I
Tierra adentro y cara al mar, asentado sobre una loma de los aledaños de Regium está el Colegio de segunda enseñanza de la Imnaculada Concepción. Lo regentan los Reverendos Padres de la Compañía de Jesús.
Es una mole cuadrangular, cuyas terribles dimensiones hácenla medrosa; la desnudez de todo ornato, inhóspita, y la rojura viva del ladrillo de que está fabricada, insolente. No tiene estilo. Su fachada lisa, de meticulosa austeridad, abierta por tres ringlas de ventanales, se ofrece á la mirada inquisitiva del viandante con la tristeza sorda y hostil de los presidios, de los cuarteles y los establecimientos fabriles. Sábese que es casa de religión porque hay una gran puerta ojival rematada por una cruz, al extremo siniestro del frente, según se mira, á la cual conduce una escalinata de piedra; un campanario voladizo de hierro, á manera de jaulón de micos, en el tejado y á plomo sobre aquella puerta, y unas letras de oro contiguas al alar, promediando el casón: A. M. D. G.[2]
El edificio está á cosa de un tiro de piedra de la carretera real, que conduce á tierras de Castilla, Entre el camino y el colegio, así como aislador de paz que aquiete y embote el tráfago del siglo y sus pecaminosas estridencias, hay pradezuelos mullidos, muy rapados y verdes; los cortan aquí y acullá unas veredas de arena pajiza, las cuales, reptando y curvándose con cierta blandura jesuítica, van á meterse en el convento, por debajo de las puertas. Véase cómo por medio de un sencillo expediente nos inculcan provechosa lección á tiempo que se nos pone al cabo del espíritu de la Orden; porque veredicas y pradezuelos, lo mismo que la propincuidad con la carretera, todo ello obedece á plan y concierto. Quiere decirse que no lejos del camino de perdición está el cobijo de la gracia, y que para entrar en el reino de S. M. Divina, de la cual son ministros tan irresponsables como el propio soberano los Reverendos Padres de la Compañía, es menester trocar las holgadas y prósperas vías del mundo por pequeños y tortuosos senderitos, abajarse, rastrear, humillarse.
II
En los alrededores de Regium está la aldea de Arriares, y en ella una casita de campo, flamante y de rusticidad arquitectónica adredemente rebuscada; ventanucas, tejadillos, cuerpos adosados al principal, á modo de establos, cuadras ó cubiles. Los huecos están siempre en ceguedad, obturados por cortinas inmóviles de tela blanca. Un jardín sombrío, húmedo, aprisiona á la casa, y una alta cerca, enrejada por uno de sus costados, guarda el jardín. Es una casita que vive de sí misma, que tiene un alma misteriosa y activa. Su dueño, constructor y habitante es Gonzalfáñez.
Gonzalfáñez nació en Regium. De niño tuvo sólo un amigo, Dorín, el de Pedreña, garzón de cuna baja, paupérrima. Adolescente, Gonzalfáñez desapareció de Regium. Fueron cayendo los años en la sima de lo pretérito; murieron los padres de Gonzalfáñez; el pueblo olvidó al hijo.
Cierto día llegó á Regium un señor cenceño, rasurado, con esclavina de capucha, gafas negras y un bastón tremendo de gordo. Preguntó por Dorín, el de Pedreña; fuése á Arriares, en su busca; se aposentó en casa del aldeano, que tal era Dorín; estúvose allí hasta que vió terminada la rústica casita de arbitraria apariencia, y, entonces, Gonzalfáñez y Dorín se acogieron al nuevo nido.
Los dos amigos salían á vagar por el campo, preferentemente carretera adelante, rostro á Castilla, siempre que hubiese buen tiempo. Gonzalfáñez llevaba, en toda ocasión, colgando de sus hombros proceres y un poco claudicantes, aquella esclavina de capucha que era como el trasunto de un manto; lo mismo en invierno que en estío. Caminaban en silencio, de ordinario. Retenían el paso con frecuencia. Una vaca, un mirlo, un regato, una flor de genciana; todas las cosas y seres de Naturaleza ejercían tanto imperio sobre Gonzalfáñez que, reclamándole hacia sí, le hacían permanecer largo rato suspenso y como ajenado.
En Regium se sustentaban diferentes hipótesis acerca de Gonzalfáñez. Quiénes aseguraban que era demente, habiendo sido su padre alcohólico. Cuáles que sufría de infortunios amorosos, habiéndose casado en Circasia con una princesa de extraordinario ardor é insaciable venustidad. Estos, que las complicaciones de cierto horroroso atentado le mantenían recoleto en su fortaleza agreste. Aquéllos, que era un idiota, atacado de misantropía. Lo cierto es que ninguno sabía nada y que Gonzalfáñez, después de su vuelta á Regium, no se había dignado cruzar la palabra con ninguno de sus convecinos y paisanos, como no fuera Dorín.
Desde que se puso la primera piedra de los cimientos, Gonzalfáñez y Dorín seguían, día por día, la diligente erección del colegio jesuítico. El maestro de obras era un lego congestivo, agigantado, de pestorejo y cogullada inmensos, maneras de cómitre y empecatado acento vasco; el hermano Aurrecoechea.
Aurrecoechea intentó en veces diferentes trabar plática con Gonzalfáñez; mas la pertinaz cerrazón de éste hizo desistir al vizcaíno. Afortunadamente, si el uno le negaba este parvo sustento de la palabra, otorgábanselo, con creces, mujeres que conducían la comida á canteros, carpinteros y albañiles, y las mozas labriegas. No era raro verle en apretada chachara con alguna rapaza pulida y fresca, alongados un trecho de las obras y guardándose bajo los árboles. No tardó en señalarse evidente favoritismo. La preferida fué Teresa, de la aldea de Cabeñes, rubia de miel, encendida y gustosa como un fruto. ¡Cuán pronto hubo de marchitarse su buena color! Lo que perdió en carmín la neña, fué compensado en vientre. El bárbaro Aurrecoechea la rechazó entonces. Cierta tarde hubo una llantina de Teresa, con manifestaciones dramáticas; fueron testigos, á distancia, Gonzalfáñez y Dorín. El de la esclavina rezongaba: «¡Mala bestia! ¡Mala bestia!».
Un día amaneció Aurrecoechea muerto, al pie de un muro en construcción. Tenía la cabeza hecha añicos, por obra de un garrotazo. A la tarde, así que llegó Gonzalfáñez, por inspeccionar las obras como de costumbre, interrogó á un pinche:
—¿Y el lego grande?
—Matáronlo, señor, en la noche última.
—¿Del todo?
—Del todo, como á una rata.
Se dijera que Gonzalfáñez sonreía.
El colegio medraba por horas. En corto plazo quedó rematado y en su punto. El lóbrego enjambre ignaciano lo invadió, distribuyéndose por las celdas, á llenar arcanas actividades. Y luego otro enjambre más numeroso, el de la cándida infancia, brotes de futura humanidad.
Y por la tarde, consintiéndolo el tiempo —á las horas postmeridianas en época de otoñada ó invernal, al levantarse la noche en verano y primavera—, Gonzalfáñez y Dorín hacían un alto en su paseo y contemplaban el colegio de la Concepción. Cuándo, tañía en la penumbra hermética de los claustros la campana del regulador, escandiendo la medida espaciada de la existencia comunal. Cuándo llegaban de patios y cobertizos la algarabía conmovedora de la infancia en asueto; el chaschás seco de la pelota contra el frontón; el bum cóncavo de los grandes balones de cuero, que á intervalos surgían en el aire, por encima de los muros…
Y Gonzalfáñez interrogaba:
—¿Te gustan los niños, Dorín?
—Según; cuando son guapos…
—¿Los quieres, Dorín, sean guapos ó feos?
—Hom, querelos… claro. ¿Quién no los quiere?
—Los niños… Los niños… ¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia! ¿Sabes lo que es un parque de puericultura, Dorín?
—Mal rayo me parta…
—Que no te parta, Dorín. Me quedaría yo solo.
Dorín sonreía, con su rostro benévolo y bobalicón.
¡Nunca te olvidaré, Gonzalfáñez; hombre extraño y nombre de romance antiguo! En los paseos nos sorprendías á la vuelta de una calleja, en la linde de un bosque, en la margen de un río, donde menos lo pensáramos. Recuerdo tu esclavina, y tu capucha, y tu bastón enarbolado cual si fuera un báculo, y tu rostro ceñudo y bíblico, cuando repetías infinitas veces según pasábamos y á tiempo que hundías tu pupila torva en los inspectores: «¡Oh, puericia! ¡Oh, puericia santa!». Los inspectores bajaban los ojos y nosotros nos apelmazábamos en las ternas, como rebaño pusilánime, porque los padres nos habían dicho que eras ateo. ¿Qué habrá sido de ti, Gonzalfáñez, nombre alto y sonoro, deidad esquiva de las encrucijadas rústicas?
III
¿Cómo y con qué recursos se edificó el colegio?
Dios, que viste de piedra, cuando no de ladrillo, las buenas intenciones, y de hermosura el lirio de los valles, y da alimento al pajarillo, y pajarillos al milano, dispuso la marcha de los días de manera que en Regium se alzase un cuartel de su amada milicia.
La Compañía de Jesús tiene por norma indeclinable no comenzar la construcción de una nueva casa si no se cuenta de antemano con todo el dinero preciso para darla fin. Lo contrario redundaría en deshonra del instituto, poniéndole quizá en pie de pedigüeñerías y mendigueces.
Las primeras avanzadas de batidores, en este fornido ejército ignaciano, llámanse residencias. Son las residencias pequeñas delegaciones que andan desparramadas, por capitales de provincia y pueblos ricos, viviendo de la misa y de la predicación y explorando el terreno por si fuera á propósito para hacer una magna sementera de gracia.
En las últimas décadas del pasado siglo llegó á Regium una de estas delegaciones. La componían los Padres Anabitarte, Olano, Lafont y Cleto Cueto, con el Hermano Mancilla. Los enviaba el cacique de la región, don Nicolás Sol é Il, aquel célebre y ridículo político de la barba enmarañada y esponjosa, de la elocuencia enmarañada y esponjosa, del intelecto enmarañado y esponjoso. Alojáronse en un segundo piso de la plaza de Sol é Il, improvisaron una capillita, y con esto rompieron ya el avance hacia la conquista de la madreselva, que es como ellos, en la intimidad, llaman á la beata.
Las primeras jornadas fueron duras. Hubo noche en que los cinco religiosos se acostaron con las tripas horras.
Apenas si se decían misas, á causa del estipendio de cinco pesetas que la Compañía tiene señalado. Las gentes de Regium murmuraban: «¡Mi alma, cinco pesetas! Están locos. ¿Si pagamos una á don Rebustiano, y cuando mucho dos?». En su nesciencia teológica olvidaban que las misas oficiadas por jesuítas logran mayor eficacia que ninguna otra misa. Abundan razones que lo abonan. El Eterno nos ha patentizado, en el curso de lo temporal, su afición á la lengua del Latió. El arameo no lo eligió, ni el griego, ni el sánscrito, ni el hebreo, ni el catalán —nobilísimas lenguas todas—, para lengua litúrgica, sino el latín; infundió en Virgilio el soplo profético y en Ovidio la complejidad y sutileza amatorias que, andando el tiempo, habían de ostentar los casuistas. La prosodia latina de los jesuítas es más pura que la de todos esos infelices curas de chicha y nabo; bien lo saben y no se recatan para decirlo. Claro está que en el Cielo, así que celebra misa un Padre de la Compañía, el Eterno y su Estado mayor central se vuelven locos de contentos, porque le entienden todo lo que dice, y, naturalmente, le hacen caso. Además, los jesuítas tienen muy buenas formas. Esto es, no que resplandezcan en urbanidad ó que sus miembros se caractericen por cierta turgencia escultórica, sino que las partículas que emplean para consagrar son de clase extra y de mucho tamaño, con lo cual, en el punto curioso y sublime de la transubstanciación, Jesucristo encuentra holgado alojamiento, y lo agradece mucho. Todo lo que antecede ha sido revelado á un venerable de la Compañía, y como se supone, fué revelándose con toda cautela, á las personas piadosas de Regium, las cuales, habiéndose iniciado, satisficieron fervorosamente las cinco del estipendio.
Y, sin embargo, la residencia no prosperaba. El Padre Olano había llegado á formar frondoso cerco de madreselvas en torno á la viña del Señor; de ellas, carcamales y fétidas momias; de ellas, también, lindísimas muchachas y muy bellas casadas. El Padre Cleto Cueto mantenía comercio cotidiano con los politicastros católicos del pueblo; logró fundar un periódico nocedalino, La Reconquista. Anabitarte y Lafont cultivaban de su parte sendos círculos de relaciones masculinas y femeninas. Ninguno de los cuatro daba paz al zapato, recorriendo de continuo la provincia, Pero el dulcísimo y fecundísimo dinero acudía con parquedad y dolorosas intermitencias. En vano asediaban la casa de los ricachos santurrones de Pilares, la capital insinuándoseles con dulzura oleaginosa y sahumerios de palabras suaves; cuándo, cerca de don Anacarsis Forjador, el multimillonario de semítica traza, bandolero de asalto en guarida, que no era otra cosa su banca; cuándo, sobre el marqués de San Roque Fort, por la gracia de Su Santidad León XIII, forajido sacristanesco más que marqués, que de lo uno llevaba cuatro meses mal contados y de lo otro algunos lustros poniendo á parir caudales ajenos, en amorosa complicidad con un su hermano, canónigo, incurso en simonía. Se les acogía bien, se les proporcionaba lastre para la andorga, hasta se les socorría, á pretexto de ciertas devociones; pero ¡con cuánta miseria! ¡con qué torpe y mal celada avaricia!
Recibióse en la residencia una carta del provincial. Decía: «Miren que, á lo que entiendo y por lo que se me dice, esa tierra es rica y va para más; que se abren nuevas minas y muchas fábricas cada día; que los tiempos son de impiedad, de peligro para la Compañía y para la Iglesia de Cristo; que toda esa parte la tenemos en barbecho, porque si se quitan las Provincias, puede asegurarse que el Norte nos ignora; que un colegio ahí paréceme que urge, etcétera, etc». Luego: «Dícenme que hay una viuda de un tal señor Zancarro, mujer delicada de salud, pero de mucha fortuna. Infórmense con discreción, amadísimos Padres, que el asunto es de mucha monta para el servicio de Dios. Probablemente les enviaremos al Padre Sequeros. A. M. D. G.»
Al leer el anuncio del envío, siquiera fuese de un hermano en religión, los de la residencia arrugaron el morro, vejados y hostiles. Luego cambiaron una ojeada, en silencio. Sequeros gozaba de mucho renombre dentro de la Compañía por haber socaliñado, en París, unos millones de pesetas á la vieja duquesa de Villabella, hallándose la dama en trance de muerte.
Llegó Sequeros á Regium. Era un mozarrón de erguida testa y modesto ademán; sanguíneo, hermoso, abierto de corazón y de carácter, candoroso y leal; sus ojos miraban siempre al suelo ó al cielo; la voz, clara y masculina, ignorante de inflexiones capciosas é hipócritas; en el espíritu, voraz fuego apostólico y amor divino sin medida.
A poco de llegar á Regium se le tenía por santo. La mayoría de las madreselvas se pasaron á Sequeros; le besaban la sotana y el fajín, y le decían: «¡Santín de Dios!». A lo cual, el joven religioso sonreía, apartándolas dulcemente de su camino, porque él tenía una alta misión que cumplir: buscar los materiales para la ciudad de Dios.
Los vecinos de Regium echaron de ver muy pronto la ventaja que Sequeros hacía á sus hermanos. Por lo pronto, no llevaba los hombros constelados de caspa, como Olano y Anabitarte; ni tenía los dientes podridos, como Lafont; ni se dejaba la barba de cinco días, como Cleto Cueto. Se puede ser santo sin ser puerco. Sequeros era un jesuíta verdad, según la leyenda que el vulgo de ellos ha creado. Las madreselvas daban por descontada la aristocracia de su cuna. Todas las puertas se le abrían. Se le abrió, por ende, la de la viuda de Zancarro. Había sido el tal un desapoderado bandido que, con ocasión de las guerras coloniales, apilara su fortuna en la administración militar. Negáronle el trato los de Regium, lo persiguieron y afrentaron con tanta saña que él, acorralado, determinó suicidarse. Su viuda cayó en maniática religiosidad; no tenían descendencia.
Los jesuítas, con caritativo desinterés, se aplicaron á consolarla. La viuda rehuyó semejantes consuelos. Cuando Sequeros apareció fué otra cosa. A poco de conocerlo, no podía pasar la vida sin requerir su presencia una vez cada dos días, por lo menos. Fiaba en él y creía en su santidad. Sequeros repartía sus horas entre la oración y la viuda, Habiéndose agravado la enfermedad de la señora, las visitas pasaron á ser diarias.
Una mañana llegó Sequeros á la residencia atropellando con todo y las pupilas en ignición. Se precipitó en la capilla y cayó de hinojos ante un cromo de San Ignacio. Sus compañeros curioseaban desde la puerta del oratorio; pellizcábanse y se hacían guiños. Salió el Padre Sequeros. La lumbre de los ojos se había atenuado. El Padre Cleto preguntó, balbuciendo:
—Bueno, ¿qué?
—Ha fallecido.
—¿Testamento?
—Hecha una santa.
—¿Testamento?
—Testamento.
—¿Cuánto?
—Seis millones de reales.
—Collegium habemus.
Y se abrazaron todos.
A la hora de comer, hubo pollo, de extraordinario. Terminados los postres, sorbían plácidamente el café, cuando el Padre Lafont arremete contra el Padre Anabitarte, superior provisional.
—¡Ah, mon Pére! ¡C'est un grand jour! [3]. Yo creo que sería bien oportuno una pequeña copa de ron.
—Sí, Padre. Yo también creo que merece la pena celebrar el día con honesto regocijo.
—Sea. Mancilla, danos acá la botella de ron.
Sequeros se niega á beber. Los demás porfían. Al fin, accede. Levántase con la copita en alto. Síguenle los otros; chocan las copas. Sequeros tiene el rostro bañado en luz interior:
—¡Ad Majorem Dei Gloriam!