que parecían darle la bienvenida A los pocos minutos se habían familiarizado por entero; reía el niño y reía el asno, á su manera.
Aquella tarde, Coste comunicó á Bertuco un grato secreto.
—Bertuco, ¿sabes? Castelar es una gran persona. Si vieras…