RARA AVIS[10]
El estudio de la tarde era el más pesado; dos horas y media de inacción y recogimiento, desde las cinco y media hasta las ocho, sin otro respiro que la media hora de rosario y lectura espiritual, los cuales solían comenzar á las siete. Terminada la lectura, entraba el Padre Mur á sustituir al Padre Sequeros, promoviendo entre los alumnos cierto malestar medroso. Tras de la aridez del largo día y monótonas faenas de clases y estudios, aquellas dos horas pesaban con abrumadora gravedad. Algunos se dormían sobre los libros, pachorrudamente, contando con que el Padre Sequeros no les había de traer á la vida consciente. Les consentía dormir, que es una manera de guardar compostura, siempre que no roncasen. El pobre Coste estaba incapacitado para este dulce y acomodaticio reparo del tedio, porque, debido á la curiosa configuración de sus carrillos, lo mismo era caer en blando sopor que convertirse en un instrumento que exhalase los sonidos más descompuestos y risibles. Un día ensayó á obturarse la boca con el pañuelo; el remedio le fué fatal, porque si ya en estado de vigilia la exuberancia gaseosa de los intestinos le ponía en feroces aprietos, así que se zambulló en las linfas del sueño, teniendo cegado el desahogo de la boca, las flatulencias de que adolecía se acumularon, buscando otro escape por donde insinuarse libremente, lo cual hicieron con magníficas explosiones. El escándalo fué mayúsculo. Coste despertó, rojo hasta el blanco de los ojos, bien á causa de la vergüenza en que su flaco le puso, bien porque anduviese á punto de ahogarse, faltándole la respiración. Las manifestaciones de sonoridad que caracterizaban á Coste eran de ordinario bastante inoportunas. Por ejemplo, rezábase un día el rosario. Iba conduciéndolo Trinidad, con su voz de contrahecha devoción. Terminada la letanía se llegó á las oraciones finales, que se rezan en silencio.
—Un Credo al sacratísimo Corazón de Jesús.
Y todos oraban en voz baja.
—Una Salve al sacratísimo Corazón de María.
Reanudóse el silencio, y cuando más grave y profundo era, retumba un bárbaro estampido que se alonga un trecho, cantante y juguetón. Las válvulas de Coste se habían relajado bajo le presión desesperada de una espantosa procela visceral. Todos rompieron á reir, inhábiles para mantenerse en piadosa actitud. El Padre Sequeros se mostró entristecido por el desacato, pero no amonestó á Coste, ni le impuso pena ninguna. Era su procedímiento. Decía á los alumnos: «Cada falta que cometéis es una puñalada que me dais. Compadeceos de mí». Y como en su rostro transparecía paladinamente el dolor, los niños le conmiseraban é iban absteniéndose poco á poco de pecar.
El disparo de Coste se propagó en ecos numerosos, algunos de los cuales fueron á repercutir en el oído de Conejo y también de Mur: ecos físicos, no, ciertamente, que á tanto no llegaba el aliento de Coste, con ser estentóreo, sino ecos morales, soplos supletorios de los fuelles. (Llámase fuelle, en la vida de colegio, á los chismosos, acusones, correveidiles, etc., etc.). Coste sospechó, en primer término, de Trinidad, que era el fuelle más acreditado en la ínsula.
—¡Vaya, hom, vaya! —le rugió, torvamente—. No es mal oficio el tuyo: llevar en la boca las ventosidades que yo suelto. ¿Qué tal sabía? He de pagarte el servicio, no te creas; he de pagártelo, y bien. —Los carrillos, con la cólera acumulada, se le expandían, amenazando desgarrarse.
Ricardín Campomanes, que andaba por los alrededores del frenético gallego, se le acercó.
—Vamos á ver, Coste: ¿por qué no pruebas á ahogarlos?
—¡Ay, no, no! —suspiró Manolo Trinidad, dengueando de tal manera, que no daba paz al trasero— ¿Quieres que nos mate por asfixia?
—¡Ay, hijo! Pues no sabes los que te has tragado, porque todos los días ahogo más de dos docenas.
—De todas suertes, el otro día no Has sido oportuno.
—Otro día lo seré más, Campomanes.
Cumplió su palabra, en plazo brevísimo. Pronunciaba Conejo su acostumbrada plática hebdomadaria en el estudio de la primera división. Era un comentario á las palabras evangélicas: «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja, que no un rico por las puertas del Cielo». Conejo, esforzándose en dar plasticidad al estilo, menudeaba las comparaciones pintorescas y hasta cómicas. Los niños le seguían atentamente.
—Porque ¿me queréis decir —gritaba— de qué le sirve al rico su riqueza cuando le llegue la hora de su último juicio? Le servirá para ir al infierno en coche, ó si queréis en tren especial, ó si queréis en una bala de cañón.
¡POM! Coste había sido el artillero. La propiedad onomatopéyica del estallido fué tan acendrada, que á todos dejó maravillados y suspensos durante un minuto, después del cual se siguió un desenfreno de risotadas, justa ovación á la maestría de Coste. El mismo Conejo anduvo á pique de soltar el trapo. Por el momento no dijo nada, guardándolo para mejor coyuntura; más que otra cosa experimentaba cierta envidia, como de todos aquellos que movían la risa ajena con simplicidad de medios. ¡Lástima que la austeridad de la sotana no le consintiese las mismas expansiones!
El Padre Sequeros contaba para sus fines con la tierna coacción que la Naturaleza ejerce sobre las almas, constriñéndolas, por decirlo así, á meditativa seriedad y grave melancolía. Conociendo los parajes más apacibles, insinuantes y hermosos de las aldeas circunvecinas, los elegía para los paseos de la división, jueves y domingos, y según la sazón del tiempo y circunstancias del sitio, narraba historias de piedad, edificantes ejemplos que ajustasen en el fondo, en el ambiente.
—¿Veis ese puente? Es un puente romano.
—Parece un dromedario con gualdrapas de seda verde —habló Bertuco.
—Ya salió éste con sus metáforas —interpuso Campomanes, avinagrado—. Deja que cuente el Padre Sequeros.
Estaban en una pradera, al margen de un remanso y no lejos de un puente en ruinas, de giboso lomo, vestido de hiedra.
—Sentémonos. —El jesuíta se acomodó al pie de un roble, y en tanto algunos niños retozaban, otros se asentaban á la redonda del inspector, apelmazándose, por mejor oírle. —Pues hay un puente en Francia, entre otros muchos puentes, no vayáis á creer. Pero este puente, que se llama el de Saint-Gloud, es un puente que… ¿á qué no averiguáis quién lo hizo? Pues lo hizo el diablo. Es lo cierto que el maestro de obras se veía negro para concluirlo, porque, según parece, sus planos no estaban bien y no había forma de darle remate. Se hundió varias veces y hubo que comenzarlo de nuevo. En esto que se le aparece un personaje embozado al maestro de obras. Comenzaba la noche. «Señor Dubois —porque se llamaba así el maestro—, yo soy Satanás». «Muy señor mío». «Yo te hago el puente». «No caerá esa breva». «Te lo hago; pero…». «Sepamos el pero». «Con una condición, y es que lo primero que pase, persona ó cosa, sea para mí. Tú has de apoderarte de ello y hacerme entrega. ¿Hace?». «Ya lo creo que hace». Conque, tiqui, taca, tiqui, taca, el puente crecía asombrosamente por arte de Satanás. El maestro, que era un galopín, pero temeroso de Dios, escápase á su casa y habla al oído á su mujer. Cuando amanecía, el puente estaba ya concluido. «Ya sabes: lo prometido es deuda». «Sí, señor Satanás. Esperemos». Pasado un momento, dice el maestro: «Por allí me parece que viene algo». ¿Y sabéis lo que era? El gato del maestro. Este lo cogió por el rabo y se lo dió al demonio, el cual huyó avergonzado y confuso.
—¡Bah! —advirtió Bertuco—. Ese es un cuento de niños.
Los oyentes no ocultaban su decepción. El Padre Sequeros proseguía:
—¡De niños…! ¿Y qué sois vosotros, por ventura? ¿No os hablo á todas horas de cosas serias, de asuntos que interesan á la salvación de vuestra alma? ¿Qué hacéis, entonces? También suponéis que son cosas de niños. Pues bueno; yo os cuento cosas de niños por ver si lo tomáis en serio.
Oíase acaso el ruido profuso de las aves, alguna esquila trémula, voces campesinas; veíase el remanso sorbiendo en su dormida transparencia toda la serenidad del cielo. Los niños inclinaban la frente; la magistral circunspección del campo cohibía la frivolidad de aquellos espíritus en flor. Sequeros sabía colegir muy bien de la hondura de la mirada cuándo las almitas se agrietaban en surcos, anhelando la semilla. Y en aquel punto comenzaba á caer de sus labios la mansedumbre del milagro y la luz de la leyenda.
Ante la tersura diamantina del remanso, evocábase el prodigio de San Blas, San Jacinto y San Francisco de Asís, caminando con paso leve y pie enjuto sobre las aguas.
Llovía de pronto; la prole muchachil abrigábase bajo la ramazón de los poblados robles y aprendía cómo un águila, abiertas las alas luengas, cobijaba contra el azote de la lluvia á San Medardo.
Presumíase en el horizonte una tormenta: y era la historia de San Sátiro, hermano de San Ambrosio, que en lo más recio de un naufragio átase la hostia consagrada al brazo, con un lienzo, arrójase al mar y logra salvarse. O de San Maló. que celebra su misa sobre el lomo de una ballena que tomó por isla.
Vense unos mulos paciendo sobre un oteruelo; y es el peregrino milagro de San Antonio de Padua, el cual, por convencer á un incrédulo, presenta la hostia á un mulo; húndese el animal de rodillas y baja la cabeza en señal de adoración.
Y cuando el Poniente se inflama y arroja incandescentes saetazos que pasan de claro á las nubecillas, sellándolas con cifras y rasgos de lumbre, es la hora de reverenciar en el recuerdo á los favorecidos con estigmas, á las almas exaltadas de pasión divina cuyo premio fué la sabrosísima herida en la carne mortal, maravillosa correspondencia de las llagas del Salvador; Francisco de Asís, Benito de Regojo, Carlos de Sazzia, Nicolás de Rábena, Catalina de Sena, Magdalena de Pazzi, Angela de la Pace, Stephana Quinzani, Rosa Tamisier. Luego eran las delicadas mercedes y amantes finezas de Jesús con sus elegidos. Santa Catalina, recitando el miserere, llega al versículo: cor mundum crea in me, Deus. Repítelo la santa casi desfallecida, implorando al esposo. En esto aparécesele Jesús, vestido de resplandores, y con amorosa ternura le saca el corazón. Tres días permanece sin él la santa. Al tercero, Jesús la ofrece otro, purísimo, diciendo: «Hija mía Catalina: porque seas enteramente limpia á mis ojos te doy un corazón nuevo». Y durante toda su vida conserva la cicatriz en el costado. O el trance sublime y conmovedor de María Alaeoque, permutando el corazón con Jesús, quien formaliza el cambio por medio de un documento que él mismo dicta: «Te constituyo heredera de mi corazón y de todos sus tesoros para la eternidad. Te prometo que no te faltará ayuda, como á mí no me falte poder. Serás siempre la preferida: juguete y holocausto de mi corazón». O también, el suavísimo regalo que nuestro Redentor hizo al venerable Riscal. Paseábase por los tránsitos del convento de San Ambrosio, en Valladolid, cuando he aquí que se encuentra con un niño de extraordinaria hermosura. «¿Cómo te llamas?». «Yo, Jesús de Crisóstomo. ¿Y tú?». «Yo, Crisóstomo de Jesús».
Volvían al colegio con el crepúsculo vespertino. Del monte, de la colina, del árbol, bajaban sombras caprichosas. De los matorrales nacían vocecillas inquietantes. Era el momento de hablar de las trazas, ardides y encarnaciones de que Lucifer se sirve para tentar al justo ó castigar al impío; gústale preferentemente tomar la forma del cerdo, también la de la cabra, y en alguna ocasión se presentó de entrambas maneras en las camarillas de los alumnos, habiendo uno en pecado mortal. Los niños, que en otras circunstancias se hubieran reído de la estúpida fantasía de un diablo que elige al cerdo por ornamento y apariencia carnal, transidos por el misterio del campo y de la noche, se estremecían y buscaban mutuo amparo, apretujándose.
—También —dijo Coste cierta vez— se aparece el diablo en forma de león; pero cuando se le coloca un gallo delante, desaparece.
—Calla, Coste, que esas son supersticiones necias.
—No, Padre Sequeros; por allí, dícenlo. Y hay muchos que lo vieron.
Los de las primeras ternas se detuvieron de súbito.
—¿Por qué no avanzan esos? —preguntó Sequeros.
Los niños callaban. Por el camino y en dirección opuesta se deslizaba un indeciso fantasma blanquinoso, en compañía de un bulto negro. Los más medrosos hicieron la señal de la cruz. El Padre Sequeros los animó.
—Es gente que vuelve á sus casas. Adelante. ¿Qué miedo es este?
Y á poco, Ricardín Campomanes, que era un lince:
—Anda, si es Villamor, el ingeniero, y Ruth, su mujer.
—¡Vaya unas horas de pasear! —manifestó Sequeros.
—Por eso no los habíamos visto aún este curso —habló Bertuco.
—Rara avis —añadió el jesuíta—. Ave rara, de insuperable belleza; su alma tiene que ser bellísima también. ¡Se convertirá, se convertirá! Es mi profecía.
Era, en efecto, la profecía del Padre Sequeros; su realización se alargaba bastante.
Ruth era inglesa. Decíase que judía ó protestante. Lo cierto es que vivía fuera de la Iglesia Romana. No sustentaba relaciones amistosas con las damas de Regium. Acostumbraba salir de paseo por las afueras, del brazo de su esposo, un individuo rechoncho y de aspecto vulgar, ingeniero en las obras del puerto. A veces iban también dos niños, varón y hembra, rubios como su madre, gentilísimos. Los alumnos del colegio encontraban al paso con frecuencia á Villamor y á Ruth. La primera vez que la vió Sequeros había dicho, como ahora:
—Rara avis.