El Padre Mur perseguía la oportunidad de satisfacer su venganza en Bertuco, el cual, en cierta ocasión, había repelido coléricamente las asiduidades cariciosas y pegajosas del jesuíta.
Mur inspeccionaba las filas de alumnos que á la puerta de los confesores aguardaban, cruzados de brazos, la vez de ir descargando la conciencia. A la puerta del Padre Arroyo había ocho niños. Bertuco estaba el séptimo, y, aun cuando apercibía sus potencias espirituales para postrarse ante el santo tribunal con el recogimiento debido, no lograba impedir que en su memoria bullesen danzantes imágenes de panderetólogos: la impresión había sido muy intensa y estaba demasiado reciente. Entre las muchas artimañas y máculas ladinas con que Mur cazaba á los enredadores, una de ellas consistía en volverles la espalda, con lo cual ellos, juzgándose libres por el momento, verificaban sin disimulo su travesura; mas, siendo luenga la nariz de Mur, y descansando las gafas en lo más avanzado del apéndice nasal, bastábale subir, como al desgaire, la mano hasta el rostro, poniéndola detrás de los vidrios para tener un espejo en donde se retrataba todo lo que detrás de él acontecía. Por no traicionarse y prolongar en lo posible la astucia, no daba á entender por el momento los resultados de su espionaje, sino al cabo de algún tiempo, con lo cual, los díscolos, creían haber sido acusados por algún compañero fuelle.
Volvióse de espaldas Mur; Bertuco, á quien le sonaban en los oídos las sonajas de mil panderetas, y en cuyos nervios parecía infundirse la energía y agilidad de una falange de panderetólogos, como se viese á salvo de la mirada rapaz de Mur, sopló al oído de su vecino en la fila:
—Mira tú que aquel pequeño, el rubio… ¡canario! —Y comenzó á retorcerse y descoyuntarse, remedando al artista del pandero, y con los ojos pendientes de Mur, en previsión de que se pudiera volver de pronto.
Mur, en aquel punto, hacía espejo de sus gafas; pero no supo interpretar los movimientos del niño en derecho sentido, sino que dió por averiguado que le hacía burla y muecas de odio con todo desembarazo y desvergüenza. Arrebatado de iracundia, giró sobre los talones y puso en las mejillas de Bertuco una sonora y recia bofetada. En las infantiles pupilas había una mezcla de estupor y de odio. A seguida, Mur se aferró con su diestra, huesuda y truculenta, á la oreja de Bertuco, arrastrándolo por el tránsito, y luego escaleras abajo, después de haber ordenado á los otros siete niños que vinieran de testigos, hasta un estrecho y breve pasadizo, enladrillado de rojo, que abre una comunicación entre el claustro central y los patios exteriores, por la parte de los lugares excusados.
Los niños hicieron corro; Mur y Bertuco en el centro.
—¡Arrodíllate!
Bertuco obedeció.
—Vete haciendo una cruz con la lengua en el suelo. Primeramente, desde aquí hasta aquí. —Señalaba con el pie una extensión como de tres palmos.
Bertuco permaneció inmóvil. Sus ojitos azules parecían de acero, bruñido en la piedra de afilar. Los tiernos espectadores estaban consternados.
—¡A la una! ¡A las dos…! ¡A las tres! —Y dió al niño vehemente puñetazo en la nuca, con intención decidida de derribarlo de bruces, y lo hubiera logrado si las manos alertas de Bertuco no se hubieran apoyado en tierra.
—¡Haz la cruz con la lengua!
Bertuco, que había vuelto á colocarse de rodillas, no hizo movimiento alguno.
—A la una, á las dos… ¡á las tres! —Segundo golpe, con redoblado vigor.
Juanito Prendes, de pusilánime corazón, se echó á llorar, y entre acongojados hipos balbucía:
—Por Dios, Bertuco, obedece. ¿Qué más te da?
A Bertuco no le repugnaba lo repugnante del castigo, sino la humillación que entrañaba. Adivinaba confusamente que aquello que sentía dentro de sí como espina dorsal de su espíritu, la dignidad, en siendo violada y partida, no era posible rehacerla y enderezarla. Hendíasele el corazón de espanto.
—¡Máteme, máteme por Dios!
—La muerte merecías, infame. Haz la cruz, arrastrate, asqueroso reptil. —Y de un puntapié lo envió rodando contra el muro.
Y ya, no Juanito Prendes, que también los seis restantes le suplicaban que se doblegara, sabiendo que el Padre Mur no perdonaría nunca.
Y en un momento de suprema desesperanza y abrumadora vergüenza y asco de sí propio, casi aniquilado por el temor y la amargura, Bertuco se dispuso á obedecer, y sacando la lengua la aplicó al suelo. Dos lágrimas ardientes como la punta de un puñal enrojecido en la lumbre le taladraron los ojos, anublándolos. Dentro del pecho experimentaba el furor de una garra que le rebañase las entrañas.
—¡Lame la tierra! —rugió Mur, con voz estrangulada de ira y torpe fruición.
El paso continuo de centenares de pies había desgastado el ladrillo, formando un polvo terroso y sucio. De otra parte, las fauces de Bertuco estaban resecas. Así que por las tres veces que puso la lengua sobre el suelo convirtiósele en un objeto extraño y asqueroso, como petrificado, que le ocasionaba fuertes torturas y le impedía hablar.
—¡No puedo más…! —articuló con esfuerzo.
Mur le puso el tosco zapato sobre la nuca. El niño, en una convulsión, quedóse rígido, yacente, bañado el rostro en sangre.
—Marchaos ahora mismo de aquí. Y como digáis algo á alguien os hago lo mismo á vosotros.
Los niños huyeron, aterrorizados. Y en estando á solas, el jesuíta arrastró el cuerpo exánime de Bertuco hasta un grifo que hay contiguo á los lugares excusados, y chapuzándole la cabeza le devolvió el sentido.
—Lávate bien esas narices. Cuidado con que nadie entienda nada de esto, porque te arranco el alma negra que tienes, canalla. Hoy no te confiesas, porque eres un sacrilego, ni cenas. Te pondrás en el centro del refectorio, en donde todos vean tu cara maldita de criminal, y no probarás bocado hasta que me repitas de memoria la elegía triste de Ovidio. Por la noche, no cerrarás la puerta de la camarilla; te pones de rodillas en el umbral hasta que yo vaya. ¡Ea! Ya estás listo. Al estudio.
A la hora de la cena, convergiendo á él las miradas de todos los alumnos que le abochornaban, procuró desentenderse de todo y aprender cuanto antes la elegía. Su cabeza estaba débil y dolorida; las mallas de la memoria, tan sueltas que dejaban escapar los versos á ellas confiados. Al final de la cena sabía tan sólo una pequeña parte:
Cum subit illius tristísima noctis imago
quae mihi supremum tempus in urbe fuit,
cum repeto noctem quae tot mihi cara reliquit,
habitur ex oculis nunc queque guta meis.[37]
En la camarilla se arrodilló como le habían ordenado. El dolor y el cansancio le rendían. Pasaba el tiempo; oíase el suave ronquido de algún alumno. La luz era escasa y medrosa, á propósito para poblarse de aquellas formas infernales con que los Padres aterrorizaban el cándido corazón de los niños. Aunque la frente le abrasaba, sus miembros estaban ateridos y sus mandíbulas trepidaban de miedo. Cada ruido ó susurro le detenía la circulación; cerraba los ojos, por no ver la cabra ó el cerdo endiablados. Allá, muy avanzada la noche, se le apareció Mur de pronto. Venía envuelto en una manta de Palencia y descalzo. Sin decir palabra, arremetió sobre Bertuco á puñadas y rodillazos, estrujándolo contra los hierros de la cama. Con el furor de la arremetida, la manta se le desprendió de los hombros, dejándolo en ropas muy menores y descuidadas, á través de las cuales mostraba velludas lobregueces, y las vergüenzas, enhiestas. Cuando tuvo al niño bien molido, se fué, cerrando la portezuela de golpe.
Bregaba aún Bertuco, antes de conciliar un reposado sueño, entre la vigilia y un sopor plúmbeo, henchido de incoherencias y desatinos, cuando la frigidez de un chorro de agua y unos sañudos pellizcos, aplicados con mano férrea, le hicieron lanzar un grito y abrir los ojos. Mur estaba en pie, junto al lecho, envuelto en la manta.
—Vístete de prisa, y ponte de rodillas.
Era noche aún. Burtuco siguió el curso del tiempo, por el reloj del observatorio. Le habían hecho levantarse hora y media antes que los demás.
Cuando bajó á la capilla, con sus compañeros, sentía el cráneo lleno de humo turbio y ardiente; los miembros le obedecían apenas; la tierra era muelle y se balanceaba en un vaivén amplio. En el estudio de la mañana temió caer desplomado en dos ocasiones. No desayunó, porque Mur le hizo continuar estudiando á Ovidio. Al fin, en la clase del Padre Ocaña, prorrumpiendo en un alarido desgarrador, escurrióse entre el banco y la mesa y fué á dar en tierra, poseído de frenesí. Sus compañeros se apartaban, sobrecogidos. Ocaña descendió ágil del púlpito y acudió en auxilio de Bertuco.
—Rielas, Benavides, vosotros que sois fuertes; ayudadme á sujetarlo.
Benavides, de rostro de chimpancé, solapado enemigo por envidia de Bertuco, se excusaba.
—No me atrevo… Parece un endemoniado.
—Te digo que vengas; no seas cernícalo. Es un ataque de nervios.
En esto, Bertuco recobró la calma. Yacía sobre el piso, de cemento, sin dar señales de vida. Mirábanse unos á otros, sin osar acercársele, cuando el niño se incorporó, sentándose. Emitía profundos, trágicos gritos de terror; adelantaba los brazos, como deteniendo invisibles agresiones; sus ojos se abrían desmesurados, casi blancos, a causa de la extremada contracción de la pupila, como la máscara antigua del espanto. Cayó de nuevo; cerró los ojos; conducía las pálidas manecitas tan pronto al corazón como á la cabeza, suspirando con leve y desolada quejumbre.
El Padre Ocaña trajo su sillón, del púlpito á la parte baja del aula, y en él acomodó al enfermo.
—Ahora, ayudadme vosotros dos: vamos á subirlo á la enfermería.
Allí, lo tendieron sobre una cama, desmayado aún. Acudió el Hermano Echevarría y se avisó á Conejo.
El caso era alarmante. Temerosos de la nesciencia del enfermero, los Padres acordaron llamar al doctor Cachano con toda urgencia.
Presentóse el doctor, un hombre enjuto, cetrino y alto, cuyas patillas piramidales y rucias eran como claudicantes orejas de borrico. Se armó de doradas gafas, apoyó la oreja sobre la caja torácica de Bertuco y auscultó recogidamente, frunciendo las cejas de manera sombría.
En aquel punto, á Bertuco le atacó una gran convulsión épileptiforme; agitaba desesperadamente brazos y piernas, arqueaba el cuerpo, apoyándose en los talones y en la nuca, ó pretendía arrojarse del lecho. A la postre quedó postrado, inerte.
Ya en el pasillo, el doctor Cachano comunicó á Echevarría el plan terapéutico que había de seguir: baños templados, infusión de tila con azahar, bromuro y cloral.
—¿Es grave la cosa, doctor?
—Como puede que sí, puede que no. A mí me inspira serios temores. A este niño han debido darle un susto muy grande. Conviene que no le dejen solo un momento, y, sobre todo, yo, en el caso de ustedes, querido Padre Ministro, avisaba á la familia para sacudirme de encima responsabilidades; —y al sacudir, acordadamente, la cabeza, ondulaban las patillas, espolvoreadas de rapé que le había ofrecido Conejo.
Así que don Alberto recibió la carta con las tristes nuevas del mal de su sobrino, emprendió la marcha acompañándose de Trelles, un médico joven, inteligente y clerófobo furibundo. Llegaron á Regium en el tren de la tarde; á la media hora estaban en el colegio. Encontraron á Bertuco animoso y sonriente; viendo á su tío se sorprendió. Conejo dijo:
—Gracias á Dios, ya está bien. Pero nos ha dado un susto…
—¿Cuándo ha caído enfermo? —preguntó don Alberto, y acariciaba al niño en la mejilla.
—Ayer, en la clase de la mañana. No damos con la causa, porque él no dice nada. Ha sido un ataque nervioso muy violento. Sin duda, como están próximos los exámenes, el estudio excesivo…
—¿Podrá salir del colegio para reponerse? Lo encuentro muy pálido y flacucho.
—Como usted guste; pero no lo creo necesario.
—Sí, mejor será que me lo lleve mañana.
Bertuco oprimió alborozadamente la mano de su tío.
—Supongo que no habrá inconveniente en que el señor Trelles y yo nos quedemos esta noche velándolo aquí.
—¡Oh! ¿Inconveniente? Ninguno. Pero, ¿para qué?
—Sí, nos quedaremos.
—Como usted determine.
En estando á solas, pretendieron sonsacar á Bertuco la verdad de lo ocurrido; pero el muchacho no confesó nada.
A las diez de la noche, Bertuco cayó en intenso sopor; su respiración era muy lenta y apenas perceptible; el pulso irregular, los ojos se iban hundiendo y sus extremidades enfriando.
—¡Trelles, Trelles, que se nos muere! —exclamó don Alberto, con la faz desencajada.
—No hay tiempo que perder… Frótele fuerte con el puño sobre el corazón, en tanto yo busco á ese idiota de enfermero. —Gritó á la puerta: —¡Enfermero, enfermero de los demonios!
—¿Qué quiere, pues?
—Eter, ¿hay éter?
—Ya, ya hay.
—De prisa, papanatas. Y botellas de agua caliente; de prisa, de prisa… ¡caracho!
Gracias á la inyección de éter, al calor del agua y á los masajes precordiales, el niño se reanimó.
—No puedo más, tío: hace dos días que no como.
—¡Ave María Purísima! Enfermero, una copa de Jerez y bizcochos; corriendo, hombre. —Y de que hubo salido el lego:
—Bertuco, á ti te han dado una paliza tremenda. No lo niegues, porque acabo de verte todo el cuerpo magullado.
—No, no; sería cuando me caí en la clase. Dicen que me daba golpes contra las patas de la mesa.
Hasta las once fueron llegando Padres, de vez en vez, que subían á interesarse por la salud de Bertuco. El Padre Atienza, gran amigo de don Alberto por haber sido compañero de niñez en el colegio de Orduña, subió el último. Los dos hombres se abrazaron con mucha cordialidad.
—¡Voto al chápiro! Entonces, ¿qué? ¿Te llevas al niño?
—Mañana, como no ordene otra cosa el amigo Trelles. ¿Podremos marchar?
—No hay inconveniente.
—¿No le parece a usted mejor, Trelles, ir en coche desde aquí?
—Lo apruebo.
Una pausa.
—Oye, Alberto; voy a decirte una cosa en secreto, regorgojo.
El jesuíta cogió de las solapas al caballero y lo condujo junto á la ventana.
—Me voy con vosotros.
—¿Eh?
—Que me voy con vosotros.
—¿Y eso?
—Para no volver más, qué recuerno. Lo he pensado mucho y ahora se me presenta la ocasión: es providencial. ¿Qué dices? —Don Alberto abrazó a su amigo; éste continuó: —Figúrate que no quieren publicarme mi gran obra sobre la evolución, en la cual he consumido mi vida. El tribunal encargado de juzgarla ha dictaminado que no tenía mérito bastante para ser publicada por un hijo de la Compañía, ¿habrase visto mastuerzos? Mira, te traeré de mi celda un paquetito, que sacaréis como cosa vuestra; son mis manuscritos. Mañana, a pretexto de acompañaros un momento, me introduzco con vosotros en el coche y luego, ¡viva la Pepa!
Don Alberto soltó la carcajada.
El resto de la noche se deslizó en paz. Cada vez que despertaba Bertuco, Trelles lo alimentaba con leche, Jerez y bizcochos, restituyéndole de esta suerte las perdidas fuerzas.
Y á la mañana siguiente, el Padre Alienza, don Alberto, Bertuco y Trelles, iban camino de Pilares, en un arcaico landó que con fatiga arrastraban tres caballejos de evidente y descarnada senectud. En la cuesta del Pedroso el mayoral gritó:
—¡Si no se baja alguno, los caballos no suben!
Descendió, con un salto alegre y muchachil, el Padre Atienza; siguióle Trelles. Bertuco se obstinó en imitarlos. Todos echaron pie á tierra.
Era una mañana primaveral y florida. Cubría la mocedad del campo un bozo de verde tierno. Los más vetustos troncos reflorecían de juventud. En los nidos brotaban las primeras voces. El señor malviz tañía su flauta. La vaca matrona rumiaba al pie del roble; temblaba la esquila, y el humo aldeano y azul sujetaba el cielo á la tierra. Luego, el caballero grillo rascaba su averiado violín en el umbral de la covacha.
—¡Hay grillos! —suspiró Bertuco.
—¡Cuánta hermosura, Dios mío, cuánta libertad! —El Padre Atienza abría los brazos y se ponía cara al firmamento.
Don Alberto comenzó á recitar, sonoramente:
«¿Por quó habláis de un milagro?
No conozco otra cosa que milagros;
si recorro las calles de una urbe,
ó paseo con pie desnudo junto al mar,
ó permanezco bajo los árboles del bosque,
ó contemplo las abejas en torno de la colmena al medio día,
ó los animales que se nutren en los campos,
ó los pájaros, ó la maravilla de los insectos en el aire,
ó la maravilla de la puesta solar,
ó las estrellas,
ó la exquisita, delicada, fina curva de la luna nueva en primavera.
…………………………
Para mí cada hora de luz y sombra es un milagro;
cada pulgada de espacio y dé tierra,
… las briznas de hierba…,!
inefables y perfectos milagros. ¡Todo, todo, todo!»[38]
Los otros tres le oían mudos, fascinados.
—¡Bendito sea Dios! —comentó el Padre Atienza, así que hubo concluido don Alberto.
Después de una pausa, con transición absurda, Trelles preguntó en seco al Padre Atienza:
—¿Cree usted que se debería suprimir la Compañía de Jesús?
—¡De raíz!
A. M. D. G.
Pontevedra.
Baliñas. Caldas de Reyes, Octubre 1910.