I
En la puerta del refectorio, los inspectores primeros aguardaban la salida de sus grupos respectivos. Aquel día, después de comer, los mayores echaron de menos al Padre Sequeros. En su lugar, la temerosa é ingente nariz de Mur avanzaba por el claustro, de salida del comedor, trayendo en pos, casi escondido, al citado jesuíta. Se originó un movimiento de sorpresa y expectación. Cada niño construía una hipótesis, que aclarase la ausencia del Padre Sequeros. Aun cuando desde el refectorio hasta el patio de recreación había muy corto trecho, Caztán, el mexicano, no supo reprimir su impaciencia y susurró al oído de Coste, que iba delante de él en filas:
—¿Qué será del Padre Sequeros?
Coste, con aquella liviana inconsciencia que de ordinario le inclinaba al desatino, respondió:
—Estará durmiendo la siesta con la inglesita.
Y no volvió á acordarse de la réplica. Pero estas palabras aventuradas no se derritieron en el aire, sino que avanzaron por una ruta fatal hasta los oídos de Manolito Trinidad, y luego hasta los de Mur y luego hasta los del Rector.
El mismo día, en el estudio de la noche, sonaron tímidos golpes de nudillos á la puerta. Salió á informarse Ricardín Campomanes, por orden de Mur; subió al púlpito, bajó al pupitre de Coste y le dijo:
—Te llama el Hermano Santiesteban.
Coste salió del estudio, campechanote y descuidado, creyendo que alguna visita insólita le reclamaba. Silenciosamente se encaminaron á la ropería.
—Quítese la blusa.
Coste se desvistió el blusón.
—¿Quién viene á verme?
—Nadie por ahora.
—Entonces…
—Sígame.
El niño frunció cejas y morro; los carrillos se le distendieron hasta adquirir alarmante inchazón, como le ocurría cuando sospechaba alguna contrariedad. Echaron á andar en silencio; escaleras arriba, al último piso; luego, á través de oscuros tránsitos, á la enfermería. El Hermano empujó una puerta, y con el brazo derecho invitó á Coste á que penetrase en la celda. Ardia un quinqué, colgado del techo. Por todo atalaje, la cama, una mesa y una silla. Sobre la cabecera del lecho una estampa mala del corazón de María. En la mesa, un libro de devoción. Coste creyó que le tomaba un desmayo.
Es el caso, Hermano —suspiró—, que usted se debe de equivocar. Yo… yo no me he quejado; no me siento mal; estoy sano.
—No creo equivocarme, señor Coste: cumplo las órdenes del Reverendo Padre Rector.
Salió de la celda, cerrándola con llave. Y quedó Coste á solas, víctima de lúgubres ideas. No acertaba á ver claro en las causas de su confinamiento. «¿Por qué me encierran? ¿Qué lío es éste?». Recorrió su cárcel impulsado por la vehemencia á que aquella sinrazón le arrojaba; cayó, abatido, sobre la silla; lanzó contra la pared el libro devoto; se precipitó después sobre el lecho, y repitió la suerte, cada vez desde mayor distancia, muy complacido al ver que los muelles del colchón le hacían botar; abrió la ventana, que daba al campo; y al cabo de ensayar todas las formas lícitas de la desesperación, reposó un momento y creyó advertir que el estómago estaba en buena coyuntura para soportar algún lastre. En esto, juzgó lo más sensato revestir de forma audible sus propios pensamientos, desdoblarse, conversar consigo mismo.
—Coste, tú tienes apetito. No me lo niegues.
—Un apetito bárbaro.
—¿Lo ves? ¿Y si no te bajaran al refectorio?
—Mejor. Comida me habían de traer bastante y aquí comería más, á mi gusto.
—Puede que te castiguen sin vino.
—¡Bah!
—Quizá, sin postre.
—Esas son caxigalinas[32]. Pero, vamos á ver, ¿por qué me van á castigar?
—Eso digo yo.
—Como que es una machada.
Sonó la campana del regulador, llamando á la cena. Coste se puso en pie, con el rostro inflamado de júbilo. La ansiedad le llevó de muro á muro, en agigantados paseos. Oyóse el estridor de la llave; giró la puerta; surgió Santiesteban con una bandeja y, adelantándose hasta la mesita, la despojó del mantel de hule y dejó al aire el tablero de mármol, en donde depositó un panecillo francés y una botella de agua. Coste sonreía, bañado en saliva el paladar. Pensó: «al parecer me dejan sin vino. Paciencia». El Hermano Santiesteban no se fué en busca del resto de la comida, sino que, tomando la botella de agua, empapó convenientemente el pan, hasta casi dejarlo convertido en papilla. Las piernas de Coste flaquearon visiblemente; los mofletes se le volvieron flácidos. El Hermano Santiesteban desapareció, cerrando la puerta. Coste, vacilando, llegó hasta el lecho, se desplomó sobre él, hozó rabiosamente en la almohada, y á la postre, estalló en hipos y sollozos. A poco se incorporó, enjutándose el llanto y domeñando el hipo.
—Ya soy un hombre; no puedo llorar.
Apretó los puños, amenazando al corazón del monasterio. Sus carrillos atacaban la nota más aguda del invisible cornetín. Escarbó en la memoria, por buscar el vocablo carreteril ó marineril ajustado á las circunstancias, y gruñó con sordo acento:
—¡Cabrones, daos pol tal; me lo habéis de pagar!
Desnudóse y se acostó. No quiso probar el misérrimo alimento que le ofrecían. Antes de que se durmiese, entró el Hermano Echevarría, y le envolvió en una ojeada cariciosa.
—¡Márchese, márchese pronto! —amenazó el muchacho.
—Calla, hombre, que vengo á apagar el quinqué.
A media noche, despertó, roído por el hambre; fué á tientas á la mesilla y devoró el pan, húmedo aún. Sentía fuego en las fauces y apuró toda el agua de la botella.
A la mañana siguiente, faltáronle materias sólidas con que quebrantar el ayuno del día; es decir, que no desayunó. Como la sed le hostigase, hubo de beber de bruces en la jofaina que de mañanita le había entrado el Hermano enfermero. Permaneció en el lecho, contemplando á través de la ventana los agros renacientes, tendidos al sol, y reconstruyendo, por los toques de la campana, las etapas de la vida de sus compañeros. Cuando se levantaba, calculó que sería cosa de las diez y media. Sus amigos estarían en oíase, esto es, más aburrídos que él en aquel momento, y desde luego más temerosos. «Si hubiera moscas por aquí —pensó—; pero, no es tiempo. O arañas…». Examinó bien los ángulos, debajo de la cama; se puso en pie sobre la mesilla hasta casi tentar el cielo raso; no había bicho viviente. Tampoco tenía papel con que plegar pajaritas y gabarrones. Se acodó en el alféizar de la ventana y su ruda imaginación campesina voló hacia el pueblo natal, asentado en la orilla de aquel mismo mar que á su derecha se veía, Se acordó de su padre, navegando quizá á tales horas por las alturas de océanos distantes en el barco velero de casco verde y nombre bello, Las Tres Marías.
A las once y media, Conejo penetró en el cuarto.
—¿Está el gavilán en la jaula? ¿Hemos acorralado á la fiera? —interrogó de chanza.
Volvióse Coste, quedando de espaldas á la luz. Conejo no era de temer.
El jesuíta añadió:
—Conque, ¿qué te parece esto?
—Yo qué sé.
—Ya, ya. Como que estarás en la gloria, sin estudiar, sin clase… Pues bien; el Padre Rector ha acordado expulsarte del colegio.
Coste disimuló su alegría.
—¿Por qué?
—¿Qué has dicho ayer en las filas á Caztán, al salir del comedor?
—Maldito si me acuerdo.
—¿No? ¿No fué algo del Padre Sequeros y de la inglesa? ¿Eh, galopín? ¿Quién te ha enseñado esas abominaciones?
—Ahora ya sé. Pero, ¿Caztán es fuelle también?
—No se trata de eso.
—Y bien, Padre Ministro, si me expulsan, ¿por qué me tienen sin comer?
—¿Sin comer?
—Sí, señor. Anoche el Hermano Santiesteban me trajo sólo una bolla mojada en agua. Ya ve usted, Padre, yo soy de mucho alimento. Y si me echan, ellos ya no tienen que ver.
—Ya lo creo que eres de mucho alimento. Canario; yo no sabía… A otra cosa. Como la expulsión es tan vergonzosa, he intercedido con el Rector, y por último, ha resuelto perdonarte, contando con tu enmienda, ya sabes. Y de aquí en adelante procura hacerte simpático al Padre Mur.
Ni la expulsión le parecía vergonzosa á Coste, ni la intercesión de Conejo le hacía ninguna gracia. Disponíase á partir el Prefecto.
—Padre Ministro, Padre Ministro. ¿Me van á tener mucho tiempo encerrado?
—No sé. Allá veremos.
—Si usted quisiera que me mudasen á otra cuarto, desde donde pudiera ver á los compañeros durante la hora de la recreación…
—¿Para hacer telégrafos?
—No, Padre; para verlos. Así, solo á todas horas, me da tristeza.
—Allá veremos. Adiós, galopín.
A la hora de comer, Coste volvió á realizar voraces proezas de animal carnívoro. Tras de veinticuatro horas de abstinencia el alimento le pareció gustoso como maná, pero lamentable por la escasez. A la tarde le mudaron de habitación. Desde el nuevo encierro, aunque á mucha altura, podía contemplar los juegos de sus amigos. Observó que el Padre Sequeros no bajaba á los patios, ni se le veía nunca, y atando cabos y soldando murmuraciones y cuchicheos de los alumnos, dedujo evidentemente que también el primer inspector sufría la pena de reclusión temporal.
Llevaba Coste ocho días de encerramiento. Con la inacción, las mantecas se le habían dilatado; sentíase torpe y perezoso. Era una mañana transparente y risueña. Por detrás de los vidrios, espiaba el bullicio que movían sus compañeros en el recreo matinal, después del desayuno. Vió á los inspectores agitando la campanilla; á los niños, abandonar sus diversiones y acudir á las filas, y á éstas moverse pesadamente, con derrotero á la clase. De pronto hubo un alto. Apareció el Padre Rector; dijérase que hablaba, ante la prole infantil. ¿Qué ocurre? Las filas se deshacen súbitamente; los niños parten á la carrera, en todas direcciones, brincan, profieren alaridos, lanzan las boinas al aire; un frenesí. Coste comprende; es día de campo. Y á él, ¿lo dejarán preso? El corazón se le alborota, angustiado; enternécensele los ojos; aguza los oídos hacia el tránsito, en espera de pisadas venturosas. Más tarde, ve cómo se forman de nuevo las filas, y desaparecen, y se oye, alejándose, la charanga del colegio que toca la acostumbrada diana:
Después, la pesadumbre de un silencio infinito cae sobre la inmensa casa vacía. Coste se ha tumbado en el camastro. Está rabioso, rechinando los dientes. Se incorpora; ha tenido una idea. Prorrumpe en una risotada, y dice, en voz alta: «Luego, luego». Se pasea, discurre, robustece su plan.
A mediodía, Santiesteban se presenta con unas viandas fiambres. Coste investiga ladinamente.
—¿Por qué me traen comida fría?
—El cocinero no está en la casa, señor Coste.
—Pero alguno habrá que las caliente.
—Nadie hay, señor Coste.
—Pero ¿se han ido también los Padres de campo?
—Estamos solos usted y yo, señor Coste, y algún fámulo.
—Pues déjeme aquí la comida. Hoy tengo un hambre tremenda.
—¿Hoy, .señor Coste?
Y Santiesteban se va, después de haberle ofrecido su pútrida sonrisa.
Así que ha comido, el muchacho guarda en el pañuelo las sobras y las esconde debajo de la almohada. Permanece sentado hasta que Santiesteban vuelve á retirar el cubierto. En estando nuevamente á solas, arranca el tirador de la mesilla, endereza la argolla y va á la puerta con ánimo de forzar la cerradura, lo cual consigue á los pocos tanteos. Extrae una frazada del lecho, y se la carga al hombro; toma en la diestra el pañolico de la comida y sale decidido. Desciende hasta el tránsito en donde están las celdas de los Padres; recorre varias puertas hasta una en cuyo umbral deposita el cobertor y el hatillo. Llama. «Adelante», responden desde dentro. El niño penetra y se hinca de rodillas á los pies del Padre Sequeros.
—Padre, vengo á despedirme de usted, porque me escapo, y á pedirle perdón por el mal que le haya hecho, ó que de usted haya dicho. Le juro que nunca tuve mala intención.
—¿Cómo? ¿No ves que no puedo dejarte huir? Sería un remordimiento, un cargo…
—Si no me dejara, Padre, no sé lo que haría, no sé…, no sé. Ya no puedo más.
—Pues que Dios te ampare, hijo mío. —Y le bendice.
Coste toma al salir su bagaje y viático; baja escaleras; atraviesa pasadizos; se enhebra en la angostura de un tendejón sombrío, húmedo; se detiene, vacila, zozobra, murmura; «¿se lo habrán llevado?». Decídese al fin y éntrase por la cuadra. Castelar relincha; Coste grita, abraza á su amigo, lo besa y le dice expresiones tiernas: «¡Queridiño, queridiño! Vamos á Ribadeo. Ya verás allí. Te haré una albarda guapiña, con madroños; te compraré lo que quieras, para comer. Vamos, vamos, queridiño, no sea que nos pesquen». Y, luego de sujetarle la frazada con una cincha, á manera de montura, sale á los patios exteriores, conduciendo al asno del ramal. Cruzan el patio de la segunda, hasta el cobertizo nuevo; en una rinconada hay un portón. El chicuelo hace saltar el candado con una piedra. No sabe si tirar á campo traviesa ó deslizarse junto á los muros hasta la espalda de La casa; resuélvese á favor de la última manera. Camina con tiento, pisando sobre las matas á veces. Ahora ha dado un traspié por haber tropezado con un objeto incomprensible. «¿Qué es esto?». Y saca del matuco unas almadreñas y un enorme paraguas de seda roja. Como no tiene el sentido de la propiedad individual, muerto de risa, se apodera del raro paraguas y atribuye su hallazgo á la merced divina que se lo coloca á los pies, quizá por valimiento del Padre Sequeros, para el caso en que, durante su huida á la dulce patria, se abran en agua las nubes.
Ya está, á rebalgas sobre Castelar, en campo abierto. Lo tupido de la población queda á la izquierda; detrás el colegio y la tierra montuosa; al frente, una rala prolongación de la ciudad y más al fondo el mar; paisaje de costa, rocas en acantilado, pinares, á la derecha. No cabe duda que siguiendo la orilla del mar todo el tiempo se llega á Ribadeo; pero, ¿de qué costado?, ¿del derecho?, ¿del izquierdo? Coste, dejándolo á la libre determinación de la cabalgadura, como hizo San Ignacio en parecido trance, ya no piensa en otra cosa que en su libertad reconquistada. Castelar toma, sin vacilación, un camino con derrotero á la derecha. Aquella parte la conoce bien Coste, que han venido allí de paseo con frecuencia; sabe que detrás de la robleda hay praderías, y luego unos pinos, y más luego arenal, y el río Piles y la playa, y el mar…
—¡Sooo, Castelar! Sooo… Párate.
Coste, densamente pálido, escucha. Sí; se oye muy cerca gran gritería. Son los alumnos del colegio. De seguro están en los prados del lado de allá de la robleda.
—Riá, riá, Castelar. A escondernos, no sea el diaño que nos atrapen.
Se sumen en lo más intrincado y espeso del bosque de robles. Luego, el niño ata su borrico á un tronco, y con paso furtivo, reptando entre tojos, avanza hasta la linde de la arboleda. La tentación es más recia que sus temores. «Si pudiera ver á Bertuco y á Ricardín, despedirme de ellos… Siempre me han querido». Ya ve las praderías, parceladas por seto vivo de zarzamoras; y ahora á un grupo de Padres, sentados en la hierba, leyendo el breviario; y á los niños, que han traído los balones y juegan sin reposo. «Si un balón cayera del lado de acá de aquella sebe y viniera á recogerlo Ricardín ó Bertuco…». Pensado y acaecido. La pelota de cuero traza en el aire una gentil parábola, gana al caer la sebe y rueda por la grama con tanto impulso que anda á punto de entrar en el bosque. Un niño salta el seto, corre en seguimiento del balón. El atribulado Coste apenas se atreve á asomar el hociquito. «Si fuera un fuelle…». No, no es un fuelle; es el beatífico Rielas.
—¡Chisst! ¡Chissst…! Rielas…
Rielas alza los ojos y retrocede sorprendido.
—Oye, Rielas, ven aquí; como que tropiezas el balón con el pie y se mete por aquí. Oye.
Obedece Rielas.
—Pero, Coste… Jesús.
—Me he escapado, ¿sabes?
—Jesús, Jesús.
—Quiero despedirme de los amigos; de Bertuco, de Ricardín, de ti, ¿sabes? A ver si os podéis escabullir un momento. ¡Ah! Oye. No me acusarás…
—Calla, hombre. Tú, aguarda más dentro, por si acaso nos ven. —Y salió corriendo pradera abajo, menudeando los gritos. —¡Ahí va! ¡Ahí va! —Dió un puntapié á la pelota y la proyectó á una altura excelsa.
Coste se internó en el bosque, sentóse sobre un gran guijarro y aguardó. Pasaba el tiempo y nadie venía. A la vuelta de media hora, onduló un silbido cauteloso. Respondió Coste, silbando de su parte. Entre los árboles avanzaban Ricardín, Bertuco y Rielas. Ricardín venía con claras señales en el rostro de no traerlas todas consigo; Bertuco, muy sereno. Se abrazan los niños.
—Adentro, más á la espesura —dice Bertuco.
—¡Por Dios…! ¿Y si nos echan de menos? —pregunta Ricardín.
—Ya daremos cualquier disculpa.
—¿Sabéis? Me escapo. El Padre Mur me odia, todos me odian. Yo no puedo vivir así. Sólo vosotros sois buenos… —explica, de camino.
—¿Y cómo te las vas á componer? —inquiere Bertuco.
—Allá veremos. Este debe de ser el camino de Ribadeo. Tú sabrás, Ricardín.
—Yo no sé. Además eso está muy lejos. ¿Vas a pie?
—¿A pie? ¡Quiá! ¿A que no sabéis con quién escapo? No acertáis, de seguro. Callan.
—Con el Padre Sequeros —se atreve á decir Rielas.
—Arrea. Con… con Castelar.
—Entonces lo has robado —observa Ricardín.
—¿Robarlo? Si es más mío que de nadie…
—¿Dónde lo tienes? Yo quiero verlo —añade Bertuco.
—Ahí cerca está atado á un árbol.
Descubren al burro, el cual recibe á los niños alegrando los ojos y entiesando las orejas. Bertuco pregunta:
—¿Qué es esto, Coste?
—Un paraguas, me parece.
—Que encontraste escondido en unas matas, detrás del cobertizo de la segunda. —Y se echa á reir.
—¿Y cómo sabes?
—¿Acierto?
—Sí que aciertas.
—Pues basta. ¿Llevas dinero?
—¿Cómo dinero?
—Naturalmente. ¿Piensas viajar como Don Quijote?
—Puedes vender el burro.
—¡Vamos, hombre! Tú estas loco, Ricardín —replica Coste, indignado.
—Entonces…
—Entonces, yo qué sé. Dios me ayudará.
Ricardín se desabotona el chaleco, investiga entre los forros, extrae un papel mugriento y lo desarrolla hasta manifestar una pieza de dos pesetas.
—Toma; las pude esconder á principio de curso. De algo te podrán servir.
—No, no las quiero. Guárdalas tú.
Bertuco se interpone.
—Tómalas, Coste; á ti te hacen más falta. Yo no tengo nada que darte.
Rielas atraviesa empeñada lucha interior, en la cual la victoria corresponde á la munificencia. Revuelve en la faltriquera de la cazadora y expone á la luz del día una cajetilla que entrega á Coste.
—Son de emboquillados de Valencia. La puedes vender, ó te la puedes fumar.
Han enmudecido á causa de la emoción. Bertuco, temblándole el acento, reanuda la charla:
—¿Dónde vas á dormir esta noche? Es ya tarde. Viene la noche.
—Sí, es ya muy tarde. Dormiré aquí, en el bosque.
—¿No tendrás miedo? —Ricardín está estremecido.
—¿A qué?
—Reza, por si acaso.
—Eso ya se sabe. ¿Crees que soy un hereje? Tiemblan unas voces en la distancia: «Bertucooo… Campamanes…».
—Bueno, adiós.
—Adiós.
—Adiós, Bertuco, Ricardín, Rielas… adiós. Ya no os volveré á ver.
Se abrazan; se besan; lloran. Los tres alumnos van á perderse entre la columnata de robles enyedrados. Coste, casi lelo, se desdobla é inicia un breve coloquio.
—Coste, tienes mala pata.
—Muy mala, me c… en diez.
Castelar sacude las orejas con tanto garbo que, al ruido que mueve, Coste vuelve la cabeza. El burro le mira, diríase que amorosamente.
Se oye la charanga del colegio y cómo se apaga, según retorna al cobijo del casón.
La negrura se filtra dentro del bosque. Levántanse mil rumores. Grazna un cuervo.
El muchacho arregla á tientas un lecho de hojas secas; se cubre, con la frazada; invoca al sueño. Castelar se acomoda al lado de su amigo, como velándole. Rinde el cansancio al prófugo, que cae dormido murmurando:
Bendita sea tu pureza
Y eternamente lo sea,
Pues todo un Dios…
II
Al día siguiente se despertó con los sentidos ágiles y animoso el pecho. Cabalgó por una carretera durante toda la mañana. Comió en un chigre; bebió sidra; fumó dos emboquillados y salió del antro con dos reales en el bolsillo.
Carreteros, jinetes y peatones le miraban al paso con leve estupefacción.
A media tarde dejó pacer á Castelar de la hierba de las cunetas, aguardándole sentado en un montón de caliza picada. Preocupábale no ver el mar cerca; pero le habían dicho que aquélla era la carretera de la costa. Reputaba como de buen augurio no haberse tropezado con una horda de gitanos, que roban niños y burros. Pero, luego, pensándolo más despacio, consideraba que acaso fuera dulce la vida entre aquellas gentes de bronce, y hembras hoscas y melancólicas que, apoyando el codo en la cintura, tienden la diestra al caminante, como si solicitasen amor.
Cabalgó nuevamente. El cielo se anublaba. Las nubes se fundían, formando una techumbre pizarrosa. Comenzó á gotear. Luego á llover torrencialmente. Fué á guardarse debajo de un árbol, siendo ineficaz el gran paraguas bermejo; pero, como la noche avanzase demasiadamente, resolvió seguir en busca de un mesón.
El terreno era quebrado y estéril; cañadas y montes vestidos de tojo y de esmirriados pinos.
La obscuridad era mucha y el agua más. Oíase un raro retumbo próximo.
A la izquierda del camino, lindando con la tenue blancura de la carretera, las tinieblas se espesaban en una masa angulosa. «Debe de ser una casa de aldea», imaginó Coste, asiéndose á esta esperanza. Acercóse, encendió unas cerillas. Era un tinglado de palitroques, cubierto de paja; asilo de caminantes ó pastores. Dentro no llovía. Coste descendió del asno y se acomodó en el suelo. A poco, caía dormido.
Soñó con pesadillas espantables, y despertó porque la angustia le atenazaba la garganta. Tendió las manos en la sombra, solicitando la compañía de su leal camarada. Buscó de un lado, de otro, medio muerto bajo la losa de presunciones horribles. Castelar no estaba. «¡Sueño aún! ¡Sueño aún!». Se golpeó con furia la frente, se mesó los cabellos, por volver al estado de vigilia. Rostro abajo le corrían hilos de líquido calentuzo, los cuales se le entraron por la comisura de los labios, desparramándose en densidad acre. «Es sangre. Me he hecho daño. Estoy despierto». Iba á gritar, á orar á voces, suplicando misericordia del cielo; mas la voz se le disipó antes de salir de los labios y los pulsos se detuvieron. Por la carretera, muy cerca de él, pasaban seres fantásticos. Iban en silencio y llevaban una luz. Enloquecido, corrió monte arriba, Caía entre espinas, se arrastraba, volvía á correr. Sonó una detonación. Los oídos le zumbaban. Y corrió, corrió, hasta que se derrumbó, sin aliento ni sentido. Recobróse; tenía las ropas embebidas en agua; tiritaba. La cerrazón era completa. La lluvia azotaba y el viento se revolvía frenético. Aquel vago retumbo de antes se exacerbaba, era ensordecedor.
Un lanzazo de luz hendió las negras entrañas de la noche tormentuosa. «Es un faro. Estoy al lado del mar. ¿Andará cerca Ribadeo? ¡Padre Sequeros, Padre Sequeros, ayúdeme!
Divina Pastora,
Dulce, amada prenda,
Dirige los pasos
De estas tus ovejas.
¡No me dejes, Madre mía! ¡No me dejes, Madre mía!». Ante las pupilas del niño, que el delirio dilataba, mil fugaces lucecillas urdían diabólica zarabanda. En los oídos le retiñía un campanilleo mareante. Fantasmas sutiles le rozaban, mosconeando, las sienes. Una voz cantó junto á su oreja:
Lucifer tiene muermo,
Satanás sarna,
Y el diablillo Cojuelo
Tiene almorranas.
Almorranas y muermo,
Sarna y ladillas,
Su mujer se las quita
Con tenacillas.
Esto mismo lo había leído Coste, de escondite, en un libro que tenía el Padre Estich, el literato.
La voz repitió la indecorosa copla. Coste sollozaba:
«Mírame con compasión.
No me dejes, Madre mía».
Concentró las flacas fuerzas que conservaba; se puso en pie; dió dos pasos… y caía desde el acantilado al embravecido mar. En un picacho cortante se le partió la cabeza, haciéndole perder la vida, no sin antes bisbisear, con débil y delgado soplo: «No me dejes, Madr…».