La pedagogía de Conejo era simplicísima. El perilustre Prefecto de disciplina aplicaba al gobierno de los alumnos lo que San Ignacio en sus Constituciones aconsejó para el buen gobierno de la Compañía, esto es, adiestramiento militarista del carácter y de la sensibilidad; sustituir con el principio de la jerarquía militar el de igualdad, y con el de obediencia militar el de fraternidad; obediencia absoluta, perinde ac cadáver. Pero, como al propio tiempo era tan inclinado á payasear y dar que reir á los alumnos, resultaba que la autoridad que ganaba con sus ejercicios cuartelados la perdía en los pasillos cómicos.
En cuanto á lo primero, decidió Conejo, por lo pronto, bajar á los recreos; formaba á los alumnos en los patios y les instruía en una táctica de su invención; les obligaba á evolucionar, sin descanso, ordinariamente á paso ligero, al compás de los gritos reglamentarios «un, dos, tres, cuatro», ó también vociferando la marcha de San Ignacio:
Fundador sois, Ignacio, y general
de la Compañía real
que Jesús con su nombre distinguió…
En opinión de Conejo, uno de los más graves atentados que podían cometerse contra la disciplina era el acto de volver la cabeza en los estudios, en las filas, en donde fuese; en suma, el hecho de sentir curiosidad. Nada de cuanto acontece á espaldas nuestras, por extraordinario y estruendoso que sea, merece que volvamos la vista atrás, en busca de información. Por conseguir esta pasividad total de los alumnos en punto á los hechos externos de que vivían rodeados, Conejo apelaba á muy extraños arbitrios.
Estaban, por ejemplo, los niños conllevando mal que bien las horas imponderables de estudio. El Padre Sequeros, desde el púlpito-atalaya, por mejor hacer la vista gorda, leía su breviario. En esto, por la puerta del estudio, que está al extremo de la sala y detrás de los pupitres, penetra Conejo, con todo género de precauciones, de manera que no se levante ni el más débil rumor. Sin embargo, los de los bancos traseros advierten el ruido levísimo de alguien que anda sobre las puntas de los pies, sienten el movimiento del aire, rumores lejanos que, estando abierta la puerta, suben de intensidad; escudriñan con el rabillo del ojo, y aunque haciéndose los desentendidos, ven con profundo espanto, personas que rebullen, instrumentos que brillan, preparativos inexplicables. Piensan: «Debe de ser cosa de Conejo. ¿Qué burrada se le ocurrirá?».
De pronto, revienta un torrente de sones descompuestos, agudísimos, demoníacos. Algunos niños, tomados de la sorpresa, chillan y tiemblan nerviosamente; otros, botan sobre los asientos, á punto de caer accidentados. Seis han vuelto la cabeza.
Conejo avanza fanfarronamente hasta la testera del estudio:
—Amiguitos; seis han vuelto la cabeza. El próximo jueves os quedáis sin el paseo de la tarde.
Se oyen las risas ahogadas de los bestiales fámulos, que son quienes han tañido con toda la fuerza de sus pulmones agrestes los instrumentos más rudos de la charanga del colegio.
Llegado el jueves, Conejo levanta el castigo, bajo promesa formal de que las cabezas han de permanecer inmóviles en la primera ocasión. Y en la primera ocasión, el ingenioso jesuíta quema una tanda de fuegos artificiales, los cuales derraman por los ámbitos del estudio infinitas chispas. Se les queman las orejas y chamusca el pelo á unos cuantos, entre ellos Manolito Trinidad, que suspira como una tórtola y vuelve la cabeza, poseído de lamentable turbación, creyendo sin duda que se trataba del fuego de Sodoma y Gomorra. Nueva imposición del castigo. Esta vez el único causante ha sido Trinidad, y como Conejo no ha tenido á bien otorgar indulto, el joven cofrade de la mujer de Lot, encima de improperios sin cuento, sufre en las narices un balonazo que así como por casualidad Coste le aplica, dejándole exánime y ensangrentado.
Otras dos experiencias realizó Conejo; la una, derribando un armario lleno de cachivaches y cacharros inservibles, que vino á tierra con el estruendo que se supone; la otra, lapidando, por decirlo así, los indefensos cogotes de los alumnos con estropajos húmedos. A la postre consiguió cercenar todo movimiento espontáneo y hacer á los niños simuladores, ladinos y desconfiados.
El sistema de la emulación, mediante el cual los niños ignoraban el concepto de lealtad y compañerismo no viendo los unos en los otros sino émulos, es decir, enemigos del propio bien, seres tortuosos, les estaba encomendado á los maestrillos, en las cátedras. Cada clase se dividía en dos bandos, romanos y cartagineses, con sus estandartes correspondientes. Los romanos se sentaban en los bancos de la derecha del profesor; á la izquierda, los cartagineses. El más aventajado del aula trascendía de este particularismo; era el emperador. Seguíale el cónsul romano, y á éste el cartaginés. Venían detrás los centuriones, cuya misión era inspeccionar la aplicación de las respectivas huestes y mantener, por medio de frecuentes delaciones, al maestro, en noticia constante de la conducta de los alumnos. Los sábados, á la tarde, se verificaban los desafíos. El que pretendiese avanzar un puesto desafiaba al que le precedía; salían al centro del recinto y comenzaba encarnizada lucha en que cada cual, según recitaba el otro su lección, acechaba fieramente á fin de patentizarle, al menor descuido, sus errores. Luchaban también bando contra bando, computándose en la pizarra las faltas. A la postre, los estandartes hacían campear la victoria y la derrota de ambos ejércitos. Por una cara decían: «ROMA VICTRIS», Roma vencedora. Por el reverso, «ROMA VICTA», Roma vencida. Lo mismo el de Cartago. Durante la semana permanecían insolentemente las palabras de triunfo y las de baldón. El mismo sábado, después de las últimas clases, el colegio se encaminaba, en dos filas, á la Salve solemne, celebrada en la iglesia pública. En el medio iban los emperadores de las diversas promociones, con los cónsules á entrambos costados, y el victorioso enarbolaba la bandera de la clase. De esta suerte la ciencia, en vez de sacramento, se convertía en guiñapo de vanagloria y presa á propósito para ser disputada á mordiscos y uñaradas.
El ensayo de instrumentación religiosa que Coste hizo rezándose el rosario, y el comento sonoro que puso á la plática de Conejo acontecieron en la misma semana. El carrilludo mancebo estaba maravillado viendo que sus manifestaciones explosivas no le acarreaban complicación ni contratiempo. Llegó el domingo. Después de la segunda misa, el Prefecto recorría los estudios, con un gran libro debajo de la axila derecha, y leía las notas semanales que los alumnos hubieran obtenido. Las calificaciones eran las siguientes:
A = Muy bien.
AE = Bien.
E = Bastante bien.
El = Regular.
I = Bastante mol.
IO = Mal.
O = Muy mal.
Las oes se aplicaban en contadísimas excepciones.
Conejo iba leyendo las notas lentamente. Cada alumno, para oir las suyas, poníase en pie.
—Don Romualdo Coste y Celaya —masculló Conejo.
Coste se levantó, avergonzado y encogido. Tenía tristes presentimientos.
El Padre Prefecto sacó la caja de rapé, tomó un polvo, se golpeó las ventanas de la nariz, que sonaron á oquedad; todo muy espaciadamente. Luego:
—Deberes religiosos: O.
Una pausa de mucha expectación. Conejo contempló á la víctima con un gesto de insolencia jocosa. Y rompió á hablar, dando amenazadora prosopopeya á las palabras:
—¡Puerco! ¡Repuerco! ¡Requetepuerco! ¡Ultrapuerco! ¡Archipuerco!… ¡Vaya usted á soltar cuescos á su padre!
Una gran carcajada coronó el elocuente apóstrofe de Conejo. Coste miraba de reojo, con ánimo de ajustar más tarde las cuentas á los que se excediesen en las risas con que por lisonjear al Ministro le zaherían. Cuando se sentó, pensaba: «Menos mal; como todos los castigos fuesen así…».