FRONTI NULLA FIDES[30]

 

I

Secuestrado en su celda el Padre Sequeros, desgajado de su prole infantil y de su prole espiritual, del estudio y del confesonario, ¿quién había de ser el pastor preferido de las damas devotas, sino el dulcísimo, casposo y oleaginoso Padre Olano? Veíasele de continuo en juntas femeninas, de visiteo y conferencia con mujeres, enredado de madreselvas temblorosas, á la manera de un bravo roble antiguo, y, sin embargo, ¡cuán entera su reputación! ¡Cuán pulquérrima su fama! ¡Su prestigio, cuán en creciente! Cierto que era muy madurico de años, poco agraciado de rostro y nada aseado de su persona; mas, no por estas nimias circunstancias se ha de entender que se mermase en un ápice su virtud y fortaleza, que para la opinión de sus confesadas y amigas no le cedía en belleza y encanto á un querubín. Habiendo hembra próxima, el Padre Olano se transfiguraba. Un hombre de mundo y poco versado en achaques de cosas santas quizá dijese que los ojos se le inflamaban, que la boca le rezumaba lascivamente y que las mejillas se le congestionaban. ¡Oh, qué dañoso error! Ello es que nadie osó decir semejante dislate é impiedad. ¡Celo, puro celo de las almas! No había sino verle predicando. ¡Cuánta energía interior!

¡Qué manera de doblegarse á las insinuaciones del Espíritu Santo, que bajaba á infundírsele! Las contorsiones que hacía, ¡qué inspiradas! Los gritos, ¡qué patéticos! Los lloriqueos, ¡qué hondos y contagiosos! Seguíanle al punto las beatas, lagrimeciendo y moqueando, que no había cuadro más edificante y gustoso á los ojos de nuestro Señor y del santo Padre San Ignacio.

Pues ¿y en obras de caridad, de labor social, propaganda y beneficencia? Innumerables son las cofradías, archicofradías, congregaciones, sociedades y centros que en Regium nacieron gracias á la diligencia del Padre Olano, todos los cuales existen todavía, á pesar de vicisitudes largas, como si un especial favor divino las rigiera.

Por entonces, una proxeneta de ínfima estofa que había apilado algún caudal en pecaminosos tratos de tercería, estableció una casa de mal vivir en un sitio céntrico; una morada de construcción reciente, y á lo que se decía, con mucha decencia, entendiendo por decencia ¡oh, picara elasticidad del vocablo! lujo indecoroso. En los círculos canallescos y entre gente libertina, se conocía á la proxeneta referida por el apodo de Telva les burres. Esta mujer implantó el negocio sin perdonar sacrificio. Era voz pública que sus pupilas ostentaban provocativa belleza, que hacían dulcísimo el pecado, exornándolo con no pocas complicaciones de gran novedad en Regium; que acostumbraban bañarse á diario, ó cuando menos un día sí y otro no, y, en suma, que estaban reclutadas entre la flor y nata de las falanges del vicio. Las había andaluzas, madrileñas, catalanas, ¡hasta una portuguesa! Con esto, los umbrales de Telva se elevaron en dignidad. A los antiguos visitantes (mozarrones zafios y cazurros, chalanes, obreros, marinerazos de toda laya y procedencia) se les dió con el postigo en las narices. Ahora, los contertulios y parroquianos pertenecían á las clases acomodadas de la sociedad: tenderos, consignatarios de buques, empleados de fábricas y almacenes, propietarios, etcétera, etc. Con lo cual, Telva se enorgulleció grandemente. Hízose vestidos de rica tela y severo colorido, compró una mantilla negra, y así ataviada, á lo señor, salía á ostentar su cinismo, paseando las calles más concurridas, visitando iglesias y poniendo en un brete á las señoras honradas.

Las orgías de la casa nueva fueron tan frecuentes y locas, que todo Regiüm murmuró del asunto, manifestando púdico estupor. Andando el tiempo, las orgías degeneraron en violencias y báquicas necedades. Señoritos y horterillas, así que se embriagaban, acudían en horda á casa de Telva, tomaban el edificio por asalto si se les negaba permiso para entrar, y ya dentro, daban al traste con personas y cosas, convencidos de que con esto conseguían heroico renombre. Y así fué como una pandilla de bárbaros sacaron á rastras á la portuguesa desnuda, tirándole de la cabellera, y con tan poca cortesanía, que le desollaron las nalgas, le magullaron un seno, la acardenalaron y la dejaron con vida por inexplicable antojo de la providencia.

Aquella morada de escándalo y abominación tenía consternadas á las almas sencillas de Regium. Intentaron influir cerca de los poderes públicos, por ver de suprimirla y hasta derruirla; pero fracasaron tan santos propósitos.

Una mañanita, la señora del vista de aduanas, Aurora Blas de Enríquez, hija de confesión del Padre Olano, se presentó en la portería del colegio. La acompañaba Maruja Pelayo, hija también del mismo Padre espiritual, y, en cuanto á la carne, de un reputado ortopédico. Venían de oir la misa del Padre Anabitarte, muy ligerita y simpática. El traje que traían era sencillo; el rostro, empenumbrado bajo la flotante mantilla. Las dos lindas, las dos rubias, las dos gazmoñas; más gordezuela la casada. Recibiólas el hermano Santiesteban, con su pútrida sonrisa.

—Venimos á ver al Padre Olano. Tenemos precisión de hablarle hoy mismo —manifestó con mucho garbo Aurora.

—Ay, señoras mías; no sé si estará ó no. Pasen, pasen al salón de visitas entretanto. —Y se fué.

No tardó en aparecer el Padre Olano, grande y sencillo como una montaña, como la montaña nevado también en la cumbre, pero de caspa.

—Siéntense, hijas mías. Vamos, vamos, ¿qué ocurre? —Estaba con las manos escondidas dentro de las mangas del balandrán. Aguzaba la mirada por desentrañar el misterio y penumbra de las mantillas.

—Venimos á concluir esa enojosa cuestión de la congregación para el alivio de la trata de blancas, ó como se llame. Le juro, Padre Olano, que yo no sirvo para esto. —Con la mano se arreglaba los ricinos de la sien derecha, levantando la mantilla y mostrando la lechósa frente.

—Ni yo tampoco —agregó Maruja.

El Padre Olano reía con benevolencia, echando atrás la cabeza. Aurora continuó:

—Así que terminemos con esa… esa…

—Sí, Telva les burres. Bonito nombre. —El Padre Olano dijo estas palabras impregnando de severidad el acento.

—Precioso —continuó Aurora—. Pues bueno; así que demos este primer paso, yo no doy otro. Vaya, que no lo doy, Padre. La idea es muy santa y muy buena, como de usted; pero yo no doy otro paso. Este sí, ya lo creo, porque nada se puede hacer más grato al Señor, me parece.

—Así es, hija mía.

—¡Buen trabajo me cuesta, Padrecito! Imagine; tener que hablar, que oir, que rozarme con una mujerota de esas…

—¡Ay, es horrible! —suspiró Marujina, frunciendo el morrito deliciosamente—. Pero el Sagrado Corazón nos lo premiará. Por supuesto, papá no sabe nada.

—Ni mi marido.

—Ni falta que hace, hijas mías. Esta es una gestión que hemos de llevar á cabo con absoluta reserva. Sor Florentina ha convencido á la superiora, que está ya en ello. Así, pues, el jueves, de anochecida, nos veremos en el locutorio del convento.

—¿Y usted cree que acudirá esa mujerona, Padre Olano? —preguntó la señora, con ansiedad.

—¿Por qué no, Aurora?

—¿Y se dejará tocar de la gracia?

El Padre Olano apartó los ojos que tan gratamente se hallaban apoyados en las lindas interlocutoras y los elevó hacia el cielo raso.

—¡En Dios confío! Además, según mis referencias, es mujer que no tiene abandonados sus deberes religiosos…

—Insolencia, Padre, insolencia.

—En Dios confío, hijas.

II

El día señalado y á la hora convenida, se hallaban en el locutorio de las Siervas de Jesús, el Padre Olano, la señora de Enríquez, la señorita de Pelayo y sor Florentina. La monja era una mujer como de treinta años, rechonchita, bella, graciosa y desenvuelta, con mucho trato de gentes y un ligero estrabismo en la mirada, que le caía muy bien. El locutorio daba al jardín. De fuera de los vidrios de las dos ventanas caían temblando vástagos tiernos de enredaderas. De un pasillo llegaba un vaho denso, olor á cera y á potaje, á pobreza y santidad.

Temblaban de expectación las cuatro personas. El Padre Olano estaba hundido en sí mismo, como si impetrase la ayuda del Todopoderoso, orando en silencio. Sor Florentina tenía los carrillitos arrebolados y bizqueaba más que de ordinario. Aurora y Maruja revolvíanse en las sillas, muy excitadas y poseídas de bélico ardor. Creíanse poco menos que Juanas de Arco, y la conquista que iban á emprender de más fuste que una cruzada, Al fin y al cabo, aparte de la gloria de Dios y la pureza de las costumbres, á ellas les importaba singularmente el buen éxito de la aventura, porque en casa de la Telva adivinaban un vago y grande peligro.

—¡Oh, si quisiera Su Divina Majestad que extirpásemos esta hedionda llaga que infesta á Regium…! —murmuró sor Florentina.

Pasaba el tiempo. Aurora y Marujina Pelayo se miraban con desaliento.

Por fin apareció la vieja celestina. Entró fingiendo gran timidez y desconcierto, como si no supiera qué hacerse, ni qué decir, ni á dónde mirar. Pero, con solamente examinarle la cara, llena de burla y desenfado, pudiera echarse de ver que era una redomadísima sinvergüenza y más dueña de la situación que quienes la recibían. A favor del aturdimiento que le tenía cuenta aparentar, fuése derecha á abrazar al Padre Olano, sollozando más que diciendo:

—¡Ay, santo varón! ¿Cómo le voy á agradecer…? Yo no sé cómo decirle…

El Padre Olano hubo de recibir, por sorpresa, el primer abrazo de la infecta anciana. Pero, recobrándose pronto, la apartó de sí con tanta mansedumbre como energía, de manera que Telva abordó á Aurora, que era la que estaba más cercana, con idénticas muestras de agradecimiento y efusión. La señora de Enriquez dió un grito y retrocedió dos pasos. Marujina huía también, temblando, y fué á guarecerse detrás del jesuíta. La descarada vieja se detuvo entonces, y humillándose bajo un infinito abatimiento, balbuceó, con voz quebrantada:

—¡Ay, Dios! ¿Es cierto…? Dispénsenme ¡Ay, señoritas! ¿Cómo me van á saludar si yo soy una mala mujer, si estoy condenada, si para mí no hay salvación…?

—De eso se tratar —añadió el Padre Olano—. Siéntese, buena mujer, y hablemos.

Sor Florentina miró asombrada al jesuíta, en oyendo aquello de buena mujer. La celestina replicó:

—¿Yo buena mujer? ¡Ay! No se burle, señor…

—Siéntese, siéntese y hablemos. Siéntense, hijas mías.

Sentáronse todos. Aurora y Marujina tiritaban de miedo y de asco. La alcahueta sacó un gran pañuelo tan cargado de esencia, que el Padre Olano creyó desmayarse. Hubo un largo silencio enojoso que sor Florentina interrumpió afirmando:

—La misericordia de Dios es infinita.

El jesuíta se agarró á este cabo y asegundó:

—La misericordia de Dios es infinita. No está usted condenada, mujer, ni se ha perdido para siempre; pero, ¡ay de usted si no escucha la voz de quien dispone en cielos y tierra y que en este momento suena en sus oídos! ¡Te llamé y me rechazaste! No olvide, hermana, que si la muerte, en todo caso llega de pronto y cuando menos se piensa, y troncha esperanzas y siega juventudes, en la edad de usted…

—¡Ay! señor; yo no soy tan vieja como parezco. Los malos tratos de aquel… Iba á decir una atrocidad. Usted ya me entiende. Estas señoritas, no; son unas palomas, las pobres. Treinta años, señor, viví con él, chupándome el dinero y cuanto había que chupar. Era un verdadero… bueno, usted ya me entiende.

—No, no la entiendo, ni falta que me hace —contestó el jesuíta, visiblemente malhumorado. Hizo una pausa y continuó—: A lo que vamos. Confío en que no está usted por entero dejada de la mano de Dios y en que se ha de dejar mover á arrepentimiento por mis palabras. El oficio que usted sigue es el más aborrecible, porque ha de saber, hermana, que esto que hace es pecado mortal, pues se opone al sexto precepto de la ley de Dios; de manera que, después de matar, no hay pecado mayor contra el prójimo, como lo observará si se para un poco en el orden de los mandamientos. En el quinto se nos prohibe matar, y en el sexto, hacer cosas indecentes. (Las damas bajan la vista. Telva sigue al orador atentamente. Este ha ido levantándose poco á poco; ahora está en pie). Por favorecer este pecado, hermana mía, por intervenir en sucios tratos zurciendo libidinosas voluntades, se ha hecho usted reo de las penas del infierno. A fin de que conozca mejor la malicia de este pecado, me valdré de la razón natural. Ha de saber, hermana, que ha dado el Creador al hombre una inclinación tan fuerte á esas cosas, porque si el hombre fuese como estatua, dentro de poco ya se habría acabado el género humano. Mas viéndose impelidos los hombres á esto, toman el estado del matrimonio, se casan, y entonces pueden hacer lo que las leyes del matrimonio permiten, y pueden desahogar legítimamente su pasión, sin que de ello resulte ningún desorden, antes bien, es como las pesas de un reloj, que hacen andar con buen orden y concierto la propagación del género humano. Mas si usted, por antojo ó codicia hace gastarse al hombre, es ciertísimo que Dios nuestro Señor, estará muy agraviado de usted, que le gasta inútilmente y por antojo esa sustancia, medio de conservación y propagación del género humano, y que le impide, destruye y mata aquellos seres que con el tiempo existirían. Si usted toma una naranja y la estruja, ¿cómo queda? ¡Ay, Dios mío! Toda enjuta, árida, seca, y no es buena para nada. Pues lo mismo pasa con los hombres que usted toma entre sus manos, y los estruja de manera que no les quede blanca en los bolsillos, y los deja áridos y disipados de suerte que ellos mismos se abren la puerta á todas las enfermedades y al infierno. Considere cuánto cargo pesa sobre su conciencia, hermana, por favorecer y alentar este hediondo vicio que Séneca llama mal máximo, y Cicerón peste capital. Piense que si la misericordia de Dios es infinita, no lo es menos su justicia, y que las iniquidades que usted promueve van llenando la copa de la divina paciencia. Y entonces, ¡ay de usted y de sus infames asiladas! (Aquí la voz del Padre Olano se hace recia y tonante. Telva simula suspirar). Se ha visto perecer á personas repentinamente en medio de los goces venéreos, y á una vieja de Alejandría que se ocupaba en prostituir mancebos y doncellas, como usted, la devoraron cierta noche los diablos en forma de ferroces perros negros. (Telva se estremece. Sor Florentina hace guiños á sus amigas, dándolas á entender que tiene buenos presentimientos. El Padre Olano endulza el tono, lo hace confidencial). Y bien, hermana: aparte de estas consideraciones que le he hecho, ¿no siente usted el espíritu fatigado con una existencia tan azarosa y triste? Digo triste, porque convienen respetables doctores en que siempre es triste el vicio, y más que ningún otro éste de que se trata y de que usted hace profesión. Omne animal post coitum tristalur. Lo propio que á las bestias les acontece á los hombres; como que en este caso no son sino bestias del peor linaje, y usted, hermana, puede sernos testigo de mayor excepción por las muchas bestialidades de que ha sido víctima y malos tratos que la han inferido. Pues, ¿y qué diremos del pecado de escándalo en que usted cae de lleno sustentando esa casa de mal vivir? ¡Ay, hermana! Retírese del vicio, cierre esa aduana de Satanás, y guíese por las personas que solamente su bien procuran, como somos nosotros, si quiere salvar el alma y hasta el cuerpo.

Telva escondió el rostro, abrujado y socarrón, entre los pliegues del pestífero pañuelo y rompió á llorar amarguísimamente. Como su llanto se prolongase con exceso, acudieron los presentes á consolárla, pensando para su sayo, «esto es hecho». Alentáronla con palabras amigas; le hacían ver los errores y peligros del pasado y cómo, de continuar al frente del burdel, la asesinaría cualquier día un libertino beodo; daban por sentado que tendría algún dinero con que vivir honestamente, alejada de tratos de tercería, y por si no lo tuviese la prometían favorecerla. En esto, Telva se levantó de su asiento, dispuesta á marcharse. Los otros cuatro la miraron, llenos de ansia, aguardando una contestación concreta. La vieja celestina enjugó sus ojos y arregló el mantón con mucha parsimonia.

—Vaya, yo me voy, que ustedes tendrán que hacer y mis mujeres andarán todas revueltas. ¡Ay, señor! ¡Ay, señoritas! Ustedes, ¡qué buenos son! ¡Qué santinos! ¿Cómo les voy á agradecer? ¡Qué razón tienen! ¡Qué razón tienen, en eso de los maltratos! Parece que los inspira Dios… ¡Si ustedes vieran…! Aquello no es vivir, es un infierno: tiene razón el señor cura. ¡Ay! —dirigiéndose á la señora de Enríquez—. Si todos fueran como el su marido. ¡Qué hombre tan formal tan simpático! Allí llega todas las noches; tráenos dulces, siéntase en el comedor, y cuándo con la Portuguesa, cuándo con la Pepa, cuándo con Loreto… En fin, mejor no cabe. Ni un grito, ni una bofetada nunca. O como su padre de usté, el señor Pelayo —dirigiéndose á Marujina—. ¡Ay, qué señor! Es un bendito. Antes se seca el mar que él falte por las tardes. ¡Y qué cariñoso! Que pañuelos, que faldas, que blusas, que cadenas, que peinetas; á las niñas no les falta nada. ¡Lo queremos tanto…! Vaya, que será tarde. Adiós, señora. Adiós, señorita. Adiós hermana —á sor Florentina—, ya sabe dónde está su casa, Munuza, 5. Lo mismo le digo, señor cura, y no deje de ir para que concluyamos de hablar de estas cosas.

La proxeneta salió majestuosamente. No había llegado á la calle cuando caían en tierra, tomadas de sendos berrinches ó desmayos, sor Florentina, Aurora y Maruja. El Padre Olano estaba aterrado, maldiciendo la hora en que se le había ocurrido la liga para la supresión de la trata de blancas. A sus pies, Aurora mostraba las piernas, macizas y gentiles, cuya blanquísima carne trasparecía por el punto de seda. El Padre Olano no pudo menos de considerar cuán bellas eran, y con esto sintió que el pecho se le aliviaba de la contrariedad sufrida.