IANUIS CLAUSIS[4]

 

I

El 21 de Septiembre comenzaba el curso en el colegio de Regium; era el cuarto, desde su apertura á la enseñanza.

El niño Alberto Díaz de Guzmán, conocido familiarmente por un diminutivo, Bertuco, salió de Pilares en el primer tren de la mañana. Acompañábale la vieja sirvienta Teodora, mujer de extremada sencillez, la cual había llenado cumplidamente para con Bertuco maternales menesteres desde la prematura orfandad del muchacho. Teodora iba aderezada con sus más ricos arreos y prendas; monumentales arracadas de aljófar, que le pendían hasta la base del cuello; pañuelo de seda recia y gayos colorines, anudado debajo de la barbeta; gran mantón negro, de seda también, con muchos bordados y luengos flecos torzales; falda muy fruncida, de merino; una docena de enaguas que abombasen y diesen buen aire al cuerpo andando, porque en esto consiste el toque del vestir de lujo y á lo señor; almadreñas, y un paraguas rojo. Bertuco, que comenzaba á prever atisvos del arte indumentario, consideraba que semejante acompañamiento le ponía en ridículo. Intentó ir solo á Regium, á lo cual Teodora acudió espantada:

—¿Tú qué dices, mi nenú?

—Voy para catorce años.

—¿Yo déjate solo?… ¡Non lo premita Dios!

Teodora pretendía tomar billetes de primera clase; mas Bertuco se obstinó en que habían de ser de tercera, y, á lo sumo, á lo sumo, de segunda. Asustábale pensar que las gentes de su propia condición le sorprendieran sometido á tan extravagante tutela.

En las calles de Regium los miraban con asombro, mofándose discretamente de aquella vieja, ataviada á usanza de tiempos remotos. Visitaron el bazar de Badila, en donde Bertuco se proveyó de lo necesario para el aseo personal durante el curso; llegaron hasta el puerto, por contemplar el mar, que andaba muy enfurruñado en aquella ocasión, y, poco antes del mediodía, tomaron el camino del colegio.

—¡Ay, Bertuco! ¿Por qué no vamos á comer á una fonda? Tiempo tienes de encerrate. Otros años, cuando venías con tu padre, ¿entrabas también pa comer? ¡Ay, Joasús!

Bertuco apretaba el paso; Teodora, siguiéndole malamente, enjugaba los ojos en un pañuelo á cuadros. Poco antes de llegar al colegio, Bertuco se plantó delante de la anciana.

—Oye, Teodora: no quiero que vayas con madreñas y con paraguas. Ya lo sabes. Tendrían risa los compañeros para todo el curso; no quiero que me tomen el pelo.

Teodora, sin atinar á decir cosa con cosa, exclamaba, haciéndose cruces:

—¡Joasús, Joasús!

Su consternación era tanta, que Bertuco sintió remordimiento de haber sido cruel.

—No seas boba. Es que los niños son muy malos; no me gusta que digan cosas de ti.

—Pero, ¿dónde los tó dejar, neñín de mío alma?

Bertuco la condujo, á campo traviesa, hasta la espalda del colegio, al pie de cuyas tapias había unas tupidas matucas.

—Escóndelos aquí.

Teodora dudaba.

—¿Y si me los arroban? ¡Ay! Y cómo están los praos, pingando mismamente. Tó coger un ruma con estos zapatos de satén; Dios m'ampare.

Volvieron á las vereditas que se hacen al frente del edificio. La aldeana detúvose y contempló recogidamente la grave y cejijunta mole.

—¡Joasús! Paez un maricomio.

—Teodora, se dice manicomio.

Penetraron en el portalillo, angosto y desnudo, como cosa inútil que es, pues los jesuítas saben no perder espacio ni tiempo en futilidades. Les abrió un fámulo de aborregado semblante. Desde el vestíbulo se columbra, á través de la puerta del fondo, el patio de la tercera división, preso en un claustro de arcos de medio punto, por donde discurrían, con paso presto, cuándo un pelotón de niños, cuándo una pareja de Padres. Teodora se mantenía inmóvil, tomada de religioso terror. De la ropería, que está, según se entra, al costado derecho del vestíbulo, salió el Hermano ropero, Santiesteban de apellido, esmirriado y amarillento; sonreía con expresión epicena, mostrando la sima lóbrega de una boca letrinal. Saludó á Teodora y Bertuco, acarició al niño y les condujo al salón de visitas, frontero á la ropería. Es el salón una pieza rectangular, muy vasta y severa, amueblada con sillas y sillones de enea; en las paredes penden fementidas copias de Murillo, pintadas por el Hermano Urbina, aquel prevaricador de insolente brocha que infestó de mamarrachos los colegios de la Orden.

En el salón estaba Coste, mócete desmadejado y bermejo, de ojos montaraces, carrillos tan rotundos y boca tan fruncida, que se dijera estaba tañendo de continuo un invisible instrumento de viento. Acompañábale su padre, un marino de sotabarba á la británica, hirsuta y entrecana, boca breve y ojos de lejanía. Llevaba un traje nuevo, de paño tan rígido que le embarazaba todo movimiento. Tenía la pipa en la boca; sin rechistar, seguía atentamente el discurso del Padre Eraña, Conejo de remoquete entre la grey de los alumnos.

En entrando Bertuco, los dos chicos corrieron á abrazarse. Coste traía ya la blusa puesta, un mandilón de dril agarbanzado, con orillas blancas. Conejo acudió también.

—Vienes más delgado, Bertuco. Vamos á ver, ¿se te han olvidado las progresiones aritméticas y geométricas? ¿Sabes que soy Padre Ministro este año? —y le halagaba con suaves toquecitos en las mejillas.

Teodora, haciendo extraordinario acopio de energía, se decidió á besar la mano de Conejo. Mas éste se la apartó con ademán campechano y risa franca. El marino continuaba en su puesto, como clavado en tierra.

Aportó Santiesteban una blusa, que se vistió Bertuco. Luego pidió los envoltorios á Teodora.

—Padre, ¿me permite que lleve á la camarilla las cosas del aseo?

—¿Qué camarilla tiene, Santiesteban? —preguntó el Padre Ministro.

—La del año pasado.

—¿Ya no vuelves? —se atrevió á decir Teodora, con la voz quebrada.

—¿Es tu madre? —añadió Conejo.

Y Bertuco, secamente:

—Es una criada vieja.

Teodora, sin haber oído á su Bertuco, murmuraba entre sollozos:

—¡Probín! ¡No tien madre!

—Cierto, cierto, no recordaba —repuso el jesuíta—. Y bien, señor Coste, ¿quiere usted que el niño continúe aquí ó que vaya á preparar sus cosas?

El marino extendió el brazo en dirección á los senos misteriosos de la santa casa, como indicando que estaba dispuesto á la separación.

—Despídete, Romualdo. Despídete, Bertuco —ordenó Conejo.

Pero todos continuaban quietos, cortados, sin saber cómo afrontar el trance. Teodora fué la primera en precipitarse sobre Bertuco, estrujándolo, besuqueándolo, chillando é hipando con infinito desconsuelo. Bertuco se desasió en dos tirones, se arregló la ropa, apretó el entrecejo y refunfuñó, poseído de cólera:

—¡Vaya, vaya! Es ya mucho.

El señor Coste besó á su hijo en la frente.

—Adiós, Romualdo; sé formal, rec… —(Conejo bajó la cabeza)— siquiera un año. Adiós, Padre.

Era cosa de ver aquel hombre tieso y sarmentoso, con los ojos empañados y la voz femenina en fuerza de emoción. Echó á andar hacia la puerta, pero como tropezase con Teodora, se detuvo.

—¿Viene usted sin paraguas, señora? Salga conmigo, que yo la acompañaré hasta donde sea.

Y aquí de los apuros de la anciana. ¿Cómo recogería sus adminículos yendo en compañía de aquel señor tan serio? La pobre mujer interrogaba angustiosamente con los ojos á Bertuco. Este, adivinando el aprieto, no pudo disimular la gracia que le hacía.

—Vete ya. ¿Qué aguardas? ¿Piensas que el papá de Coste va á comerte? Vaya, ¡adiós!

Retozándole la risa en el cuerpo y á impulsos del cariño que allá en el fondo le inspiraba aquella cándida criatura, fué á abrazar á Teodora por última vez.

—No se atribule usted, señora —manifestaba el marino, por hacerse el fuerte, y, tomando del brazo á Teodora, salieron los dos al mundo.

Coste frunció los labios más que de ordinario, como si se esforzara en dar una nota aguda, y los ojos azules de Bertuco adquirieron helado fulgor.

II

Bertuco subió á las camarillas. Coste iba con él, por especial permiso de Conejo. Tomaron la escalera del torreón.

Los dormitorios ocupan un ala entera del piso tercero, la del Mediodía, y una buena parte de las de Levante y Poniente. Es una sala profunda, en cuya lontananza los ojos se extraviaban entre penumbra. Altas como cosa de dos metros y á lo largo de la sala, van en cuatro filas las camarillas, haciendo dos cuerpos, de manera que, de sus portezuelas, la mitad da á un pasillo central y la otra mitad á otros dos pasillos más angostos, los cuales corren siguiendo los muros laterales del recinto.

Bertuco pegó el rostro á los vidrios de un ventanal. Pensaba en Teodora: «¿Se habrá atrevido? ¿No se habrá atrevido?». Llovía copiosamente. El paisaje era un cuadro brumoso, espolvoreado de ceniza.

—¿Qué haces? Paeces fato[5] —advirtió el carrilludo Goste, con mal humor.

—De buena gana abría esta ventana.

—Pero hombre, con lo que llueve…

Llegaron á la camarilla de Bertuco. Como todas las demás, era un mechinal diminuto, con cabida para una cama infantil y una mesa de noche, que hacía de lavabo en alzándole la tapa. Por toda techumbre, una tela metálica. A los pies, una percha; á la cabecera, estampas y una pila; en un ángulo, una rinconera, en donde Bertuco depositó, alineándolos, sus avíos de tocador.

Los dos niños se sentaron en el borde del lecho. Coste preguntó:

—Estás triste.

—¿Yo?… ¿Y tú?

—¡Psss!… Pienso escaparme en cuanto pueda. (Pausa). ¿Te gozaste mucho este verano?

—Hombre, la verdad: yo no me gozo nunca mucho. Ya ves, en la aldea… Sin amigos… Tuve un seminarista de preceptor.

—¿Y de mozas? —Coste clavó sus ojos en Bertuco, el cual, muy encendido, guardaba silencio—. ¡Anda, ea…! ¿A que resulta que no sabes gramática parda?

—Sí… ya… ya tengo malicia —balbuceó confuso.

—¿Y de mozas? ¿No estuviste con nenguna moza?

—Tú ya eres mayor…

—Sí, es verdad; yo soy mayor. Verás; un día fuimos desde Ribadeo á Lugo. Estuvimos en una casa de mujeres… Andan desnudas y con cintas de colores por aquí.

—¡Calla, calla…! Si nos oyeran…

—¡Bah! Se acababa antes todo. ¿Tú crees en el pecado?

—¿Oyes? Un ruido… ¡Dios mío, si nos oyesen!

Coste, que aunque se las daba de hombre terrible era en la entraña tan infeliz como patrañuelo, empalideció densamente ante la posibilidad de la expulsión ó de un castigo acerbo. En este punto sonó el pito de una fábrica; á poco, la campana del regulador conventual, llamando á la refección meridiana. Coste y Bertuco salieron corriendo. En cuatro brincos se plantaron en el refectorio.

III

El refectorio es una pieza alongada, de aire ceniciento; el piso, embaldosado de losetas grises; las paredes, grises y desnudas; al pie y adosados á ellas, bancos de pino; delante de los bancos, largas mesas con tablero de mármol gris; por fuera de las mesas, pequeños escabeles de pino. En la cabecera del refectorio, un crucifijo grande. De una banda, ventanales, y, promediándolos, un púlpito, desde donde el lector complementa y ensalza la torpe función de la comida material derramando sazonado y provechoso alimento para los espíritus.

Aquel día, como primero de curso, la refección se hacía sin el ritual y solemnidad establecidos en el reglamento. No hubo lector, porque apenas si había oyentes; Bertuco, Coste, Bárcenas y cuatro ó cinco nuevos, los cuales, en las mesas destinadas á la última división, hundían la nariz en el plato, emperrándose en no comer. Los demás alumnos, apurando los postreros y perentorios instantes de libertad, aguardaban la caída del día para venir á recluirse. De frente á frente del refectorio paseaban los que habían de ser, durante todo el curso, vigilantes de comidas: el nuevo Padre Ministro (Conejo) y el Padre Mur, segundo inspector de la primera división.

Conejo concedió inmediatamente «Deo gratias», esto es, permiso para hablar, y él mismo entabló, á seguida, conversación con sus amigos de años anteriores, enderezándose preguntas chuscas y haciendo payasadas y facerias, á que era muy inclinado. La carcajada muchachil, sincera ó hipócrita, puesta á guisa de comentario á raíz de sus donosidades y contorsiones, le originaba satisfacción tan plena como á un general romano la ovación.

Coste trasladaba al estómago los colmados platos, y al plato las colmadas fuentes. El Padre Mur lo aborrecía sin disimulo y lo asaeteaba con ojos fríos, acerados. Conejo contentábase con burlarse de tanta glotonería.

El Padre Mur se detuvo, cara á Coste. El muchacho, que en el instante aquel hacía presa en un trozo de carne, se quedó paralizado.

—Pero, hombre —susurró el jesuíta, frunciendo la boca como si se sintiese acometido de una náusea—, comes como un gorrino. Da asco, mirarte. ¿No te han dado de comer, durante el verano, en tu casa?

El mofletudo Coste miró al Padre Mur; primero, con la dolorida dulzura de un can á quien sin razón maltratan; luego, con la agresividad admonitoria de la bestia que se apercibe á hincar el diente en la mano que la hiere.

—Si le molesta mirar, no mire —gruñó, y al punto devoró la carne.

El Padre Mur le volvió la espalda. Este fué el único incidente de la comida. Terminada ésta, salieron á la recreación. Como llovía, se acogieron al cobertizo. Los contados alumnos fueron divididos en varios grupos, según la división á que pertenecían, y entregados á la tutela de sus inspectores correspondientes. Habiéndose ido á comer Mur, los de la primera división quedaron con el Padre Sequeros, su inspector primero. El Padre Sequeros no parecía el mismo que había llegado á Regium tiempo atrás, con el cráneo alto é imperativo, en son de conquista religiosa. Su cabeza, ahora, propendía á la humillación, como si el perseverante yugo de la adversidad la hubiera impreso una actitud sumisa; había enmagrecido y perdido la turgencia juvenil del rostro, bien á causa de una enfermedad, acaso por obra de morales sufrimientos, quizá en virtud de penitencias excesivas; tal vez por las tres cosas juntamente. Manifestábase con esa incertidumbre y timidez constantes de los seres inofensivos que viven en un medio hostil, sometidos á caprichosas vejaciones. Pero, cuando estaba á solas con sus chicos, se afirmaba en sí propio, desentumeciánsele las alas del corazón y comenzaba á esponjarse, á reir, á retozar… La cabeza tornaba, poco á poco, á adquirir noble imperio; los ojos se caldeaban; la voz se hacía tierna y velada; los brazos, larguísimos, según correspondía á su aventajada estatura, se desplegaban como una gran cruz que cobijase la infantil muchedumbre. En esto llegaba el Padre Mur, aquel drope gélido y narigudo. Repentinamente, el Padre Sequeros perdía toda animación, todo fervor, todo entusiasmo; volvía á ser el hombre ahuyentado, receloso, encogido.

El Padre Sequeros paseaba bajo el cobertizo, llevando á sus lados á Bertuco y á Bárcenas, segundón del marquesado del Santo Signo. Coste se entretenía jugando á solas con el balón. El jesuíta apoyaba sus manos en los hombros de los dos niños, atrayéndolos hacia sí al tiempo que les dirigía dulces palabras de afecto y bienvenida, junto con preguntas referentes al empleo del verano.

—Vamos á ver, ¿habéis conservado la devoción al venerable Padre Crisóstomo Riscal?

Los niños asentían tibiamente.

—¿Habéis contribuido á propagar su devoción?

—Yo, la verdad, Padre… como estuve en la aldea y los aldeanos no entienden mucho de eso… —dijo Bertuco.

—Yo, sí, Padre. Mis hermanas, sobre todo Amalia y Enriqueta, son ya muy devotas —aseguró Bárcenas.

—¿Y la Piísima[6]? —interrogó el jesuíta—. ¿La habéis hecho todos los días?

Respondieron que sí. El Padre Sequeros se inclinó á mirarles, con expresión dubitativa y severa. Los niños se ruborizaron, considerando descubierto su embuste. Creían que el Padre Sequeros estaba dotado de sobrenaturales dones adivinatorios, y que no hacía sino mirar á una persona para leer en el más replegado y lóbrego rincón de su pensamiento. Al cabo de unos minutos de silencio, el jesuíta indicó que jugaran un rato, por bien hacer la digestión. Barcenas fué á empeñarse en singular y desaforado combate con el mofletudo Coste. Bertuco, pretextando cansancio á causa del viaje y del madrugón, continuó paseando con el jesuíta. Eran muy aficionados el uno al otro. El Padre Sequeros gustaba de la riqueza sentimental y avispado juicio del muchacho; le amaba entrañablemente, recelando que había de ser carne de libertinaje y espíritu de impiedad en saliendo al mundo. ¡Pobre almita! ¡Tan sonora! ¡Tan apta para que los dedos capciosos del enemigo malo le arrancasen una música de infernal fascinación! Bertuco, á su vez, amaba al Padre Sequeros con un amor que participaba del respeto que nos inspiran las cosas grandes y misteriosas.

Paseando, Bertuco, en cuantas coyunturas se le presentaban, escudriñaba la fisonomía del amigo y maestro; ahora, con el rabillo del ojo; ahora, franca y descubiertamente, aprovechando que el Padre Sequeros caminaba abstraído. Era patente, en opinión de Bertuco, que el jesuíta recibía á sus alumnos con alegría dolorosa, así como aquel á quien devuelven prendas queridas, las cuales, con la ausencia, han sufrido detrimento y mal daño.

Detuviéronse á mirar cómo caía el agua en los grandes patios de recreación, vacíos y fangosos. Luego, el Padre Sequeros tomó á Bertuco dulcemente por las sienes, elevándole un poco el rostro, de manera que lo podía contemplar á su sabor, como lo hizo.

—Estás más delgado, Bertuco. Y algo pálido. ¿Por qué no levantas los ojos? ¡Ay, Bertuco! ¡Has perdido la pureza: estás en pecado mortal!

—No, padre. Por esta vez se equivoca. —Pero no lograba reirse, como pretendía.

—Calla, calla, Bertuco. No agraves tus faltas con la mentira. —En sus palabras no había acritud, sino infinita amargura.

Comenzaron á llegar los alumnos, lentamente. Los nuevos, de la tercera división, lloraban casi todos. Los antiguos se saludaban y abrazaban, con cierta timidez y encogimiento, como si los tres meses de separación les hubiera extrañado á unos de otros. A las seis de la tarde estaba el hato completo, en la majada jesuítica.

IV

Las divisiones se encaminaron, en dos filas, á sus respectivas salas de estudio ó estudios, á secas, según el estilo vernacular del colegio.

Son los estudios grandes salas, de muros blancos y desguarnecidos; mesas de pino barnizado, cada una con cuatro pupitres ó cajones, que así se llaman, los cuales se abren en dos hojas laterales, de suerte que al ser usados no oculten la cabeza del alumno; miran todas las mesas en un sentido, y están repartidas en dos bandas, dejando en el medio angosto pasadizo; dominándolas, se levanta el púlpito del inspector, con acceso de uno y otro lado; en la pared, sobre el púlpito, un doselete y la Inmaculada Concepción.

Se rezó el rosario, se hizo lectura espiritual… Llegó el Padre Eraña, interrumpiendo la lectura, y fué á colocarse en la mesa de cabecera, vuelto hacia la división. El alto cargo que le habían conferido le tenía lleno de inocente orgullo, que se traicionaba en la sonrisa satisfecha y en cierta arrogancia pretendida, incompatible con la desmedrada humanidad del buen Conejo. Era hombre sencillo, de cortísimas luces y su rostro plebeyo. Usaba, como todos sus compañeros, bonete sin borla, de puntas desmesuradas, que á media luz y algo á lo lejos remedaban las erectas orejas de un asno. Se ignora la génesis del remoquete con que era caracterizado el Padre Eraña; veníale ya de Carrión de los Condes.

Conejo paseó su mirada sobre los muchachos; le bailaba siempre en los ojos la alegría de vivir, y ahora con harta razón. Hubo un gran silencio, que el Padre Ministro prolongó adredemente, gozándose en él como en una lisonja. Un hipo descomunal resonó en el estudio.

—¿Quién es el marrano? —preguntó Conejo, aparentando severidad.

Los vecinos del culpable, con esa baja intención característica de la infancia, y que los jesuítas cultivan con mucho esmero, en fuerza de miradas y gestos, lo colocaron en tanta turbación, que ella misma hubo de delatarle. Era Marcialito, hijo del heroico general Pandolfo.

—¿Es esa la educación que te dan en tu casa? ¿Te parece éste sitio para regoldar? —y Conejo fruncía las cejas de una manera tan ridícula, que todos rompieron en una gran carcajada.

A seguida comenzó el reparto de libros de texto. Los niños pasaban, uno por uno, recogiendo los que le correspondían. A Bertuco le entregaron la «Psicología, lógica y ética», de Ortí y Lara; la «Geometría», de Rubio, y el segundo de Francés, de Goicoechea. Concluida la distribución, Conejo preguntó quiénes querían inscribirse en las clases de adorno. Bertuco se matriculó en violín y dibujo. Coste, aterrorizado ante el hastío tremebundo de las interminables horas de estudio que tenía por delante, juzgó cómodo expediente solicitar alguna clase de adorno, ya que éstas se seguían hurtando el tiempo al estudio.

—Padre, yo quisiera…

—¡Bravo! El señor Coste quisiera… ¿Qué quisiera el señor Coste?

Un poco cortado ya, el mofletudo Coste continuó:

—Pues yo quisiera tocar algo…

—Pero, hombre, si parece que lo estás tocando siempre… Carcajada unánime.

—No; si digo… vamos, algún instrumento.

—¿De viento?

—Bueno; tocar algo.

—Ya estás tocando el violón.

Nueva carcajada, sobre la cual salía la voz aguda de Manolo Trinidad, el hipócrita alfeñicado y casi femenino que se pasaba el curso haciendo la pelotilla, adulando y llevando chismes á los Padres. Coste se sentó furioso, y con disimulo hizo señas á Trinidad, dándole á entender que pensaba romperle algo, hacia la cabeza.

Conejo salió del estudio con aire marcial y exagerado contoneo.

El inspector, desde lo alto del púlpito, enderezó breves frases de salutación á los alumnos, y terminó diciéndoles que podían hojear los libros de texto en tanto llegaba la hora de la cena. Levantóse entonces un revuelo sordo, y, á poco, la muchedumbre de cabecitas se inclinaba atentamente sobre el pupitre.

V

Unos pasaban y repasaban con afán las páginas; otros meditaban, la cabeza hundida entre las manos; algunos cayeron dormidos. Había un religioso silencio. El Padre Sequeros derramaba una turbia mirada de misericordia sobre todos ellos; los escrutaba luego con ahinco, como si se esforzase en descifrar vagos enigmas. «¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué será de ellos?», se decía. Su destino humano no le inquietaba, sino la eterna solución de aquellas vidas. «¿Cuántos se salvarán? ¿Cuántos se condenarán?». Y le tomaba un temblor de espanto.

La solución de ultratumba no queremos aventurarla. Pero como de esto han corrido muchos años, algo podemos decir del destino terrenal que pesaba ya sobre aquellos cráneos candorosos.

Sumidos en el triste recogimiento del estudio estaban: Luis Felipe Ríos, que había de morir frenético, de parálisis general; Rielas, que había de morir alcohólico; Lezama y Menéndez, á quienes habían de recluir en sendos manicomios; Macías Guarino, su hermano Enrique, Celedonio Pérez, Gaztán y Borromeo Gusano, que habían de morir tuberculosos; Manolo Trinidad, que había de llegar á ser bardaje; Forjador, jesuíta, y Ricardín, alcalde de Regium. Nada queremos adelantar de Bertuco y Coste.

Entretanto, el Padre Sequeros seguía planteándose el para él magno problema: «¿Quiénes se salvarán? ¿Quiénes se condenarán?».

A las ocho menos cuarto asomó por la puerta del estudio el temible morro del Padre Mur, un morro puntiagudo y vibrátil como el de las ratas de alcantarilla. El Padre Sequeros le dejó el púlpito y salió del estudio, á fin de tomar su refección vespertina.

El Padre Mur creyóse también en la obligación de pronunciar unas palabras. Hízolo muy secamente, mirando á los alumnos con manifiesto desdén y agrura. Insistió repetidas veces en lo saludable y provechoso de los castigos para quien los recibe, y, á guisa de epílogo, advirtióles que lamentables benevolencias de otros Padres tendrían necesaria compensación en su justa severidad (la de Mur). Los niños vieron en sus últimas frases una clara alusión al Padre Sequeros, á quien odiaba, y no era preciso ser muy listo para echarlo de ver.

Luego de terminar tan sucinta y rotunda plática, les conminó á que inmediatamente le fueran entregando relojes, monedas, cortaplumas y cualesquiera otros objetos prohibidos, por ser ocasión de distracciones en clases y estudios. Así lo hicieron todos.

A las ocho comenzó la cena. A las ocho y media había terminado. Después de una breve oración en la capilla particular, los colegiales subieron al dormitorio, yendo cada cual á guardarse en su respectiva camarilla.

VI

Bertuco fué despojándose pausadamente de sus vestidos. Contempló algún tiempo el camastro, pequeñuelo y blanquísimo, amable ensenada á donde se recogía después de los diurnos afanes, entregando su espíritu en brazos de los ángeles por que lo recreasen con dulces ensueños y anticipaciones de la gloria venidera. Había sido el lecho de su virginal candor; ya no podía volver á serlo. No se atrevía á acostarse, cual si fuese una profanación. Cruzó los brazos y abatió la cabeza. Estábase así cuando el Padre Sequeros le sacó de tu ensimismamiento tocándole el hombro con blandura.

—¿Por qué no te acuestas, Bertuco? Vamos, acuéstate.

Obedeció el niño. El jesuíta le acarició la frente.

—Duerme, Bertuco. El Señor sea contigo. —Salió, cerrando por fuera la portezuela.

Bertuco hundió el rostro entre la almohada, solicitando el sueño ahincadamente, por huir de sus propios pensamientos.

Oíase el susurro de la lluvia contra los ventanales y algunos sollozos, saliendo ahogadamente de camarillas remotas.

Bertuco se acordó de que iba ya para dos meses que no hacía sus oraciones antes de dormirse; comenzó á bisbisear sin lograr aplicarse á infundirlas un sentido. Una sola idea se alojaba en su mente, expandiéndose, expandiéndose como si amenazase quebrarle el cráneo. Era la idea de tener que confesarse y descorrer ante un sacerdote el velo de sus pudores mostrándole aquella vergüenza. ¡Tenía ya malicia! El demonio le había iniciado en el gran secreto que rige al mundo.

Se le hacía presente la escena y el supremo minuto en que su infame preceptor le había sugerido inmundas verdades, induciéndole á pecaminosos actos con la hija del jardinero. Bertuco no quería oir; huyó aterrorizado. El seminarista, riéndose, corrió á darle alcance. Luego, había remachado sobre lo ya dicho. Bertuco protestó. ¡No, no podía ser tal monstruosidad! Le asaltó el recuerdo de su madre. «Entonces… mi madre… ¿Y la Virgen?» había suspirado roncamente. Acudió el seminarista con textos de la doctrina, los cuales en el instante adquirieron cabal sentido.

Fué un cataclismo. El edificio de su piedad y fe cayó, y entre la confusión ruinosa corrían los lagartos de los malos pensamientos y deseos, calentándose al sol interno de una lujuria meditativa, creciente, avasalladora, porque lo presunto érale incentivo y alimento. Se retrajo á los parajes esquivos de la aldea y á los rincones apartados de la casa. Su espíritu modelaba en todo punto fantasmagóricas esculturas de carne femenina y rectificaba las formas, aspirando á la realidad desconocida. Bertuco devoraba á las mujeres con ojos ardorosos, imaginando la desnudez plena por las sugestiones que le ofrecían pliegues, caídas y adherencias del ropaje; acechaba una pierna que en fugitivo movimiento se mostrase, un brazo arremangado, la hendedura y suave henchimiento de un descote… Comenzó á dudar de la sabiduría del omnipotente, que había dispuesto para la propagación de la especie acto tan torpe y puerco, y no un arbitrio más decoroso y amable. Sintió repugnancia de sus progenitores y desprecio de sí propio, considerando su bajo y vergonzoso origen. Llegó á mirar con odio á sus semejantes. Cada vez que tropezaba con una madre amamantando al pequeñuelo, con una señora encinta, con un matrimonio, volvía el rostro, asqueándose y reconstruyendo, á pesar suyo, hipotéticas intimidades é inmundas complacencias. Pero todo su ser aspiraba hacia la hembra, Una mano soberana é ígnea le asía por la nuca, lanzándole vertiginosamente al amor. Cayó. ¡Oh, aturdimiento y rabia de los primeros tanteos, en los cuales una ignorancia frenética se ayuntaba con otra ignorancia pasiva, incapaces de consumar el incógnito acto! Rosaura, la hija del jardinero, aquella rapacina pelirroja y tímida, fué la compañera de pecado: era una adolescente informe y glabra aún.

Después, las torturas de ver cómo el curso se le echaba encima, su despego de los deberes religiosos, su horror al tribunal de la penitencia, la aridez y tenebrosidad de corazón…

Y la lluvia batía contra los vidrios. Una voz angustiada hendía la paz del dormitorio: «¡Mamá! ¡Mamá!». De fuera del colegio llegó, apagado y suspirante, un canto campesino:

A mí me gusta lo blanco.

¡Viva lo blanco! ¡Muera lo negro!

A mí me gusta la niña

Con zapatitos de terciopelo.

Zapatitos de terciopelo… Jamás los había visto Bertuco. Imaginólos en el acto, á manera de cimientos de una rica hembra desnuda, más rellenica que Rosaura y con penumbrosos recodos en alguna parte. Por evitar la tentación abrió los ojos. La luz era mortecina y amodorrante. Volvió la pupila, llorosa hacia las estampas de la cabecera, y con determinada dilección la puso en la imagen de San José, aquel varón manso que había sido puro y sencillo. Incorporóse y besó la florecida vara del santo.

El sereno, con pie inaudible, se acercó á la camarilla de Bertuco, habiendo oído dentro algún rumor. Espió á través de la mirilla y penetró repentinamente en el mechinal, sorprendiendo al niño cuando besaba el cromo. Era el Hermano Mancilla, y habló malhumorado:

—¿Qué te haces, pues, ahí, mastuerso? ¡Ah! Tú, Bertuco, que te eres… Dispensa. ¿Qué majadería es esa? Duérmete, pues, de seguida.