Quae respondit: ne adverseris mihi ut relinquam te et abeam: quoqumque enim perrexeris, pergam: et ubi mora ta fueris, et ego pariter raorabor. Populus tuus populus meus, et Deus tuus Deus meus[16].
(Libro de Ruth. Cap. I v. XVI.)
I
Ruth Flowers había nacido en una de las islas del Canal, en Jersey. Por la traza corpórea pertenecía al tipo angélico de la mujer inglesa: figura espigada y fusiforme; equívoca sexualidad de efebo; el continente, virginalmente tímido; la complexión ó matiz del rostro, según aquel terceto de Isabel Barret Browning:
And her face is lily-clear,
Lily-shaped, and dropped in duty
To the law of its own beauty.
Un rostro embebido en luz, como la azucena, y en forma de azucena, y rociado de una á manera de gravedad que no era sino la conciencia del respeto debido á la propia hermosura; azules los ojos, dulce oración bajo el relicario de la nevada frente; rubio lino cardado, la cabellera. En lo espiritual, era soñadora, sensitiva y dócil á todo linaje de quimeras. El mar múltiple y Shakespeare múltiple habían envuelto su infancia. Su casita, sobre la playa de Saint Helier, enfrentábase con la fortaleza, ya en ruinas, que la Reina Virgen levantara, mar adentro. Desde su isla alcanzábase á ver, del lado allá de las olas, en los días serenos, una mancha lechosa de tierra francesa, en donde está la tumba de Chateaubriand. Y no lejos de su cuna yérguese la mole bélica del castillo de Mont Orgueill, sobre el acantilado rudo que multiplicó el canto de Childe Harold peregrino.
En Jersey conociera á Villamor, quien, reposándose de los estudios que le habían llevado á la Gran Bretaña, veraneaba en Jersey. A poco de relacionarse contrajeron matrimonio.
Ruth pensaba en España como en una tierra encendida de rosas y poblada de aventuras, el país de la novela cotidiana.
Cruzó, en su viaje nupcial, la llanada francesa, amable y riente, y desde San Sebastián, siguiendo la costa del Cantábrico, llegó á Regium, húmedo y melancólico. Villamor había alquilado una casa en la calle de Zubiaurre, frente al mar; un mar verdinegro y hosco, como el de Ruth. ¡Y ella que había soñado con un mar latino, color de añil, tachonado de velas purpúreas…!
Al año de matrimonio llegó una niña, Grace, y dos años más tarde un varón, Lionel.
Villamor amaba á Ruth con tan delicado rendimiento que no gustaba ni atinaba á decírselo, experimentando cierto pudor de la palabra como de cosa fútil, vestidura de ficciones y tosco remedo del amor. Acordábase de sus breves aventuras con damas galantes, y la herida que le hacían en el sentimiento con charlas mimosas de encarecido afecto, moviéndolé á apartarse de ellas con repugnancia. Muchas veces era tan caudalosa la crecida de su pasión que se hubiera arrojado á los pies de Ruth murmurando mil locuras que se le atropellaban en los labios y pidiéndole caricias, como un niño; pero el temor de caer en liviandad á los ojos de su esposa, le contenía. Ni aun osaba mirarla con amorosa insistencia, por miedo al ridículo ó á que en sus ojos adivinara Ruth alguna vislumbre de torpeza. Era de un exterior frío, reconcentrado, impasible: como los líquidos bullidores y expansivos, necesitaba un continente muy recio. Hasta con sus hijos parecía adusto.
El corazón de Ruth, tierno y nacido para el halago, no comprendía al esposo, y juzgaba como desamor lo que no era sino amor acrecentado. Esclavos los dos de la propia dignidad, una timidez y frialdad aparente se había unido á otra timidez fría en la superficie, de suerte que en el trato familiar se les interponía una terrible y opaca oquedad. Y así vivían mano á mano, alejándose por momentos; ella cada vez más triste y más ausente del hogar con el pensamiento; él cada vez más enamorado y más triste, comprendiendo que su Ruth dejaba de quererlo.
Las continuas cavilaciones y melancolías de Ruth —tras de los vidrios del mirador, cara al mar; el artístico volumen de Longfellow ó de Shelley, caído en el regazo— trajeron por obra una gran alteración nerviosa. La linda azucena del Norte se mustiaba. Observábala cautelosamente Villamor, atribulando y sin saber cómo acudir con el remedio. Al fin, temiendo serias complicaciones del mal, se atrevió á decir:
—Querida, me parece que Regium no te sienta. Es preciso que pases una temporada de campo, de montaña á ser posible. Si quieres ir á Jersey, no te contrarío. Pero, en mi opinión, te conviene un clima de altura. Mi madre vive en Agnudeña, ya sabes, una región abrupta y solitaria; se parece á los highlands escoceses. Te gustará. Mi madre aún no te conoce; te querrá mucho. Creo que tú también la querrás. Es una mujer sencilla… aldeana… pero…
—Eso ¿qué importa?
—Gracias, Ruth. ¿Te gustaría ir?
—¿Por qué no?
—Llevarás á los niños y á la nurse. Para todos será muy saludable. Os acompañaré una corta temporada, porque las obras del puerto… ya sabes…
—Como quieras.
—¡Ah! Perdóname. No quisiera ofender tus creencias; pero es preciso que mi madre piense que eres católica, y hasta… No me atrevo.
—Habla.
—Hasta que asistas á misa. En este caso sólo podremos ir. De otra suerte, imposible.
—Como quieras.
Se fueron al arriscado Agnudeña, Ruth, la niña y la nurse hablaban inglés, y contadas frases en castellano. El niño comenzaba á chapurrar la lengua paterna. Villamor les sirvió de intérprete en la montaña. A Ruth le gustó la braveza del paraje y la buena gracia pastoral de sus moradores. La vieja estaba encantada con su nuera y sus nietos. De la una decía que Dios no hace cuerpos tan guapos si no es para infundirles un alma buena, y que parecía talmente un querubín. De los nenes que eran pintiparaos los angelotes de las estampas. La que no le entraba enteramente era la nurse, á causa de lo acecinado de su semblante y de lo doctoral de sus lentes.
Ruth asistía los domingos á misa. El santuario era una ermita montañesa, rodeada de castaños patriarcas, y con un esquilón de acento inocente y díscolo. Los santos, toscamente entallados en madera, tenían esa rigidez bizantina que sin duda conviene á la bienaventuranza. Dentro del recinto olía á monte y á fortaleza. Y Ruth comprendió que aquella sed que alteraba sin tregua su alma podía satisfacerse en las aguas de la religión católica. La fiesta del patrono acaeció estando Ruth en Agnudeña. Sobre el pavimento de la ermita los montañeses amontonaron un tapiz de espadaña, juncia, romero y rosas carmíneas. Los incensarios borbollaban fragancias de Oriente. En el coro, seis cornamusas vertían sin reposo guturales y halagadoras canturrias. Ruth sintió á modo de una ebriedad; era su tierra de promisión, lo emotivo y lo pintoresco de la novela, cotidiana que había soñado frente á la fortaleza de la Reina Virgen.
Allí mismo, sin salir de Agnudeña, hubiera entablado conversaciones piadosas con el párroco; pero éste, aparte la agria cerrazón de su dialecto, era un bárbaro que vivía sólo para la caza y otros ejercicios violentos y crueles.
De vuelta en Regium, Villamor buscó un preceptor que enseñase correcto castellano á sus hijos.
—Es un amigo íntimo mío, Ruth, que por especial favor accede á mi deseo. Ha viajado mucho, hasta el Japón, y habla correctamente el inglés y el francés; de suerte que contigo puede entenderse en tu propio idioma, y, hasta si lo deseas, darte lecciones de castellano. Tiene gran talento y elocuencia; no será raro que lo elijan diputado en la próxima legislatura. Se llama Luciano Pirracas. Espero que, por su educación y particularidades, no te cause enojo, antes te sirva para conversar y distraerte.
Don Luciano Pirracas apareció en casa del ingeniero. De primera intención, á Ruth no le fué simpático. Andaba por la treintena y era adiposo y locuaz. Su charla, como la atmósfera, envolvía todas las cosas existentes sobre la haz de la tierra. Dijérase que nada podía vivir como no fuera alentando en su palabra profusa. A fuerza de perspicacia daba en superficial; tocaba los asuntos en la costra y los creía ya resueltos. Describiendo tierras exóticas lograba poner en sus frases vivos colores y evocaciones repentinas. En tal caso, Ruth le escuchaba con atención. Era anticlerical furibundo, é induciendo de la religión de Ruth que ésta le prestaría aquiescencia, disparábase en vituperiois contra la clerecía y muy particularmente contra la Sociedad de Jesús. Pero Ruth, que vivía en crisis religiosa, le vedó con delicadeza que la hablara de este extremo.
Insensiblemente, Pirracas se fué enamorando de Ruth, y como no era hombre de vida profunda, la mujer del ingeniero lo comprendió en seguida, agradeciéndole la nobleza con que procedía esforzándose en acallar aquel fuego, por respeto al amigo y á su esposa.
Cada vez que en sus paseos dominicales pasaba el matrimonio por delante del colegio de la Inmaculada, á Ruth se le iban los ojos hacia el caserón. Deseaba entrar y desentrañar su vida oculta. Conocía á todos los Padres, habiéndose cruzado con ellos tantas veces; pero ignoraba sus nombres. Los conceptuaba eminentes en santidad y únicos en ciencia divina. Comprendía que sólo ellos eran á propósito para otorgarla la luz de la gracia y un cabezal de sosiego en que adormecer el espíritu. Sin saber cómo, sus ansias iban hacia aquel jesuíta alto, fuerte y austero que regía á los niños mayores. No le había visto nunca los ojos, y, sin embargo, sabía que eran pardos y penetrativos, de esos ojos desnudos, tristes y castos que saben leer en las almas.
Otro individuo que le atraía singularmente era Gonzalfáñez, del cual Villamor le había hecho breve relato acerca del misterio en que se arrebozaba. Los dos esposos lo habían sorprendido en guisas extravagantes: una vez, conversando con las hierbas, tumbado en el prado; otra, encaramado en un pomar, cebando los bichejos de un nido.
La única relación que en Regium mantenía Ruth era con la señora del vista de aduanas, Aurora Blas. Visitábanse de tarde en tarde y con mucha etiqueta. Aurora andaba muy metida por los jesuítas y no perdonaba ocasión de pronunciar un ardoroso elogio de los benditos Padres. Y así fué cómo Ruth confió un día á Aurora sus inquietudes espirituales y su resolución de acogerse á una religión que la satisficiera.
—Mais, alors vous devez aller tout de suite au couvent des Jesuiles. Oh, combien ça me plait! Vous êtes un ange.
—Ma chère Aurora: ça c'est bien difficile. Comment pourrais-je aller moi toute seule? Je n'y connais personne[17].
Aurora se prestó, al proviso, á servir de correveidile. No faltaba más. Fué á visitar al Padre Olano, su confesor; éste acudió á Arostegui; Arostegui manifestó que le placía mucho el caso, y á los dos días, Aurora y Ruth entraban en el colegio, un domingo, al caer la tarde. Olano las aguardaba en el salón de visitas. La primera dificultad con que tropezaron fué que Olano no sabía inglés, ni francés, y Ruth no se enteraba cumplidamente del castellano. Aurora sintióse perpleja:
—Padre, yo creí que todos ustedes sabían al dedillo el francés.
—¿Para qué, hija mía? —respondió el Padre Olano, ruborizándose—. Lo estudian los que tienen necesidad de él. En los otros sería vanidad. Pero, en fin, esto no es un impedimento absoluto. La señora, por lo que veo, entiende español. Yo la hablaré despacio, y cuando no me comprendiera, le repetiré lo que sea cuantas veces sea preciso. De este modo las verdades se le inculcarán con mayor fuerza. De aquí en adelante puede venir á la hora que mejor le convenga, y hablaremos aquí.
—Six heures du soir, si ça vous plait.
—¿Qué dice?
—Que á las seis de la tarde, si no le molesta.
—Muy bien. ¿Quedamos en eso?
Así se hizo.
Ruth acudió puntualmente, aun cuando le repelía el aspecto del Padre Olano y cierta manera crasa y adherente que tenía de mirarla.
Convencida á la postre de que no avanzaba nada en el camino de perfección, escribió un billete al Padre Olano despidiéndose, y achacando su determinación á la dificultad insuperable del idioma. Con la esquela en la mano y sombrío abatimiento en el rostro, el catequista encaminóse á la celda del Rector.
—Pero, hombre, ¿por qué no me ha dicho usted el primer día que esa señora no sabía castellano?
—Yo creía…
—Usted creía que el Espíritu Santo le iba á soplar á usted el don de lenguas, ¿no es eso?
Aquel mismo día, la señora de Villamor recibió una carta, en correcto francés, rogándola que tuviera á bien continuar por el camino emprendido, y que volviera al colegio, en donde hallaría un Padre con quien poder entenderse á su gusto. El Padre resultó ser Conejo, que además de Prefecto de disciplina era profesor de francés, primer curso. A los pocos días, Conejo renunciaba á la empresa de adicionar un alma á los rebaños del romano pontífice.
—Reverendo Padre Rector, lo lamento mucho, pero no me es posible hacer nada, porque… ó yo no sé francés ó es la señora esa quien no lo sabe. No podemos interpretarnos recíprocamente.
—Lo más probable, Padre Eraña, es que usted lo ignore, y en esto no hay ofensa.
—¡Por Dios, Padre Rector! Ni por pienso…
—Acaso el Padre Sequeros… ¿Usted qué opina?
—Yo…
—Sí, usted; puesto que le pregunto…
—Que lo habla como Fenelón, eso ya se sabe.
—Pues dígale esta tarde á esa señora que desde mañana bajará á recibirla otro Padre. Y como no estaría bien hacer esta distinción á favor de una solamente, bueno es que, con cautela, vayan ustedes informando á otras beatas de que el Padre Sequeros vuelve á los ministerios.
Cuando Sequeros recibió la orden, no pudo celar la alegría que le daban. Vió el dedo de Dios eligiéndole, y por la noche se revolcó sobre la tarima de su celda, humedeciéndola de llanto y besándola, y luego se zurraba los lomos con las disciplinas, y murmuraba:
—¡Corazón santo, yo no soy digno! ¡Amado Padre Riscal, yo no merezco…!
En las recreaciones de los Padres hubo comidilla abundosa. La nueva llegó hasta la manida de Atienza, el cual, en la primera ocasión, le sopló á Ocaña en el oído:
—¿Qué te he dicho yo, Ocañita? Que echarían mano de Sequeros cuando lo necesitasen. ¿No te lo he dicho yo? Mira, lo tengo muy bien organizado. —Y daba un golpecito con el índice en la carnosa nariz.
II
Un repique de nudillos en la puerta le despertó. Levantóse en paños menores y salió á la celda. Encendió el quinqué, miró instintivamente el reloj, que había dejado sobre la mesa, al acostarse. Eran las cinco de la mañada.
Sequeros volvió con el quinqué en la mano al camaranchón en donde estaba su yacija, y lo colocó en el suelo. Enderezó los ojos hacia el crucifijo, colgado del muro, sobre la cabecera del lecho, santiguándose. Calzóse luego las medias, de lana y hasta más arriba de la rodilla, se vistió los calzones, de mahón azul, desteñido ya, no más largos de la corva y acuchillados de remiendos, insistentemente en la culera; se puso los zapatos; arremangó los puños de la camiseta y comenzó á lavotearse en un cacharro que había sobre un sillete. En habiéndose enjutado, tal como estaba y sin ponerse más prendas de vestir, hizo la limpieza del cuarto. Con una escobilla fué barriendo la suciedad del entarimado y la apiló en un montoncito, á la puerta. Sacudió violentamente el fementido colchón; aireó un momento las sábanas luego que hubo abierto el ventanal; batió el cabezal, y con mucha destreza, dejó lista la cama. Se le ocurrió: «¡Vamos, que si Ruth me sorprendiera en esta traza…!». Avergonzado, se llevó las manos al rostro; en seguida se empinó y golpeó el tillado con el pie, como si espantase un gato, diciendo: Fugite, Satana, y trazó una cruz en el vacío. Vistióse la camisa, la sotana, única que tenía, y se encasquetó el bonete. Giró la vista en torno, contemplando su ajuar indigente; después de vestido no le quedaban otras prendas que el balandrán[18], el manteo, una teja despeluchada, raída, lamentable, y luego un rosario, el crucifijo que le habían entregado al hacer los votos y con el cual le enterrarían, El Tesoro y el breviario.
Sonrió, envanecido de lo que él creía tanta pobreza. Marchábase ya, cuando, arrepintiéndose de camino, penetró en el zaquizamí nuevamente y salió con el balandrán puesto.
En los tránsitos, otros Padres caminaban en la misma dirección, silenciosamente. Estich se estrujaba las manos, haciendo sonar los huesos, por ahuyentar el frescor de la madrugada. Penetraron en la capilla reservada, en donde hicieron las oraciones en común. Oíase, de vez en vez, el canto de un gallo campesino. Sequeros celebró su misa y se restituyó á la celda, para hacer la oración y meditación matinales. Sacó el crucifijo de sobre la cabecera al cuarto exterior, suspendiólo en un clavo é hincóse de rodillas, orando vocalmente. Púsose en pie y trajo á la memoria el punto elegido la noche anterior en el libro del Padre Luis de la Puente, durante el penúltimo cuarto de hora antes de acostarse: Del primer milagro que hizo Cristo nuestro Señor en las bodas de Caná, de Galilea. Imaginóse en la presencia de Dios, trayendo en ayuda de sus propósitos la interpretación que San Bernardo da del pasaje bíblico aquel en que Abraham, subiendo á sacrificar su hijo, deja en la falda del monte impedimenta y servidumbre; una y otra representan cuidados y pensamientos terrenales. Por recogerse en el punto de la meditación se esforzó en que sus potencias contribuyeran, como quiere San Ignacio, de manera que trabajando el entendimiento en las varias circunstancias que encierra el conocido versículo quis, quid, ubi, cui, quoties, cur, quomodo, quando[19], se le inflamase la voluntad, y, enfervorizada el alma, luego de cavar, rumiar y ahondar en la meditación, entrarse por el coloquio. Aderezaba con meticulosa solicitud la composición de lugar. Su imaginación plasmaba prestamente realidades apetecidas. Hubo unas bodas en Cana de Galilea, en las cuales se halló la madre de Jesús, y él fué convidado con sus discípulos; y como faltase el vino, díjole su madre: No tienen vino. Sequeros veía la gran cuadra del festín; columnas de alabastro, al fondo; fragancias espesas; colgaduras, y á través de una que la brisa alzaba, colinas de oro, palmeras y un lago terso; los comensales, con túnicas abigarradas; vasijas de plata bruñida; manjares condimentados con especias; la desposada, embellecida por el rubor; el marido, con ojos como tizones; Cristo, corpulento y dulce, la cabeza inclinada sobre la túnica inconsútil de lino blanco; la Virgen… con el propio rostro de Ruth.
«¡Oh, Jesús mío!», sollozaba Sequeros, «apartad de mi mente imágenes temporales». Pero la Virgen permanecía con el rostro ebúrneo y angélico de Ruth.
«Ponderaré la confianza tan amorosa y resignada con que hizo la Virgen aquella brevísima petición: VINUM NON HABENT, no tienen vino, como quien estaba certificada de las entrañas de piedad de su Hijo. A esta demanda respondió Cristo nuestro Señor: ¿Qué tienes que ver conmigo, mujer? No ha llegado mi hora. Ponderemos las causas de esta respuesta, al parecer tan desabrida…».
Y Sequeros, arrastrado enteramente por la existencia imaginativa que había provocado, continuó en voz alta:
«Ves, Ruth, que á las veces te hablo con dureza, lo cual te mueve á desconsolación. ¿Qué otra cosa persigo si no es tu bien? ¡Ay, que las veredas del bien son ásperas, Ruth! ¿Piensas que no te amo? ¿Cómo rio he de amar tu alma de armiño, alma blanca y suave en la cual la mía se recrea? ¡Ruth, Ruth, corderilla mimada de mi rebañuelo, la más linda, la más graciosica y débil, la que más amo, por habérseme extraviado! ¡Si supieras, Ruth, cuánto te amo, cuánto, cuánto…!».
En esto, el astuto Hermano Cervino, lego visitador, esto es, encargado de ir espiando de celda en celda á la hora de meditación, abrió la puerta súbitamente, insinuó la cabezota en el cuarto de Sequeros y cazó al vuelo las últimas frases del soliloquio. Cuando Sequeros volvió los ojos á la entrada, atraído por el ruido audible del mundo efectivo, el visitador había desaparecido ya. A través del ventanal se infundía la bruma argentífera de la matinada. Los muebles de la celda se concretaban en la naciente luz de Dios. Fuera, la campiña empezaba á manifestarse entre tules de suma levidad. Sequeros consultó el reloj.
—¡Dios me valga! Van á dar las seis y media. No he sacado el fruto de la meditación ni he hecho examen de conciencia, ¡Jesús! ¡Jesús, ayúdame!
Besó el crucifijo y subió raudamente á las camarillas de los alumnos. Los acompañó, según era su deber, durante la misa, hasta las siete y cuarto; durante el estudio de la mañana, hasta las ocho, hora de desayunar.
Desayunó en el refectorio de los Padres y volvió á la recreación de los niños, hasta las ocho y media, en que comenzaban las clases. Subió á su celda y distrajo el tiempo, hasta las nueve, leyendo libros devotos. Bajó á su confesonario, en la iglesia pública del colegio. Desde el comienzo de la catequización de Ruth, el Padre Arostegui le había ordenado reanudar su ministerio penitenciario, lo cual le originaba estúpidas molestias que Sequeros ofrecía á cambio de culpas veniales. Las madreselvas bloqueaban su confesonario y hasta se enredaban en querellas ruidosas, disputándose la vez que habían de seguir en el turno. Luego, en habiéndose adherido á la rejilla, en fuerza de escrúpulos y sandias menudencias que traían para desembuchar, no había expediente fácil y piadoso con que dar por terminada la confesión.
A las diez y media, Sequeros daba su clase de francés, segundo curso, hasta las once. Eran discípulos suyos, Bertuco, Campomanes, Rielas y Rodríguez. A las once salían los niños á recreo, acompañados de Sequeros, hasta las once y media. Entonces, los alumnos iban al estudio, con el inspector segundo. Sequeros subió á su habitación, en donde hizo examen de conciencia, durante quince minutos. A las doce menos cuarto asistió á las letanías de los Padres, rezadas en la capilla íntima. La comida era á las doce, y se prolongaba hasta la una menos cuarto. Los Padres subían á los tránsitos, á solazarse platicando, y los alumnos á los patios de recreación. El Padre Sequeros, con los alumnos. Duraba el recreo de los niños hasta la una y media, y á continuación venía un estudio de media hora, preparatorio de las clases de la tarde, presidido por Sequeros. Al final de este estudio Sequeros quedó libre; consentíasele dormir hasta media hora de siesta. Se tendió en la cama; elevó la mirada al cielo raso; sobre la tediosa tersura de la techumbre dióse arte con que esbozar visiones é ilusiones. Dentro de unos instantes llegaría Ruth al salón de visitas. Quizá venía ya de camino. ¡Cuán dócil y bondadoso el espíritu de Ruth! ¡Con qué santa celeridad se alimentaba de las verdades fundamentales de la religión católica, convirtiéndolas en sustancia de su sustancia! ¡Cómo aderezaba con imágenes preñadas de divina luz los místicos arrebatos de su corazón! Los adelantos conseguidos eran sorprendentes: estaba adoctrinada ya en todos los extremos que importan, porque á las veces viene el Señor muy tarde; pero paga tan bien y tan por junto como en un punto da á otros. «¡Oh, mi Jesús y venerable Riscal; qué regalo tan sabroso me hacéis!». Al día siguiente se bautizaría Ruth en la iglesia pública del colegio. Los alumnos en pleno asistirían. El Padre Sequeros iba á verter las aguas lústrales del simbólico Jordán sobre la aurina cabeza de Ruth… «¡Qué regalo tan sabroso me hacéis!». Descendió del lecho y dióse á pasear. De minuto en minuto, sacaba el reloj. «Las tres menos cuarto. No me explico…». Púdole la impaciencia y bajó al recibimiento. Santiesteban, de la sonrisa pútrida, salió á su encuentro.
—Subía á llamarle, Padre Sequeros. La señora está en el locutorio.
Vestía de negro, lo cual sutilizaba su natural sutilidad. A través del velo, flotante y translúcido, la cabellera tomaba reflejos de metal. Levantóse, así que vió asomar á Sequeros, y corrió hacia él.
—Mon Pére, mon Pére.
—Ma soeur, ma chére soeur, ma petite soeur[20]…
Se estrecharon las manos, contemplándose con regocijo infantil. La obligó á sentarse luego y se acomodó al lado de ella. «Hoy, verdaderamente, no tenemos de qué hablar; es día de callar…» decía Sequeros.
—De chanter plutôt[21].
«De rezar, hermanita». «No, no de cantar. Soy feliz».
—Donc. ¡Aleluya![22].
Rieron, alborozados. Tenían los ojos resplandecientes, Ruth refirió que ya tenía terminado el traje, blanco y muy elegante. «Siempre le dije á usted, Ruth, que el blanco y el negro es lo que mejor le va. Mañana parecerá usted un ángel. Y lo es…».
—Mais non, mais non. Que vous êtes gentil[23].
«Repito que sí. Soy su padre espiritual, y no hay pecado de orgullo en creer lo que digo». Luego, meditabundo: «¡Qué lástima que no puedan bautizarse mañana los niños! Sería un espectáculo conmovedor. Y su marido, ¿vendrá?». «¡Ay! No lo sé. Ya sabe, Padre mío, lo fríamente que vivimos. ¡Padezco mucho!». «¡Pobre hermanita!». Platicaron sin tasa.
Santiesteban vino á dar la hora: las cinco y media.
—Pas possible[24] —exclamó Ruth.
¡Cómo había volado el tiempo…! Despidiéronse tiernamente hasta el siguiente día.
Los alumnos salían de las clases. En el claustro unióseles el Padre Sequeros; merendaron; salieron á la recreación, en donde, rodeado de un pequeño grupo de adictos y devotos, el inspector les hizo menuda cuenta de varias circunstancias edificantes que habían concurrido en Ruth para ser elegida de la gracia, ponderando la extraordinaria virtud, candor y belleza de esta señora y otras muchas curiosidades que deleitaban á los niños; siguióse el estudio, entreverado de rosario y lectura espiritual; á las ocho, la cena, y Sequeros fué al refectorio de los Padres; condujo luego á los muchachos al dormitorio y retornó al pasillo del piso principal. Los jesuítas paseaban en pequeños grupos, quiénes de frente, quiénes de espalda, platicando sobre nonadas y baladíes rencillas, de muros adentro. Sequeros se sumó al primer pelotón que halló al paso. Lo formaban Landazabal, titubeante y con las manos clavadas en lo mollar del trasero; Estich, ajirafado y redicho; Numarte, panzudo y estólido como un trompo, y Ocañita, minúsculo y murmurador. No había entre ellos ningún profeso, ó jesuíta propiamente dicho, esto es, que además de los tres votos simples hubieran hecho el cuarto, de obediencia al Papa. Numarte y Landazabal eran coadjutores espirituales, Padres graves; Estich y Ocaña, maestrillos. Cuando se les acercó Sequeros conversaban precisamente de las intrigas y favoritismos con que se elegían, contra justicia y caridad, los individuos que habían de hacer el último voto, ideal supremo de todo el que ingresa en la Orden.
—Y usted, Padre —preguntó Ocañita á Sequeros—, ¿por qué no llegó á hacer el cuarto voto?
—Sin duda porque después de mi tercera aprobación los superiores hallaron que yo no era eminente en ciencia ó virtud, como quiere San Ignacio. Pero desde todas las partes se puede servir á Dios.
—Ya lo creo; y mucho más desde nuestro sitio —afirmó Landazabal, deforme.
Pasáronse á hablar del dinero de la Compañía. Las aseveraciones de Numarte, muy amigo del Padre Iturria, procurador, tenían gran fuerza:
—Iturria me aseguró que este colegio es un negocio excelente. Hechas las tres partes de los ingresos, una para el General, en Roma, y otra para el Provincial, queda mucho dinero aún en la tercera, para los gastos de la casa. Según me dice Iturria, lo sobrante lo tiene el Rector, y dispone de ello á su manera, en labores de propaganda, etc. Creo que se piensa hacer un periódico en Pilares y varias reformas en el colegio.
—La verdad es que —interviene Estich— cuando nuestros adversarios propalan que somos ricos, no se equivocan. Y vamos á ver, ¿qué hacen del dinero, tanto en Roma, como en la provincia? ¿Dónde lo guardan?
—Mira este bobo… —replica Numarte—. En un banco de Londres. Eso lo sabemos todos. Según parece, Inglaterra es un país en donde hay cierta seguridad. Es curioso, ¿verdad? Entre protestantes… Ya veis, aquella condenada Isabel…
Y expone Landazabal:
—Sí; porque mira tú que aquí, á cada paso, ¡zas! Hay una algarada de verduleras y terminan apedreando nuestras casas.
—La culpa la tiene el liberalismo —interpone Numarte.
—Pss… ¿Qué más da que la canalla, la hez, la cloaca nos odie? —se pregunta Estich, con inflexiones oratorias—. Con nosotros están los buenos, las clases acomodadas y los ricos. Es fuerza reconocer que, en esto, nuestros Superiores han demostrado siempre una rara habilidad para captarse las voluntades de los que mandan.
El coloquio era perfectamente pueril; los interlocutores exteriorizaban su prurito de opinar á la manera de atolondrados mancebos que ignoran por entero las cosas de la realidad.
A las nueve y media terminóse el recreo. La comunidad acudió a la capilla. Cada Padre hizo su examen de conciencia y breve oración, retornando individualmente á sus celdas, según iban concluyendo.
Sequeros, luego de quedar en ropas menores, apagó su quinqué y, á tientas, se orientó hacia el lecho. Arrebujábase en las ropas, dispuesto á dormir, cuando, al introducir la mano debajo del cabezal buscando fácil postura, halló un papel, cuidadosamente doblado. Saltó á tierra, encendió el quinqué, leyó:
«Aun cuando nunca logré favorecerle con mi confianza, por sospechar que usted transige harto fácilmente con flaquezas de la carne, nunca pude imaginar que se dejara corromper con tanta prontitud por las pasiones, y mucho menos que las expresara con escándalo de sus Hermanos y del mundo. Se conocen de público muchos de sus pecaminosos diálogos con la señora inglesa. ¡Dios le perdone! Las gentes generalizan su desenfreno atribuyéndolo á todos los hijos de la Compañía. Así, he resuelto disponer que desde mañana no salga usted para nada de su celda. Para nada. El aislamiento le es, necesario; labrará usted en su pasado y quizá Dios le toque de arrepentimiento. Por no dar más que decir no suprimimos la ceremonia de mañana, y el Padre Olano bautizará á esa señora, la cual me temo mucho que no esté en disposición por culpa de usted. Repito que no salga usted de la celda para nada. Obedezca la voluntad de su Rector, que en este caso es la de Dios mismo.
P. AROSTEGUI, S. J.»
El Padre Sequeros empalideció atrozmente. Estrujó la esquelita azul, la arrojó al suelo y la escupió. En el formidable bíceps de su brazo derecho un nerviecillo comenzó á palpitar. Sin acordarse de que estaba casi desnudo, se lanzó á la puerta, con ánimo de asaltar al Superior y saciar en él su furia; pero le tomó un desfallecimiento de la voluntad y se detuvo secamente en el centro de la estancia. Era la segunda vez que le acometía una iracundia homicida. La primera fué en Loyola, siendo muy mozo, contra el ayudante del maestro de novicios.
—Me viene una tentación, Padre —había dicho Sequeros.
—¿Cuál, hijo mío?—-respondió el ayudante, sonriendo fríamente.
Y Sequeros, frenético, arrebatado:
—La de tirarle ahora mismo por el balcón y que le salten los sesos contra las piedras.
El ayudante, inmóvil, con sonrisa gélida, había exclamado:
—¡Ah! ¡Cosas del demonio!
—El demonio es usted. Yo soy generoso y abierto, no puedo con ese carácter de usted, torcido, hipócrita, malicioso, cruel, empedernido… ¿Es usted representante de Dios? ¿Son como usted los hijos de San Ignacio? ¡Dios mío, Dios mío! No puedo más…
Ahora, Sequeros reanimaba aquella triste escena. Volvió los extraviados ojos hacia una estampa del venerable Riscal. El rostro se le fué empurpurando. Rompió á llorar y á sollozar, y, arrodillándose, besó el suelo:
—¡Fiat voluntas tua!
III
A Ruth, el día de su bautizo, la dijeron que el Padre Sequeros había enfermado repentinamente la noche antes. Lo creyó, y se dejó bautizar por el casposo Olano. Ruth acudió ávidamente al colegio, interesándose por la salud de su catequista. El Padre Sequeros no mejoraba; Ruth sintióse invadida de melancolía y zozobra. Al tercer día escribió una carta al jesuíta; los trazos temblaban de solicitud. No hubo respuesta. Sucediéronse las cartas, aumentando el quejumbroso desconsuelo de ellas conforme la mudez del confesor permanecía inquebrantable. «Le necesito —llegó á escribir, con angustia—. Mi espíritu no está aún plenamente fortificado en la nueva fe. Tengo desmayos y pensamientos horribles. No sosiego. ¡Ayúdeme, por Dios! Póngame siquiera una línea por donde vea que no debo desesperar de que el Señor se apiade de mis sufrimientos». Y, en verdad, Ruth sufría de continuo; la fiebre de sus cavilaciones la iba devorando, poco á poco, y empañando aquella tersura translúcida —leche y rosas— de su tez. Apartábase del curso del tiempo, durante largas horas, recostada en un sillón, ó vagaba fantasmagóricamente por sus habitaciones, sin contacto con el mundo sensible. Villamor y Pirracas espiaban atribulados los progresos del mal; creían entender, pero no hallaban la medicina. La creciente consunción de Ruth consumía igualmente al esposo.
Una noche, la nurse hubo de restituir á Ruth á la realidad. Villamor acababa de pegarse un tiro, bien asestado. Murió al instante. Ruth se precipitó sobre el cuerpo, caliente aún, de su marido, amortajándolo con delirantes besos. Había dejado dos cartas, una para Ruth, otra para Pirracas. La nurse, después de vestir, en silencio, á Gracia y Lionel, los condujo á casa de la señora de Blas, llevando al propio tiempo la epístola de Pirracas. La de Ruth era rotunda y misterioso:
«¡Farewell for ever! I loved you, Ruth, above all. ¡I loved you, my sweet, my sweetest heart![25]».
Ruth no lloraba; sus ojos estaban áridos; el corazón, yermo, amenazaba quebrarse. Arrodillóse junto al cadáver de Villamor, y le miraba con desvario, los finos brazos en cruz. Así pasó un tiempo, hasta que Pirracas se precipitó en el despacho, con gesto soez, lanzando al rostro de Ruth un papel arrugado. Ordenó á la mujer que leyese. Esta, maquinalmente, le obedeció:
«Amigo de mi alma: no puedo más. Tú comprendes, como yo comprendo; quizá sabes. De tus torturas de amigo fiel deduce las mías de marido engañado. No he querido enterarme. ¿Para qué? ¿Me robó la honra ese jesuíta y luego abandonó á Ruth? ¿Qué más da? Lo cierto es que ella está enamorada de otro, y yo sin el amor de Ruth no puedo vivir. Cuida de ella y de mis pobres hijos. ¡Adiós!
CÉSAR».
Ruth exclamó embravecida:
—¡Oh, no! That is not true. ¡Tremendous Thing! —Y luego, derritiéndose en llanto, sobre la frente del marido—. I was faitfull with you. I loved you. Forgive me, dearest[26].
En la frente de Pirracas se inflaban dos lóbregas venas; estaba congestionado; sanguíneos los ojos y la mano derecha en el bolsillo de la americana. Intentó hablar y rugió. Violentos escalofríos le sacudían, de arriba á abajo. Asiendo á Ruth por un hombro la zarandeó brutalmente. La mujer se puso en pie á tiempo que Pirracas enarbolaba un revólver.
Ruth empuñó las muñecas de Pirracas, obligándole á permanecer con los brazos en alto. La mujer parecía endeble y el hombre nervudo; los brazos de Ruth, como de espuma; los de Pirracas, roblizos; la carita de ella, de un blanco irreprochable; la de él, púrpura. Pero aquel cuerpo sutil no se doblegaba, y sus manecitas apresaban aceradamente las muñecas del agresor, y éste, fuera de sí, la escupía, la pataleaba, desollándola los tobillos, bramando:
—¡Whore, damned whore![27].
Al rumor, acudieron los domésticos, y entre ellos Celestino el delineante. Sujetaron al energúmeno. Ruth se envolvió la cabeza en un chal y salió á la calle.
Eran las ocho de la noche. Los transeúntes de Regium vieron con asombro la silueta rauda y fina de Ruth atravesando calles con rumbo al colegio de los Padres jesuítas. Algunos la siguieron. Curiosearon cuando zarandeó vertiginosamente el alambre de la campana. En viéndola entrar, volviéronse, forjando historias picarescas.
Ruth se adentró por la portería, sin decir nada; apoyóse un momento contra un muro, sorbiendo aire, la mano sobre el corazón. Luego, con voz ahilada y moribunda, suspiró:
—El Padre Sequeros… Yo necesito ver… ¡por Dios!
Santiesteban, de la sonrisa pútrida, estaba boquiabierto. Respondió, á gritos, de manera que su castellano fuera inteligible:
—Padre Sequeros, enfermo. Demás Padres, refectorio. Imposible ver. —Con esta construcción telegráfica suponía llegar más derecho á las entendederas de Ruth, la cual, comprendiendo la negativa, levantó el busto arrogantemente y penetró al patio con decisión. Quiso interponerse el lego, mas Ruth, de un manotazo, le constriñó á apartarse, haciéndole bailar de camino un aurresku rudimentario. Santiesteban salió, dándose con los zancajos en la rabadilla de tanto correr, disparado, hacia el refectorio de los Padres; fué á la vera del Superior y le puso al tanto de la insolencia femenina. Arostegui llamó á Olano; le dijo al oído:
—Vaya á ver la tripa que se le ha roto á esa individua y procure hacerla tomar las de Villadiego cuanto antes.
Olano dispúsose á obedecer las órdenes del Rector, repapilándose de placer y quizá un algo nerviosillo. Desde el patio oyó gritos en el tránsito del piso primero; era Ruth, clamando por el Padre Sequeros. Subió Olano las escaleras con cuanta agilidad le consentían sus fofas facultades, llegando al tránsito jadeante, sin resuello. A los pocos pasos topóse con Ruth.
—Padre Sequeros… ¡Yo necesito ver!
—Vamos, tranquilícese, hija mía. Acompáñeme á la celda.
—¡Padre Sequeros!
—Sí, ya entiendo. Un momento de calma. Acompáñeme.
Exhausta de energías y casi inconsciente, la viuda de Villamor siguió al jesuíta, el cual la había tomado de la mano, y de esta suerte la condujo a su celda, dejándola en la habitación, en tanto él se ocultaba detrás de la cortineja que hay á la entrada de la camarilla. El Padre Olano tenía la boca seca, el corazón acelerado y las manos temblonas, por obra de la emoción é incertidumbre, á tiempo que se desceñía el fajín y se desvestía la sotana porque era muy cuidadoso de no incurrir en necias infracciones, cuya manera de burlar conocía al dedillo. Así, Olano no ignoraba que el religioso que se despoja de sus hábitos se hace ipso facto reo de excomunión; pero, el mismo aligeramiento indumentario se trueca en acto meritorio cuando, por no profanar las santas vestiduras, se realiza para fornicar, por ejemplo, ó ir de incógnito á un prostíbulo, según concretamente se asegura en los Veinticuatro Padres, en la Praxis ex Societatis Jesu scola, y en el Padre Diana: Si habitum dímitat ut furetur occulte, vel fornicetur. Ut eat incognitus ad lupanar.
Ruth Flowers, en una butaca de enea, permanecía con la cabeza caída sobre las manos y los codos en las rodillas. Olano asomó en la puerta de la camarilla; avanzó con sigilo hasta sentarse á la izquierda de Ruth. La señora murmuró, sin alzar los ojos:
—¡Padre Sequeros! ¡Padre Sequeros!
—Por ahora… es imposible… hija mía. —La concupiscencia le quebraba la voz.
Ruth se puso en pie y Olano hizo lo propio, aprisionándola entrambas manos. Hasta aquel instante, la cuitada mujer no había parado atención en la traza inconveniente del jesuíta: el plebeyo rostro, torturado de furor venusto; el bovino pestorejo, de color cárdeno; la camisa, burda y con mugre, abierta por el pecho y mostrando una elástica fuerte y áspera pelambre; los calzones azules, remendados, con fuelles y sin botones en la pretina; las pantorras, de extraordinario desarrollo, embutidas en toscas medias, agujereadas á trechos; sin zapatos. En cualquier otro trance hubiera sido grotesco, risible sobre toda ponderación. En aquel caso resultaba terrible, como un sátiro brutal, embriagado de mosto y de lujuria. Ruth creyó perder el sentido y con él la razón. El dolor de los tobillos, que aumentaba por momentos, apenas la consentía sustentarse sobre los pies. Deseaba la muerte. Los ojos se le nublaban.
Mas he aquí que, como entre sueños, advierte que la torpe y embotada mano del jesuíta explora sus senos, aquellos dulcísimos senos cuya delicadeza eréctil la maternidad había respetado, y, luego unos labios calientes y blanduchos sobre su boca casi exangüe, que el terror helaba. Por un prodigio de fortaleza, nacida de tanto horror, Ruth pudo sacudirse de encima aquel fardel de libidinosidades furiosas. Olano retornó á la presa; Ruth le contuvo aplicándole un puñetazo sobre un ojo, y aprovechando el aturdimiento del hombre, huyó de aquella estancia maldita, y luego de aquellos tránsitos penumbrosos y hostiles, y luego de aquella casona negra, alucinante. Y salió á las veredicas y pradezuelos que hay tendidos al pie del colegio; sus pasos vacilaban; su razón se ensombrecía. Cayó sobre la hierba, exhalando un lamento:
—¡My God![28].
Unos brazos tímidos y afectuosos se posaron sobre sus hombros; luego la ayudaron á que se incorporase. Una voz buena, dijo:
—¡Poor beautiful creature! ¡Come to me!
—You… Gonzalfáñez. Let me see the children, and die.
—Not yet. Come to me[29].
Desde aquella noche, Ruth, con sus hijos y la nurse, se instalaron en casa de Gonzalfáñez.