I
Y empezó el curso.
Comenzó á funcionar aquel ingente y delicado mecanismo, cuya operación consiste en tejer la hilaza de la historia humana, de manera que Dios se gloríe de ella en la mayor medida posible, gracias á los hijos de San Ignacio. La infancia, levadura del pan de lo futuro, aportaba abundante é informe materia que bregar en las innumerables y quebradizas ruedas y engranes del maravilloso mecanismo. Comenzó á funcionar; pero marchaba torpemente aún, con rémora y pesadumbre, á causa del desuso é inacción de los meses estivales. Hacíale falta un pronto lubrificante, y ninguno más á propósito que el suavísimo aceite de la gracia, del cual son representantes sobre la haz de la tierra los jesuítas, como se sabe, y apercibían ya las aceiteras, desobstruyendo el pitorro, á fin de ablandar toda superficie de frotación.
II
Y empezó el curso.
Comenzó el celo jesuítico á pulir y adiestrar á su modo inteligencias infantiles y á enderezar almas al fin de la gloria divina. Los primeros pasos eran difíciles. Las vacaciones habían destruido en gran parte la cauta edificación espiritual de otros cursos. Volvían los niños disipados, tibios, melancólicos, con la frente tostada de sol y libertad, el corazón lleno de añoranza y la voluntad rendida al desmayo. A las horas de recreación volvían á ser fácilmente los antiguos alumnos; empeñábanse en duras partidas de balón y pelota, ó medían en la maroma el esfuerzo del brazo. Con el afán de la lucha y el entusiasmo del ejercicio, purpúreo el rostro y la mirada tranquila, eran de nuevo criaturas dóciles para quienes el pasado no existe. Pero llegaban á los estudios, á las clases… hundíanse en recogimiento… Entonces, á tiempo que el cansancio iba cediendo y el sofoco de la cara apagándose, el inspector, desde la atalaya de su púlpito, podía observar cómo aquellas pupilas se iban poblando de visiones lejanas y las cejas se fruncían con ahinco, como solicitando más energía y vivacidad en la imagen que se intentaba evocar, y las frentes, pensativas, apoyábanse con desaliento en las palmas, y el mundo —toda su claridad infinita, todo su armonioso bullir y sus sabrosísimos señuelos y sus halagüeñas futilidades —venía á alojarse en las tiernas mentes, y, aunque invisible, estaba allí, allí dentro.
A los pequeñuelos, á los recién llegados, no era empresa ardua saturarlos presto de espíritu religioso, moviéndolos, á voluntad, por el asa del temor de Dios, cultivado sabiamente con narraciones de interés sumo y tales aciertos trágicos, que las carnes de los chiquitines se estremeciesen y el cuero cabelludo se les erizase. Los pipiólos de la tercera división, la mayor parte de ellos en los albores de la vida consciente, no ofrecían dificultad alguna pedagógica ni de otro linaje. Sus profesores é inspectores eran los Padres de más pobre inteligencia y breve ilustración.
En la segunda división, compuesta de niños de diez á doce años, no era tampoco difícil imbuir la resignación claustral, al propio tiempo que se cercenaban leves reliquias de los pretéritos meses de vacaciones. Al fin y al cabo, eran todos aún almas pasivas y ligeras como la arcilla en minas del alfarero.
El hueso estaba en la primera división. En ella había mozalbetes, había hombrecillos, los más eran púberes ya. Los primeros brotes del carácter, de la personalidad, se levantaban impetuosamente á la vida, en cada individuo. La poda de estas vegetaciones espontáneas no era muy hacedera, antes al contrario, faena de tacto y parsimonia exquisitos. De la forma de realizarla dependía el fruto que, andando el tiempo, habían de rendir aquellos arbolitos en flor. Para alguno de ellos era el último año de invernadero, de plantel, de calor artificioso y de cultivo amañado. Los troncos habían adquirido cierta reciedumbre y fortaleza; aspiraban á explayarse en giros fantásticos, y ya no cedían blandamente á la mano del jardinero que pretendía enderecharlos al cielo, perpendiculares, monótonos y adustos, como cipreses.
A las horas de estudio eran contadísimos los que estudiaban. Unos, con exterior muy formal y los ojos fijos en el libro de texto, paladeaban memorias, vencidos de nostalgia. No era posible castigarlos, porque guardaban la debida compostura y aparentemente se aplicaban. Otros, aprovechando un descuido del Padre Sequeros, bisbiseaban con los vecinos, ó les transmitían recados escritos, ó hacían telégrafos de señales. Estos, aspirantes al laurel de Apeles, á pretexto de resolver cálculos algebraicos ó delinear figuras geométricas, componían minuciosos dibujos, con escenas de la vida de colegio. Bertuco era el más hábil en las artes del dibujo, así como en la poesía. Porque también había en la división unos cuantos poetas en canuto, que mantenían enconadísima lacha de rivalidades, como si ya fueran literatos hechos y derechos. Con todo, la opinión muchachil, casi en pleno, concedía la supremacía á Bertuco, en lo serio, y á Ricardín Campomanes, en lo jocoso. Entrambos tenían fácil vena; pero el carácter de las musas respectivas era opuesto. Así, con ocasión del santo del Padre Sequeros, uno y otro tañeron la lira. La oda de Bertuco comenzaba de esta suerte:
¡Santo varón á quien la gracia ungiera
por la virtud propicia de Riscal…
Las estrofas de Campomanes concluían con esta deprecación:
Pido al Padre Sequeros, que es gran petate,
nos regale pastillas de chocolate.
También había quienes enredaban en el estudio, sin disimulo ni cautela, especialmente estando presente el Padre Sequeros, cuya tolerancia y benevolencia eran proverbiales; no así en cuanto el odioso Mur asomaba por la puerta del salón la rubicunda nariz, inquisitiva y husmeante, que, en lo más avanzado de su punta, se complicaba manifestando turgente y sanguinolenta verruga. Conejo, desde que era ministro, tenía en jaque también á los alumnos. Inopinadamente y con pie tácito se filtraba en los estudios, y, andando de puntillas, iba de un lado á otro escudriñando lo que se hacía, metiendo el morro por encima del hombro de los chicos, afanoso de sorprender alguna acción punible, más que por castigarla por darse el gustazo de haberla descubierto, por dar á entender que era hombre á quien nadie engañaba, y, á última hora, por mostrarse magnánimo y perdonar. Envidiaba á Argos, á causa de su centenar de ojos, y aun á la espléndida cola del pavón, á donde, luego de haber sido asesinado por Mercurio, Juno trasladó las cien pupilas metálicas del hijo de Arestor, porque Conejo era también muy fanfarrón, pero perfectamente ingenuo. Tenía, además, el instinto de lo grotesco y apayasado, que ejercitaba en cuanto veía coyuntura, y muchas veces sin haberla. Con su cuerpecillo diminuto y sus zancas exiguas, de manera que las asentaderas levantaban un palmo escaso de la tierra, hubiera llegado á emular la gloria bufa de Little-Tich, el celebrado clown, si en lugar de haberse adscrito á la milicia ignaciana hubiera seguido el quebrado derrotero del títere. Sentado, pasaba por persona, porque el cuerpo todo se le volvía torso, si bien le mermaba prestancia la cortedad de los brazos, á modo de fantoche. Sus dotes policíacas, su natural activo y diligente, su ineptitud para la enseñanza y su carácter probo, que le hacía simpático á los alumnos, todas estas circunstancias reunidas habían hecho que el Padre Arostegui, Rector, le nombrase Prefecto de disciplina, ó sea jefe de la jerarquía compuesta de inspectores, profesores é internos. Sobre él, en lo atañedero á la vida de los alumnos, no había otra autoridad de apelación que la del propio Rector. Los chicos llamaban al Padre Prefecto Padre Ministro, impropiamente.
III
El Padre Francisco Xavier Arostegui, Superior ó Rector del Colegio de la Inmaculada, tipificaba con toda netitud y precisión el jesuíta vasco. Su cuna fué Azpeitia. Cenceño, aventajado de estatura, rígido, sobrio ó más bien nulo en el ademán. Constante en un mismo gesto, veíasele por primera vez y para siempre; perdurable y hermético como un destino. Cejiapretado, por donde se adivinaba su tenacidad; la boca muy sutil y contraída, componiendo una expresión en que complacencia y desdén se entremecían confusamente. Fanático, pero con fanatismo sordo y cauto, no con el bélico ardor de los corazones sencillos. Su máxima era el dicho del estratega antiguo: Σπευδε Βραδεως, apresúrate lentamente. En palabras tan corto que de seguida quebrantaba locuacidades ajenas. En sus hechos, incógnito. Mandaba raras veces; pero se las componía de suerte que las cosas andaban conformes á su voluntad. Gustábale extremadamente que sus jesuítas vinieran á confiarle chismes y cuentos, unos de otros, si bien se guardaba de agradecerles el servicio ó de inducirles claramente á ello, sino que los alentaba con disimulo y por otros medios, estableciendo, por ejemplo, distinciones y privanzas á favor de los más celosos en las delaciones. Su valido era el Padre Mur, á quien exentaba de no flojos deberes, y lo hubiera hecho Prefecto de disciplina si de su inclinación se guiara; pero se lo impidieron, primero, los cortos años que Mur llevaba en la orden, y, segundo, la odiosidad que este joven jesuíta determinaba en los alumnos, razón ésta muy de pesar, que no va en prestigio de la Compañía que los muchachos se duelan de los maestros, ó que, andando el tiempo, guarden recuerdo esquivo de sus años de internado.
Los jesuítas de Regium, antes que respetarle, temían á su Superior, con ese temor mezcla de angustia que ocasionan las perspectivas vagas y de arcana solución.
Tan sólo tres estaban libres de este sentimiento: el Padre Urgoiti, aquel santo varón para quien no existía la realidad externa; el Padre Atienza, aquel varón santo y desenvuelto, excelente en doctrina y en virtud, en la elocuencia único y el más alto en talentos, que pagaba con desprecio la envidia de sus hermanos y la malquerencia con el alejamiento de su trato. Tampoco puede asegurarse que el Padre Sequeros temiera á su Superior; tan perseguido como el Padre Atienza, pero de ánimo más dúctil, había concluido por replegarse sobre sí propio en una actitud resignada, aguardando á cada minuto el mal cierto que sobre su cerviz había de caer; mas, no medrosamente.
IV
Children are excellent physiognomist and soon discorer their real friends.
SIDNEY SMITH
El Padre Atienza vivía hundido en el misterio de su celda. En ella comía; en ella explicaba su cátedra. Unos chicos aseguraban que lo tenían preso los demás Padres; otros, que estaba así porque le daba la gana; á casi todos asombraba que le hubieran hecho profesor de Psicología aquel curso, coincidiendo con la prisión ó lo que fuese. Le recordaban de otros años, descendiendo á los recreos y mezclándose en las diversiones de los alumnos, regalándoles confites y estampas alemanas, dándoles cariñosos capones y azotainas paternales. ¡Qué gracioso y qué bueno era!
Si se hubiera convocado un plebiscito entre los muchachos, con el fin de averiguar á qué Padre ó Padres preferían en sus cariños, es indubitable que la unanimidad hubiera recaído sobre Atienza y Sequeros. Y eso que los menores no los conocían sino de vista y por referencia. ¿Qué importa? Bien dijo Sidney Smith: «Los niños son excelentes fisonomistas; al punto averiguan quiénes son sus verdaderos amigos».
Más aún: si entre las gentes de Regium y de la provincia se hubiera hecho el propio ensayo que con los alumnos, el resultado hubiera sido idéntico. ¿Por qué? Eso se preguntaban, sin dar con la respuesta, los demás Padres y Hermanos del colegio al observar la muchedumbre de visitas de toda índole que preguntaban por Atienza ó Sequeros, el gran caudal de misas encomendadas con la voluntad expresa de que habían de celebrarlas Sequeros ó Atienza, los continuos requerimientos que de los pueblos venían solicitando un predicador para tal ó cual fiesta, y añadiendo á guisa de vale, que se vería con placer fuese Atienza ó Sequeros; las gustosas y abundantes golosinas que las beatas enviaban á sus dos Padres favoritos; y esta caprichosa é insultante preferencia fué la causa, que no otra, de que ninguna visita se realizase, cuándo por estar delicados de salud Atienza y Sequeros, cuándo por estar de oración Sequeros y Atienza; de que sus misas las dijeran siempre en la capilla particular y no en la iglesia pública; de que no volvieran á salir á predicar ni á misiones; de que las golosinas fuesen rechazadas á pretexto de la endeblez estomacal de Atienza y Sequeros, y, en suma, de que, al cabo de un tiempo, tanto Sequeros como Atienza, se hallasen acordonados, desgajados por entero del orbe, como pestíferos ó leprosos. Pasándose el uno de listo y no teniendo el otro nada de tonto, claro está que no ignoraban la traidora labor de aislamiento que sus dulces Hermanos ponían en práctica, sin cejar un momento. Cierto día, á la hora del recreo, halláronse, solos y juntos, paseando Sequeros y Atienza; muy raro en verdad, porque la Providencia quiso siempre que no les faltasen testigos presenciales un solo minuto. Paseaban por el tránsito de las celdas; era unos días antes de comenzar el curso. Atienza, poniéndose de puntillas, como si pretendiera colocarse á la par del gigantesco Sequeros, y procurando solemnizar la voz, dijo:
—¡Estamos solos, Sequeros! ¿Qué te parece? —Primero alargó el morro de una manera cómica, y luego rompió á reir abiertamente, mostrando sus grandes dientes, blancos é iguales. Añadió: —¿Pero ves qué gaznápiros?
Sequeros se encogía de hombros y sacudía la cabeza tristemente.
—Pero hombre, Sequeros, eres un sangre gorda, voto al chápiro. ¡Cómo te han cambiado!… Nunca dices nada… —continuó el impetuoso y vivaz Atienza.
—¿Qué quieres que diga? Es la voluntad de Dios… No me hacen ningún mal. Yo no deseaba otra cosa.
—¡Anda, qué cuerno! Y yo también. Si no, ¿crees que me callaba, canario? Te digo que estaba de madreselvas hasta aquí —poniendo la mano dos cuartas por encima del bonete—. Y luego, mira que son feas. ¡Chápiro, rechápiro! —y reía de nuevo con aquella cara miope que era tesoro de alegría honesta y espejo de hombría de bien.
—Vamos, Atienza… —Sequeros hablaba blandamente, así como si quisiera reprochar á su amigo, sin que en puridad hallase razón para hacerlo—. Cualquiera que te oyera…
—¡Qué cuerno! Ya sabes que yo se las canto al más pintado. Y esto, ¿qué tiene de particular, hombre? Las madreselvas me estomagan.
Oyeron pasos á la espalda. No quisieron volver la cabeza. Sequeros murmuró rápidamente:
—No deseaba otra cosa que dedicarme por entero á mis hijitos.
—Y yo á mis librazos, carape.
El Padre Mur se les emparejó. Atienza volvióse al intruso, y con tono campanudo lo interpeló:
—¿Qué hay, mi querida doña Petra? ¿Cuándo se corta usted esa verruga? Vaya, vaya, Petrita, no te enfurruñes, que por tu bien te lo digo. La verruga te afea bastante.
—¡Qué chanzas, Padre Atienza…! A su edad… —rezongó muy mohino Mur.
—Pero, Petrita, ¿qué te has creído? Cuando más, te aventajo en ocho ó diez años. Pero, aun cuando fuera en cuarenta, ¿ignoras, Petrita, que es más viejo un burro á los veinte que un hombre á los sesenta?
—Bueno, Padre; ya sé que no soy ningún Séneca, ni tampoco entré en la Compañía para cubrirme de gloria mundana. La tiene usted tomada conmigo y yo le digo que un poco de caridad no le estaría mal. Yo no me defiendo; pero lo que usted hace es impropio de un hijo de la Compañía. Si el Padre Superior entendiera en estas minucias…
—Anda, Petrita, ¡corre á decírselo á tu mamá! Vaya, me voy á mi cuarto por no oir á este joven Catón.
Y se fué con mucho tejemaneje de sotana.
Atienza pasó toda aquella tarde encerrado en su celda, y tan zambullido en la lectura que, cuando la campana sonó para la cena, el jesuíta dió un salto de sorpresa. Estaba en mangas de camisa, con la sotana por la cintura; visítasela de prisa y se ciñó el fajín. La poca luz que había marchábase raudamente. Desde la ventana de Atienza se avizoraba la compacta espesura del parque de Regium, llamado los Campos Elíseos. Había entonces fiestas en la villa; una banda de música latía bajo las frondas lejanas; era un vals de Strauss. Atienza lo recordaba, y con él sus diez y seis años de niño rico. Apagábanse las últimas brasas del crepúsculo. Los ecos amortiguados del vals venían á hundirse en el silencio del colegio sin alumnos. Atienza llevó el compás sobre los cristales un minuto, maquinalmente: luego, suspiró. Salió, á buen paso, á través de pasadizos y escaleras cargados de penumbra, hasta el refectorio de los Padres. De camino iba tarareando, sin parar mientes en ello, el vals de Strauss; los últimos peldaños los bajó haciendo zapatetas al compás de la música, Llegaba muy cerca del refectorio cuando se acordó de las gafas, olvidadas, entre libracos, en la celda. Volvió á buscarlas, corriendo y saltando inocentemente, como chicuelo á quien dan suelta después de larga reclusión. Llegó al refectorio, muy retrasado. La comunidad sorbía en aquel momento, moviendo fuerte rumor, las últimas cucharadas de un puré de lentejas, y era tal y tan sonora la aplicación de los Padres, que apenas si se oían los amplios y castizos períodos latinos de la «Historia Societatis Jesu», auctore Csesare Cordara, que Ocaña, el jesuitilla quisquilloso y guapito, leía, á pleno pulmón y casi congestionado, desde el púlpito.
El Padre Atienza fué á ocupar su sitio, entre el bienaventurado Urgoiti y el valetudinario Avellaneda, el cual, con sus accesos de asma y aquello de babear en el plato, era una tortura para sus vecinos, No lejos, andaba Iturria, procurador del Colegio, con su cara aguda, bermeja y alegre, siempre en alto, y también al disforme apéndice nasal de Mur vélasele vibrar entre el vaho y husmillo de los manjares presuntos.
El Superior recibió á Atienza con una mirada agria que el recipendiario no advirtió, porque el buen apetito que traía le hizo lanzarse vivamente al plato de puré que le presentó el abrutado fámulo Zabalrazcoa. Atienza contempló el lóbrego caldo con deleitación y sorpresa; después, volvióse á sus vecinos, como diciéndoles: ¿qué novedad es ésta? En efecto, era una novedad que á todos tenía asombrados. Como el vapor del hervoroso juré le empañara las gafas, Atienza las levantó hasta la frente, sin desasirlas de las orejas, y dió comienzo á su refección, luego de haberse santiguado y orado en voz baja.
El Padre Anabitarte, que era ministro, esto es, encargado del material y de los Hermanos, conserje y máitre-d'hótel en una pieza, paseaba por el centro del refectorio, con ampuloso aire de hombre de cuya pericia dependen grandes destinos; acuciaba á los fámulos, examinaba las fuentes, en ocasiones penetraba sigilosamente en la cocina próxima, á fin de activar el servicio.
Y he aquí que el Padre Arostegui susurra con su voz de silbo: Deo gratias. La comunidad permanece un minuto suspensa y en silencio. ¿Habían oído bien? Ocaña absorbe una gran bocanada de aire y se enjuga el sudor. Arostegui repite: Deo gratias. Y todos rompen á hablar á un tiempo. Anabitarte se pasea triunfalmente, mirando á uno y otro lado.
—Pero, hombre —interroga Atienza, que ha ingurgitado ya su puré—, ¿á qué obedece, esto? ¿Cómo nos han servido hoy caldo espartano? ¿Por qué han consentido que nuestras lenguas se desaten en dulces palabras?
Una voz corre de mesa en mesa: es el santo del Padre Anabitarte.
—¿Pues qué día es hoy?
—San Nicolás.
—¡Ah, sí! San Nicolás de Tolentino. Y todos saludan á Anabitarte y le dan mil parabienes.
—Pero, ¿y el caldo espartano? —insiste Atienza, quien, como buen navarro, es tozudo.
Se lo explican. Anabitarte ha estado en Pilares, alojándose en casa del marqués de San Roque Fort, en donde le dieron caldo ó puré, que allí llamaban consommé, antes de la cena; era la gran moda.
—¡Ave María Purísima! —exclama Atienza, santiguándose. Y luego á Ocaña, frontero á él y, como él, de buena familia: —¿Tú ves, Ocañita? Estos hermanos nuestros, que vienen directamente de la rusticidad á la Compañía, son tremendos. Luego dirán por ahí afuera que todos los jesuítas son hombres de mundo… ¡Vaya por Dios!
Hay santa alegría y hay vino y un postre más. Anabitarte se ha portado con magnificencia; ha sabido recabar de Arostegui refinamientos sardanapálicos.
—¡Bravamente! ¡Bravamente, Anabitarte! —clama Atienza cuando el ministro pasa cerca—. Nadie lo esperaría de tu reducida cholla.
Ocaña celebra el desparpajo.
—Este Padre Atienza tiene el hablar escita. —Porque, como influido de Atienza, sumo helenista, es él también algo helenizante, recuerda que la libertad de Anacarsis en el decir dió motivo, en Atenas, á la frase hablar escita, según aseguran historiadores graves.
Mur y algunos otros reprueban con el gesto la procacidad del Padre Atienza. De chancero, lo convierten en cruel y orgulloso.
Sobrevienen unas chuletas empanadas, fritura en que ha logrado renombre el obeso Hermano Calvo, cocinero. Mas ¡ay!, que las indecorosas chuletas abrigan, bajo la ternura del pan, un seno correoso y de invencible dureza específica. Vanamente y en repetidas ocasiones, el bienhumorado Atienza determina hincarlas el diente con redoblado ahinco, á fin de deglutirlas. Las chuletas manifiestan la pasividad heroica de los mártires de la fe. Atienza traduce su contrariedad en palabras someras:
—Este cocinero se ha empeñado en ponernos suelas de zapato y estragarnos los estómagos.
La voz es suave; pero Mur tuerce la luenga nariz á la parte de Atienza, como si todos sus sentidos radicaran en el olfato.
Conejo, á la diestra del Rector en razón de su nuevo cargo, se refocila discretamente y ensaya tímidas payasadas, que algunos Padres comentan con risas.
A los postres hay unas copas de Jerez generoso. Se reza la acción de gracias y todos suben al pasillo de las celdas. Se distribuyen en grupos, según sus inclinaciones personales. Comienzan á pasear: los unos, hacia delante, conforme á lógica racional; los otros, de espalda, haciéndoles frente á los anteriores. Es preciso recabar café de la condescendencia del Superior. Un buen golpe de Padres pone cerco á Arostegui; lo envuelven en anfibologías y circunloquios, no atreviéndose á pedir derechamente el café, que los legos ya tienen apercibido.
Landazabal, el deforme, misionero que fué en tierras de América, desviado de la espina en términos que para andar ha de sujetarse las posaderas con entrambas manos, inicia el asalto.
—Veamos, Padre Superior: San Nicolás de Tolentino es un hermoso nombre. Tolentino… Tolentino es asonante de caracolillo, ¿verdad?
—Indudablemente —responde Arostegui, desentendiéndose de la indirecta, por dar vaya á sus amados hijos—. Digo, me parece á mí. ¿Estoy equivocado, Padre Estich?
El dulce Padre Estich, profesor de Retórica, poetastro de la comunidad y tan larguirucho y angosto que, como á doña Madama Roanza, pudiera enterrársele en una lanza, aprueba sonriendo al Superior.
Landazabal toca con el codo á Ocaña y le murmura al oído: «Anda tú, hombre, que á ti te ve bien». Ocaña acude al paño.
—Caracolillo es una clase de café. Me parece entender que es el que tenemos en el colegio…
—No sé, no sé. Es cosa que no me va ni me viene —exclama el Superior, dilatoriamente, enarcando los ojos.
Landazabal se ensombrece. Piensa para su sotana: «¡A que nos quedamos hoy sin café!». Da un traspie; recobra el equilibrio afianzándose en las propias nalgas. Se había aficionado extraordinariamente al café en Puerto Rico. Entonces mira con ojos suplicantes á Mur, al favorito. Lo que á él se le niegue no lo consigue ningún otro. Pero Mur no le presta atención. El infeliz y deforme jesuíta pone en libertad un sollozo. Al llegar aquí, Olano se planta de por medio.
—Realmente, hoy ha sido un día muy caluroso. El café tiene la virtud, virtud pagana, llamémosla así, de proporcionar á quien lo toma lo mismo el calor que el refresco apetecido. Creo, Padre Superior, que no incurriríamos en sensualidad si usted nos proporcionase sendos pocillos de esta grata mixtura. —Y luego, volviéndose al Padre Atienza, que cruza á corta distancia:— ¡Qué pena que no me hayas oído este párrafo! ¡Me ha salido perfecto!
A lo cual replica el navarro, garbosamente:
—Lo dudo. Como dice un autor de cuya existencia no han llegado noticias hasta aquí, tienes los retorcimientos de la sibila, pero sin su inspiración.
—Pues vaya que tu lengua no se mueve si no es para herir.
—No seas mameluco, Olano, que nadie trata de herirte.
El Padre Arostegui corta la disputa.
—No haya discordias entre hermanos por tan liviano empeño como es el café ó la elocuencia. ¡Venga el café, si así lo desean!
Y como á un conjuro, surgen el abrutado fámulo Zabalrazcoa y el fámulo Azurmendi, de faz lasciva, conduciendo bandejas con tazas de café.
—¡Ah, ah! Había conspiración… —dice el Rector, como si le tomara de sorpresa.
Esto ocurría un día sí y otro no.
Se trasiega el café con reposada voluptuosidad. El valetudinario Avellaneda toma un sofoco que le pone en trance de expirar. Atienza insinúa que acaso en el café infunden poca de la substancia característica de esta poción y que sin esfuerzo se le pudiera creer agua de fregar. Se reanudan los grupos, hasta terminar el recreo, y la conversación corre más animada que antes. Atienza expone ante sus amigos una alegría ruidosa, que los discretos toman como envoltura de una tristeza disimulada.
—¿Qué tal va esa moral, Ocañita? ¿Estudias mucho? ¡Aprovéchate! Supongo que desearás recibir las órdenes prontamente. A no ser que quieras hacer lo del Padre Valderrábano… Siete suspensos lleva en Moral, y no hay quien le haga cura. Ahí le tienes, en San José, de Valladolid, explicando Historia Natural; nadie lo mueva. Claro, con esto se ahorra rezos, y cuando quiera salir no está comprometido.
—¡Qué cosas tiene, Padre Atienza…! —Al responder, el joven Padre Ocaña hace señas á Atienza, esforzándose en hacerle entender que Mur los puede oir. Atienza se encoge de hombros.
A la vuelta siguiente descubren á Mur, en cháchara bajita con el Superior.
—¿Lo ve usted, Padre Atienza? Es usted demasiado bueno y demasiado franco. No quieren entenderle —susurra Ocaña.
—Sí, ya veo á ese mariquita insuflándole chismes al Superior. ¿A mí qué se me da?
Sonó el toque de retiro. El Padre Atienza tomó el derrotero de su cuarto, dispuesto á hacer el examen de conciencia, cuando, acercándosele el Hermano Ortega, le indicó con gran mansedumbre que el Padre Superior le aguardaba.
—¿A mí? —preguntó con las cejas arrugadas, estupefacto—. Vamos á ver qué tripa se le ha roto.
El Hermano Ortega no quiso oir lo de la tripa. Atienza llegó á los umbrales del Superior y se detuvo unos segundos, contemplando amorosamente la negra cruz clavada sobre el dintel. Dió con los nudillos en la puerta. Una voz incisiva silbó dentro: Adelante. Atienza penetró, llanamente. Sus ojos tenían un resplandor interrogante. El Padre Superior le aguardaba sentado detrás de la mesa. Atienza permaneció en pie, al otro lado, frente á él.
—Le extrañará que le haya llamado á estas horas.
Atienza asintió con la cabeza.
—En realidad de verdad, no tengo queja de usted en materia grave…
—Espero que no, Padre Superior. Bien sabe Dios que me conduzco lo mejor que se me alcanza, y si yerro no será por negligencia, sino por ignorancia. Dígame para qué me llama.
—Yo pienso que es fuera del caso recordarle que al ingresar en la Compañía aspiramos á la perfección. De tal manera, que aquello que fuera de nuestra casa es leve, ó aun indiferente, entre nosotros, indica el germen de un mal que debemos extirpar en seguida.
Atienza se impacientaba. «Este hombre tan seco de palabras —se decía— ¿por qué no me pone las cosas claramente?». Y luego, en voz alta y serena:
—Cuanto usted me dice, Padre, es cordura por excelencia. Pero yo quisiera saber para qué me llama.
—¿Y aún me lo pregunta? ¿No tiene nada de qué acusarse?
—De qué acusarme al Superior, nada. Ahora que, como no soy un prodigio, como lo fué San Roque, que ya en mantillas era devoto y no había quien le hiciera mamar los viernes, digo que como yo no soy un prodigio, claro está que tendré muchas cosas de qué acusarme en penitencia, ante Dios. ¿Y quién tira la primera piedra?
—¿Y le parece bien perseguir con cuchufletas de mal gusto y hasta crueldad á un hermano que es la timidez y la inocencia misma? ¿Y le parece bien pregonar á los cuatro vientos que aquí se le mata de hambre? ¿Y le parece bien no encontrar nada que merezca su aprobación ó su respeto dentro de la Compañía, é ir derramando desprecios en torno suyo? .Que es usted muy sabio… Peor para usted si lo acompaña de diabólico orgullo. No está mal la ciencia humana, pero siempre arropada en humildad.
Atienza se llevó la mano al pecho. Era la gota que derrama el vaso, la paja precisa que quiebra el espinazo del camello, abrumado bajo la carga. Recogió su energía y con aquella llaneza bondadosa que era su cualidad preponderante, contestó al Padre Arostegui:
—Todo eso son niñadas, Padre Superior. Yo no desprecio á mis hermanos, que los amo muy de veras, y por eso no puedo llevar con bien ciertas cosas. Cuchufletas… ¿Es que yo me ofendo si me las dicen? Usted mismo las califica: cuchufletas. No es herir, no enojar, sino reprender levemente bajo la encubierta del regocijo. Nuestros santos, los castizos, han sido siempre alegres y aun mordaces. Luego, lo del orgullo… ¡Anda, morena!
—¿Qué es eso de anda, morena? —El Superior dió un puñetazo en la mesa y se puso en pie—. Y además, ¿qué autoridad tiene para reprender?
Atienza se puso pálido.
—¿Me consiente retirarme, Padre Superior?
—Retírese cuando le plazca. Y no olvide que esto se terminó, se terminó, se terminó. ¿Estamos?
Al día siguiente el Padre Atienza escribió una carta al Provincial, poniendo de claro su propósito de salir de la Compañía.
El negocio era difícil. El Padre Atienza era conocido por sus obras de ciencia en todo el mundo; estaba emparentado con personas nobilísimas y había cebado los tesoros de la Compañía con un peculio de quinientas mil pesetas. ¿Cómo apechugar con el escándalo? Fueron y vinieron cartas. Atienza se ablandaba. Afirmó, en todo momento, que era jesuíta por vocación; pero declaraba al propio tiempo que le era imposible convivir con la mayor parte de sus compañeros. «Permaneceré —escribía al Padre Provincial— en la Compañía, y aun en este colegio, si usted lo juzga necesario, para evitar tantos males de que me habla y que yo alcanzo cumplidamente; pero, ¡por Dios Santo, Padre mío!, déjeseme solo, consiéntaseme permanecer en mi celda sin mezclarme con nadie, á no ser que yo lo juzgue oportuno». Suplicaba, luego estaba entregado. Concediéronle muy presto lo de vivir en su celda, que allí era menos peligroso. Intentaron rebajarlo haciéndole profesor de «Psicología, Lógica y Etica». ¡Ligera y secundaria labor de maestrillo impuesta á una lumbrera de la orden! Mas él recibió la nueva con alegría y buen humor.
—Me parece que lo haré con más provecho que el pobre Padre Numarte, ese paquidermo filosófico —exclamó.
Por eso vivía recoleto en su cuarto; en él comía; en él daba la clase, y desde él oía, de tarde en tarde, ecos remotos de un vals de Strauss.
A raíz de confinarse el Padre Atienza en su rincón, ningún jesuíta pensaba que el arrechucho durase largo tiempo. Conocían lo expansivo de su carácter y su locuacidad impenitente. ¿Qué se va á hacer á solas —preguntaban—, sin blanco cerca á donde enderezar las saetas de su malignidad burlona? Contados eran los que se aventuraban á visitarle, por no atraerse la ojeriza del Superior. Pero los días pasaban, y el turbulento navarro no salía de la covacha como no fuera para ir á la biblioteca, de donde volvía cargado de volúmenes. Encerrado en su celda, rey de sus acciones, se encontraba á las mil maravillas y extraía de la caduca amarillez de los libros viejos un goce inenarrable y tranquilo.
Comenzó el curso. Los seis alumnos, que no eran más, de Psicología, Lógica y Etica, subían á su celda á recibir sus enseñanzas, las cuales de ordinario no eran materia relacionada con la asignatura, sino porción de cosas varias y amenas á propósito para robustecer el temperamento antes que para apesadumbrar la inteligencia con noticias inútiles. Se conversaba no pocas veces, en tono familiar, de los asuntos interiores del colegio; se hacían comentarios á las noticias que desde fuera llegaban; se reía y se decían chancetas, y, en resolución, para los niños eran unas horas de cordialidad y saludable frescura. Adoraban al maestro.
Los demás Padres se hallaban muy á gusto sin la enojosa presencia del desenvuelto Atienza. Aun cuando no se ignorase que la reclusión era voluntaria, considerábase como un triunfo del Superior y prueba patente de la habilidad política de Arostegui, porque ésta no es otra cosa que maña y astucia con que se coloca á los demás en ocasión de hacer de grado lo que uno desea que se haga. Claro está que el que más y el que menos, mirando para su fuero interno, se veía como sujeto posible de esa misma habilidad política y por lo tanto juguete de una fuerza muda que nunca daba el rostro claramente, y de aquí la punta de odio, casi siempre vago é inconsciente, que unos jesuítas, los nacidos para ser mandados, sentían contra otros, aquellos que, sin proferir la voz de mando, mandaban de hecho, moviendo sin plan conocido y arcanamente las figuras del retablo. El Padre Arostegui estaba al cabo de este odio latente; pero se le daba un ardite. Como Calígula, él también lo reputaba por señal cierta de su soberanía; odíenme en tanto me teman, oderint dum metuant[8]. Aquel temor, arraigado y permanente, porque lo infundía el misterio, era la fuerza de cohesión de la comunidad, y merced á su eficacia Arostegui mantenía organizadas sus huestes con suma disciplina.
Se ha dicho de la Compañía de Jesús épée dont la poignée est á Rome et la pointe partout; por lo que se refiere á aquellos parajes en donde radica el Colegio de la Inmaculada, puede asegurarse de la influencia jesuítica que era una espada cuyo puño estaba en la diestra del Padre Arostegui, y su punta donde menos se pensase.
El Padre Arostegui había diferenciado netamente las funciones de cada uno de los confesores y predicadores, de manera que la dirección espiritual de los diferentes poderes sociales fuera de la absoluta incumbencia de la Compañía. Olano corría con las señoras, en general, y con los capellanes de monjas. El Padre Cleto Cueto cultivaba á los políticos de la derecha y, poco á poco, había logrado hacer hijas de confesión á la mayoría de las mujeres de los políticos de las izquierdas, á las cuales tenía muy bien adoctrinadas en punto á la conducta doméstica. También era cargo suyo asistir con alguna frecuencia al Seminario Conciliar de la diócesis, á fin de dar pláticas y visitar asiduamente al señor Obispo, de suerte que no se les fuera de la mano. Era el único Padre que leía periódicos liberales. A su modo, estaba al tanto de la situación política del país y de algunos de nuestros problemas capitales. Si salía de misión no pronunciaba sermones, sino conferencias para hombres, que se anunciaban como científicas, versaban sobre materias profanas y merecían grandes elogios de la estulticia asinaria de la prensa local. En fuerza de ir y venir, más en aire de conquista que apostólico, había llegado á tomar un continente absolutamente bélico; accionaba levantando en el aire el brazo derecho, cual si blandiese una lanza ó pendón imaginario; se movía pesadamente, como si gravitara sobre su cuerpo la recia armadura de un guerrero medioeval; ante el altar, recordaba aquellos sacerdotes de otras edades que celebraban misa con la espada al cinto y las espuelas calzadas, hasta que León IV prohibió el marcial aparato; tintineaban las vinajeras, y, por instinto, se le miraba al talón, en busca del sonoro acicate. Atienza lo llamaba Pentapolín del arremangado brazo.
El Padre Anabitarte, además de ser ministro, tenía á su cargo la paternal cúratela de los bandoleros de levita, salteadores de fortunas y vampiros del tanto por ciento. Para cumplir la misión no se requerían muchos sesos ni fina ductilidad. En este punto, la moral jesuítica ostenta una rara y sapientísima previsión de cuantos artilugios, sonsacas, socaliñas, fraudes y aun saqueos puedan descubrir los hombres con el fin de apropiarse los bienes ajenos á favor de resquebrajaduras legales; estudia los casos de conciencia y los resuelve deliciosamente sin que la restitución sea menester en ninguno de ellos. Un libro hay que es un tesoro. En él Escobar compiló, con orden sumo y en apartados convenientes para la facilidad de la compulsa, la teología moral de los 24 Padres, ó, por mejor decir, soles del firmamento de la Compañía. En el prefacio se hace un cotejo alegórico de este libro y del Apocalipsis. «Jesús —dícese— lo ofrece de esta suerte sellado á los cuatro animales Suárez, Vázquez, Molina y Valencia, ante los 24 jesuítas que simbolizan á los 24 ancianos». Animales, en un alto sentido místico, se entiende. En esta obra excelente abundan sentencias del más alto valor para la vida. Véase, por ejemplo, la siguiente, del gran Padre Molina: «En conciencia no hay obligación de devolver los bienes que, por frustrar á sus acreedores, otra persona nos haya confiado en custodia». ¡Con qué expedita holgura, gracias á la ciencia de estos ilustres é iluminados varones, penetra la rapacidad por las puertas del paraíso! La virtud de atar y desatar que Cristo otorgó á sus apóstoles mantúvose como en rudimento y á tientas en la cristiandad hasta tanto que no sobrevino Iñigo de Loyola y reclutó su milicia. ¿Qué nudo gordiano hay que los jesuítas no deshagan con celeste garbo y presteza? ¿Qué lóbrega conciencia que no alumbren? ¿Qué corazón tormentuoso que no apacigüen? ¿Cuántos no les deben fácil fortuna junto con el sosiego del alma? Oid lo que el Reverendo Padre Cellot pone en su libro De la Jerarquía: «De uno sabemos que llevando crecidísima suma de dinero á fin de restituirla por orden de su confesor, húbose de detener en la tienda de un librero. Preguntóle qué tenía de nuevo (num quid novi), á lo cual el librero le mostró un libro reciente de teología moral, escrito por uno de nuestros Padres. Comenzó el hombre á hojearlo con negligencia y sin pensar en nada, mas fué á caer en un pasaje en donde se estudiaba su propio caso, y allí aprendió que no estaba obligado á restituir. De esta suerte descargóse de la pesadumbre del escrúpulo y permaneció con la del dinero, que no le impidió volver ligeramente á su morada».
Como Anabitarte era un zote, si los hay, y berroqueño de mollera, el ejemplar en donde había de beber la ciencia penitenciaria concerniente á las restituciones, ó sea extracto de teología moral á través del séptimo mandamiento, estaba subrayado y glosado de puño y letra del Padre Arostegui, y, bien que el latín, tanto de Escobar como de los demás Padres, es fácil, algunas sentencias obscuras ó equívocas tenían al margen la traducción castellana, hecha también por el Superior. De las innumerables glosas, apostillas y connotaciones se deducía paladinamente que la muchedumbre de casos de conciencia cuyo origen es el hurto y el robo, se compendian en esta máxima: no es necesario restituir, teniendo siempre en cuenta que el empleo de esta máxima no sea nocivo para el Estado, que entonces no se la permite; tune enim non est permittendus. (Padre Lessius). De aquí el que los jesuítas, fieles guardadores de verdades peligrosas, no pongan la posesión de ésta en cualesquiera manos, por temor á que gentecillas sandias se dediquen al latrocinio desembozadamente, lo cual perjudicaría sin duda y de modo notable la buena marcha del Estado, y así, sólo á los que hubieran amasado 'pingüe fortuna se les hace sabedores de la máxima en cuestión, y las razones se le alcanzan á cualquiera persona de buen juicio. La materia era de tan claro simplismo que hasta el propio Anabitarte llegó á dominarla al punto y á ser confesor y consejero íntimo de cuantos banqueros, industriales, comerciantes y prestamistas puercos había en la provincia. Le traían en palmitas, se hacían visitar de él, le alojaban con magnificencia y molicie, y por su intermedio, disimulada en honestos arbitrios, pasaba una comisión prudente á las cajas de la Compañía. Paradisíaco reposo caía sobre aquellos cráneos de rapiña, roídos antes por cuidados sin cuento. No es de extrañar que don Anacarsis Forjador, el viejo é insaciable forajido, dijera frecuentemente de sobremesa á su padre espiritual:
—Padre Anabitarte, no sé cómo hay personas que pueden vivir sin religión.
Y Anabitarte, una mano sobre el abarrotado bandullo, con la otra levantando en alto una copita de benedictino, respondía distraídamente en tanto miraba al trasluz el denso licor de oro:
—No son personas, que son bandidos, don Anacarsis.
—Y por supuesto, Padre, hay ciertas cosas… vamos, que al vulgo… Usted me entiende.
—Hasta un autor profano, don Anacarsis… —Un sorbo—. Hasta un autor profano lo dice. —Otro sorbo—. ¿Cuál es su nombre, don Anacarsis? —Otro sorbo—. ¿A que se me ha olvidado? —Otro sorbo—. No, no; es Fontenelle. Pues bien, el señor de Fontenelle dice, verá usted: Si je tenáis toutes les vérités dans ma main, je me donnerais bien de garde de l'ouvrir aux hommes. ¿Me entiende usted?
—Está muy bien, caracho. —Y don Anacarsis se reía, sin entender una sola palabra.
Tampoco Anabitarte lo entendía: se lo había hecho estudiar de memoria, con pronunciación figurada, el Padre Arostegui.
Con esta división tripartita de funciones, encomendadas respectivamente á los RR. PP. Olano, Cleto Cueto y Anabilarle, la resaca latente de la vida regional afluía al Colegio de la Inmaculada Concepción y se soldaba en un vértice ó foco de donde partían á su vez nuevos impulsos, porque dase por entendido que ninguno de los esforzados paladines que componían el triunvirato antedicho disfrutaban de autonomía ó espontaneidad en sus movimientos, sino que obraban en todo caso atentos á la norma circunstancial impuesta por el Superior.
Por eso el puño de la espada estaba en la diestra del Padre Arostegui.
V
Algunos niños refirieron á sus padres en la visita el caso misterioso del Padre Atienza. Del salón de visitas salió la noticia al mundo. Los amigos, admiradores é hijos de confesión del Padre Atienza hacíanse cruces y cábalas, con ocasión de tan insólito suceso; menudeaban los plañidos y las elegías sobre el triste sino del desventurado é ilustre jesuíta; se le comparaba con el Papa, prisionero en el Vaticano, y con el Padre Coloma, de quien se decía sufrir también idéntica adversidad que Atienza; en resolución, la voz corrió prestamente de hogar en hogar y de puebluco en puebluco, por la región.
Un periódico anticaciquil y anticlerical, El Pulpo, arremetió contra los jesuítas con inusitada violencia, acusándolos de mantener secuestrado contra su voluntad á un hombre insigne, y sobre todo opulento, que por serlo y no por otra cosa le retenían aherrojado en una celda mefítica, á pan y agua, sin que el infortunado hallara expediente hacedero con que transmitir sus quejas fuera de la clausura. El Pulpo requería á las autoridades, conjurándolas á que averiguaran y dieran fin inmediato al secuestro, baldón de nuestra hermosa villa. Recordaba al maestro de obras, Aurrecoechea, que había sumido en el deshonor á una hija de Regium. Y, por último, á vuelta de unas cuantas frases grandilocuentes, venía á llamar á los benditos Padres milanos y estupradores.
En vajio el insidioso Benavides, director de La Reconquista, aquel periódico fundado por el Padre Cleto Cueto á poco de llegar á la localidad, intentó poner en entredicho las burdas ficciones y soeces apostrofes de El Pulpo, asegurando que si el Padre Atienza guardaba un retiro casi absoluto era porque tenía en preparación cierta obra magna y había menester de soledad para darla gloriosa cima. Cundía el escándalo. Los buenos amigos de los jesuítas les aconsejaron que hallaran con urgencia el remedio de estancar tanta y tan grosera maledicencia. El Padre Arostegui recibía á los consejeros sin inmutarse, sin perder aquel gesto peculiar suyo, entre burlón y despectivo, con que acostumbraba á desconcertar á sus interlocutores. El Padre Olano, en un recreo, no pudo menos de exclamar:
—Ese jabato, dondequiera que está, destruye todas las siembras.
Entretanto, el Padre Atienza, de la parte de fuera del revuelo, sin conocerlo ni sospecharlo, continuaba su vida cenobítica y plácida.
Subía una tarde el Padre Ocaña á su celda, después de haber explicado la clase de Geometría, cuando se tropezó con el Padre Mur.
—¡Vaya con Dios! —le dijo, sin ánimo de detenerse.
Mas, el valido del Superior se le plantó delante.
—A propósito, Padre Ocaña. Cuánto celebro haberme dado con usted á solas. ¿Tiene mucho que hacer? ¿Puede concederme unos minutos? ¿A dónde iba? ¿A su celda? Le acompañaré.
Continuaron en silencio hasta la puerta del cuarto.
—Pase, Padre Mur.
—¿Qué más tiene? Entre hermanos… —Y luego, riéndose—: Reliquias de la falsedad del mundo.
—¿Qué quiere, Padre Mur? Cuando no es falsedad, la educación no está mal, ni entre hermanos. —Aquella tarde se encontraban de malas pulgas.
—Bueno, bueno. Agradezco la lección. Sentémonos. ¿No sospecha de qué quiero hablarle?
—No se me ocurre…
—Ya sabe á qué punto ha llegado lo del Padre Atienza. Usted, como todos, estará consternado.
—Lo lamento; pero no me atrevo á cargar á nadie con la culpa.
—No se trata de eso. La Compañía pierde… Y en cuanto á culpa… No digo que la tenga el Padre Atienza…
—Desde luego.
—Claro está; pero… ¿qué no gustaba de nuestro trato? Es triste para nosotros… Se mete en su cuarto, y acabado. No se tendría con todos la misma transigencia.
—Dicen que quiso salir de la Compañía.
—¡Bah! No lo creo. Bien. Ya está en su cuarto. Pero eso ¿impide que de vez en cuando salga á dar un paseo por la población? ¿Que se deje ver de las gentes?
—Usted ya sabe que nunca salía de paseo…
—Ahora debe salir. Es preciso aplastar las lenguas envenenadas.
—Acaso él no sepa lo que ocurre. Ningún Padre lo visita. No le digo ninguna novedad; pero temen no ser gratos al Padre Superior.
—¡Dulce Jesús! ¿Por qué? Le aseguro que me maravilla. Siempre creí que era porque no tenía amigos… El Padre Superior, tan bondadoso… Y por usted sienté gran afecto, lo sé. Mire, Padre Ocaña, pienso que ganaría mucho en su favor si usted lograra sacar de paseo al Padre Atienza. Hágale ver que es en servicio de Dios, y los males que ya nos ha causado, inocentemente sí, ni que decir tiene. Yo iría, pero… No le soy simpático, ¿á qué me he de engañar? Le convence usted y salen los dos, por la población, claro está. Convendría evitar detenciones con madreselvas y curiosos. Bueno, ¿qué le voy á decir yo á usted? ¿Quedamos en eso, eh? Vaya, adiós.
—Adiós, Padre Mur. Lo haré como usted me lo indica.
A los pocos minutos estaba el Padre Ocaña en el cuarto del Padre Atienza. Comenzó por referirle la historia del secuestro, del antro mefítico y del ayuno á pan y agua. Atienza se retorcía de risa.
—Pero ¿qué me dices, Ocañuela?
Ocaña continuó puntualizándole ce por be las patrañas y estolideces que se habían urdido.
—Se creían que yo soy un sandio y mal hostalero, un badulaque de tres al cuarto… Ya sabía yo que les iba á salir la burra mal capada…
—Por Dios, Padre Atienza; déjese de burras y… de lo otro. El trance es serio. La Compañía pierde.
—Naturalmente que pierde. ¿Crees tú que gana con otras cosas que se hacen?
—Si no es eso, Padre.
—¿Y yo qué le voy á hacer? ¿Quieres que envíe un comunicado á La Reconquista?
—¡Qué chanza!
Le explicó el plan de Mur, dándolo como propio.
—¡Cuerno! Pues tienes razón. El jueves por la tarde salimos, si te parece. Iremos al muelle, á ver el mar. Vamos, lo que más me ofende es que haya papanatas capaces de creer que á mí se me tiene á pan y agua. ¡Se necesitaría mucho ombligo!
Y con esto, se despidieron hasta el jueves.
El día convenido, y como á cosa de las cuatro de la tarde, los dos jesuítas salían del colegio, con rumbo á la villa.
—¿Querrás creer, Ocaña, que estoy nervioso? Bien sabe Dios el sacrificio que hago, porque el salir me revienta sobre toda ponderación.
—Así se lo agradece más. Y se lo agradecemos todos.
—¿Todos?
—Evidente.
—¡Puun! He dado un tropezón. Se me ha olvidado andar.
Entraron por el paseo público del Salvador. A los veinte pasos mal contados ya tenían una beata delante de las narices.
—¡Ay! ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo está, Padre Atienza? ¿Cómo está, santín? Si paez que está gordo y arrecachao[9]…
—¿Pues cómo quiere que esté, doña Ramona, una persona que come bien y no se mueve del sillón, holgando, porque leer no es trabajar?
—Ya me lo parecía á mí. ¿Y los demás Padres?
—Tan gordos y tan arrecachaos, doña Ramona. Quede con Dios.
De que se apartaron de la beata, resolvieron encaminarse al muelle, siguiendo calles extraviadas. El objeto estaba conseguido; doña Ramona sería heraldo incansable y pregonera del buen estado y robustez de Atienza.
Llegados al puerto, avanzaron hasta el malecón más saliente, que en Regium llaman punta de Liquerica. Apoyados de bruces en el alto pretil de caliza, estuviéronse un tiempo con los ojos perdidos sobre el vasto y cantante mar.
—¿Qué te parece de subir al cerro de Santa Delfina? Allí podremos tumbarnos sobre la hierba…
—Muy bien, Padre Atienza.
Treparon á la montañuela, en cuya rocosa raíz yace de una parte el puerto, y más hacia el mar un fuerte. Desde allí dominaban la villa; la masa cuadrada y roja del colegio en las afueras, entre verde veronés de praderías. La villa, con sus casitas cucamente apiñadas, era como rompecabezas de niño; el colegio, una pieza inútil dejada de lado. Más allá del colegio, colinas, boscajes, que alejándose azuleaban; al fondo, una sierra azul; y el cielo, de un azul menos agrio que el serraniego, por encima. Volviendo el rostro, mar, mar… traineras de vuelta al seguro; humaredas tenues de invisibles buques; una gaviota, cerniéndose.
El Padre Atienza suspiraba. Despojóse de la teja y oró en silencio. Ocaña estaba conmovido. No hablaron. De vuelta al colegio, el joven atrevióse á decir:
—Padre Atienza, quiero consultarle. Yo tengo mis escrúpulos.
—Hábleme usted lo que guste, Ocaña. Poco vale mi consejo, mas… —Su voz era grave—. Volveremos rodeando, de manera que nos dé tiempo.
—Sí, Padre; tengo mis escrúpulos. Muchas veces intento recogerme dentro de mí mismo, verme tal como soy y en relación con lo que fui. ¡Ay, qué tristeza! No veo sino neblina y tinieblas; pienso que es artificio de Satanás. Me parece que no vivo, que soy un tinglado sin alma en donde hacen y deshacen manos invisibles. Es algo así como si yo hubiera sido una esponja que estrujaran, estrujaran hasta echarle todo el jugo y luego la empaparan en un líquido turbio. El jugo es mi infancia, es mi pasado, era mi yo, como dicen los filósofos de ahora, y todo lo he perdido en mis años de noviciado. ¡Ah, el noviciado! Me pregunto: ¿son los caminos de Dios? ¡Las incertidumbres que hube de sufrir en Camón y luego en Oña…! ¡Las noches de aridez y desconsuelo…! ¡Si viera usted con qué fervor, esto es, con qué crueldad, atormentaba mi carne á disciplinazos, así que el distributario apagaba la luz, como es de rigor! Oía el runrún de mis compañeros, y con el rumor mi brazo adquiría nuevos bríos. Al día siguiente, en los recreos, escuchaba á otros novicios con gran asombro, porque se jactaban de fingir los disciplinazos, que denominaban guitarreo. Y éstos precisamente son los que suben y son considerados y objeto de mimo y favor. Me refugié en los libros; estudié el latín, el griego, retórica y humanidades, y más tarde las ciencias y la filosofía de Perrone, con todo ahínco, y no por vanagloria, sino por anularme y quizá con un anhelo confuso de ser útil á la Compañía. Aquí estoy ya, en el magisterio, explicando geometría. Como le he dicho, me contemplo y no me conozco. Imaginé que nosotros, los maestrillos, éramos considerados como personas. No sé si algunos lo serán: yo no lo soy. No sé nada, no veo nada claro, no sé á dónde vamos, ando á tientas, entre zozobras y presentimientos de un no sé qué. ¿Ha de ser así para salvar el alma? ¿Por qué no habíamos de vivir en una fraternidad en donde todas las opiniones tuvieran su voz y todas las almas su peso en los destinos de la orden? Alma… ¡Cuántas veces temí que se me hubiera evaporado, derretido, Dios sabe dónde! Pero, con todo, ciego había de ser para no advertir un singular fenómeno, y es que aquellos de entre nosotros que descuellan, ya sea en ciencia, ya en virtud, se les persigue y acorrala, siendo así que ellos tan sólo dan lustre á la Compañía. He dicho persigue y no está bien, porque la persecución es algo visible, y propiamente no se puede asegurar que se les persiga á usted y á Sequeros, por ejemplo. No es eso. Ya está aquí la niebla, la turbiedad, que es lo que me enajena. ¿Qué seres ocultos conviven con nosotros y lo trastruecan todo á su antojo? ¿Es la voluntad de Dios?
—Es la voluntad de Dios, Ocaña, no lo dude usted. Nada mortal es perfecto; no puede pretenderse que lo sea la Compañía. Sin embargo, por las trazas, hay presunciones y hechos históricos que las fundamentan, de donde puede inferirse lógicamente que Dios ama con predilección á nuestro instituto. Dios no ha echado tantos vicios al mundo á humo de pajas, sino para que se entienda cómo hasta por caminos errados se puede alcanzar un buen fin. Observe que, vicio por vicio, todos ellos traen en pos, entre noventa y nueve malas, una consecuencia provechosa. El vicio de orgullo, por ejemplo, es por naturaleza de tal índole que contribuye como ningún otro á conservar y enaltecer en la consideración ajena tanto á los individuos, como á las comunidades y á los pueblos. Voltaire nos ha acusado á los jesuítas de orgullo, y al orgullo atribuía lo que él juzgó nuestra perdición. Al contrario, el orgullo nos salvó y nos sigue manteniendo en el candelero. El orgullo está repartido entre nuestros miembros á dosis iguales; pero no así los merecimientos en los cuales ha de arraigar y afirmarse; de donde deducirá usted que para justificar el orgullo se requiere, lo primero, dar gran aire y publicidad á quien tenga mérito ó brille con algún prestigio, al Padre A., que es un gran filósofo; al Padre B., que es un gran filólogo; al Padre C, que es un gran novelista; al Padre D., que es hijo de un duque con grandeza; pero, comprenderá usted que si se mantuviese siempre ante el juicio público á estos cuatro ó cinco privilegiados, de manera que fuera sencillo el contraste entre ellos y la masa de jesuítas, lo que ganaban los menos lo perdía con creces, y á riesgo del servicio de Dios, la Compañía, y su orgullo en tal caso sería risible, pues tan breve número de eminencias no es para gloriarse Por el contrario, apenas se ha pasado la miel del arte, de la ciencia, de la virtud ó del nacimiento por el paladar público, sirviéndose de este ó de aquel Padre á guisa de hisopo, cuando se le retira al proviso de la circulación, de suerte que los de fuera no han tenido respiro para detenerse á pensar que el virtuoso ó el sabio era el padre Tal, sino un jesuíta, in genere. Añádase que si por azares de la maledicencia trascienden nuevas de que algunos de nosotros viven obscurecidos, no es raro que se discurra de esta suerte: «Cuando á ese que, según se reconoce de público, vale tanto, lo tratan con desdén y él se lo calla, ¿qué no valdrán los otros?». De donde, por uno que es astrónomo de fuste, todos pasamos por Pitágoras; porque otro escribió una novela mejor ó peor, todos le damos ciento y raya á Balzac y á Dickens; porque éste obró milagros, todos nos tratamos mano á mano con la Santísima Trinidad; porque aquél surgió del vientre de una marquesa, todos somos azules por la sangre, en el trato exquisitos y dechados de cortesanía y sutileza, aun cuando la mayor parte hayan nacido entre breñas en el monte, como terneros; y nos lo tomamos en serio, ya lo creo, como que todo el mundo lo toma. ¿Comprendes qué terrible fuerza es este orgullo? También te digo que si las cosas son así yo juraría que no hay conspiración, ni se hacen deliberadamente. Instinto, puro instinto, y es sorprendente lo certero que va. Yo veo la mano de Dios en esto. ¿No te ha ocurrido á ti descubrir con mayor transparencia á Dios á través de los animalucos y en los elementos naturales, es decir, en todo aquello que obra inconscientemente, que en el hombre? ¡Cuánta armonía! ¡Con cuánta justeza se acoplan causas y efectos! ¡Qué hermosura y bondad! ¿Qué ojos no se mojan, contemplando, ó qué corazón no se enternece? Pues en esas nieblas de que antes me hablabas y por donde vas á tientas, yo veo la mano de Dios. El día de mi tropezón, ya sabes, el santo de Anabitarte, resolví salir de la Compañía… ¡Figúrate! Después vi claro. Jesús quiso iluminarme. Ahora, hablando de otra cosa; lo que pasa con ese pobre Sequeros… Yo lo amo entrañablemente. Ten en cuenta que sumadas la viuda de Zancarro con la Villabella, son no sé cuántos millones. Para eso Sequeros se da un, arte… Ya verás cómo, si se presenta otro caso parecido, echamos mano de Sequeros, porque cuando el trance apura no basta el orgullo; entonces, fuerza es servirse del mérito positivo. Pues bien, temo que la razón de Sequeros está en peligro. Su misticismo no me parece cosa natural; hasta incurre en idolatría. No extraño que se le haya alejado de los ministerios…
Caía la noche rápidamente. Entre la penumbra, destacaba anguloso el colegio.
—¿Nos habremos retrasado, Ocaña?
Y ya en el portal, por lo bajo:
—Sé bueno, Ocañita; sé siempre bueno. ¡Ese pobre Sequeros…!
Atravesaron el umbral santiguándose.
VI
¡El pobre Padre Sequeros hasta incurría en idolatría…!
Habiéndose separado el joven Ocaña del autorizado Atienza no se le apagaba aquella frase en las mientes, como si continuase oyéndola. De buena gana hubiera acudido á la celda del recluso voluntario en demanda de una aclaración. Con toda prudencia contuvo de momento las solicitaciones de la curiosidad.
A la noche, en el refectorio, el Padre Superior definió su acostumbrado gesto equívoco resolviéndolo en sonrisa de evidente complacencia enderezada á Ocañita y que todos los Padres le envidiaron. Pero él andaba distraído; le atraía Sequeros, idólatra y loco presunto. Por algo chiflado siempre lo había tenido; pero idolatra… Esto era grave.
Leía aquella semana Estich, el ahilado y larguísimo retórico, vocalizando exageradamente de manera que sus oyentes pudieran coger al punto consonancias, asonancias, endecasílabos esporádicos y otros defectos de la prosa, porque frecuentando de continuo las obras satíricas de Valbuena, había caído en la presunción de poseer mucha agudeza crítica. El libro era Varones ilustres de la Compañía de Jesús, por el Padre Juan Eusebio Nieremberg. En los intersticios alimenticios, de plato á plato, la atención crecía. Encomiaba Nieremberg á un santísimo varón tan amante de la pobreza, que en los muchos años que vivió en la Compañía no había gastado sino un sombrero. Puntualizaba luego las otras virtudes del bendito Padre. «Era tan recogido que nunca salió de casa». Y aquí se levantó un bisbiseo de risas, ahogadas tras de la servilleta. ¡Qué candor el de Nieremberg!
—¿De qué se ríen? —preguntó por lo bajo Ocaña á su vecino.
—Calle, hermano; luego se lo diré.
En el recreo de la noche, paseando por el tránsito del piso principal, todo se les volvía acosar á preguntas á Ocaña. Mur lo tomó aparte unos segundos.
—Creo, Padre Ocaña, que no estaría de más repetir otro día la cosa. Segunda salida de don Quijote. La de hoy ha tenido mucho éxito. El Padre Superior está satisfechísimo. No hay sino verle la cara.
Ocaña no quería otra cosa que volver á salir con Atienza; pero, no atreviéndose á tomar la iniciativa, dió gracias á Dios por venir los acontecimientos tan bien encarrilados para su gusto. Pasó el viernes y el sábado impaciente. El domingo á la tarde, así que se alongaron un trecho de la casa, Atienza propuso:
—¿Qué le parece ir hoy hacia la aldea?
—No se lo apruebo, Padre. Aunque la comparación parezca dura, yo no soy más que el gitano, y usted el osezno con argolla en la nariz que yo voy mostrando por las calles para que las gentes admiren su domesticidad.
—¡Cuerno! Tienes mucha razón. Vamos por las calles á divertir á la gente. Pero te advierto que tengo pocas ganas de andar, así es que volveremos pronto al cubil.
—Como usted resuelva. Y ahora voy á preguntarle algo que me importa.
Y le espetó lo de la idolatría.
—¡Voto al chápiro verde! Qué cosas se te ocurren… Idólatra y fetichista, y todo lo que quieras, pero sin herejía, no vayas á imaginar. No des nunca mucha importancia á las palabras gruesas que yo diga. Me explicaré. Quería referirme á la devoción exagerada y absorbente que Sequeros rinde y propaga al Corazón de Jesús, y señaladamente al venerable Padre Crisóstomo Riscal. Sabes que en la Iglesia de Cristo, á partir ya de San Pedro y San Pablo, se manifiestan dos porciones, como las valvas de una concha, una espiritualista y otra materialista. Nuestra Sociedad, no la dudes, trajo nueva substancia á la valva materialista. Atiende á los ejercicios de San Ignacio, á la manera que tiene de hacer intervenir las potencias del alma en la meditación; la composición de lugar, ó sea la materialización del espíritu, es lo primero y es el todo, en rigor, porque de esta suerte, en lugar de elevarnos de golpe, y con evidente riesgo, claro está, á las huecas y cristalinas regiones de lo inefable, permanecemos asidos á lo sensible, á lo tangible y concreto. Y esto es de manera tal, que trabajando el entendimiento sobre cosas casi palpables, en fuerza de imaginarlas atentamente, se inflama la voluntad y se robustece y determina el propósito. Con lo cual no parece sino que San Ignacio se propuso dar un gran sentido práctico á su Compañía, un impulso de acción, y, al propio tiempo, alejar á sus hijos del grave peligro de aletazos inútiles en la abstracción pura, en cuyo vientre vacío han germinado la mayor parte de las herejías y sandeces sin número. Pero, así como se incurre en anatema y error por aletazo de más del lado del espíritu, no se yerra menos revolcándose en la parte material y de Cándido sensualismo. Esto es muy delicado. Si el hombre fuera más perfecto y de más firme inteligencia, no dudo que la religión se iría purificando de gran parte del rito y del culto, á lo menos en aquello que no es sino incentivo de la contemplación y vestidura de verdades que desnudas cegarían la flébil razón de las muchedumbres. Dios habló en el Antiguo Testamento con lenguaje apropiado al caletre de quienes le habían de oir; las verdades fundamentales de la creación y la historia milagrosa del pueblo elegido se guardan bajo la suave sombra que, como si fuera tupida ramazón, tiende el estilo, pintoresco, imaginativo, al gusto oriental, sembrado aquí y acullá de ocasionales errores, á los cuales se han agarrado los sabios chirles con ridículo regocijo. ¡Infelices! No comprenden que tenía que ser así… Por eso conviene, más que conviene, es de razón y necesidad distribuir en toda propaganda religiosa un atinado pasto de los sentidos, promoviendo el culto á ciertos idolillos inocentes y adobando la ceremonia con magnificencia, pompa y arte. Nuestra Sociedad, ateniéndose al ejemplo bíblico antes citado, ha hecho derivar la adoración teológica de la Trinidad, de suyo harto metafísica y á propósito para suscitar telarañas bizantinas, hacia la de una trinidad más moderna y de fácil comprensión, la de Jesús, María y José, matematizados, por decirlo así, en la fórmula JMJ. ¿Quién sino nuestra Compañía ha logrado que los Pontífices Pío IX y León XIII elevasen á San José al rango de patrono de la Iglesia católica, por encima de San Pedro y San Pablo? Hay que dar á Dios lo que es de Dios, y al vulgo lo que es del vulgo; pero, aquí de la cautela, del tacto, de la serenidad para mantenerse siempre fuera de esas nimiedades tristemente necesarias y exclusivamente externas, de trámite como quien dice. ¿Me entiendes? Y Sequeros se ha hundido de hoz y coz en ellas. Con toda reserva voy á comunicarte una cosa. No soy partidario del culto al Sagrado Corazón de Jesús, con parecer ello una cosa tan característica de nuestra Sociedad para ojos extraños, como el fajín que ceñimos. No me sorprende que Roma, en un principio, se opusiera á este culto de latría. El trueque de corazones entre la Alacoque y Jesucristo me parece una torpe y burda superchería. Sin embargo, nuestro Padre La Golombiére y sus cofradías de cordiocolismo se impusieron. Él sabría lo que se hacía. Pero ahora ya no estamos en el siglo XVII. Este culto, puramente simbólico, del amor divino, es de condición tan frágil, en su forma sensible, que las gentes de poco sexo al punto lo adulteran, convirtiéndolo en devoción á una viscera, sagrada por haber pertenecido al cuerpo de nuestro Salvador, pero no en mayor grado que otras visceras de Cristo, porque ¿la ciencia es tan despreciable que vayamos á creer, á estas alturas, que, orgánicamente, el corazón es la residencia de los afectos? Revestir un concepto de carne simbólica es empresa de mucho fuste, como que no se requiere menos que abundar en genialidad poética; y en nuestra Sociedad, en donde relumbran varones conspicuos en muchos órdenes, no ha habido ningún poeta, ni malo ni bueno, porque supongo que no los reputarás por tales á nuestro amado, pero grotesco, Padre Alarcón, y mucho menos á Estich. ¿Eh?
—¡Qué cosas tiene! Siga, siga, aun cuando me sature de confusión; es como si al hambriento le embutiesen manjares recios y amostazados con toda violencia. Pero, siga, siga…
Afienza extrajo de la sotana un gran pañuelo á cuadros, exoneró con estrépito la nariz, carraspeó y se dispuso á continuar su disquisición.
—Te hablo desordenadamente, sin método, y de aquí nace quizá tu confusión. Pero esta confusión es aparente; á medida que tu espíritu trabaje en reposo (bonita paradoja) sobre cuanto te digo, verás cómo cada idea tiende á su justo plano y se superponen adecuadamente formando el pequeño universo de un sistema. Creo que por hoy tenemos bastante…
—No, no. ¿Y Sequeros?
—¡Recuerno! Te he dicho todo lo que tenía que decirte. Sequeros es un alma de cántaro: bueno, bueno, bueno, mejor no puede ser; pero cargado de flato y de visiones á tanta presión, que el peor día estalla. Sí, hijo mío. Ya sabes que en las constituciones de San Ignacio se prohibe que sean admitidos en la Compañía aquellos individuos que propenden al ensueño. ¿Conoces á nadie que propenda más determinadamente que Sequeros? ¿Cuál es la teogonia y teología de Sequeros? ¿De qué manera concibe la región de los bienaventurados? Helo aquí: un puchero rojo, ceñido de una guirnalda de juncos y espinas, coronado por una llama que surge de su seno, del propio modo que de una tortilla al ron…
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Padre Atienza…
—¡Voto al chápiro! Que no hay de qué horrorizarse… No es culpa mía, sino de los malos artistas, como el Hermano Ortega, como el Padre Quevedo, que con sus pecadoras manos han traído á tan baja condición una cosa tan alta. Examina, examina atentamente las imágenes y lienzos devotos que gozamos en este punto. Pues en ellos se inspira Sequeros. Bien. Esta cosa que te he dicho, en el centro y sitio más eminente del cielo. Al lado, su administrador, que es el Padre Crisóstomo Riscal, con la imagen de la cosa en cuestión, grabada en el pecho, sobre la sotana, y del cacharro sale una voz que dice: «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes». Luego ya, todo lo que hay en el empíreo, es secundario para Sequeros. Ahora, serénate y atiende. Como Sequeros tiene vehemencia, sinceridad, efusión, y es honesto y buen mozo, comienza á hacer sus propagandas de cordiocolismo y riscalismo, y todas las madreselvas se vuelven locas. Es natural. Pero, una vez que ha traído á casa todo lo que tenía que traer, ¿conviene que su fuego apostólico siga propagándose á otras esferas de la sociedad con aquella puerilidad inconsistente que es su característica? ¡Líbrenos Dios! Hasta ahora se nos ha escarnecido, injuriado, perseguido; nunca se ha intentado ponernos en ridículo. Y ¡ay, cuando se abra la brecha! Por eso Sequeros está que ni pintado para los chicos: en casita, sí, en casita… Aquel día no se dijeron más cosas que importen.
VII
EL PROFETA
Todos los alumnos creían en la santidad de Sequeros; le consideraban adornado con ese don especialísimo que Dios otorga raras veces: la previsión de los acontecimientos por venir. Era profeta. Los hechos lo tenían suficientemente comprobado. Además sustentaba relaciones íntimas con el mundo suprasensible, espiritual; sabía los minutos cabales que su madre había permanecido en el purgatorio y los siglos que le habían durado; había visto con los ojos del alma, pero tan claramente como con los de la carne, el sitio que le estaba asignado en el cielo, á corta distancia del amadísimo Padre Riscal y de la favorecida Alacoque; había retumbado en sus oídos mortales la voz áspera y fétida de Satanás, á quien había conjurado con el signo de la cruz; y otra porción de prodigios que él mismo refería á los alumnos de la división, á las horas de recreo y en los paseos. De esta suerte les satisfacía la curiosidad con el elixir de lo maravilloso, les aligeraba la voluntad y los conducía por medio del prestigio y del amor. Pero, desgraciadamente, el sol rudo de estío, la holganza y las malas compañías, disipaban los vapores místicos que Sequeros con tanta diligencia alimentaba en las tiernas mentes. ¡Dichosas vacaciones del diablo!… Los niños volvían escépticos, con el corazón empedernido. Y aquel año más que nunca. Sequeros se mostraba atribuladísimo, extremaba sus narraciones milagrosas, quedábase algunos momentos como en arrobo, llevaba la mano al pecho y compungía el rostro, dando á entender horribles dolores y amarguras; suspiraba sonoramente cuando menos se pensase, á lo mejor en el silencio de los estudios, por que no pasase inadvertida su cuita. A pesar de todo, los niños no entraban por los deberes religiosos, y los pocos que retornaban á las antiguas prácticas devotas parecían hacerlo con frialdad, remolona ó hipócritamente. El primer sábado, á la hora de la confesión, sólo acudieron al santo tribunal cuatro alumnos: Abelardo Macías, aquel muchachete anémico, acosado de alucinaciones y con pretensiones de santidad; Manolito Trinidad, el lánguido hipócrita, desconfianza perdurable de sus camaradas; Casiano López, bodoque de remoquete, candoroso mancebo y objeto de vaya continua por el fútil pretexto de haber rotulado el engendrador de sus días «La costura acerada» á un bazar de calzado, muy boyante, de que era dueño, y Angel Caztán, el mexicano, de lúbricos labios bozales, tez mate y ojillos codiciosos. Dióse la palmada, en el estudio de la noche. «Salgan los que quierén confesar», dijo el Padre Sequeros. Y se levantaron aquellos cuatro, que, acompañados de Mur, se encaminaron á la celda del confesor elegido. Dijérase que fué una cuchillada que le asestasen al pobre Padre Sequeros: tal se puso de lívido, y con tanta angustia revolvió los ojos en sus órbitas. Algunos niños se sintieron pesarosos y á punto de querer confesarse; pero pudo más en ellos la timidez de evacuar en el seno de un confesor leves torpezas de los amables meses libres.
Las oraciones, al comienzo y final de los estudios, las rezaban contadísimas bocas, y esas como por rutina, con frialdad y voz endeble.
Un día, el Padre Sequeros comenzó como de costumbre:
—En el nombre del Padre, del Hijo, del…
Le siguieron dos ó tres. El resto, de rodillas sobre los bancos, permanecía en distracción absoluta, algunos cruzados de brazos, los más con las manos en los bolsillos del blusón, arrebolados aún por la fatiga del juego. El inspector asegundó, casi adusto:
—En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu…
Santiguábase con mucha solemnidad, dando gran amplitud al movimiento del brazo. Le siguieron los mismos de la primera vez. Hubo un silencio enojoso. El Padre Sequeros comenzó de nuevo, ahora con voz entrecortada:
—En el nombre del Padre…
Y como su ejemplo no fuera eficaz rompió en sollozos, los cuales, á causa del acento fuertemente masculino, eran conmovedores. Abrió los brazos en cruz; la garganta se le henchía, bermeja y congestionada. Los niños le miraban con ojos espantados. Macías se echó á llorar. Bertuco pensó desfallecer. Unos pocos se guiñaban el ojo, burlándose. Coste susurró á Bárcenas:
—¡Está chiflado!
Bárcenas le colocó entre las costillas un codazo que dejó sin sentido al pobre gallego. Y, al fin, espontáneamente, la división entera, aullando con frenética devoción y arrepentimiento, se santiguó.
—¡En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén!
Sentáronse, dispuestos á sus faenas y con propósito de enmendarse. Sin embargo, á los dos ó tres días el entusiasmo se congeló por entero.
En los paseos, cuando después de romper filas vagaban los niños por algún pradezuelo ó bosque aldeano, el Padre Sequeros solía ensayarles en himnos corales; el de San Ignacio, el del Padre Riscal, que él mismo había compuesto:
¿Quién dió á la España la nueva alegre
de los amores del Salvador?
Riscal ha sido, que en San Ambrosio
del mismo Cristo la recibió.
Este año ¡ay! los cantos eran inútiles; ningún alumno estaba para músicas celestiales. Otro paso de tortura para Sequeros.
El segundo sábado, el número de confesandos subió á seis; número misérrimo.
Esto aconteció un día de Octubre, ceniciento é ingrato. Llovía acerbamente. La noche salió de su escondrijo antes que de costumbre. Los recreos hubieron de ser bajo los cobertizos. Al comenzar el estudio de las cinco y media, la obscuridad lo envolvía ya todo. Los alumnos se hallaban con desgana para el estudio, díscolos é inquietos como nunca, especialmente Ricardín Campomanes, á quien el Padre Sequeros amaba señaladamente, á causa de su inocente condición: era un azogue. Le reprendió varias veces, inútilmente. Del propio modo amonestó á toda la división. La voz se le fué calentando y haciendo conminatoria. Los ojos le despedían flechas de luz; la sangre huyó de sus labios.
—¡Os burláis de Dios; apuñaláis el delicadísimo y amorosísimo Corazón de Jesús, lo apuñaláis, lo apuñaláis con saña, con frenesí, cobardemente…! Habéis cerrado los oídos á sus mansos requerimientos. Le tenéis á vuestro lado y no le queréis ver. Os quiere envolver en misericordia y le rechazáis… Pues bien; ha llegado la hora de la justicia. ¿Os reísteis? Ahora lloraréis. ¿Desdeñasteis? Ahora imploraréis. ¿Fuisteis duros? Ahora os ablandaréis, mal que os pese. La mano de Dios está sobre vuestras cabezas. ¡Ay de vosotros si descarga su justo enojo!
¡Sí, sí! Todo aquello estaba muy bien para las beatas viejas, pero no para aquel vivero de mocetes que se creían ya hombres, de la cabeza á los pies. Macías, Trinidad y otros pocos, manifestábanse consternadísimos. Bertuco estaba serio, reconcentrado. El resto, atendía á la lluvia tanto como al machaqueo terrorífico del inspector. Ricardín andaba atareadísimo en cazar moscas. Había hecho una plaza de toros de papel, con sus toriles, en donde aprisionaba las moscas, habiéndoles mutilado las alas, y luego las sometía á torturas inenarrables, rematándolas á descabello con una pluma de corona, Escuchó vagamente las amenazas del Padre Sequeros, más por frivolidad que por despego. Un moscardón, atontado por el frío, vino á pararse sobre el pupitre de Ricardín. ¡Este sí que es bueno! El niño adelanta la mano, con toda precaución, doblando los dedos en forma de cáscara marina, hasta ponerla próxima al aterido animalucho; la imprimió rápido movimiento transversal, en sentido del moscardón, rasando el pupitre, y ¡oh triunfo! lo aprisionó. Pero ¿en dónde lo guardaba? Se acordó de un alfiletero para barras de lápiz automático que estaba dentro del pupitre. Disimuladamente, con infinitas combinaciones y una mano sola, que la otra guardaba la presa, logró apoderarse del alfiletero sin que el inspector parase en él la atención. El bicho, con el calor de la mano, revivía y se agitaba desesperado; pasó á su nuevo alojamiento sin peripecia digna de mención. Y ya en este punto, Ricardín se aplicó á componer un dístico jocoso, que había de colocar á manera de rabo y banderín en la trasera del moscardón. Cortó una tira de papel y escribió esta singular y enigmática aleluya:
Al fuelle Trinidad le da el azteca
un buen pitón de lavativa seca.
Arrolló la tira de papel, aguzándola en un extremo, que hundió en el vientre del bichejo, y lo echó á volar, lleno de orgullo por la hazaña. Siendo el bagaje mucho, el moscardón batió las alas con toda su fuerza, de manera que movía un gran zumbido, el cual hubo de poner alerta al estudio y dar ocasión á risas sofocadas cuando se vió cruzar por el aire la bandera de papel, de insólitas dimensiones. Las traicioneras miradas denunciadoras indicaron en seguida al inspector quién fuese el culpable. Ricardín quedó anonadado. ¡Tan bien como le había salido…! ¡Malditos fuelles!
—Veo que no tienes enmienda, Ricardín. Ponte de rodillas en el centro del estudio.
El niño obedeció. Llevaba el rostro muy compungido. A los dos minutos ya estaba en cuclillas, revolcándose por el suelo, gateando bajo las mesas, pellizcando á sus amigos en las piernas, hasta que por su mala fortuna llegó á la femenina pantorrilla de Manolo Trinidad, á quien pellizcó de la propia suerte que á los otros; pero fuera por la más aguda sensibilidad de este jovencito, fuera con el malévolo propósito de poner en evidencia al enredador, ello es que Trinidad lanzó un alarido de parturienta, adredemente prolongado durante medio minuto; y justo es decir que la segunda parte del lamento tuvo causa bastante, porque Coste, que había sufrido heroicamente varios pellizcos con retorcimiento por no comprometer á su compañero, viendo que el dulce Trinidad se dolía tan de pronto y con escándalo, no pudo reprimirse, y le aplicó tal pisotón, que á poco le quiebra los huesos de un pie, convirtiéndoselo en pata de palmípedo, y por lo bajo le dijo colérico:
—¡Calla, marica!
El Padre Sequeros levantó los ojos del libro de oraciones en oyendo el alarido. Ricardín salía de debajo de las mesas, corriendo á todo correr, en cuatro patas.
—Esto es ya intolerable. Salga usted del estudio, señor Campomanes.
—¡Si no fué él! ¡Si no fué él! —suspiraba Manolo Trinidad.
Pero Sequeros, á quien desagradaban las artes hipócritas y rastreras de Trinidad, le hizo callar sin más averiguaciones. Coste respiró, y en la primera coyuntura, hundiendo mucho la cabeza en el libro, de modo que aparentaba estar absorto en el estudio, envió á Trinidad estas palabras, lentas y cortantes:
—¡Si dices algo, te saco los hígados; te los saco, fuelle! —Y le lanzaba ojeadas iracundas, sin dejar de tañer el invisible cornetín.
El trueno rebullía sordamente, á lo lejos. Caía la lluvia, emperezada y rumorosa. Bertuco pensaba en su émulo poético, Ricardín, que en aquel momento estaba á la intemperie, en el patio central del colegio, al cual dan los estudios.
Ricardín, entretanto, poseído de zozobra y pavor, no sabía qué hacerse. Ahora se acurrucaba contra el quicio de la puerta, como oveja rezagada que, fuera de la majada, busca el calor del hato; luego corría tiritando, la mano sobre los ojos, por guardarse del flechazo de los relámpagos.
La tormenta rodaba, acercándose. Una vaga desazón invadía el pecho de los niños. La luz de los velones parecía amortiguarse, asustada. Por los resquicios de las contraventanas filtrábase, de vez en vez, la fosforescencia de las exhalaciones, trayendo á la zaga formidables estampidos.
Comenzó el rosario. El primer misterio se rezó de rodillas sobre los bancos; los otros cuatro en el asiento, para volver á arrodillarse en la letanía. Abelardo era el guía; respondían todos fervorosamente.
—Vas spirituale.
—Ora pro nobis.
—Vas honorabile.
—Ora pro nobis.
—Vas insigne devotionis.
—Ora pro nobis.
El recinto se inflama con una cegadora luz azulina. Horrísono tableteo de cataclismo estremece los muros. Abrese la puerta violentamente é irrumpe Ricardín, enloquecido, clamoroso, con los brazos abiertos, demudado el rostro, los ojos como cristalizados é insensibles, híspido el cabello; da unos cuantos pasos vacilantes y cae en tierra. Todos los niños gritan, espantados; pegan la frente sobre las losas, y, juzgando que es el fin del mundo, el desatarse de la cólera divina, según había predicho Sequeros, imploran angustiadamente:
—¡Misericordia! ¡Absolución! ¡Absolución!
El jesuíta los bendice. Pasan unos minutos, inacabables, en espera de la segunda sacudida, que ha de hacer añicos y escombros el universo. Mas ya la tormenta huye; los monstruos del estrago braman cada vez más lejos.
Los niños van recobrándose lentamente; se miran unos á otros con extraviada pupila; rezan en voz baja; todos quieren confesarse en el acto. El Padre Sequeros les disuade.
—El sábado próximo lo haréis, y no se os olvide esta lección.
Pero los niños tienen memoria de pájaros. A los dos días, si se acordaban del medroso paso, era para avergonzarse de tanta pusilanimidad. Le echaban la culpa á Campomanes por haberlos sobresaltado con su aparición súbita y la caída, que lo tomaron por muerto. Y Ricardín contestaba:
—Sí, sí; quisiera yo haberos visto afuera.